Faber cruzó el puente de Sark y entró en Escocia poco después del mediodía. Pasó por el «Sark Toll Bar House», un edificio bajo con un gran cartel de propaganda que se anunciaba como la primera posada de Escocia, más arriba había una inscripción con algún texto sobre el matrimonio que él no pudo leer. Medio kilómetro más adelante comprendió al entrar en Gretna, que efectivamente ése era un lugar donde los que se fugaban venían a casarse.
Las carreteras aún estaban mojadas por la lluvia temprana, pero el sol las estaba secando rápidamente. Los postes de señalización y los nombres de lugares habían sido repuestos desde que la posibilidad de invasión se había desvanecido, y Faber apresuró la marcha a través de pequeños pueblos, en las tierras bajas: Kirkpatrick, Kirtlebridge, Ecclefechan. El campo abierto era agradable, el marjal verde brillaba al sol.
Se había detenido a repostar gasolina en Carlisle. La mujer que le atendió, de edad mediana, con un astroso delantal cubierto de aceite, no le había hecho preguntas raras. Faber llenó el depósito y también el de reserva.
Estaba muy satisfecho con el pequeño coche de dos plazas. Todavía podía dar sesenta kilómetros pese a su edad. El motor de válvula lateral de 1.548 centímetros cúbicos, de cuatro cilindros, trabajaba perfecta e incansablemente al subir y descender las montañas de Escocia. El asiento tapizado en cuero era confortable. Apretó la perilla de la bocina para prevenir a una oveja descarriada sobre su aproximación.
Atravesó la pequeña ciudad mercantil de Lockerbie, cruzó el río Annan por el pintoresco puente de Johnstone y comenzó a ascender a Beattock Summit. Se encontró con que cada vez exigía más a su coche de tres velocidades.
Había decidido no tomar la vía más directa a Aberdeen, por Edimburgo y la carretera de la costa. Buena parte de la costa Este de Escocia a ambos lados del estuario de Forth era un área de circulación restringida. Los visitantes tenían prohibida la circulación en una amplia faja de quince kilómetros. Por cierto que las autoridades no podían vigilar severamente semejante cordón de tierra. Sin embargo, Faber corría menos riesgo de ser detenido e interrogado cuanto más lejos se mantuviera de la zona de seguridad.
En un momento dado tendría que entrar en ella, pero cuanto más tarde mejor, y se volvió a ocupar su mente con la historia que inventaría en caso de que lo interrogaran. Desde hacía un par de años, el paseo en coche por mero placer había desaparecido a causa de la severa restricción de combustible, y aquellos que tenían automóvil podían ser enjuiciados por salirse de su ruta habitual por razones personales, aunque fuera unos pocos kilómetros. Faber había leído que un famoso empresario había sido encarcelado por utilizar el combustible pedido por razones de cultivo agrícola para llevar varios actores desde un teatro al hotel «Savoy». Una publicidad interminable le repetía a la gente que un bombardero Lancaster necesitaba unos dos mil litros de combustible para llegar al Ruhr. Nada podía complacer más a Faber que gastar la gasolina que de otro modo sería empleada para bombardear su patria en circunstancias normales; pero ser detenido ahora, con la información que llevaba sujeta al pecho, y arrestado por violar las disposiciones de racionamiento, sería una ironía insoportable.
Era difícil. Casi todo el tránsito era de carácter militar, pero él no tenía documentación militar. Tampoco podía argumentar que llevaba un tipo de abastecimiento indispensable, porque no llevaba en el coche nada que pudiera entregar a nadie.
Frunció el ceño. ¿Quién viajaba en estos días? Los marineros con licencia, los funcionarios, una que otra persona en vacaciones, obreros muy especializados… Eso estaba bien. Sería un mecánico, un especialista en algún campo esotérico como aceites para cajas de velocidades a alta temperatura que se dirigía a Inverness para revisar las máquinas de un establecimiento fabril, y si le preguntaban cuál respondería que estaba clasificado como secreto. (Su presunto destino debía quedar en el otro extremo del lugar verdadero al que se dirigía, de modo que nunca pudiera ser interrogado por alguien que supiera que tal establecimiento no existía.) Dudó acerca de si los técnicos especializados llevarían ropa de trabajo como la que había robado a las ancianas hermanitas. Pero en tiempo de guerra todo era posible.
Una vez llegado a esta conclusión, se sintió razonablemente a salvo de una imprevista detención en el camino. El peligro de ser detenido por alguien que buscara específicamente a Henry Faber, espía fugitivo, era otro problema. Esa fotografía que tenían… Conocían su cara. ¡Su cara!
Y antes de que pasara mucho tiempo tendrían la descripción del coche en el cual viajaba. No pensó que bloquearían los caminos puesto que no sabían hacia dónde se dirigía él; pero en cambio estaba seguro de que cada uno de los policías del país estaría al acecho de un «Morris» gris modelo «Cowley», matrícula número MLN 29.
En el caso de que le descubrieran en pleno campo, no le capturarían inmediatamente; los policías rurales tenían bicicletas, no coches. Pero un policía podía hablar por teléfono a la central y en pocos minutos los coches se lanzarían en su persecución. Si veía un policía, pues, tendría que desbarrancar aquel coche y robar otro, y además cambiar la trayectoria programada, sin embargo, en aquellas tierras escocesas tan poco pobladas tenía la posibilidad de poder seguir todo su camino hasta Aberdeen sin encontrar a un policía rural. En las ciudades sería distinto. Ahí, el peligro de verse perseguido por un coche de la Policía era muy grande. Le resultaría más que difícil escapar; su coche era viejo y bastante lento, y los policías por lo general eran buenos conductores. Su mejor posibilidad era dejar el vehículo y perderse entre la multitud de las calles vecinas. Consideró la posibilidad de enterrar el «Morris» en algún zanjón y robar otro coche cada vez que se viera forzado a pasar por una ciudad de cierta importancia. El problema era que dejaría un rastro descomunal para que MI5 le siguiera. Quizá la mejor solución fuera algo intermedio; pasaría por las ciudades pero emplearía solamente las calles apartadas. Miró su reloj. Al oscurecer llegaría a Glasgow, y en adelante se beneficiaría de la oscuridad.
Bueno, no era muy satisfactorio, pero la única forma de estar totalmente seguro era no siendo espía.
Cuando llegó a las alturas del Beattock Summit comenzó a llover. Faber detuvo el coche y bajó para levantar la capota. El aire era oprimentemente caluroso. Faber levantó la vista al cielo, que se había nublado muy rápidamente y prometía rayos y truenos.
Mientras continuaba la marcha fue descubriendo algunas de las limitaciones del coche. El viento y la lluvia se colaban por varios agujeros de la capota y el pequeño limpiaparabrisas que sólo limpiaba la mitad superior del cristal dividido horizontalmente, proporcionaba una visión como de túnel de la carretera ante su vista. A medida que el terreno se hacía progresivamente más montañoso, el motor comenzó a pistonear. No era extraño; era un coche de veinte años y se le estaba exigiendo demasiado.
El chaparrón amainó. La tormenta que se cernía amenazante no se produjo, pero el cielo permaneció oscuro y la atmósfera sobrecargada.
Faber pasó por Crawford, aposentada entre colinas verdes; por la iglesia de Abington, y una oficina de Correos sobre la orilla Oeste del río Clyde; y por Lesmahagow, al borde de un marjar cubierto de vegetación.
Media hora más tarde llegaba a las afueras de Glasgow. En cuanto entró en el área urbana dobló hacia el Norte, para salir de la calle principal en la esperanza de bordear la ciudad. Siguió una sucesión de calles secundarias y cruzó las arterias principales para internarse en la parte Este de la ciudad, hasta llegar a Cumbernauld Road, donde volvió a girar hacia el Este alejándose rápidamente de la ciudad.
Todo había sido más rápido de lo que él esperaba. Seguía teniendo suerte. Se encontraba en la calle A80, habiendo dejado atrás las fábricas, minas y establecimientos agrícolas. La mayoría de los nombres escoceses no habían alcanzado a aparecer cuando ya desaparecían de su mente: Millerston, Stepps, Muirheard, Mollinburn, Condorrat.
La suerte le abandonó entre Cumbernauld y Stirling.
Aceleraba en una recta pendiente abajo, con campos despejados a ambos lados. Cuando la aguja del velocímetro iba llegando a los setenta kilómetros por hora, se produjo un súbito estallido en la máquina, luego un gran ruido como de cadena que pasa por una polea. Disminuyó la velocidad a cincuenta, pero el ruido no se hizo menor. Era evidente que estaba fallando alguna pieza importante del mecanismo.
Faber prestó atención. Se había roto un cojinete en la transmisión, o algo en el cigüeñal o se había dañado seriamente un terminal. Por supuesto, no era nada tan simple como el carburador bloqueado, o una bujía sucia; aquello no era algo que pudiera repararse fuera del taller mecánico.
Levantó el capó y examinó el motor. Parecía estar todo lleno de aceite, pero salvo ese indicio nada podía advertir. Volvió al volante y apartó el coche de la orilla del camino; no corría pero aún funcionaba.
Unos kilómetros más adelante comenzó a salir humo del radiador. Faber se dio cuenta de que el coche se pararía definitivamente. Buscó un lugar para dejarlo y descubrió un camino lleno de barro que se apartaba de la carretera. Probablemente condujera a una granja. A unos ochenta metros de la carretera había una curva cubierta por arbustos de zarzamora. Faber aparcó muy cerca de los arbustos y cerró el contacto. El silbido del vapor que se desprendía del motor fue apagándose poco a poco. Se bajó y cerró la portezuela con llave. Sintió un poco de lástima por Emma y Jessie, para quienes sería muy difícil tener arreglado su coche antes del fin de la guerra.
Fue a pie hasta la carretera principal. Desde ahí no se podía ver el coche. Podían pasar uno o dos días antes de que el vehículo abandonado despertara sospechas. «Para ese entonces —pensó Faber— podré estar en Berlín.»
Comenzó a andar. Antes o después encontraría una ciudad donde podría robar otro coche. No podía quejarse, las cosas le iban saliendo bien; habían pasado menos de veinticuatro horas desde que salió de Londres, y aún tenía un día por delante antes de que el submarino llegara al lugar de encuentro señalado a las seis de la mañana.
Hacía tiempo que se había puesto el sol, y la oscuridad llegó súbitamente. Apenas podía ver. Afortunadamente, una línea blanca señalaba el centro de la carretera —se trataba de una innovación necesaria a causa del oscurecimiento— y él podía seguirla, y considerando el total silencio de la noche oiría con mucha anticipación si se aproximaba un vehículo.
En efecto, sólo pasó uno. Oyó el ruido del motor a la distancia y se apartó unos pocos metros del camino para no ser advertido cuando el coche se aproximara. Era un coche grande, un «Vauxhall», intuyó Faber, e iba a gran velocidad. Lo dejó pasar, luego se levantó. Estaba aparcado a un lado de la carretera. De haberlo advertido a tiempo habría dado un rodeo, pero las luces estaban apagadas y el motor silencioso, de modo que casi chocó con él en la oscuridad.
Antes de que pudiera pensar en qué hacer, el haz de una linterna lo enfocó desde la cabina del conductor y una voz dijo:
—¿Quién anda por ahí?
—¿Tiene algún problema? —preguntó Faber colocándose en el haz de luz.
—Me parece que sí.
El otro bajó la luz, y a medida que Faber se aproximaba podía ver el reflejo de la linterna, la cara con bigotes de un hombre de edad media, con un abrigo. En la otra mano el hombre tenía una llave inglesa y no parecía saber muy bien qué hacer con ella. Faber miró el motor.
—¿Qué tiene?
—Fue perdiendo velocidad —dijo el hombre con acento inculto—. En un momento dado iba perfectamente, luego empezó a vacilar. Y me temo que de mecánica no entiendo mucho. ¿Usted sí? —preguntó volviendo a enfocarle y con acento esperanzador.
—No mucho —dijo Faber—, pero sé darme cuenta de si se ha desconectado algo importante. —Cogió la linterna de manos del hombre y la apuntó sobre el motor, apretó bien una bujía que se había soltado del cilindro y le dijo—: A ver, inténtelo ahora.
El hombre volvió a su puesto y puso en marcha el motor.
—¡Perfecta! —gritó—. ¡Es usted un genio! ¡Venga, que lo llevo!
Por la cabeza de Faber cruzó la idea de que podría ser una trampa urdida por MI5, pero la descartó. En el caso improbable de que supieran dónde se encontraba, ¿por qué habrían de tratarle con tanta sutileza? Era mucho más fácil enviar veinte policías en camiones celulares.
Subió.
El conductor salió a la carretera, accionó rápidamente los cambios hasta que el vehículo adquirió una buena velocidad. Faber se puso cómodo. El conductor dijo:
—Bueno, ya que estamos aquí…, soy Richard Porter.
Faber pensó rápidamente en el documento de identidad que llevaba en la billetera.
—James Baker.
—Mucho gusto. Debo de haberlo pasado en la carretera, pero no lo vi.
Faber se dio cuenta de que el hombre le estaba pidiendo disculpas por no haberle recogido. Desde que había racionamiento de combustible, todo el mundo recogía a los peatones.
—Está bien, no importa —dijo Faber—. Probablemente estuviera a un lado, tras los arbustos, haciendo lo que nadie puede hacer por uno; oí el motor.
—¿Viene desde lejos? —dijo Porter ofreciéndole un cigarro.
—Gracias, no fumo —dijo—. Sí, vengo desde Londres.
—¿Todo el tiempo a dedo?
—No, mi coche se averió en Edimburgo. Parece que necesita una pieza de repuesto que no está en el mercado, de modo que tuve que dejarlo en el taller.
—Qué mala suerte. Bueno, yo voy a Aberdeen, de modo que puedo dejarlo donde usted quiera.
Aquello sí que era un golpe de suerte. Cerró los ojos y se imaginó un mapa de Escocia.
—Magnífico —dijo—, yo voy a Banff, de modo que si me lleva hasta Aberdeen se lo agradeceré mucho. Sólo que estaba planeando tomar la carretera…, pero no tramité el permiso. Aberdeen es área de circulación restringida, ¿verdad?
—Solamente el puerto —respondió Porter—. De todos modos, no tiene por qué preocuparse por eso mientras vaya conmigo… Soy juez de paz J. P. y miembro de la Comisión de Guardia. ¿Qué le parece?
Faber sonrió en la oscuridad.
—Gracias. ¿Es un trabajo de jornada entera? Me refiero a ser magistrado.
Porter arrimó un fósforo a su cigarro y soltó el humo.
—En verdad no. Tengo un medio retiro. Solía trabajar como abogado, hasta que advirtieron que tenía el corazón blando.
—¡Ah! —dijo Faber tratando de adoptar un tono cordial.
—Supongo que no le molesta el humo —dijo Porter blandiendo su grueso cigarro.
—En absoluto.
—¿Qué le lleva a Banff?
—Soy ingeniero mecánico. Hay un problema en una fábrica… En realidad se trata de un trabajo bastante especializado y…
Porter levantó la mano.
—No diga una palabra más, lo comprendo.
Durante un momento quedaron en silencio. El coche pasó por varias poblaciones. Era evidente que para conducir a tal velocidad en medio del oscurecimiento había que conocer el trayecto. El enorme automóvil devoraba kilómetros. Su desplazamiento suave era soporífero, de modo que Faber bostezó y se acomodó.
—Diablos, debe de estar usted cansado —dijo Porter—. Perdone, póngase cómodo y eche un sueñecito.
—Gracias —dijo Faber—, lo haré.
Cerró los ojos.
El deslizarse del automóvil era como el de un tren, y Faber volvió a tener su pesadilla de llegada a Inglaterra, sólo que esta vez era ligeramente distinta. En lugar de comer en el tren y de hablar de política con su compañero de viaje, por alguna razón desconocida estaba obligado a viajar en el furgón carbonero, sentado sobre el maletín de su radio, con la espalda contra la pared de hierro. Cuando el tren llegó a Waterloo, todos —incluso los pasajeros que bajaban— tenían un pequeño duplicado de la fotografía de Faber con el equipo de la carrera; y todos se miraban entre sí y comparaban las caras que veían con la de la fotografía. Cuando llegaron ante el empleado que recogía los billetes, éste le cogió del hombro y le dijo:
—Usted es el hombre de la foto, ¿no es así? —Faber se quedónmudo. Todo lo que podía hacer era mirar la fotografía y recordar la forma en que había corrido para ganar aquella copa. Dios, cómo había corrido. Salió el primero, inició el tramo final unos veinticinco metros antes de lo que había planeado, y durante los últimos quinientos metros habría querido morir. Y ahora quizá moriría porque aquel empleado tenía en la mano aquella fotografía…
Le estaba diciéndo: ¡Despierte! —y súbitamente Faber se encontró de vuelta en el «Vauxhall» de Richard Porter. Y era Porter el que le estaba diciendo que despertara. Su mano derecha iba ya al encuentro de su manga izquierda, donde tenía guardado el estilete. Durante una fracción de segundos olvidó que para Porter era sólo James Baker, un inocente tipo que viajaba auto-stop; entonces su mano cayó y volvió a relajarse.
—Se despierta como un soldado —dijo Porter con aire divertido—. Hemos llegado a Aberdeeen.
Faber volvió a notar el tono afectado al articular las palabras y recordó que Porter era magistrado y miembro de la Policía. Faber miró al hombre en la mortecina luz del amanecer. Porter era rubicundo, con bigote lustroso; su abrigo color pelo de camello parecía caro. Era rico y poderoso en aquella ciudad, dedujo Faber, y si desapareciera, se notaría inmediatamente su falta. En consecuencia decidió no asesinarle.
—Adiós— dijo Faber.
Desde su asiento y a través del vidrio miró la ciudad de granito. Avanzaban lentamente por la calle principal, donde se veían tiendas a ambos lados. Algunos de los primeros trabajadores andaban por ahí, todos evidentemente concentrados en sus tareas, que les llevaban a una misma dirección. Faber dijo que serían pescadores. El lugar parecía frío y ventoso. Porter le dijo:
—¿No quisiera afeitarse y desayunar un poco antes de seguir el viaje? Tendría mucho gusto en invitarle a venir a mi casa.
—No quisiera causar molestias.
—En absoluto. Si no fuera por Ud. aún estaría en la A80, en Sterling, esperando que abriera un taller mecánico.
—Bueno, otra vez será. Gracias. Quiero seguir viaje.
Porter no insistió, y Faber creyó advertir que se sentía aliviado de que él no hubiera aceptado su oferta. El hombre dijo:
—En ese caso lo dejaré en George Street, donde comienza la A96, la carretera lleva directamente a Banff. —Un momento más tarde detuvo el coche en una esquina—, Bueno, hemos llegado.
—Gracias por el viaje— expresó Faber mientras abría la puerta.
—Ha sido un placer. Porter tendía la mano—! Buena suerte!
Faber bajó, cerró la puerta y el automóvil partió. «De Porter no tenía nada que temer —pensó—; el hombre seguramente llegaría a su casa y dormiría todo el día, y cuando se diera cuenta de que había ayudado a un fugitivo sería demasiado tarde para remediarlo.»
Se quedó mirando como el «Vauxhall» desaparecía de su vista, luego cruzó la calle y entró en la esperada calle denominada Market Street. Poco después se encontró en los muelles, y siguiendo en línea recta llegó al mercado del pescado. Se sintió halagueñamente anónimo entre el ruido de ir y venir, con aquel olor característico, donde todo el mundo estaba vestido con ropas de trabajo, como él. En el aire rebotaban los peces mojados y alegres obcenidades. A Faber le resultaba difícil entender el cerrado acento gutural de aquellas gentes. En un puesto compró té caliente y fuerte que le sirvieron en un jarro con la loza rota, acompañado de un panecillo y un trozo de queso blanco. Se sentó sobre una barrica para comer y pensar. El momento propicio para robar una embarcación sería aquella noche. Tener que esperar todo el día era una contrariedad, y le presentaba el problema de cómo ocultarse durante las próximas horas. Estaba demasiado cerca de su objetivo para permitirse riesgos y robar un bote durante el día era mucho mas arriesgado que en la oscuridad del atardecer.
Terminó su desayuno y se puso en pie. Tenía aún un par de horas antes de que la ciudad se movilizara. Emplearía ese lapso para hallar un buen escondite.
Recorrió los muelles. La seguridad era escasa, pero advirtió varios lugares donde podía ocultarse durante las horas peligrosas. Se puso a caminar por la playa arenosa y siguió por una explanada de más de un kilómetro, en cuyo extremo opuesto estaban anclados algunos yates de paseo, justo en la boca del río Don. Cualquiera de ellos le habría venido muy bien, pero con toda seguridad carecían de combustible.
Un espesor de nubes escondía el sol naciente. Una vez más el aire amenazó con tormentas eléctricas. Unos pocos excursionistas obstinados emergieron de los hoteles de la costa y llegaron hasta la playa a la espera de que apareciera el sol. Faber dudó mucho de que pudieran disfrutar de él.
El mejor escondite podría brindárselo la playa. La Policía buscaría en la estación de ferrocarril y en la de autobuses, pero no harían un registro completo de la ciudad. Entrarían en unos pocos hoteles y casas de huéspedes. Pero no era probable que se aproximaran a todos los que andaran por la playa. Decidió pasar el día sobre una hamaca. Compró el periódico en un quiosco y alquiló una hamaca. Se quitó la camisa y volvió a ponerse el overall sin la chaqueta.
Si venía un policía alcanzaría a verlo mucho antes de que llegara al lugar donde estaba él. Habría tiempo de sobra para dejar la playa y perderse entre las calles.
Comenzó a leer el periódico. Había una nueva ofensiva aliada en Italia, según los titulares, pero Faber era escéptico. Anzio había sido un desastre. El periódico estaba muy mal impreso y no había fotografías. Leyó que la Policía estaba buscando a un tal Henry Faber, que había asesinado a dos personas en Londres con un estilete…
Pasó una mujer en traje de baño le miró largamente. El corazón le dio un vuelco. Luego se dio cuenta de que sólo eran ganas de flirtear. Durante un segundo estuvo tentado de hablar con ella.
Hacía tanto tiempo que no… Se quitó el pensamiento de la cabeza.
Paciencia; había que tener paciencia. Mañana llegaría a su propio país.
Era una pequeña lancha para pescar, de unos diez o quince metros de eslora y amplia de manga, con motor interior. La antena indicaba que tenía una poderosa radio. La mayor parte de la cubierta estaba ocupada por escotillas para el pequeño dispositivo de lavado. La cabina estaba en la popa y sólo cabían en ella dos hombres de pie, además del instrumental y los controles. El casco estaba recién calafateado; la pintura se veía impecable.
Había otras dos lanchas que también le convenían, pero Faber se había quedado en el muelle y había observado cómo la tripulación de ésta la preparaba y cargaba combustible antes de dejarla para irse a casa.
Les dio unos minutos para que se alejaran, luego dio un rodeo y saltó dentro de la lancha, que se llamaba Marie II.
Descubrió que el timón estaba trabado con una cadena. Se sentó en el suelo de la pequeña cabina, oculto a la vista, y pasó diez minutos intentando abrir el candado. Oscurecía rápidamente a causa de la capa de nubes que aún cubría el cielo.
Cuando hubo liberado el timón levantó la pequeña ancla, luego volvió a saltar al muelle y desató los amarres. Volvió a la cabina, puso en marcha el motor diesel y presionó el acelerador. El motor tosió y se apagó. Volvió a intentarlo. Esta vez funcionó. Comenzó a maniobrar para sacar la lancha del embarcadero.
Esquivó la otra embarcación del muelle y encontró el canal principal para salir del puerto. Debía seguir las boyas. Observó que sólo los barcos de mayor calado necesitaban realmente mantenerse dentro del canal, pero no le pareció que la precaución estuviera de más.
Una vez que hubo abandonado el puerto, sintió la brisa, y esperó que su creciente fuerza no significara que el tiempo iba a empeorar. El mar estaba sorprendentemente picado y el valiente barco se levantaba en el oleaje. Faber empujó a fondo la manija del acelerador, consultó la brújula del tablero de instrumentos y se lanzó a toda marcha. En la gaveta situada debajo de la rueda del timón encontró algunos mapas. Parecían viejos y poco usados; no cabía duda que el capitán del barco conocía muy bien las aguas locales y no necesitaba mapas. Faber confrontó la carta de referencias que había memorizado aquella noche en Stockwell, señaló el rumbo con más precisión y trabó el timón para mantener el rumbo.
Las ventanas de la cabina estaban oscurecidas por el agua. Faber no podía saber si se trataba de lluvia o de salpicaduras. El viento ahora cortaba las crestas de las olas. Sacó la cabeza por la puerta de la cabina y se le mojó completamente la cara.
Puso en funcionamiento la radio. Se oyó un zumbido y luego crujidos de estática. Movió el control de frecuencia sorteando a los radioaficionados y pescó unos pocos mensajes desmadejados. El aparato funcionaba perfectamente. Trató de comunicarse con el submarino captando su frecuencia y luego cortando, pero era demasiado pronto para establecer la comunicación.
A medida que se adentraba en aguas más profundas el oleaje era más fuerte. Ahora la lancha corcoveaba con cada ola como si fuera un caballo, luego se mantenía un momento en alto antes de dejarse caer estremecedoramente en la próxima depresión. Faber miraba enceguecido hacia fuera de la cabina a través del vidrio de la ventanilla. Había caído la noche, y no podía ver absolutamente nada. Se sintió levemente mareado.
Cada vez que trataba de convencerse de que las olas ya no podían crecer más un nuevo monstruo más alto que el anterior elevaba la lancha hacia los aires. Y cada vez se hacían más seguidas, de tal modo que la lancha estaba siempre con la popa proyectada hacia lo alto o hacia el lecho de las aguas. En una caída particularmente profunda la pequeña embarcación fue de pronto iluminada por un relámpago con tanta claridad como si fuera de día. Faber alcanzó a divisar una montaña gris verdosa que descendía sobre la proa y barría la cubierta y la cabina donde él se hallaba. No pudo decir si el terrible crack que oyó un segundo después era del trueno que siguió o de las maderas de la lancha que se partían. Desesperadamente buscó un salvavidas en la cabina, pero no había ninguno.
El relámpago volvió a repetirse. Faber mantenía firmemente entre sus manos el timón y trataba de afirmar su espalda contra la pared de la cabina para mantenerse erguido. Ya no tenía sentido tratar de mantener el rumbo, pues la embarcación iría hacia donde la arrojara el oleaje.
Todo el tiempo trataba de decirse que la lancha debía de estar construida para soportar aquellas tormentas de verano. Pero no podía convencerse. Los pescadores experimentados probablemente hubieran visto los signos de lo que se aproximaba, y por lo tanto no se hicieron a la mar, sabedores de que sus embarcaciones no lo soportarían.
No tenía idea de dónde se encontraba ahora. Quizás estuviera de nuevo en Aberdeen, o en el lugar de su cita. Se sentó en el suelo de la cabina y conectó la radio. El desenfrenado balanceo de las olas hacía difícil accionar el aparato. Una vez que éste se calentó, Faber trató de buscar con los diales una transmisión, pero no sintonizó nada. Aumentó el volumen al máximo sin ningún resultado.
Seguramente la marejada se había llevado la antena del techo de la cabina. Apretó el botón de transmitir y repitió el mismo y simple mensaje:
—Adelante, por favor. —Luego dejó el receptor conecta do. Casi no tenía esperanza de que su mensaje fuera captado. Paró el motor para ahorrar combustible. Iba a tener que salir de la tormenta —si podía—, y luego hallar la forma de reparar la antena o de cambiarla. El combustible podría serle necesario.
La lancha se balanceaba peligrosamente de costado ante la proximidad de la nueva ola. Faber se dio cuenta de que necesitaba que el motor funcionara para asegurarse de que la embarcación encaraba la ola con la proa. Apretó el contacto. No pasó nada. Lo intentó varias veces y por fin se dio por vencido, maldiciéndose por haberlo apagado.
La barca ahora era arrollada con tal fuerza que Faber cayó y se golpeó la cabeza contra el timón. Permaneció obnubilado sobre el suelo de la cabina, esperando que la embarcación volcara en cualquier momento. Otra ola vino a estamparse en la cabina con tal fuerza que rompió el cristal. Y de pronto Faber se encontró bajo las aguas. Era evidente que el barco se hundía. Luchó por enderezarse y salir a la superficie. Las ventanas habían desaparecido, pero la lancha aún flotaba. De una patada abrió la puerta de la cabina y el agua salió. Se aferró al volante para impedir que el agua lo barriera fuera de la barca.
La tormenta iba en aumento de un modo increíble. Uno de los últimos pensamientos coherentes de Faber fue que semejante tormenta probablemente no se produjera más de una vez en un siglo. Luego concentró su voluntad en el problema de no soltar el timón. De haber podido se hubiera atado a él, pero no se atrevía siquiera a soltarlo para hallar un trozo de soga. Perdió totalmente la noción de arriba y abajo. La barca cabeceó y rodó sobre las olas y los acantilados. La fuerza del viento y los miles de litros de agua se confabulaban para arrancarle de donde estaba. Los pies le resbalaban continuamente sobre el suelo mojado y las paredes, y los músculos de los brazos le dolían terriblemente. Cada vez que sentía la cabeza fuera del agua trataba de absorber aire, y si no aguantaba el aliento. Varias veces estuvo a punto de desvanecerse, y sólo tenía la noción de que el techo de la cabina había desaparecido.
Cada vez que se producía un relámpago tenía visiones pesadillescas. Siempre se sorprendía de ver dónde estaba la ola: Allá adelante, más abajo, rodando junto a él o por completo fuera del alcance de su vista. También descubrió con horror que no sentía sus manos, y sólo por la vista advirtió que aún las tenía aferradas al timón, congeladas y paralizadas como en la rigidez de la muerte. En sus oídos había un constante rugido, y el viento era ya indiscernible del trueno y el mar.
La capacidad de un pensamiento coherente fue desapareciendo lentamente para convertirse en algo menos que una alucinación, pero en algo más que el soñar despierto. Vio a la muchacha que anteriormente le había mirado con fijeza en la playa. Ella caminaba interminablemente hacia él sobre la castigada cubierta de la lancha pesquera, llevaba el traje de baño colgando en el brazo, y avanzaba pero nunca llegaba hasta él. Supo que cuando se acercara lo suficiente él dejaría la rueda del timón para aferrarse a ella, pero mientras tanto repetía: «Aún no, aún no.» Ella seguía caminando sonriente mientras balanceaba las caderas. Estuvo tentado de dejar el timón y correr hacia ella, pero algo le decía en el fondo de la mente que si se movía nunca la alcanzaría, de modo que esperó observándola y sonriéndole de vez en cuando, aunque podía verla incluso cuando mantenía los ojos cerrados.
Ahora perdía y recuperaba la conciencia, todo se le desvanecía, primero se iban el mar y la lancha, luego la muchacha, hasta que despertaba con una sacudida para darse cuenta de que aún estaba aferrado al volante, aún inverosímilmente vivo. Entonces permanecía consciente un momento, pero el cansancio le devolvía al estado anterior.
En uno de sus últimos momentos de lucidez notó que las olas iban en una dirección determinada, arrastrando el barco consigo. El relámpago volvió a dibujarse y le hizo ver hacia un lado una enorme masa oscura…, una gigantesca ola…, no, no era una ola sino un acantilado… La idea de estar próximo a tierra se mezclaba con el temor de ser destrozado contra un acantilado. Estúpidamente tiró del contacto, luego, apresuradamente llevó la mano a la rueda del timón; pero ya no pudo agarrarse.
Una nueva ola levantó el barco y lo lanzó hacia delante como un juguete roto. Mientras caía en el aire, aún aferrando el timón con una mano, vio aparecer la punta de una roca que emergía como un estilete que hubiera ensartado una ola. Parecía indudable que el barco quedaría ahí destrozado…, pero el casco raspó el borde y siguió de largo.
Ahora las olas rompían contra la montaña. La proximidad de los acantilados fue demasiado para los despojos del barco, que recibió un sólido impacto y se partió con un gran estampido. Faber supo que realmente la lancha ya no existía.
Las aguas se habían retirado y Faber entonces no tuvo duda alguna de que el casco se había partido porque había chocado con tierra. Se quedó mirando mudo de asombro, al tiempo que un nuevo relámpago iluminaba la playa. El mar atraía los restos de la lancha y los depositaba en la arena mientras el agua volvía a barrer la cubierta arrojando a Faber al suelo. Pero en ese instante había visto todo con meridiana claridad. La playa era estrecha y las olas rompían justo sobre el acantilado, pero a su derecha había un malecón, y una especie de puente que iba del malecón hacia la cumbre del acantilado. Sabía que si abandonaba la lancha en la playa, la próxima ola le mataría golpeándole la cabeza como un huevo contra la piedra, pero si entre el lapso de dos olas podía llegar al malecón, podría trepar hasta el puente y quedar fuera del alcance de las aguas.
La próxima ola abrió la cubierta en dos como si la madera fuese una piel de plátano. La barca se abrió bajo los pies de Faber y sintió que el agua lo tragaba. Logró enderezarse y tocar fondo con los pies. Sentía las piernas como gelatina debajo de él, pero logró dar unos pasos en dirección al malecón. Esos pocos metros fueron el ejercicio más extenuante que había realizado en su vida. Quería tropezar, cualquier cosa, con tal de tirarse al agua y morir, pero siguió manteniéndose erguido, tal como le había sucedido cuando ganó la carrera de los cinco mil metros, hasta que finalmente tropezó contra los pilotes del malecón. Se agarró como pudo del maderamen, rogando que sus manos adquirieran de nuevo vida aunque sólo fuera unos segundos; cuando pudo encajar la barbilla sobre un reborde se afirmó y consiguió hacer rodar las piernas y el cuerpo fuera del agua.
La ola llegó cuando se incorporaba sobre las rodillas. Se tiró de boca, el agua lo arrastró unos pocos metros y volvió a tirarlo contra los tablones. Tragó agua y vio las estrellas. Cuando desapareció el peso de su espalda quiso recuperar fuerzas para volver a desplazarse, pero no podía, se sentía inexorablemente arrastrado hacia atrás. De pronto sintió un acceso de ira. No dejaría que…, maldita sea…, y menos ahora que ya estaba fuera. Maldijo la jodida tormenta y al mar y a los ingleses y a Percival Godliman, y de pronto se encontró sobre sus pies y corriendo; corriendo contra el mar y cuesta arriba, corriendo con los ojos cerrados y la boca abierta, convertido en un demente que quería reventar sus pulmones y quebrar sus huesos; corriendo sin sentido cíe destino, pero sabiendo que no se detendría hasta volverse loco.
La rampa era larga y empinada. Un hombre fornido podría haber corrido de un tirón hasta arriba sólo con entrenamiento y descansado. Un atleta olímpico cansado habría llegado hasta la mitad de camino. Un hombre normal de cuarenta años no habría logrado avanzar un par de metros.
Faber llegó a la cumbre.
Un metro antes de alcanzarla sintió un dolor agudo, como un leve ataque de corazón, y se desmayó, pero sus piernas aún dieron dos pasos más antes de caer sobre la hierba mojada.
Nunca supo cuánto tiempo permaneció sin conocimiento. Cuando despertó el tiempo aún era tormentoso, pero despuntaba el día y podía ver a pocos metros de distancia una pequeña casa que parecía habitada.
Se incorporó sobre las rodillas y arrastrándose comenzó el interminable recorrido hasta la puerta de entrada.