18

El submarino giró en un tedioso círculo, sus poderosos motores diesel habían aminorado al máximo la marcha mientras surcaba las profundidades como un gran tiburón gris y desdentado. Su comandante, el teniente Werner Heer, su amo, bebía un sucedáneo de café y trataba de no fumar más cigarrillos. Habían tenido una larga noche y un largo día. No le gustaba nada la misión que le habían encomendado; él era un combatiente y allí no se libraba combate alguno; además, sentía antipatía por el callado funcionario del Abwehr, con sus ojos azules astutos como de personaje de libro de cuentos, el cual constituía un huésped no deseado a bordo de su submarino.

El hombre del Servicio de Inteligencia, mayor Wohl, estaba sentado frente al capitán. El hombre nunca tenía aspecto cansado, maldito fuera. Aquellos ojos azules lo escudriñaban todo, pero su expresión permanecía impasible. Su uniforme nunca se ajaba pese a los rigores de la vida debajo del agua, y encendía un cigarrillo cada veinte minutos y lo fumaba hasta quemarse los dedos. Heer habría querido dejar de fumar para hacer que se obedecieran las disposiciones y evitar que Wohl disfrutara del tabaco, pero él mismo era demasiado adicto.

Heer nunca había tenido simpatía por la gente del Servicio de Inteligencia, pues siempre tenía la sensación de que le estaban controlando a él; tampoco le gustaba trabajar con el Abwehr. Su submarino estaba hecho para el combate, no para andar dando vueltas por las costas británicas recogiendo agentes secretos. Le parecía que era una locura estar arriesgando una maquinaria de combate, y ni que hablar de una tripulación entrenada, en función de un hombre que podía no aparecer.

Terminó el líquido de su taza e hizo un gesto de desagrado.

—Maldito café —dijo—. Tiene un sabor espantoso.

La inexpresiva mirada de Wohl descansó sobre él un momento, y luego se apartó. No dijo una palabra.

Siempre hermético. Al diablo con él. Heer se movió ansioso en el asiento. Sobre el puente de un barca hubiera andado de un lado para otro, pero los hombres en los submarinos aprenden a evitar todo movimiento innecesario. Finalmente dijo:

—Su hombre no va a aparecer con semejante tiempo. ¿No le parece?

—Esperaremos hasta las seis de la mañana —dijo Wohl consultando su reloj.

No era una orden. Wohl no podía dar órdenes a Heer; pero una afirmación así era un insulto a un oficial de superior categoría, y Heer se lo dijo.

—Ambos cumpliremos nuestras órdenes —dijo Wohl—. Que, por cierto, como usted sabe provienen de muy altas autoridades.

Heer controló su encono. Él tenía razón, naturalmente, Heer cumpliría con las órdenes recibidas, pero cuando volvieran a puerto informaría sobre la insubordinación de Wohl. No porque sirviera de mucho; quince años en la Marina le habían enseñado que los que estaban en los cuarteles generales se hacían su propia ley.

—Bueno, aun cuando su hombre fuera lo suficientemente tonto como para arriesgarse esta noche, con toda seguridad no es lo bastante buen marino como para sobrevivir. La única respuesta de Wohl fue la misma mirada vacía. —Weissman —llamó Heer al radioperador.

—Nada, señor.

—Me parece —dijo Wohl— que los murmullos que oímos hace unas pocas horas provenían de él.

—De ser así, se encontraba a gran distancia del lugar señalado, señor —dijo el radioperador—. Más bien creo que era el ruido de los relámpagos.

—Si no era él, no era él —agregó Heer—. Y si era él en estos momentos ya está ahogado.

—Usted no conoce a este hombre —dijo Wohl, y esta vez había realmente signos de emoción en su voz.

Heer no contestó. El ruido de los motores se alteró levemente y le pareció oír un leve pistoneo. Si en el camino de regreso se acentuaba lo haría revisar al llegar a puerto. De todos modos lo haría revisar, aunque sólo fuese para evitarse otro viaje con el inefable mayor Wohl.

Un marinero se asomó para ofrecer un café. Heer sacudió la cabeza.

—Si bebo más mearé café.

—Yo sí quiero, por favor —dijo Wohl, y sacó otro cigarrillo.

Esto hizo que Heer consultara su reloj. Eran las seis y diez. El sutil mayor Wohl había retrasado su cigarrillo de las seis para mantener el submarino allí unos pocos minutos extra. Heer dijo:

—Preparen los motores para volver.

—Un momento —dijo Wohl—. Creo que deberíamos echar una mirada a la superficie antes de volver.

—No diga estupideces —dijo Heer, sabiendo que pisaba fuerte ahora—. ¿No se da cuenta de la tormenta furiosa que hay ahí arriba? No podríamos abrir la escotilla, y el periscopio no alcanzaría a más de unos metros de visión.

—¿Cómo puede saber qué tipo de tormenta hay, estando a semejante profundidad?

—La experiencia.

—Entonces por lo menos envíe un mensaje a la base y dígales que nuestro hombre no ha establecido contacto. Acaso nos ordenen permanecer aquí.

Heer soltó un suspiro exasperado.

—No es posible establecer contacto desde esta profundidad, y menos con la base.

Finalmente, Wohl perdió la calma.

—Comandante Heer, le encarezco con gran convicción que suba a la superficie y envíe un mensaje por radio antes de abandonar este punto de encuentro. El hombre que debíamos levantar posee información esencial. El Führer está esperando su informe.

Heer le miró.

—Gracias por hacerme partícipe de su opinión, mayor —dijo y se volvió—. A toda máquina —ordenó.

El sonido de los bimotores diesel se elevó hasta convertirse en un rugido y el submarino comenzó a adquirir velocidad.