15

El vagón estaba totalmente a oscuras. Faber pensaba en los chistes y bromas que se intercambiaban los pasajeros: «Quítame las manos de las rodillas. No, tú no. Tú.» Los británicos pueden bromear por nada. Sus trenes funcionaban peor que nunca, pero nadie se quejaba porque se trataba de luchar por una buena causa. Faber prefería la oscuridad; era anónima.

Antes habían cantado. Tres soldados en el pasillo comenzaron y todo el vagón se les unió. Habían pasado por Be Like the Kettle and Sing, There'll Always Be an Englanet (seguidas por Glasgow Belongs to Me y Land of My Fathers, por aquello del equilibrio étnico) y, finalmente, Don't Get Around Much Any More.

Se produjo una alarma antiaérea, y el tren disminuyó la velocidad. Se sobreentendía que todos debían tirarse al suelo del vagón, pero naturalmente no había espacio para hacerlo. Una voz femenina anónima dijo: «Dios mío, tengo miedo», y una voz masculina, igualmente anónima, salvo que era de un londinense de los suburbios, le respondió: «Estás en el lugar más seguro posible, muchacha, no pueden acertarle a un blanco en movimiento.» Entonces, todos rieron y nadie más tuvo miedo. Alguien abrió una maleta y pasó un paquete de bocadillos de huevo duro.

Uno de los marineros quería jugar a las cartas.

—¿Cómo podemos jugar a las cartas en la oscuridad?

—Palpa los bordes. Todos los naipes de Harry están marcados.

Inesperadamente, el tren se detuvo más o menos a las cuatro de la madrugada. Una voz culta, que a Faber le pareció la del abastecedor de bocadillos, dijo:

—Me parece que estamos en las afueras de Crewe.

—Conociendo los ferrocarriles, podríamos estar en cualquier lugar entre Bolton y Bournemouth —dijo el del bajo Londres.

El tren dio una sacudida y partió. Todos lanzaron hurras. Faber se preguntó dónde estaba ese inglés de la caricatura con su frígida reserva y su labio superior tenso. Allí al menos no estaba.

Unos pocos minutos más tarde una voz en el pasillo dijo:

—Billetes, por favor—. Faber notó el acento de Yorkshire; ahora estaban en el Norte. Se palpó el bolsillo en busca de su billete.

Él tenía el primer asiento cerca de la puerta, de modo que podía ver lo que ocurría en el pasillo. El revisor miraba los billetes con una linterna. Faber vio la silueta del hombre por el reflejo de la luz. Le pareció vagamente familiar.

Se acomodó bien en su asiento dispuesto a esperar. Recordó la pesadilla. «Es un billete del Abwher», y sonrió en la oscuridad.

Luego frunció el ceño. El tren paró inesperadamente poco después que comenzara la revisión de billetes; la cara del inspector le resultaba vagamente conocida… podía no significar nada, pero Faber sobrevivía gracias a su preocupación por las cosas que podían no significar nada. Volvió a mirar hacia el pasillo, pero el hombre había entrado en un compartimiento.

El tren no se detuvo mucho. La estación era Crewe, según la compartida opinión de los pasajeros.

Faber alcanzó a ver nuevamente la cara del revisor, y ahora le recordaba. ¡La casa de pensión en Highgate! ¡Era el muchacho de Yokshire que quería entrar en el Ejército!

Faber le observó atentamente. Paseaba su linterna por la cara de cada uno de los pasajeros. No controlaba solamente los billetes.

«No —se dijo Faber—, no saquemos conclusiones apresuradas.» ¿Cómo podrían haber llegado hasta él? No podían saber en qué tren iba, conseguir a una de las pocas personas en el mundo que sabían cómo era él, y haberla puesto en el tren vestida de revisor en tan poco tiempo…

Su nombre era Parkin. Billy Parkin. Ahora parecía mucho mayor. Se aproximaba.

Debía de ser alguien que se le parecía… quizás un hermano mayor. Tenía que ser una coincidencia.

Parkin entró al compartimento próximo al de Faber. Ya no había tiempo que perder.

Faber dio por descontado que se trataba de lo peor y se preparó para actuar.

Se levantó, salió del compartimiento, y fue atravesando el pasillo, sorteando maletas, bolsos de marinero y cuerpos, hasta el lavabo. Estaba vacío. Se metió dentro y puso el cerrojo a la puerta.

Estaba tratando de ganar tiempo, pues los revisores no dejaban de revisar los lavabos. Se sentó y comenzó a pensar en cómo salir de aquello. El tren había ganado velocidad e iba demasiado rápido para saltar. Además, alguien podría verle, y si realmente le estaban buscando detendrían el tren.

—Billetes, por favor.

Parkin se acercaba una vez más.

Faber tuvo una idea. El enganche entre los vagones tenía un pequeño espacio cerrado por un ensamble en forma de fuelle y aislado del resto por las puertas de los vagones, y evitaba el ruido y las corrientes de aire. Dejó el lavabo y dificultosamente llegó al final del vagón, abrió la puerta y se metió en el pasadizo de comunicación. Cerró la puerta tras él.

Hacía un frío espantoso y el ruido era ensordecedor. Faber se sentó en el suelo y se acurrucó aparentando estar dormido. Sólo un muerto podía dormir ahí, pero en aquellos días la gente hacía cosas extrañas en los ferrocarriles. Trató de no temblar.

La puerta se abrió a sus espaldas.

—Billetes, por favor.

Ignoró la orden. Oyó que se cerraba la puerta.

—Despierte, Bella Durmiente —la voz era inconfundible.

Faber aparentó despertar, se puso de pie, manteniéndose de espaldas a Parkin. Cuando se volvió, el estilete estaba en su mano. Acorraló a Parkin contra la puerta, manteniendo la punta del cuchillo contra la garganta, y dijo:

—Quieto o te mato.

Con la mano izquierda cogió la linterna de Parkin y se dirigió al rostro. Parkin no parecía tan amedrentado como debía. Faber dijo:

—Bueno, bueno, Billy Parkin, el que quería ingresar en el Ejército y ha acabado en los ferrocarriles. Y bien, de todos modos es un uniforme.

—¡Usted! —dijo Parkin.

—Sabes perfectamente bien que soy yo, amiguito Billy Parkin. Me estabas buscando. ¿Por qué? —hacía todo lo posible por parecer un degenerado.

—No veo por qué tendría que estar buscándolo; no soy policía.

—Deja de mentirme —dijo Faber apretando un poco el arma.

—En serio, señor Faber. Déjeme ir. Le prometo no decirle a nadie que le he visto.

Faber comenzó a dudar. Parkin decía la verdad o estaba fingiendo tanto como él mismo.

El cuerpo de Parkin se movió, su mano derecha se deslizó en la oscuridad. Faber le agarró la muñeca con la fuerza de un garfio. Por un instante Parkin se debatió, pero Faber hizo que la afiladísima punta del estilete se hundiera un poco en la garganta de Parkin, que se quedó inmóvil. Faber halló el bolsillo que Parkin había tratado de alcanzar, y sacó la pistola.

—Los revisores no andan armados —dijo—. ¿En qué estás metido, Parkin?

—Ahora todos andamos armados porque se cometen muchos crímenes en los trenes, por la oscuridad.

Al menos, Parkin mentía con coraje y recreativamente. Faber decidió que las amenazas no iban a ser suficientes para soltarle la lengua.

Su movimiento fue súbito y preciso. La hoja del estilete saltó en su puño y la punta entró casi un centímetro en el ojo izquierdo de Parkin, para volver a salir instantáneamente. Con la otra mano le tapaba la boca.

El ahogado grito de dolor quedó apagado por el ruido del tren, y Parkin se llevó las manos a su ojo maltrecho.

—Trata de salvar tu otro ojo, Parkin. ¿Can quién estás?

—Inteligencia Militar. Al diablo, no me dé otra vez.

—¿Con quién? ¿Menzies, Masterman?

—¡Ay! Dios… Godliman, Godliman…

—Godliman—. Faber conocía el nombre, pero no era momento para buscar los detalles en su memoria—. ¿Qué saben de mí?

—Tienen una fotografía. Yo lo reconocí en los archivos.

—¿Qué fotografía? ¿Cuál?

—En un equipo de corredores… corriendo… con una copa… el Ejército…

Faber recordó: «Al diablo» de dónde habían sacado aquello. Era su pesadilla: tenían una fotografía. La gente reconocería su cara. Su propia cara.

Llevó el cuchillo más cerca del ojo derecho de Parkin.

—¿Cómo me localizaron?

—¡No! No lo haga, por favor… la Embajada… su carta interceptada… el taxi… Euston. Por favor, el otro ojo no… —se cubría los dos ojos con las manos.

—Maldito sea, el estúpido de Francisco… Ahora él. ¿Cuál es el plan? ¿Dónde está la trampa?

—Glasgow. Le están esperando en Glasgow. Ahí vaciarán el tren.

Faber bajó el cuchillo a la altura de la barriga de Parkin. Para distraerle le dijo:

—¿Tantos hombres? —luego se lo hundió y lo dirigió hacia arriba, al corazón.

Parkin le miró horrorizado, con su único ojo, pero no murió. Era lo contrario del método favorito de asesinato de Faber. Normalmente, el shock del cuchillo era suficiente para detener el corazón. Pero si éste era fuerte no siempre daba resultado. Después de todo, a veces los cirujanos introducen una aguja hipodérmica directamente en el corazón para inyectar adrenalina. Si el corazón sigue palpitando, el movimiento haría un orificio en torno a la hoja, y por ahí se escurre la sangre. Era igualmente fatal, pero la muerte llegaba más lentamente.

Finalmente, el cuerpo de Parkin se desplomó. Faber lo sostuvo contra la pared durante un momento, pensando. Antes de morir había tenido algo… un destello de coraje, la sombra de una sonrisa. Eso tenía algún significado. Tales cosas siempre lo tienen.

Dejó que el cuerpo cayera al suelo, luego lo acomodó en posición de dormir, con las heridas ocultas a la vista. Pateó la gorra del uniforme a un rincón. Limpió el estilete en los pantalones de Parkin, y se limpió el líquido ocular de las manos. No había sido un trabajo limpio.

Se guardó el arma en la manga y abrió la puerta del vagón, volviendo a su compartimiento en la oscuridad.

Cuando se sentó, el londinense le dijo:

—Ha tardado bastante. ¿Hay cola?

—Algo que he comido debe de haberme sentado mal —le respondió.

—Probablemente el bocadillo de huevo duro —rió el otro.

Faber estaba pensando en Godliman. Conocía el nombre, incluso podía adjudicarle vagamente un rostro: de mediana edad, con gafas, fumaba en pipa y tenía un aire profesional y ausente… sí… era profesor.

Iba haciendo memoria. En sus primeros dos años de permanencia en Londres tenía poco que hacer. La guerra aún no había comenzado, y la mayoría de la gente creía que no estallaría. (Faber no estaba entre los optimistas.) Pudo realizar algún trabajo de utilidad, principalmente confrontando y revisando los mapas viejos del Abwehr, además de algunos informes generales sobre la base de sus propias observaciones y la lectura de los periódicos; pero no era mucho. Para llenar el tiempo, mejorar su inglés y adelantar su trabajo, había salido a recorrer distintos lugares.

Su objetivo al visitar la catedral de Canterbury había sido desinteresado, aunque compró una foto aérea de la ciudad y de la catedral, que luego mandó a la Luftwaffe, aunque no sirviera de mucho; ahí se habían pasado la mayor parte del año 1942 sin disponer de esa información… Faber se había tomado un día entero para ver el edificio y leer las antiguas iniciales grabadas en las paredes, observando los distintos estilos de la arquitectura, leyendo la guía muy cuidadosamente a medida que recorría lentamente el lugar.

Había estado en la galería sur del coro, en la arcada cerrada, cuando de pronto tuvo conciencia de que había otra persona igualmente concentrada a su lado, un hombre mayor que le dijo:

—Es fascinante, ¿no? —y Faber le preguntó por qué.

—Ese único arco quebrado en una arcada de arcos redondeados. No tiene razón alguna de ser. Evidentemente, esa sección no fue remodelada. Por alguna razón, alguien modificó sólo ése. Vaya a saber por qué.

Faber advirtió lo que quería decir. El coro era románico; la nave, gótica. Sin embargo, allí en el coro había un único arco gótico.

—Quizá —dijo él— los monjes lo pidieran para ver cómo quedaban los arcos ojivales, y el arquitecto les hizo ése para que pudieran verlo.

—¡Es una conjetura estupenda! —le respondió el hombre mayor mirándole con asombro—. Por cierto que ésa es la razón. ¿Es usted historiador?

—No, soy un simple empleado —respondió Faber riendo—, y lector ocasional de libros de Historia.

—¡La gente obtiene doctorados por descubrimientos inteligentes como el que acaba de hacer!

—¿Usted lo es? Historiador, quiero decir.

—Sí, es mi castigo —le tendió la mano—. Percy Godliman.

«¿Era posible —pensó Faber a medida que el tren continuaba con su ruido peculiar atravesando Lancashire—, que aquella figura insignificante, metida en una chaqueta de tweed, pudiera ser el hombre que había descubierto su identidad? Los espías generalmente afirmaban que eran empleados del Estado o algo igualmente vago; no historiadores; esa mentira podía fácilmente ser descubierta. Pero se rumoreaba que el Servicio de Inteligencia Militar había sido reforzado con gran número de académicos. Faber se imaginaba que se trataba de gente joven, ágil, agresiva y belicosa, además de inteligente. Godliman era inteligente, pero no tenía ninguna de las demás cualidades. A menos que hubiera cambiado.

Faber le había visto una vez más, aunque en esa segunda oportunidad no había hablado con él. Después de ese breve encuentro en la catedral, Faber vio un anuncio de una conferencia pública sobre Enrique II, pronunciada por el profesor Godliman en su Universidad. Él había ido por mera curiosidad. La conferencia era erudita, entretenida y convincente. Godliman era aún una figura levemente cómica, que gesticulaba detrás de su atril, se entusiasmaba con sus propias palabras; pero no cabía duda de que su mente era extraordinariamente aguda.

De modo que ése era el hombre que había descubierto cuál era el aspecto de Die Nadel. Un aficionado.

Bien, también cometería errores de aficionado. Mandar a Billy Parkin habia sido uno: Faber le había reconocido. Godliman tendría que haber mandado a alguien a quien él no pudiera reconocer. Parkin tenía más probabilidades de reconocerle, pero ninguna de sobrevivir al encuentro. Un profesional habría advertido eso.

El tren se estremeció y se detuvo. Una voz apagada afuera anunció que se encontraban en Liverpool. Faber se maldijo por lo bajo; tendría que haber pasado ese tiempo cavilando su próximo movimiento y no acordándose de Percival Godliman.

Le esperaban en Glasgow, según dijo Parkin antes de morir. ¿Por qué en Glasgow? Sus averiguaciones en Euston les habrían indicado que iba a Inverness. Y si ellos sospechaban que Inverness era el lugar codiciado, habrían deducido que venía igualmente a Liverpool, puesto que era el punto más próximo para tomar un ferry que le trasladara a Irlanda.

Faber odiaba las decisiones atropelladas.

No importaba el próximo paso, ahora tenía que salir del tren.

Se puso de pie, abrió la puerta, bajó y se dirigió al molinete de salida.

Pensó en algo más. ¿Qué era lo que brilló en los ojos de Billy Parkin antes de morir? No era el odio, ni el dolor… aunque todo eso estuviera presente. Era más como… el triunfo.

Faber levantó la vista dirigiéndola más allá del empleado que recogía los billetes y comprendió.

Esperando en la otra punta, vestido con sombrero e impermeable, se encontraba el joven rubio, el agente de Leicester Square.

Parkin, en su muerte dolorosa y humillada, había acabado por engañarle. La trampa estaba allí.

El hombre de impermeable aún no había descubierto a Faber entre la multitud. Faber se volvió y subió de nuevo al tren. Una vez dentro, corrió la cortina y miró hacia fuera. El perseguidor buscaba un rostro en la multitud. No había advertido que alguien había regresado al tren.

Faber se quedó observando mientras los pasajeros iban saliendo, hasta que la plataforma quedó vacía. El hombre rubio habló ansiosamente con el que recogía los billetes, quien sacudió la cabeza. El hombre parecía insistir. Pasado un momento, hizo señas a alguien fuera del alcance de su vista. Un oficial de policía emergió de las sombras y habló con el empleado. El guardia de la plataforma se unió al grupo, seguido por un hombre vestido de civil que supuestamente era un funcionario del ferrocarril de mayor jerarquía.

El maquinista y el fogonero dejaron la locomotora y se dirigieron a la salida. Hubo más gestos de negación con los brazos y la cabeza.

Finalmente, los funcionarios se encogieron de hombros y volvieron la mirada al cielo expresando su derrota. El hombre rubio y el oficial de policía hicieron señas a otros policías, y se dirigieron a la plataforma.

Evidentemente, iban a registrar el tren.

Todos los funcionarios del ferrocarril, incluyendo obreros, habían desaparecido en dirección opuesta, sin duda en busca de bocadillos y té, mientras aquellos maniáticos trataban de registrar un tren lleno de gente, lo cual le dio a Faber una idea.

Abrió la puerta y saltó del lado contrario a la plataforma, a cubierto de la Policía por los mismos vagones. Corrió a saltos por la grava en dirección a la máquina.

La cosa andaba mal, por cierto. Desde el momento en que se dio cuenta de que Billy Parkin no saltaría del tren, Frederick Bloggs supo que Die Nadel había escapado de entre sus manos una vez más. A medida que los policías uniformados subían al tren, dos por cada vagón, Bloggs pensó en algunas posibles explicaciones de la no aparición de Parkin, y todas eran igualmente deprimentes.

Se subió el cuello del impermeable y se puso a caminar por la plataforma ventosa. Tenía muchas ganas de pescar a Die Nadel; y no sólo en beneficio de la invasión —aunque ella fuera razón suficiente por cierto—, sino por Percy Godliman, y por los cinco hombres de la Home Guard, y por Christine. Y por sí mismo…

Miró su reloj. Eran las cuatro. Pronto sería de día. Bloggs había estado en pie durante toda la noche, y no había probado bocado desde el desayuno del día anterior, pero hasta ahora se mantenía segregando adrenalina. El fracaso de la trampa —él estaba completamente seguro de que había fallado— le agotó. Sintió que se le venían encima el hambre y la fatiga. Tenía que hacer grandes esfuerzos para no caer en el fantaseo sobre la comida caliente y la cama tibia.

—¡Señor! —un policía sacaba la cabeza por una ventanilla y le llamaba con la mano—. ¡Señor!

Bloggs caminó hacia él, luego corrió:

—¿Qué sucede?

—Podría ser su hombre, Parkin.

Bloggs subió al tren.

—¿Qué diablos quieren decir con podría ser?

—Mejor, échele una mirada —el policía abrió la puerta de comunicación entre los vagones y enfocó la luz de su linterna.

Era Parkin; Bloggs lo distinguió por el uniforme de revisor. Estaba acurrucado sobre el suelo. Bloggs cogió la linterna del policía y se arrodilló junto a Parkin, volviéndole boca arriba.

Vio la cara de Parkin y se dio la vuelta incapaz de resistirlo.

—Oh, Dios mío.

—Seguro que éste es Parkin, entonces —dijo el policía. Bloggs asintió. Se levantó muy lentamente, sin volver a mirar el cadáver.

—Entrevistaremos a todos en este coche y el siguiente —dijo.

—Cualquiera que haya visto u oído algo fuera de lo común será retenido para ser interrogado. No es que nos sirva de mucho; el asesino debe de haber saltado del tren antes de llegar aquí.

Bloggs volvió a salir a la plataforma. Todos los investigadores habían completado sus tareas y se hallaban reunidos en un grupo. Destacó a seis para que colaboraran con las entrevistas.

—De modo que su hombre se ha escabullido —dijo el inspector de la Policía.

—Casi con toda seguridad. ¿Han buscado en todos los lavabos y en el compartimento del guarda?

—Sí, y encima del tren y debajo de él, y en la máquina y en el vagón carbonero.

Un pasajero bajó del tren y se aproximó a Bloggs y al inspector. Era un hombre bajo que hablaba con exceso de sonidos sibilantes.

—Discúlpenme —dijo.

—Sí, señor —respondió el inspector.

—Quizás estén buscando a alguien.

—¿Por qué lo dice?

—Bueno, porque quizás estén buscando a un tipo alto.

—¿Por qué se le ocurre eso?

Bloggs interrumpió con impaciencia.

—Sí, un tipo alto. Vamos, suéltelo de una vez.

—Bueno, lo que pasó fue que un tipo alto bajó por el lado opuesto del tren.

—¿Cuándo?

—Un par de minutos después que el tren entrara en la estación. Primero se bajó, luego volvió a subir y se bajó por el otro lado. Saltó a las vías, y no tenía equipaje, lo cual parecía raro, entonces se me ocurrió…

—Mierda —dijo el inspector.

—Seguramente advirtió la trampa —dijo Bloggs—. ¿Pero cómo? No conoce mi cara, y sus hombres estaban escondidos.

—Algo le hizo sospechar.

—¿De modo que cruzó hacia la plataforma de enfrente y salió por ese lado? ¿Y no tendría que haber sido visto? El inspector se encogió de hombros.

—No hay demasiada gente rondando a esta hora de la madrugada. Y de haber sido visto podría haber dicho simplemente que tenía demasiada prisa como para estar haciendo cola en la salida.

—¿Apostó hombres en las salidas de las otras estaciones?

—Lamentablemente no pensé en eso… bueno, podemos buscar por el área adyacente, y después en los diversos lugares de la ciudad, y por cierto, mantendremos vigilado el ferry…

—Sí, por favor, no deje de hacerlo —dijo Bloggs.

Pero en su fuero interno sabía que Faber no sería hallado.

Pasó más de una hora antes de que el tren volviera a arrancar. Faber tenía su tobillo izquierdo acalambrado y la nariz llena de polvo. Oyó que el maquinista y los fogoneros volvían a sus puestos, y pescó trozos de conversación sobre un cadáver hallado en el tren. También le llegó el sonido metálico de la pala que removía el carbón, luego el silbido del vapor, el rechinar de los pistones, un empujón y la humareda a medida que el tren arrancaba. Con alivio, Faber cambió su posición y hasta se permitió un estornudo. Eso le permitió sentirse mejor.

Estaba al fondo del vagón de carbón, bien enterrado en el mismo, de modo que a un hombre con una pala hubiera necesitado unos buenos diez minutos para descubrirle. Tal como esperaba, la Policía se asomó al vagón carbonero, miró bien y no pasó de ahí.

Se preguntó si ya sería oportuno aparecer. Debía de estar aclarando ya; ¿resultaría visible desde el puente que se veía en la distancia? Decidió que no. Su piel estaba bastante ennegrecida, y en un tren que se desplazaba en la pálida luz del amanecer él sería tan sólo un manchón oscuro sobre un fondo igualmente oscuro. Sí, se arriesgaría. Despacio y con sumo cuidado, fue desbrozando su salida de aquella tumba de carbón.

Respiró profundamente el aire fresco. El carbón era sacado del vagón con una pala por un pequeño agujero en la parte delantera. Quizá más tarde, cuando la pila de combustible disminuyera, el fogonero tendría que entrar en el vagón. Pero por el momento estaba seguro.

Cuando la luz aumentó, se echó una mirada. Estaba cubierto de polvo de carbón de pies a cabeza, como un minero que saliera de la mina. De algún modo tendría que lavarse y cambiarse de ropas.

Arriesgó una mirada por el costado del vagón. El tren aún se encontraba en los suburbios, pasaba por las fábricas y por hileras de casas tristes y pequeñas. Tenía que pensar cuál sería su próximo movimiento.

Su plan original era bajarse en Glasgow, tomar otro tren a Dundee y seguir hasta la costa este de Aberdeen. Aún le era posible desembarcar en Glasgow. Por cierto que no lo haría precisamente en la estación, pero podría saltar justo antes de llegar o poco después de salir. Sin embargo, eso implicaba riesgo. Era seguro que el tren pararía en estaciones intermedias entre Liverpool y Glasgow, y en esas paradas podía ser reconocido. No, tenía que saltar pronto del tren y hallar otro medio de transporte.

El lugar ideal sería un tramo solitario justo en las afueras de una ciudad o pueblo. Tenía que ser un lugar bien solitario para que no le vieran saltar del vagón carbonero, pero también debía ser en la proximidad de las casas para que pudiera robar ropas y un automóvil. Y tenía que ser en un tramo cuesta arriba para que el tren fuese lo bastante despacio como para saltar.

En este momento iría a unos cincuenta kilómetros por hora. Faber volvió a recostarse en el carbón para esperar. No podía inspeccionar constantemente el lugar por donde iban por miedo de que le vieran. Decidió que miraría hacia afuera cada vez que el tren disminuyera la marcha. Pero en tanto no fuera así, permanecería inmóvil.

Tras pocos minutos, se descubrió adormeciéndose pese a la incomodidad de la postura. Se movió y se apoyó sobre un codo, de modo que si se dormía caería y el mismo golpe le despertaría.

El tren seguía ganando velocidad. Entre Londres y Liverpool casi parecía no moverse; ahora, en cambio, humeaba veloz a través de la campiña. Para completar su incomodidad, comenzó a llover. Era una llovizna fría y constante que le fue penetrando las ropas y parecía convertirse en hielo sobre su carne. Razón de más para abandonar el tren; podía morir congelado antes de llegar a Glasgow.

Tras media hora de marcha constante a alta velocidad, comenzó a considerar la posibilidad de matar a la tripulación de la máquina y parar él mismo el tren. El código de señalización les salvó la vida. El tren comenzó a disminuir súbitamente la velocidad, y a medida que se le aplicaba los frenos, se desaceleraba en etapas. Faber advirtió que había indicaciones de límites de velocidad. Echó una mirada afuera. Estaban una vez más en el campo. Pudo advertir por qué había que disminuir la velocidad; estaban llegando a una bifurcación.

Faber permaneció alerta mientras el tren se detenía. Pasados cinco minutos arrancó de nuevo. Faber trepó al borde del vagón, donde quedó un momento a horcajadas, y saltó.

Aterrizó sobre un pastizal y permaneció boca abajo hasta que el tren desapareció de la vista. Entonces se puso en pie. El único signo de civilización en las cercanías era el poste de señalización situado en una construcción de dos pisos, de madera, con grandes ventanas en la cabina de control en la parte de arriba, una escalera exterior y una puerta a nivel del suelo. En el lado opuesto había un sendero.

Faber caminó en un amplio círculo para aproximarse al lugar desde la parte trasera, donde no había ventanas. Entró por la puerta de abajo y encontró lo que esperaba; un water, un lavabo y, como si eso fuera poco, un capote colgado de una percha en la pared.

Se quitó la ropa empapada, se lavó las manos y la cara y se frotó vigorosamente el cuerpo con una toalla astrosa. El pequeño cilindro de celuloide que contenía los negativos aún estaba sobre su pecho, pegado con tela adhesiva. Volvió a ponerse la ropa, pero sustituyendo el capote del ferroviario por su propia chaqueta mojada.

Ahora todo lo que necesitaba era un medio de transporte. El ferroviario debía de tener algo en alguna parte. Faber salió y encontró una bicicleta asegurada con una cadena a una empalizada en la parte de atrás de la pequeña edificación. Con la hoja del estilete hizo saltar el pequeño candado y comenzó a alejarse en línea recta por la parte de atrás, donde no había ventana alguna. Pedaleó hasta que estuvo fuera del alcance de la vista del puesto de control de señales. Luego siguió a campo traviesa a pie, hasta encontrar un sendero, donde montó de nuevo la bicicleta y se alejó.