Faber se inclinó temblando contra un árbol y vomitó. Luego consideró si debía enterrar a los cinco hombres muertos.
Podría necesitar entre treinta y sesenta minutos, más o menos, todo dependía de lo bien que escondiera los cuerpos. Durante ese tiempo podía ser atrapado.
Tenía que considerar el riesgo contra las preciosas horas que podría ganar demorando el descubrimiento de los cuerpos.
Muy pronto se descubriría la ausencia de los cinco hombres. Alrededor de las nueve comenzaría a organizarse la búsqueda. Dando por sentado que pertenecían a una patrulla de servicio regular, su recorrido sería conocido. Lo primero que harían los encargados de buscarles sería mandar a alguien que recorriera el mismo trayecto. Si los cuerpos quedaban tal como estaban, inmediatamente serían descubiertos y se daría la voz de alarma. Del otro modo, el enviado informaría y se organizaría toda una operación de búsqueda, con sabuesos y policías registrando todos los arbustos. Podrían necesitar un día entero para hallar los cadáveres. Para entonces Faber podría estar ya en Londres. Era importante que estuviese fuera del área antes de que supieran que estaban buscando al asesino. En consecuencia, decidió arriesgar la hora adicional.
Cruzó una vez más a nado el canal con el capitán sobre sus hombros, y lo lanzó sin mayor cuidado tras unos arbustos. Luego rescató los dos cuerpos del interior del barco y los apiló encima del cuerpo del capitán. Finalmente, agregó a Watson y al cabo.
No tenía con qué cavar y necesitaba una fosa grande. Encontró un lugar donde la tierra estaba bastante suelta, situado bastante adentro en el bosque. Además, el terreno formaba una especie de hueco, lo cual suponía alguna ventaja. Trajo una sartén de la pequeña cocina del barco y con ella comenzó a cavar.
Hasta un medio metro más o menos sólo había hojas sueltas y tierra floja, de modo que era fácil avanzar. Luego, cuando llegó a la arcilla, la labor se hizo terriblemente dificultosa. En media hora no alcanzó a cavar veinte centímetros. Y tendría que ser suficiente con eso.
Llevó los cuerpos hasta el agujero, uno por uno, los arrojó dentro. Luego se quitó las ropas embarradas y ensangrentadas y las arrojó encima. Cubrió la fosa con tierra blanda y una capa de hojarasca reunida de debajo de los árboles y arbustos cercanos. Aquello debería ser suficiente para burlar la primera inspección superficial.
Con el pie empujó tierra sobre el lugar cerca de la orilla donde se había desangrado Watson. También en el barco había sangre en el lugar donde había caído el soldado. Faber buscó un trapo y limpió la cubierta.
Después se puso ropa limpia, desplegó las velas y partió.
No pescó ni observó pájaros; no era momento de protegerse con actividades deportivas. En cambio, desplegó bien las velas, poniendo tanta distancia como fuera posible entre él y la fosa. Tenía que salir del agua y acceder a una forma más rápida de viajar y lo antes posible. Mientras navegaba iba meditando sobre las ventajas y desventajas de coger un tren o de robar un coche. Este último era más rápido en caso de que fuera posible hallar uno; pero la búsqueda del vehículo podría iniciarse inmediatamente, aunque el robo no estuviera vinculado con la desaparición de la patrulla de la Home Guard. Encontrar una estación de ferrocarril podría requerir más tiempo, pero todo indicaba que era lo más seguro; si tomaba las debidas precauciones podría evitar ser considerado sospechoso durante quizá todo un día.
No sabía qué hacer con el velero. Lo ideal sería echarlo a pique, pero no pasaría inadvertido. Si lo dejaba en un muelle o simplemente amarrado a la orilla del canal, la Policía lo vincularía mucho antes con los asesinatos; ello indicaría a la Policía, además, en qué dirección se desplazaba él. Por tanto, aplazó la decisión.
Por desgracia no estaba seguro del lugar en que se hallaba. Su mapa de los cursos de agua de Inglaterra incluía todos los puentes, puertos y atracaderos; pero no incluía las estaciones ferroviarias. Calculó que se encontraba a una o dos horas a pie de varias poblaciones, pero una población no significa necesariamente una estación de ferrocarril.
Los dos problemas tuvieron una solución simultánea, pues el canal pasaba por debajo de un puente ferroviario.
Tomó una brújula, el rollo de fotografías, su billetera y su estilete. El resto de sus pertenencias se hundiría junto con el barco.
El camino a ambos lados estaba sombreado por árboles y no había carreteras en las cercanías. Arrió las velas, desmanteló la base del mástil y puso el palo sobre la cubierta. Luego quitó el tapón de la quilla y saltó a la ribera sosteniendo la soga.
Al ir llenándose de agua, el barco se fue tumbando debajo del puente. Faber sostenía la cuerda para mantener la embarcación justo debajo del arco de ladrillos mientras se hundía. La popa se sumergió primero, luego la proa, y finalmente el agua del canal se cerró sobre el techo de la cabina. Afloraron unas cuantas burbujas, luego nada. La silueta del barco quedaba desdibujada a las miradas desaprensivas por la sombra que proyectaba el puente. Faber dejó que la soga también se hundiera.
El tren corría del Noroeste al Sudoeste. Faber subió a la costa y caminó en dirección Sudoeste, es decir hacia Londres. Era una línea de doble vía, probablemente rural. Incluiría pocos trenes, pero pararían en todas las estaciones.
A medida que caminaba, el sol se hacía sentir con más fuerza y el esfuerzo le provocó calor. Tras enterrar sus ropas negras había tenido que ponerse una chaqueta cruzada y pantalones de franela gruesa. Se quitó la chaqueta y dejó que le colgara sobre el hombro.
Después de haber andado cuarenta minutos, oyó el distante chufchufchuf y se escondió entre los arbustos a los lados de las vías. Una vieja máquina de vapor pasó lentamente hacia el Norte arrojando espesas nubes de humo y arrastrando una hilera de vagones de carga con carbón. Si pasaba otro en dirección opuesta podía saltar adentro. Pero, ¿debía hacerlo? Le ahorraría un buen trayecto, pero por otra parte quedaría evidentemente sucio, y quizá no le sería fácil salir del tren sin ser visto. No, era más seguro seguir a pie. La línea corría recta como una flecha a través de la llanura. Faber se cruzó con un campesino que araba su campo con un tractor. No podía evitar que le vieran. El campesino le saludó agitando su mano y sin interrumpir su trabajo. Estaba demasiado lejos para distinguir con claridad la cara de Faber.
Habría caminado más de diez kilómetros cuando alcanzó a divisar una estación de tren a más o menos un kilómetro de distancia; todo lo que podía distinguir era la elevación de las plataformas y un racimo de señales. Dejó de seguir las vías y fue a campo traviesa, manteniéndose junto a las líneas de árboles hasta que encontró una carretera.
A los pocos minutos llegó a un pueblo, pero no había ninguna señal que indicara su nombre. Ahora que el peligro de la invasión era un mal recuerdo, estaban devolviendo a su lugar los postes de señalización y demás indicaciones, pero en aquel villorrio aún no habían llegado a esa etapa.
Había una oficina de Correos, una tienda de granos y un pub llamado «The Bull». Una mujer con un cochecito de bebé le dirigió un amable «buenos días» mientras él pasaba junto al monumento conmemorativo de la guerra. La pequeña estación se bañaba perezosamente en el sol de primavera. Faber entró en la sala de espera.
En la pizarra de informaciones había una tabla de horarios. Faber se detuvo ante ella. Desde la ventanilla de venta de billetes una voz le dijo:
—Yo de usted no me molestaría en leerla. Es la obra de ficción más importante desde que se escribió La saga de los Forsyth.
Faber sabía que la tabla de horarios sería vieja, pero tenía que averiguar si había algún tren que fuera a Londres. Los había. Entonces preguntó:
—¿Tiene alguna idea de a qué hora sale el próximo para Liverpool Street?
—Con buena suerte —rió sarcásticamente el empleado—, en algún momento del día.
—De todos modos sacaré el billete. Ida, por favor. —Cinco libras y cuatro peniques. Dicen que los trenes italianos son puntuales —dijo el empleado.
—Ya no —observó Faber—. De todos modos, es preferible tener malos trenes y nuestra política.
—Tiene razón —dijo el hombre con una mirada de resquemor—, naturalmente. ¿Quiere esperar en «The Bull»? Desde ahí oirá la llegada del tren, y si no la oye ya enviaré a alguien que le avise.
Faber no quería que más gente viera su cara.
—No, gracias. No haría más que gastar dinero —tomó el billete y se fue a la plataforma.
Unos minutos más tarde el empleado le siguió y se sentó en un banco a su lado, al sol. Le preguntó:
—¿Tiene prisa? —Faber sacudió la cabeza negando.
—Hoy me tomo el día libre. Me he levantado tarde, he discutido con el patrón, y el camión que me ha recogido en el camino ha tenido avería.
—Es uno de esos días que, bueno… —el empleado miró su reloj—. Esta mañana la máquina ha pasado puntual, y lo que va tiene que volver, dicen. De modo que podría usted tener suerte —se levantó y volvió a su oficina.
Faber tuvo suerte. El tren llegó veinte minutos más tarde. Estaba lleno de campesinos, familias, hombres de negocios y soldados. Faber encontró sitio en el suelo junto a una ventanilla. Mientras el tren arrancaba recogió un periódico de dos días atrás que alguien había tirado, pidió prestado un lápiz y comenzó a hacer los crucigramas en inglés. Era una verdadera prueba de fluidez en un idioma extranjero. Pasado un rato, el movimiento del tren le adormiló, e incluso soñó.
Era un sueño familiar; se trataba de su llegada a Londres.
Venía desde Francia con un pasaporte belga en el que figuraba como Jan van Golder, un representante de la «Phillips» (lo cual justificaba su aparato de radio si en la Aduana le abrían la maletita). En aquel entonces su inglés era fluido, pero no coloquial. En la Aduana no le habían molestado, era un aliado. Había tomado el tren para Londres. En aquellos días había abundancia de asientos vacíos en los vagones y se podía pedir comida. Faber había comido carne al horno y Pudín de Yorkshire. Le gustaba. Había estado charlando sobre la situación política europea con un estudiante de Historia que venía de Cardiff. El sueño fue como la realidad hasta que el tren se detuvo en Waterloo. Ahí se convirtió en una pesadilla.
La dificultad comenzó cuando le pidieron el billete. Como en todos los sueños, éste tenía su propia extraña falta de lógica. El documento que le pedían no era su pasaporte falso sino su billete perfectamente legítimo. El empleado, al reclamárselo, le dijo:
—Éste es un billete del Abwehr.
—No, no es verdad —dijo Faber con un increíble acento alemán. ¿Qué había pasado con su hermosa pronunciación de las consonantes? Simplemente no le salían.
—Lo compré en Dover —dijo empleando el verbo gekauft en lugar del bought inglés, y maldiciéndose interiormente.
Pero el empleado, que se había vuelto hacia un policía londinense con casco y todo, parecía ignorar su repentina caída en el idioma alemán. Le sonrió amablemente y dijo:
—Será mejor si registro sólo su Klamotte, señor.
La estación estaba llena de gente. Faber pensó que si se podía mezclar entre la multitud podría escapar. Abandonó su maleta con el transmisor y disparó, abriéndose camino entre la multitud. De pronto se dio cuenta de que se había dejado los pantalones en el tren y de que llevaba esvásticas en los calcetines. Tenía que comprarse pantalones en la primera tienda que encontrara antes que la gente empezara a darse cuenta de que había por ahí un individuo sin pantalones que huía y que llevaba calcetines con la esvástica. Luego, alguien en la multitud dijo:
—He visto antes su cara —y le pegó, y cayó al suelo del tren con estrépito, y ahí fue donde se despertó.
Parpadeó, bostezó y miró a su alrededor. Le dolía la cabeza. Durante un momento sintió un gran alivio al advertir que se trataba de un sueño, luego le hizo gracia la ridiculez del simbolismo: la esvástica, los calcetines. ¡Increíble!
Un hombre vestido con un overall y que estaba a su lado le dijo:
—Parece que ha echado un buen sueño.
Faber levantó la vista con desasosiego. Siempre tenía miedo de hablar en sueños y delatarse.
—He tenido una pesadilla —dijo, y el hombre no agregó ningún comentario.
Estaba oscureciendo. Realmente había dormido mucho. Súbitamente se encendió la luz del vagón, una sola bombilla azul, y alguien bajó las cortinas. Los rostros de las gentes se convirtieron en pálidos óvalos sin facciones. El obrero se volvió comunicativo una vez más.
—Se ha perdido lo mejor —le dijo a Faber.
—¿Qué ha pasado? —preguntó. Era imposible que hubiera dormido mientras se realizaba algún control policial.
—Uno de esos coches yanquis nos pasó. Iba a unos quince kilómetros par hora, lo conducía un negro, iba tocando la alarma y llevaba una barredora impresionante en la parte de delante. Parecía el salvaje Oeste.
Faber sonrió y pensó una vez más en el sueño. En realidad, su llegada a Londres no había provocado inconvenientes. Primero había ido a un hotel con sus papeles belgas. En el término de una semana había recorrido distintos cementerios, anotando los nombres de los fallecidos, su edad, tal como se consignaba en las lápidas, y solicitando tres duplicados de partidas de nacimiento. Luego había encontrado una pensión y un trabajo humilde, empleando referencias falsas de una firma de Manchester que no existía. Incluso formó parte del registro electoral de Highgate antes de la guerra. Votó al Partido Conservador. Cuando se estableció el racionamiento, los bonos se entregaban a las dueñas de casa para cada una de las personas que en una determinada noche habían dormido en los diversos domicilios. Faber se las arregló para pasar parte de esa noche en cada una de las tres casas, y de ese modo obtuvo libretas para cada una de sus personalidades. Quemó el pasaporte belga. En el caso poco probable de que necesitara pasaporte podría llegar a obtener tres, británicos.
El tren se detuvo, y por el ruido del exterior los pasajeros se dieron cuenta de que habían llegado. Cuando Faber bajó del tren, se dio cuenta de cuán hambriento y sediento estaba. Su última comida había consistido en unas salchichas, unas galletas secas y una botella de agua, y de eso hacía ya veinticuatro horas. Dejó atrás el control de billetes y se dirigió a la cafetería de la estación. Estaba llena de gente, la mayoría soldados, durmiendo o tratando de dormir en las mesas. Faber pidió un bocadillo de queso y una taza de té.
—La comida está reservada a los hombres que están de servicio —le dijo la mujer situada detrás del mostrador.
—Entonces déme solamente té.
—¿Ha traído taza?
—No, no tengo —dijo Faber sorprendido.
—Y nosotros tampoco, amigo mío.
Faber consideró la posibilidad de ir al «Great Eastern Hotel» para cenar, pero le haría perder tiempo. Encontró un pub y se tomó dos cervezas, luego compró una bolsa de patatas fritas en un tenderete y se las comió en el propio envoltorio de papel de periódico, de pie en la calle.
Aquello le hizo sentirse sorprendentemente satisfecho.
Ahora tenía que encontrar un laboratorio fotográfico, pues quería revelar su rollo para asegurarse de que las fotos habían salido. No se iba a arriesgar a volver a Alemania con un rollo velado. Si las fotos no servían tendría que robar más película y volver. El pensamiento le resultaba insoportable.
Tendría que ser un establecimiento pequeño e independiente, y no la sucursal de una cadena que haría el revelado en la casa central. Debía ser una zona donde la gente del lugar pudiera tener cámaras fotográficas (o las tuviera desde antes de la guerra). La parte del East London, donde quedaba la Liverpool Street, no era la adecuada. Decidió, pues, dirigirse hacia Bloomsbury.
Alumbradas por la luz de la luna, las calles estaban tranquilas. Esa noche aún no habían sonado las sirenas. Dos policías militares le pararon en Chancery Lane y le pidieron su documento de identidad. Faber aparentó estar ligeramente bebido y la PM no le pidió que explicara qué hacía por las calles.
Encontró la tienda que buscaba en el extremo norte de Southampton Row. Había un anuncio de «Kodak» en el escaparate. Sorprendentemente, estaba abierto. Entró.
Un hombre cargado de hombros, irritable, de pelo ralo y gafas estaba de pie detrás del mostrador con una chaqueta blanca. Le dijo:
—Sólo tenemos abierto para las recetas médicas.
—Está bien. Sólo quiero saber si revelan fotografías.
—Sí, si usted vuelve mañana…
—¿Las revelan aquí mismo? —preguntó Faber—. Es que las necesito rápido, ¿sabe?
—Sí, si usted vuelve mañana…
—¿Me las revelarían en el mismo día? Mi hermano está de permiso y quiere llevarse algunas.
—Veinticuatro horas es el mínimo tiempo que necesitamos. Vuelva usted mañana.
—Gracias, volveré —al salir advirtió que el establecimiento cerraba diez minutos más tarde. Cruzó la calle y se quedó entre las sombras, esperando.
A las nueve, diligentemente, el farmacéutico salió, cerró la tienda y se alejó. Faber caminó en dirección contraria y dobló dos esquinas.
No parecía tener acceso directo por la parte de atrás, y él no quería entrar por delante para no correr el riesgo de que algún policía advirtiera que la puerta estaba abierta mientras él estaba dentro. Caminó por una calle paralela tratando de encontrar un modo de entrar. Aparentemente, no había ninguno. Sin embargo, tenía que haber algún espacio entre casa y casa, pues las dos calles estaban demasiado apartadas como para que los edificios estuvieran pegados por la parte trasera.
Finalmente, encontró una gran casa vieja con una chapa en la puerta que la identificaba como residencia de los estudiantes de una escuela de las cercanías. Faber entró y atravesó rápidamente una cocina pública. Una muchacha solitaria estaba sentada ante una mesa, tomando café y leyendo un libro. Faber murmuró:
—Inspección de oscurecimiento del colegio —ella asintió con la cabeza y volvió a la lectura, y Faber salió por la puerta de atrás.
Cruzó el patio y tropezó con un montón de latas vacías; siguió y halló una puerta que daba a un sendero. En pocos segundos estuvo en lo que era la parte trasera de la tienda. Era evidente que aquella entrada nunca se utilizaba. Anduvo tropezando sobre unas cámaras de automóvil y un colchón viejo, y luego empujó la puerta con el hombro. La madera podrida cedió fácilmente y Faber se encontró en el interior.
Encontró el cuarto oscuro y se encerró en él. El tablero de la luz encendió una lámpara roja en el cielo raso. El lugar estaba muy bien equipado, con frascos de líquidos para revelar perfectamente rotulados, una ampliadora e incluso secador para las copias.
Faber trabajó rápida pero cuidadosamente, controlando con cuidado la temperatura de las cubetas, agitando los fluidos para que el revelado fuese regular, regulando el tiempo de los procesos por medio de las manecillas de un gran reloj eléctrico situado sobre la pared.
Los negativos eran perfectos.
Los dejó secar, luego los puso en la ampliadora e hizo una serie completa de copias de diez por ocho. A medida que las imágenes aparecían en el baño de revelado se sentía alborozado. Realmente, había hecho un buen trabajo.
Ahora había que tomar una decisión importante.
El problema le había rondado por la cabeza durante todo el día y ahora que las fotografías estaban reveladas se veía obligado a afrontarlo.
¿Qué sucedería si no podía llegar con ellas a Alemania? El viaje que le esperaba era, como mínimo, azaroso. Te nía suma confianza en su habilidad para concertar un encuentro pese a las restricciones en los viajes y a la vigilancia de las costas; pero no podía tener garantía de que el submarino estaría ahí; o que haría el camino de regreso a través del mar del Norte. Además, por cierto, podía suceder que al salir le atropellara un autobús.
El riesgo de que él pudiera morir, tras haber descubierto el secreto más importante de la guerra, y de que este secreto desapareciera con él, era demasiado tremendo para detenerse a pensarlo.
Tenía que encontrar una estratagema de refuerzo, un segundo método para asegurarse de que las pruebas del engaño de los aliados llegarían al Abwehr.
Entre Inglaterra y Alemania no había servicio de Correos, naturalmente. La correspondencia debía llegar por medio de un país neutral. Y toda esa correspondencia seguramente pasaba por la censura. Podía escribir en código, pero ése no era el caso; tenía que mandar las fotografías, que en definitiva eran las pruebas que importaban.
Había una vía eficaz, según le habían dicho. En la embajada de Portugal en Londres había un funcionario que tenía simpatía por Alemania, en parte por razones políticas y en parte —eso preocupaba a Faber— porque recibía una buena paga. Ese funcionario pasaría los mensajes, desde la Lisboa neutral a la Embajada alemana, por la valija diplomática. Una vez ahí, ya era seguro que el mensaje llegaría. La ruta se había abierto a comienzos de 1939, pero Faber sólo la había utilizado una vez, cuando Canaris exigió una comprobación de rutina de que esa vía funcionaba bien.
Tendría que emplear ese medio. No había otra salida.
Faber se sintió irritado. Odiaba depositar su confianza en otros. ¡Eran todos botarates! No obstante, correría el riesgo. Debía cubrir su información. Era menos peligroso que utilizar la radio. Y, por cierto, implicaba menos riesgo que si el mensaje nunca llegaba a Alemania.
Faber era muy lúcido. El contrapesar los argumentos, indudablemente favorecía al contacto de la Embajada portuguesa.
Se sentó a escribir una carta.