Cuando Lucy despertó, la tormenta que había comenzado la tarde anterior aún se mantenía. Se inclinó cuidadosamente sobre el borde de la cama para no molestar a David, y levantó el reloj pulsera del suelo, acababa de dar las seis. El viento aullaba por el techo. David podía seguir durmiendo, hoy se trabajaría poco.
Se preguntó si el viento no se habría llevado algunas tejas durante la noche. Tendría que subir a la buhardilla. El trabajo debería esperar a que David se levantara, de no ser así se enfadaría porque no le pedía que lo hiciera él.
Saltó de la cama. Hacía mucho frío. El tiempo cálido de los últimos días había sido un falso veranillo, la preparación de la tormenta. Ahora hacía tanto frío como en noviembre. Se quitó el camisón de franela y rápidamente se puso la ropa interior, los pantalones y el suéter. David se movió. Ella le miró; él se dio la vuelta, pero no se despertó.
Cruzó el minúsculo rellano y se asomó a la habitación de Jo. El bebé se había convertido en un niño de tres años licenciado de la cuna y ocupante de una cama, de la cual a veces se caía durante las noches sin despertarse. Esta mañana estaba en su cama y dormía boca arriba con la boca abierta. Lucy sonrió. Cuando dormía era realmente adorable.
Bajó despacito, preguntándose por qué se habría despertado tan temprano. Quizá Jo hubiera hecho algún ruido o quizá fuera la tormenta.
Se arrodilló ante el hogar, se arremangó el suéter y comenzó a preparar el fuego. Mientras barría los restos y limpiaba el hogar silbaba una melodía que había oído en la radio: Eres tú o nadie, ¿verdad amorcito? Removió las cenizas, dejando los carbones que encontraba para que sirvieran de base al fuego de ese día. El helecho seco servía de yesca, y encima madera y carbón. A veces sólo usaba madera, pero el carbón era mejor para aquel tiempo. Extendió una página de periódico a través de la parrilla de la chimenea, la sostuvo unos minutos para crear la corriente de tiraje. Cuando quitó la hoja encendida la madera ya se había prendido y el carbón se veía rojo. Apagó el papel y lo dejó debajo de la rejilla para el día siguiente.
La llama pronto entibiaría la pequeña casa, pero mientras tanto una taza de té caliente le vendría muy bien. Lucy entró en la cocina y puso la tetera en la cocina eléctrica. Cogió la bandeja y colocó dos tazas encima, luego los cigarrillos de David y un cenicero. Preparó el té, llenó las tazas y cruzó la sala para llevar la bandeja arriba.
Tenía el pie en el escalón más bajo cuando oyó que alguien llamaba a la puerta. Se detuvo, frunció el ceño, decidió que era el viento que golpeaba algo y dio otro paso. El sonido volvió a repetirse. Era como si alguien estuviera llamando a la puerta de enfrente.
Era absurdo, naturalmente. No había nadie que llamara a la puerta, sólo Tom, y él siempre venía por la puerta de la cocina y nunca llamaba.
Otra vez el sonido.
Bajó las escaleras y balanceando la bandeja en una mano abrió la puerta de entrada.
Tiró la bandeja del susto. El hombre cayó en el recibidor, tirándola a ella. Lucy lanzó un grito.
El susto le duró sólo un momento. El extraño yacía al lado de ella, cuan largo era en el piso de la sala, evidentemente incapaz de atacar a nadie. Tenía las ropas empapadas, y las manos y la cara mortalmente pálidas por el frío.
Lucy se incorporó. David se deslizaba escaleras abajo sobre su trasero, diciendo:
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa?
—Él —decía Lucv señalándole.
David llegó al pie de las escaleras, aún con su pijama, y se instaló él mismo en su silla de ruedas.
—No veo por qué tanto grito —dijo aproximándose con la silla e inspeccionando al hombre en el suelo.
—Lo lamento, me asusté se agachó y tomando al hombre por los brazos lo arrastró hasta el centro de la sala. David les siguió.
Lucy lo colocó ante el hogar.
David se quedó mirando el cuerpo inerte.
—¿De dónde diablos cayó?
—Debe de haber naufragado… la tormenta.
Pero lleva ropas de obrero, no de marinero, según advirtió Lucy, quien se quedó estudiándole. Era un hombre de fuerte complexión que excedía en mucho el largo de la alfombra colocada ante el hogar, y muy robusto en torno al cuello y los hombros. Tenía una cara de rasgos muy marcados, agradable; la frente muy alta y una mandíbula potente. «Posiblemente fuera un hombre guapo —pensó— sólo que esa palidez mortal no permitía advertir nada.»
El se movió y abrió los ojos. Al principio parecía terriblemente atemorizado, como un niño pequeño que despierta en un lugar desconocido; pero muy rápidamente, su expresión se distendió, y miró a su alrededor, descansando brevemente su mirada en Lucy, David, la ventana, la puerta y el fuego.
—Tenemos que cambiarle las ropas —dijo Lucy—. Trae un pijama y una bata, David.
David hizo desplazar su silla y Lucy se arrodilló ante el extraño. Primero le quitó los zapatos y los calcetines. Casi parecía haber una expresión divertida en sus ojos mientras la miraba. Pero cuando ella llegó a la chaqueta el cruzó protectoramente los brazos sobre su pecho.
—Morirá de neumonía si no se quita esas ropas dijo ella de la forma más amable posible—. Permítame que le ayude.
—No sé si nos conocernos lo suficiente —dijo el hombre—. Después de todo no nos han presentado.
Esas fueron sus primeras palabras. Su voz era tan agradable, sus palabras tan formales, que el contraste con su terrible aspecto hizo reír a Lucy en voz alta.
—¿Es usted tímido? —le preguntó ella.
—Simplemente creo que un hombre debe conservar un aire de misterio —sonreía socarronamente, pero súbitamente la sonrisa se le quebró y los ojos se le cerraron por el dolor.
David volvió con un pijama limpio sobre el brazo.
—Parece que vosotros dos ya os entendéis muy bien —dijo.
—Tendrás que desnudarle tú —dijo Lucy—. A mí no me lo permite.
La expresión de David era hermética.
—Podré hacerlo solo —dijo el extranjero—, si no se considera como excesiva ingratitud de mi parte.
—Haga lo que quiera —dijo David, dejando las ropas en una silla y saliendo.
—Prepararé un poco más de té —dijo Lucy saliendo también y cerrando la puerta de la sala.
David ya estaba llenando la tetera en la cocina, con un cigarrillo balanceándose en la boca. Lucy se apresuró a limpiar y recoger los trozos de las tazas que habían quedado en el suelo del recibidor y luego se le unió.
—Hace cinco minutos no estaba seguro de si el tipo estaba vivo, y ahora se está vistiendo solo —dijo David.
—Quizás estuviera fingiendo —respondió Lucy, ocupándose de preparar el té.
—La perspectiva de ser desnudado por ti le produjo una rápida recuperación.
—No puedo creer que nadie sea tímido hasta tal extremo.
—Tu propia suerte en ese aspecto puede conducirte a subestimar sus poderes en otros—. Lucy hacía ruido con las tazas.
—No nos peleemos hoy, David, tenemos algo más interesante que hacer.
Tomó la bandeja y se dirigió a la sala.
El desconocido estaba abotonándose la chaqueta del pijama. Cuando ella entró se volvió de espaldas. Ella dejó la bandeja y sirvió té. Cuando le miró ya estaba vestido con las ropas de David.
—Ha sido usted muy amable —dijo él, con una mirada directa.
«Realmente —pensó Lucy— no parecía el tipo de hombre tímido.» Sin embargo era unos años mayor que ella —quizás unos cuarenta— y su actitud podría deberse a ello. Cada minuto que pasaba parecía menos un náufrago.
—Siéntese junto al fuego —le sugirió ella alcanzándole una taza de té.
—No creo que pueda sostener el plato —respondió él—. No puedo mover los dedos —tomó la taza con las dos palmas de las manos tiesas y se la llevó a los labios.
David entró y le ofreció un cigarrillo que él no aceptó. El desconocido se bebió todo el té y luego preguntó:
—¿Dónde estoy?
—El lugar se llama Isla de las Tormentas —respondió David.
El hombre pareció aliviado.
—Creí que habría sido devuelto a Inglaterra.
David movió las piernas del hombre en dirección al fuego para calentarle los pies desnudos.
—Probablemente fue lanzado a la bahía —dijo David—.
Por lo general las cosas son lanzadas ahí. Así se formó la playa.
Jo entró, con los ojos cargados aún de sueño, arrastrando un oso tan grande como él mismo. Al ver al desconocido corrió hasta Lucy y escondió la cara.
—He asustado a su hijita —sonrió el hombre.
—Es un niño. Tengo que cortarle el pelo—. Lucy levantó a Jo y lo puso sobre sus rodillas.
—Lo lamento —los ojos del desconocido volvieron a cerrarse y se balanceó en la silla.
Lucy se puso de pie, depositando a Jo en un sofá.
—Debemos llevar al pobre hombre a la cama, David.
—Espera un instante —dijo David arrimándose en la silla junto al desconocido—. Acaso haya otros sobrevivientes. El hombre levantó la cara.
—Estaba solo —murmuró el hombre haciendo un gran esfuerzo.
—David —empezó Lucy.
—Una pregunta más: ¿notificó al guardacosta cuál era su rumbo?
—¿Qué importancia tiene? —dijo Lucy.
—Tiene importancia, porque si lo hizo es posible que haya una cantidad de hombres arriesgando sus vidas para encontrarle, y podemos hacerles saber que está a salvo.
—No… no lo hice… —dijo el hombre muy despacio.
—Es suficiente —dijo Lucy a David y fue a arrodillarse ante el hombre.
—¿Cree que podrá subir las escaleras? Él asintió y se puso de pie.
Lucy le pasó el brazo sobre el hombro de ella y comenzó a hacerlo andar.
—Le pondré en la cama de Jo —dijo.
Fueron subiendo con una pausa en cada escalón. Cuando llegaron arriba el poco calor que el fuego había devuelto a la cara del hombre había desaparecido. Lucy le llevó hasta el dormitorio más pequeño, donde se desplomó sobre la cama.
Lucy le arregló las mantas, le tapó bien y abandonó la habitación cerrando muy despacio la puerta.
El alivio cubrió a Faber como una marea. Durante los últimos pocos minutos los esfuerzos de autocontrol habían sido sobrehumanos. Se sintió impotente, derrotado y enfermo.
Una vez que se abrió la puerta de entrada se dejó caer durante algunos minutos. El peligro se hizo presente cuando una hermosa muchacha comenzó a desnudarle y él recordó la cápsula con la película que tenía adherida a su pecho. La necesidad de controlar la situación volvió a alertarle. También temió que llamaran a una ambulancia, pero eso no se había mencionado; quizá la isla era demasiado pequeña para tener un hospital. Por lo menos no estaba en tierra firme, ahí habría sido imposible no informar acerca del naufragio. Sin embargo por el giro de las preguntas del marido todo indicaba que por el momento no se daría ninguna información.
Faber no tenía energías para especular sobre problemas ulteriores. Por el momento parecía estar a salvo, y eso era todo lo que podía pedir. Estaba caliente, seco, vivo y la cama era mullida.
Se dio la vuelta para reconocer la habitación: la puerta, la ventana, la chimenea. El hábito de ser cauteloso sobrevivía a todo, excepto a la muerte. Las paredes eran rosadas, como si la pareja hubiera esperado una niña. En el suelo había un tren de juguete y gran cantidad de libros con ilustraciones. Era un lugar seguro, doméstico; un hogar. El era un lobo entre una manada de ovejas. Un lobo agotado.
Cerró los ojos. Pese al agotamiento debía forzarse a descansar, a distenderse músculo por músculo. Gradualmente la cabeza se le vació de pensamiento y se durmió.
Lucy probó las gachas y les agregó otra pizca de sal. Había llegado a gustarles la forma en que las hacía Tom, a la escocesa, sin azúcar. Ya nunca volvería a hacerlas con azúcar, aunque hubiera abundancia y quedara atrás el racionamiento. Era notable cómo uno se acostumbraba a las cosas cuando no quedaba otro remedio: el pan negro, la margarina y las gachas con sal.
Las sirvió con cucharón y la familia se sentó a desayunar. Jo puso cantidad de leche para enfriar la suya. David comía muchísimo últimamente y no engordaba, desarrollaba una intensa actividad al aire libre. Le miró las manos a través de la mesa. Estaban ásperas y permanentemente morenas, eran las manos de un trabajador manual. Ella había observado las manos del extranjero: eran largas, de dedos finos, la piel blanca pese a las heridas y magulladuras. Se veía que no estaba acostumbrado al trabajo de atender un barco.
—Hoy no podrás hacer mucho —dijo Lucy—. Parece que la tormenta seguirá.
—No importa. Pese a todo las ovejas requieren cuidado con bueno o mal tiempo.
—¿Dónde estarás?
—Hacia el lado de Tom. Ire en el jeep.
—¿Puedo ir? —dijo Jo.
—No, hoy no —dijo Lucy—. Está demasiado húmedo y frío.
—Pero no me gusta el hombre.
—No seas tonto —le sonrió Lucy—. No nos hará ningún daño. Está tan enfermo que casi no puede moverse.
—¿Quién es?
—No sabemos su nombre. Se le hundió el barco y tenemos que cuidarle hasta que se ponga bien y pueda volver a tierra firme. Es un hombre muy simpático.
—¿Es mi tío?
—Es sólo un desconocido, Jo. Come.
Jo parecía defraudado. En una ocasión había conocido un tío. En su mente los tíos eran personas que regalaban caramelos, que a él le gustaban, y dinero, que él no sabía cómo emplear.
David terminó su desayuno y se puso la capelina, una especie de gran plástico con mangas y un agujero para la cabeza. Cubría la mayor parte de su silla de ruedas, además de su cuerpo. Se puso un sombrero de lluvia, se lo ató debajo del mentón, besó a Jo y se despidió de Lucy.
Un par de minutos después oyó que el jeep iba cuesta arriba y fue a la ventana para ver cómo David se iba bajo la lluvia. Las ruedas traseras del vehículo patinaban en el barro.
Tendría que conducir con sumo cuidado. Se volvió hacia Jo y él le dijo:
—Éste es un perro —estaba haciendo un dibujo sobre el mantel con gachas y leche.
Lucy le dio una palmada en las manos.
—¡Mira lo que has hecho! —el niño adoptó una expresión de ofensa y desagrado, y Lucy pensó en lo mucho que se parecía a su padre. Tenían el mismo pelo oscuro, casi negro, la piel morena y una misma manera de replegarse cuando estaban enfadados. Pero Jo reía con facilidad… por fortuna había heredado algo de la familia materna.
Jo confundió la mirada contemplativa de la madre con enojo y dijo:
—Lo siento.
Ella le lavó en la pileta de la cocina, luego limpió y lavó las cosas del desayuno pensando en el desconocido que se encontraba arriba. Ahora que la crisis inmediata había pasado y que al parecer el hombre no se iba a morir, estaba picada por la curiosidad acerca de él. ¿Quién era? ¿De donde provenía? ¿Qué estaba haciendo en medio de la tormenta? ¿Tenía familia? ¿Por qué vestía ropas de obrero y sus manos no lo eran? ¿Su acento, de dónde era? Resultaba muy interesante.
Pensó que de haber vivido en cualquier otro lugar no habría aceptado aquella presencia que le caía de golpe. Quizá fuera un desertor, o un criminal, o incluso un prisionero de guerra. Pero viviendo en una isla uno olvidaba que otros seres humanos podían ser amenazadores en lugar de solidarios. Era tan hermoso ver una cara nueva, que albergar sospechas parecía innoble. Quizás —el pensamiento era desagradable— ella fuera más apta que nadie para dar la bienvenida a un hombre atractivo… Trató de quitarse tal idea de la cabeza.
Era una tontería, una tontería. Él estaba tan cansado y enfermo que no podía representar una amenaza para nadie. Ni siquiera en tierra firme alguien podría haberse negado a brindarle ayuda, ¿verdad? ¿Quién podría haberse negado a recibirle, casi moribundo e inconsciente? Cuando se sintiera mejor podrían interrogarle, y si su historia de cómo había llegado allí era algo menos que verosímil podrían comunicarlo a tierra firme desde la casa de Tom.
Cuando acabó las tareas de la cocina se dirigió arriba para echarle un vistazo. Dormía de cara a la puerta y cuando ella se detuvo a observarlo los ojos de él se abrieron instantáneamente. Una vez más se produjo ese inicial segundo de expresión temerosa.
—Bueno, bueno —murmuró Lucy—, sólo quería asegurarme de que usted se encuentra bien.
El cerró los ojos sin hablar.
Ella volvió a bajar. Se puso ropas de lluvia y botas, y lo mismo hizo con Jo, y salieron. Aún llovía a cántaros, y el viento era fuertísimo. Miró al techo; efectivamente habían perdido algunas tejas. Se encaminó hacia la cumbre, inclinándose en dirección contraria al viento.
Llevaba a Jo cogido con fuerza de la mano, pues el viento podía arrebatárselo en cualquier momento. Dos minutos después estaba deseando no haber salido. La lluvia le penetraba por el cuello del impermeable y por encima de las botas. Jo también debía de estar empapado, pero puesto que ya se habían mojado podían aguantarse unos minutos más. Lucy quería ir a la playa.
Sin embargo, cuando llegaron al final de la rampa se dio cuenta de que lo que se proponía era imposible. El estrecho camino de tablas estaba sumamente resbaladizo por la lluvia, y con semejante viento era posible que perdiera pie y cayera rodando hasta la playa, veinticinco o treinta metros más abajo. Debía contentarse con mirar.
Era todo un espectáculo.
Enormes olas, cada una del tamaño de una pequeña casa, llegaban a la playa siguiéndose muy de cerca. Una vez que atravesaban la playa crecían aún más, y su cresta se re torcía en signo de interrogación y se arrojaba furiosamente contra el acantilado. La espuma convertida en vapor, subía en grandes sábanas hasta el final de la piedra, haciendo que Lucy retrocediera rápidamente un paso atrás y Jo lanzaba gritos de deleite. Lucy podía oír la risa de su hijo, sólo porque éste se le había subido a los brazos y tenía la boca a la altura del oído de su madre; el ruido del viento y del mar ahogaban sonidos más distantes.
Mirar los elementos desatados, rugiendo con fuerza, era algo estremecedor, y más aún estar de pie al borde del acantilado, sintiéndose amenazada y a salvo al mismo tiempo, temblando de frío y sudando de miedo. Era estremecedor en verdad, tanto más por cuanto tan pocas emociones habían en su vida.
Estaba a punto de volver, temerosa de que Jo se enfriara cuando divisó la barca.
Ya no era una barca, por cierto. Eso era lo terrible del espectáculo. Todo lo que quedaba eran los grandes tablones de la cubierta y de la quilla. El resto estaba desperdigado por las rocas debajo del acantilado, como las cerillas de una caja aplastada. Lucy advirtió que había sido una barca grande. Un hombre solo podría haberla manejado, pero no era nada fácil, y el daño que le había causado el mar era sobrecogedor. Se podía decir que no habían quedado dos pedazos de madera unidos.
¿Cómo era posible, Dios santo, que el desconocido hubiera salido de aquello con vida? Se estremeció al pensar en lo que las olas en conjunción con las rocas podían haber hecho a un cuerpo humano. Jo advirtió su súbito cambio de estado de ánimo y le dijo al oído:
—Vayamos a casa, mamá —ella volvió rápidamente sobre sus pasos y se apresuró por el camino enlodado para llegar a su casa.
Una vez allí se quitaron las ropas mojadas, chaquetas, sombreros, botas y las colgaron en la cocina para que se secaran. Lucy fue hasta arriba y volvió a mirar al desconocido. Esta vez él no abrió los ojos. Parecía estar durmiendo muy tranquilamente. Sin embargo, ella tuvo la sensación de que él había despertado y que al reconocer su paso en la escalera había cerrado nuevamente los ojos antes de que ella abriera la puerta.
Se metió en el cuarto de baño y llenó la bañera con agua caliente. Desnudó a Jo y lo metió dentro. Luego, sin detenerse a pensarlo, se quitó también ella las ropas y se metió junto con él. El calor del agua era una bendición. Cerro los ojos y se relajó. Aquello también era agradable. Estar en una casa, sentirse al abrigo mientras la lluvia golpeaba con impotencia las fuertes paredes de piedra.
De pronto la vida se había vuelto interesante. En una noche se había producido una tormenta, un naufragio, y había aparecido un hombre misterioso; esto después de tres años de… Deseó que el desconocido despertara pronto para poder averiguar cosas acerca de él.
Mientras tanto se hizo la hora de que empezara a cocinar el almuerzo para los hombres. Tenía cordero para hacer un guiso. Salió de la bañera y empezó a secarse tranquilamente. Jo se entretenía con un juguete de goma, un gato muy mordisqueado. Lucy se miró en el espejo examinándose las estrías que le recordaban su embarazo. Poco a poco iban como borrándose, pero nunca desaparecerían por completo. Sin embargo, los baños de sol contribuirían a disimularlas. Sonrió, pensando que no tenía muchas posibilidades de tomarlos. Por otra parte, ¿a quién podría interesarle las condiciones de su piel, como no fuera a sí misma?
—¿Puedo quedarme un minuto más? —dijo Jo.
Era una frase que utilizada por él podía significar cualquier cantidad de tiempo. «Un minuto más» podía ser medio día.
—El tiempo de vestirme, no más —le dijo, colgó la toalla y se dirigió a la puerta.
El desconocido estaba en el vano mirándola.
Se quedaron mirándose. «Era extraño —pensó Lucy más tarde— que no se sintiera atemorizada en absoluto.» Quizá por la forma en que él la miró: en su expresión no había amenaza alguna, ni deseo, ni agresividad. Él no le miraba el pubis, tampoco los senos, solamente la miraba a la cara, a los ojos. Ella recordaba que se sorprendió pero no se sintió confundida, y en algún recodo de la mente se preguntó por qué no gritaba, ni se cubría con las manos, ni le cerraba la puerta con ademán rotundo.
Por fin sus ojos adquirieron cierta expresión. Quizás ella la imaginaba, pero advirtió admiración, un ligero aire de sincero humor, y un matiz de tristeza. Y luego la situación se quebró. Él se dio la vuelta y volvió a su habitación, cerrando la puerta tras él. Un momento después, Lucy oyó crujir el somier, lo cual indicaba que había vuelto a meterse en la cama.
Y sin que hubiera una razón determinada para ello, se sintió terriblemente culpable.