Percival Godliman había traído un pequeño catre de campaña desde su casa y descansaba en su oficina vestido con pantalón y camisa, tratando en vano de dormir.
Hacía casi cuarenta años que no sufría de insomnio, por lo menos desde que realizó sus últimos exámenes en la Universidad. Con gusto habría cambiado la ansiedad de aquellos días por la que ahora le mantenía en vela.
Había sido un hombre distinto en ese entonces, lo sabía; no era tan sólo que fuera más joven, sino considerablemente menos… abstraído. Era directo, agresivo, ambicioso; proyectaba meterse en política. Entonces no era estudioso y tenía por tanto, sus razones para estar ansioso.
Sus entusiasmos se dividían entre la discusión y el baile. Se había distinguido como orador en la «Oxford Union» y había aparecido en The Tatler bailando el vals con principiantes. No perseguía obsesivamente a las mujeres; le gustaba el sexo con una mujer a quien amara, no porque tuviera altos principios en tal sentido, sino simplemente porque lo sentía de ese modo.
De modo que se había mantenido virgen hasta que conoció a Eleanor, que no era una principiante, pues se trataba de una brillante graduada en Matemáticas, dueña de calidez y gracia, y con un padre que se moría de una enfermedad en los pulmones tras cuarenta años de trabajo en las minas. Él la llevó a que conociera a su familia. Su padre era alguacil del condado y la casa le había parecido a Eleanor una mansión, pero se había comportado con naturalidad y simpatía, sin sentirse apabullada en absoluto; y cuando en un momento dado la madre de Percy se mostró desafortunadamente condescendiente con respecto a ella, su reacción fue de despiadado ingenio, lo cual hizo que él la quisiera aún más.
Él obtuvo su título, y luego, después de la Primera Guerra Mundial enseñó en una escuela del Estado y se presentó en tres oposiciones complementarias. Los dos se sintieron muy fastidiados cuando se enteraron de que no podían tener hijos; pero se amaban con entrega total y eran felices, y su muerte fue para Godliman la más terrible de las tragedias. Había acabado con su interés en el mundo real y se había retirado a la época medieval.
Esta peripecia común le había unido a Bloggs. Y la guerra le había devuelto a la vida; había hecho revivir en él esas características de empuje, agresividad y fervor que habían sido sus virtudes de orador y maestro, y la esperanza del Partido Liberal. Deseaba con toda su alma que sucediera en la vida de Bloggs algo que le rescatara de aquella existencia de amargura e introspección.
En el momento en que estaba presente en el pensamiento de Godliman, Bloggs habló por teléfono desde Liverpool para decir que Die Nadel se había escurrido de la red, y que Parkin había sido asesinado.
Godliman, sentado en el borde del catre de campaña para atender la llamada, dijo cerrando los ojos:
—Tendría que haberle puesto a usted en el tren… —Gracias —respondió Bloggs.
—Lo digo porque no conoce su rostro.
—Creo que es posible que lo conozca —respondió Bloggs—. Sospechamos que detectó la trampa, y mi cara era la única visible cuando él bajó del tren.
—Pero, ¿dónde puede haberla visto…? Oh, Leicester Square.
—No veo cómo, pero entonces…, me parece que le estamos subestimando.
—¿Ha puesto vigilancia en el transbordador? —preguntó Godliman con impaciencia.
—Sí.
—Es evidente que no lo utilizará. Es más probable que robe una embarcación. Por otro lado, es posible que vaya aún hacia Inverness.
—He alertado ya a la Policía de allá.
—Bien. Pero mire, no podemos estar basándonos en intuiciones acerca de la dirección que ha seguido. Mantengámonos alerta.
Godliman se puso en pie, tomó el teléfono y comenzó a pasearse sobre el suelo alfombrado.
—Además, no dé por descontado que fue él quien bajó por el lado contraria del tren. Trabaje sobre el supuesto de que bajó antes, en o después de Liverpool. —El cerebro de Godliman estaba en pleno funcionamiento nuevamente, seleccionando combinaciones y posibilidades—. Hablaré con el inspector jefe.
—Está aquí.
Hubo una pausa, luego una voz nueva dijo:
—El inspector Anthony al habla.
—¿Está usted de acuerdo en que nuestro hombre descendió en algún lugar dentro de su zona? —dijo Godliman.
—Parece probable, sí.
—Muy bien. Entonces, lo primero que necesita es un medio de transporte, de modo que debe tomar usted todos los detalles de cualquier automóvil, embarcación, bicicleta o animal que sea robado dentro de un área que abarque ciento cincuenta kilómetros alrededor de Liverpool durante las próximas veinticuatro horas. Manténgame informado, pero transmita la información a Bloggs y trabaje en estrecho contacto con él en cuanto se produzca alguna novedad.
—Sí, señor.
—Preste atención a los crímenes que podrían ser cometidos por un fugitivo…, robo de alimentos o ropas, asaltos inexplicables, documento de identidad con irregularidades y demás.
—De acuerdo, señor.
—Ahora bien, señor Anthony, ¿se da cuenta usted de que este hombre es algo más que un asesino convencional?
—Efectivamente, señor, dado que usted se interesa. Pero no conozco los detalles.
—Es un asunto de seguridad nacional, lo suficientemente importante como para hacer que el Primer Ministro se mantenga en constante comunicación con esta oficina.
—Sí…, bueno…, el señor Bloggs quiere hablar un momento con usted, señor. —Bloggs volvió a tomar el teléfono.
—¿Recordó de dónde conocía usted esa cara? Usted dijo que creía conocerla…
—Ah, sí…, como le había anticipado, no tiene importancia. Le encontré por casualidad en la catedral de Canterbury y sostuvimos una conversación sobre arquitectura. Todo lo que nos dice este hecho es que se trata de un tipo inteligente. Me hizo algunas observaciones bastante agudas, según recuerdo.
—Ya sabíamos que es inteligente.
—Por eso; no nos ayuda en nada.
El inspector Anthony, un integrante voluntarioso de la clase media con un acento de Liverpool cuidadosamente suavizado no sabía si mostrarse consternado por la forma en que MI5 disponía de él y le daba órdenes, o si sentirse fascinado ante la oportunidad de salvar a Inglaterra desde su propio condado.
Bloggs advirtió el conflicto —a él mismo se le había producido antes, cuando comenzó a trabajar con las fuerzas de Policía locales— y se las ingenió para inclinar la balanza a su favor. Entonces le dijo:
—Estoy muy agradecido por su buena voluntad, inspector. Usted sabe que este tipo de cosas no pasan inadvertidas en Whitehall.
—No hacemos más que cumplir con nuestro deber… —Anthony no sabía bien si se suponía que debía llamar «señor» a Bloggs.
—Hay una gran diferencia entre la colaboración a desgana y la ayuda entusiasta.
—Sí, bueno, es posible que pasen algunas horas antes de que encontremos el rastro. ¿Quiere echar un sueñecito mientras tanto?
—Sí —dijo Bloggs agradecido—. Si tiene una silla me sentaré en un rincón, en cualquier lado…
—Quédese aquí —dijo Anthony, indicando su oficina—. Yo estaré en la sala de operaciones. En cuanto tengamos alguna novedad le despertaré. Póngase cómodo.
Anthony salió y Bloggs se ubicó en un sillón, echando la cabeza hacia atrás con los ojos cerrados. Inmediatamente vio la cara de Godliman como proyectada por una pantalla sobre el interior de sus párpados, diciéndole: «Tiene que haber un fin a la tribulación…, no quiero que usted cometa el mismo error…» De pronto, Bloggs se dio cuenta de que no quería que la guerra terminara; eso significaría que tendría que enfrentarse a los hechos, entre ellos el que le había planteado Godliman. La guerra simplificaba la vida. Sabía por qué odiaba al enemigo, y sabía qué debía hacer. Luego…, pero el pensamiento de que podía haber otra mujer le parecía desleal.
Bostezó y se hundió más en el sillón, mientras el pensamiento iba desdibujándose a medida que el sueño se apoderaba de él. Si Christina hubiera muerto antes de la guerra, sus sentimientos con respecto a un nuevo matrimonio habrían sido muy distintos. Él siempre la había querido y respetado, naturalmente. Pero después que ella asumió el trabajo de la ambulancia, el respeto se había convertido casi en una admiración heroica y el cariño se había transformado en amor. Entonces había entre ellos algo muy especial, algo que ellos consideraban muy exclusivo. Ahora, pasando más de un año, sería fácil para Bloggs hallar otra mujer a la que pudiera respetar y estimar, pero sabía que eso no bastaba. Un matrimonio común, una mujer común, siempre le recordarían que una vez, él, que era un hombre más bien común, había tenido a la más extraordinaria de las mujeres…
Se movió en la silla tratando de librarse de aquellos pensamientos para poder dormir. Inglaterra estaba llena de héroes, le había dicho Godliman. Y bien, pero si Die Nadel se escapaba…
Las cosas más importantes primero…
Alguien le sacudió. Estaba inmerso en un sueño muy profundo, en el cual estaba con Die Nadel en una habitación pero no podía apresarlo porque le había cegado con un estilete. Cuando despertó aún pensaba que estaba ciego porque no podía ver quién le sacudía, hasta que se dio cuenta que era porque simplemente tenía los ojos cerrados. Al abrirlos vio la gran figura uniformada del inspector Anthony inclinado sobre él.
—¿Han averiguado algo? —preguntó Bloggs enderezándose un poco y frotándose los ojos.
—Muchísimo —respondió Anthony—. Pero la cuestión es dónde está lo importante. Aquí tiene el desayuno. —Le puso una taza de té y un bizcocho sobre el escritorio y fue a sentarse en el otro extremo.
Bloggs dejó su sillón, arrimó una silla dura al escritorio y tomó un sorbo de té. Era flojo y muy dulce. —Veamos cómo está la cosa —dijo.
Anthony le entregó un manojo de cinco o seis hojas de papel.
—No me diga que éstos son los únicos delitos que se cometen en su zona —dijo Bloggs.
—Naturalmente que no —respondió Anthony—; pero no estamos interesados en borracheras, disputas domésticas, violaciones durante el oscurecimiento, accidentes de tráfico o crímenes por los que ya se haya arrestado gente.
—Disculpe, tiene razón, pero todavía estoy dormido —dijo Bloggs—. A ver, déjeme leer éstos.
Había tres robos en las casas. En dos de las denuncias habían robado joyas y objetos de valor, y en la otra pieles.
—Podría robar objetos de valor con el afán de despistarnos —dijo Bloggs—. Podría señalarme estos casos en el mapa, ¿por favor? Quizá presenten cierta concordancia —dijo devolviéndole dos hojas. En cuanto al tercer robo, acababa de denunciarse y no se disponía de detalles. Anthony le marcó los lugares en el mapa.
En Manchester habían robado cien talonarios de racionamiento en una oficina de Asuntos Alimenticios. Bloggs comentó:
—Él necesita comida, no tarjetas de racionamiento —descartó ése. Había el robo de una bicicleta justo en las afueras de Prestan y un rapto en Birkenhead—. No creo que viole a nadie, pero de todos modos la dejamos aparte —le dijo Bloggs a Anthony.
El lugar del robo de la bicicleta y la tercera de las casas donde habían robado estaban muy próximas. Bloggs dijo:
—El puesto de señales donde fue robada la bicicleta, ¿queda cerca de la línea principal?
—Sí, creo que sí —respondió Anthony.
—Supongamos que Faber siguió escondido en el tren y que de algún modo no le descubrimos. ¿Es el puesto de señales el primer lugar donde para el tren después de dejar Liverpool?
—Podría ser.
Bloggs miró la hoja de papel.
—Han robado un capote y dejado en cambio una chaqueta mojada.
—Podría tener algún significado —dijo Anthony encogiéndose de hombros.
—¿No hubo robo de automóviles?
—Ni barcos ni burros —replicó Anthony—. No hay muchos robos de coches en estos días. Es fácil conseguir un coche. Lo que la gente roba es el combustible.
—Estaba seguro de que habría robado un coche en Liverpool —dijo Bloggs golpeándose la rodilla con frustración—. Con una bicicleta no puede ir muy lejos.
—Sin embargo, es nuestro dato principal y creo que deberíamos seguir esa pista —señaló Anthony.
—Muy bien. Pero entretanto investigue si alguien ha robado comida y ropa. Posiblemente las víctimas aún no se hayan dado cuenta. Enseñe la fotografía de Faber a la víctima de violación también, y controle todos los crímenes. ¿Puede facilitarme algún medio de transporte para llegar a Preston?
—Le proporcionaré un coche —dijo Anthony.
—¿Cuánto tiempo se tardará en obtener los detalles de este tercer robo?
—En este momento seguramente se están llevando a cabo los interrogatorios —respondió Anthony—, y para el momento en que usted llegue al puesto de señales yo tendré un cuadro completo.
—No permita que se retrasen. —Bloggs recogió su impermeable—. En cuanto llegue allá me comunicaré con usted para conocer los resultados.
—¿Anthony? Habla Bloggs. Estoy en el puesto de señales.
—No pierda su tiempo ahí. El tercer robo lo cometió su hombre.
—¿Seguro?
—A menos que haya dos delincuentes que andan por ahí amenazando a la gente con un estilete.
—¿A quién ha amenazado?
—A dos ancianas que vivían solas en una pequeña casa.
—Oh, Dios, ¿están muertas?
—No, a menos que hayan muerto del susto.
—¿Cómo?
—Váyase para allá; ya verá lo que le digo.
— Me pongo en camino.
Era el tipo de casita que están siempre habitadas por dos solteras mayores que viven solas. Era pequeña, cuadrada y vieja, y en torno a la puerta crecía un rosal silvestre fertilizado por miles de montoncitos de hojas de té usadas. En el jardín del frente, hileras de verduras mostraban el cuidado que se les dedicaba, lo mismo que el seto cuidadosamente cortado. Las cortinas de las ventanas eran blancas y rosas, y los goznes del portillo chirriaban. La puerta de entrada había sido pintada con empecinado esfuerzo por un aficionado, y el picaporte tenía la forma de una herradura de caballo.
La llamada fue respondida por una octogenaria con una escopeta.
—Buenos días, soy de la Policía —dijo Bloggs.
—No es verdad —dijo ella—; los de la Policía ya han estado aquí, de modo que váyase antes que le haga volar la cabeza.
Bloggs la miró. Medía menos de un metro y medio, llevaba el espeso pelo blanco recogido en un moño y mostraba una cara pálida y cubierta de arrugas. Sus manos eran como palillos, pero asía la escopeta con fuerza y seguridad. Llevaba el bolsillo del delantal lleno de pinzas de tender ropa. Bloggs bajó la mirada hasta los pies y vio que usaba botas masculinas.
—La Policía que ha visto usted esta mañana era local. Yo soy de Scotland Yard.
—¿Y cómo sé que es verdad? —preguntó ella.
Bloggs se volvió y llamó al chófer de la Policía. El agente bajó del coche y se aproximó a la verja. Bloggs entonces le preguntó a la anciana:
—¿Es suficiente el uniforme para que se convenza?
—Está bien —dijo ella y se hizo a un lado para permitir que él pasara.
Entró en una habitación de techo bajo y de suelo embaldosado, atestada de muebles viejos y pesados con ornamentos de porcelana y cristales. Un pequeño fuego ardía en la salamandra. El lugar olía a lavanda y a gatos.
Una segunda anciana se levantó de una silla. Era idéntica a la primera pero mucho más gorda, y cuando se puso de pie dos gatos saltaron de sus rodillas. Dijo:
—Mucho gusto; soy Emma Parton, mi hermana es Jessie. Olvídese de la escopeta, no está cargada, gracias a Dios. A Jessie le encanta el drama. ¿Quiere tomar asiento? Parece usted tan joven para ser policía. Me sorprende que Scotland Yard se interese en nuestro pequeño robo. ¿Vino usted desde Londres? Jessie, prepárale una taza de té al joven.
—Si no estamos equivocados con respecto a la identidad del ladrón, se trata de un fugitivo de la justicia —dijo él.
—¡Yo te lo dije! —exclamó Jessie—. Nos podría haber matado, asesinado con toda sangre fría.
—No seas tonta —terció Emma y se volvió nuevamente hacia Bloggs—. Era un hombre tan simpático.
—Cuénteme qué sucedió —dijo Bloggs.
—Bueno, yo había ido al fondo —comenzó Emma—, estaba en el gallinero, tratando de ver si habían puesto algún huevo. Jessie estaba en la cocina.
—Me sorprendió —terció Jessie—. Ni siquiera me dio tiempo de ir en busca de la escopeta.
—Tú ves demasiadas películas del Oeste —le reconvino Emma.
—Son mejores que tus películas de amor; sólo lágrimas y besos.
Bloggs sacó una fotografía de Faber de su cartera.
—¿Es éste el hombre?
—Sí, es él —dijo Jessie observando la foto.
—¡Qué maravilla de inteligencia! —exclamó Emma.
—Si fuéramos tan inteligentes ya le habríamos pescado —dijo Bloggs—. ¿Qué hizo?
—Me puso un cuchillo en la garganta —relató Jessiey dijo: «Cualquier movimiento y le rebano el gañote», y yo creo que estaba dispuesto a hacerlo.
—Oh, Jessie, tú me dijiste que te había dicho: «No le haré daño alguno si hace lo que le digo.»
—Bueno, Emma, son cosas que se dicen.
—¿Y qué quería? —preguntó Bloggs.
—Comida, un baño, ropas secas y un coche. Bueno, entonces le dimos los huevos, naturalmente. Hallamos algunas ropas que pertenecieron al difunto marido de Jessie, Norman…
—Por favor, ¿quiere describírmelas?
—Sí. Un capote azul, overall azul, camisa a cuadros. Y se llevó el coche del pobre Norman. No sé cómo nos arreglaremos ahora para ir al cine. Se da cuenta…, es el único vicio que tenemos…
—¿Qué clase de coche era?
—Un «Morris». Norman lo compró en 1924. Nos venía bien nuestro cochecito.
—Pero no se dio el baño caliente, sin embargo —dijo Jessie.
—Bueno —intervino Emma—, tuve que explicarle que dos mujeres que viven solas no pueden admitir que un hombre esté desnudo bañándose en su cocina…
—Hubieras preferido que te rebanara la garganta antes que tener un hombre en cueros, ¿no? ¡Hay que ser tonta! —dijo Jessie.
—¿Y qué dijo él cuando usted se negó? —preguntó Bloggs.
—Se rió —dijo Emma—. Pero creo que interpretó bien nuestra posición.
—Creo —dijo Bloggs sin poder resistir una sonrisa— que usted se ha comportado con mucha valentía.
—No soy nada valiente, créame.
—De modo que él partió en un «Morris» de 1924, llevaba un overall y un capote azul. ¿Qué hora sería? —Alrededor de las nueve y media.
Sin quererlo, el pie de Bloggs dio con un gato pelirrojo que lo miró entrecerrando los ojos, arqueó el lomo y empezó a ronronear.
—¿Había mucho combustible en el coche?
—Unos quince litros, pero se llevó nuestros cupones.
—¿Cómo se las arreglan para tener derecho a cupones de combustible si está racionado?
—Con fines agrícolas —dijo Emma a la defensiva, mientras se sonrojaba.
—Y además estamos solas, y somos mayores. Por cierto que tenemos derechos.
—Y cuando vamos al cine aprovechamos para ir a la tienda de granos y semillas —agregó Emma—. No malgastamos la gasolina.
—Está bien, está bien, no se preocupen —dijo Bloggs levantando las manos—. El racionamiento no es asunto de mi incumbencia. ¿Qué velocidad alcanza el coche?
—Nosotros nunca pasamos de cuarenta kilómetros por hora —dijo Emma.
Bloggs consultó su reloj. Aun a esa velocidad ya podía estar a unos cien kilómetros de distancia. Se puso en pie.
—Debo comunicar estos detalles a Liverpool. Ustedes no tendrán un teléfono, ¿verdad?
—No.
—¿Qué modelo de «Morris» es?
—Un «Cowley». Norman solía llamarle Nariz de Toro.
—¿Color?
—Gris.
—¿Número de matrícula?
—MLN 29.
Bloggs tomó nota de todo.
—¿Cree que alguna vez recuperaremos nuestro coche? —preguntó Emma.
—Así lo espero…, pero quizá no esté en muy buenas condiciones. Cuando alguien conduce un coche robado, por lo general no lo trata con miramientos. —Se levantó y se fue hacia la puerta.
—Ojalá puedan detenerle —llegó la voz de Emma.
Jessie le acompañó hasta la puerta. Aún estaba aferrada a la escopeta. Una vez ante la puerta y tirándole a Bloggs de la manga, le dijo en un murmullo:
—Dígame, ¿qué es? ¿Un condenado que se escapó, un asesino, un violador?
Bloggs bajó la cabeza para mirarla. Sus ajillos verdes brillaban con ansiedad. Él inclinó la cabeza para hablarle bajo el oído.
—No se lo cuente a nadie, pero es un espía alemán. Sonrió con deleite. «Obviamente —pensó—, él veía las mismas películas que ella.»