Godliman y Bloggs caminaban uno junto al otro por la acera de una calle comercial londinense dañada por los bombardeos. Constituían una pareja muy desigual: el profesor cargado de hombros, con su cara de aguilucho, sus gruesos anteojos de cristal de roca y la pipa, caminando sin mirar dónde pisaba, con pasos cortos y apresurados, y el otro, un joven de pies planos, rubio y empecinado con su impermeable de detective y su espectacular sombrero. Parecían el diseño de una historieta cómica que aguardara su leyenda para ir a la imprenta.
—Me parece que Die Nadel tiene muy buenos padrinos —iba diciendo Godliman.
—¿Por qué?
—Es la única explicación de que pueda ser tan insubordinado impunemente. Decir «Saludos a Willi» sólo dría referirse a Canaris.
—Usted cree que deben haber sido compinches.
—De alguien es compinche… y quizá lo sea de alguien más poderoso que Canaris.
—Tengo la impresión de que eso nos lleva mucho más lejos.
—La gente que está bien vinculada, generalmente establece esas vinculaciones en la escuela, en la Universidad. Piénselo.
Se encontraban en el exterior de una tienda que presentaba un enorme boquete donde una vez hubo un gran escaparate cerrado. Ahí colgaba un burdo cartel, pintado a mano y clavado en el marco, que decía: «Aún más abierto que de costumbre.»
—Vi otro en un puesto de Policía —dijo Bloggs riendo— que decía: «Portaos bien que seguimos abiertos.»
—Se ha convertido en una forma de arte menor.
Siguieron andando. Luego, Bloggs dijo:
—¿Y qué importancia tiene que Die Nadel haya ido al colegio con algún jerarca de la Wehrmacht?
—En la escuela siempre sacas fotos de los alumnos. Middleton en el subsuelo de Kensington, la casa donde MI6 vivía antes de la guerra. Tiene una colección de miles de fotografías de oficiales alemanes: fotos escolares durante fiestas, en desfiles estrechándose las manos con Adolfo, fotos de periódicos…, en fin, hay de todo.
—Ya veo —dijo Bloggs—. De modo que si usted está en lo cierto, y Die Nadel ha asistido en Alemania a los equivalentes de Eton y Sandhurst, seguramente tenemos una foto de él.
—Es casi seguro. Los espías no son aficionados a las cámaras fotográficas, pero no nacieron siendo espías, de modo que habrá un jovencito Die Nadel en los archivos de Middleton.
Bordearon un gran boquete que había ante una barbería. El edificio había quedado intacto, pero el tradicional poste a rayas blancas y rojas estaba destrozado en el suelo. Un cartel en el escaparate decía: «Casi nos afeitan, pero afeitamos. Haga el favor de pasar.»
—Pero, ¿cómo le vamos a reconocer? Nadie le ha visto jamás —dijo Bloggs.
—¿Cómo que no? En la pensión de la señora Garden en Highgate le conocen muy bien.
La casa victoriana se hallaba sobre una loma desde la que se divisaba todo Londres. Estaba construida en ladrillo visto, y Bloggs pensó que parecía como enfadada por el daño que Hitler le estaba ocasionando a su ciudad. Sobresalía en lo alto, que era indudablemente un lugar muy apropiado para transmitir por radio. Die Nadel habría elegido el último piso. Bloggs pensó que quién sabe cuántos secretos habría transmitido a Hamburgo desde aquel lugar durante los atribulados días de 1940: datos sobre lugares geográficos, fábricas de aviones, fábricas metalúrgicas, defensas costeras, chismes políticos, máscaras antigás, refugios, trincheras, la moral británica, daños por bombardeos. «Bien, muchachos, por fin han destruido a Christine Bloggs. Corto y cierro.»
Un hombre maduro vestido con chaqueta y pantalón rayado les abrió la puerta.
—Buenos días. Soy el inspector Bloggs de Scotland Yard. Quisiera hablar un momento con el dueño de casa, por favor.
Bloggs advirtió el temor en los ojos del hombre; luego, una mujer joven vino hasta la puerta y dijo:
—Pase, por favor.
El vestíbulo embaldosado olía a cera. Bloggs colgó su sombrero y su impermeable en el perchero. El señor maduro desapareció en las profundidades de la casa y la mujer condujo a Bloggs hasta una sala. Estaba amueblada al antiguo estilo, con piezas costosas. Había una mesa rodante con botellas de whisky, ginebra y licores; estaban todas sin abrir. La mujer se sentó en un sillón con tapizado de flores y se cruzó de piernas aguardando las preguntas.
—¿Por qué se atemoriza ante la Policía el señor mayor? —preguntó Bloggs.
—Mi suegro es judío alemán. Vino aquí en 1935 para escapar de Hitler, y en 1940 ustedes le metieron en un campo de concentración. La esposa se suicidó ante la perspectiva. Él acababa de ser liberado de la isla de Man. Recibió una carta del Rey, que le pide disculpas por las molestias que ha sufrido.
—Nosotros no tenemos campos de concentración —dijo Bloggs.
—Los inventamos. En África del Sur. ¿No lo sabía usted? Escribimos nuestra historia, pero olvidamos algunas partes. Siempre hemos sido muy hábiles para no ver los hechos desagradables.
—Quizá no importe demasiado.
—¿Cómo?
—En 1939 no quisimos ver el hecho desagradable de que nosotros solos no podíamos ganar la guerra contra Alemania, y ya ve usted lo que ha pasado.
—Eso mismo dice mi suegro. Él no tiene una actitud tan cínica como la mía. ¿Qué podemos hacer para contribuir a la tarea de Scotland Yard?
Bloggs había estado disfrutando del intercambio de opiniones y con cierta resistencia volvió la atención a su trabajo específico.
—Se trata de un asesinato que se produjo aquí hace cuatro años.
—¡Tanto tiempo!
—Es posible que existan nuevas pruebas.
—Conozco el caso, por supuesto. La dueña anterior fue asesinada por uno de sus huéspedes. Mi esposo compró la casa al Estado; ella no tenía herederos.
—Quisiera poder hallar a las personas que fueron huéspedes en aquel momento.
—Sí. —Ahora desapareció la hostilidad en el tono de la mujer, y su inteligente rostro se reconcentró en el esfuerzo por recordar.
—Cuando nosotros llegamos aquí había tres que vivieron en la casa antes del hecho: un oficial de Marina retirado, un vendedor y un joven de Yorkshire. El joven se alistó en el Ejército; aún nos escribe. El vendedor fue llamado al frente y murió en el mar. ¡Lo sé porque dos de sus cinco esposas se pusieron en comunicación con nosotros!, y el comandante aún está aquí.
—¡Aún está aquí! A eso se le llama tener suerte. Me gustaría verle, por favor.
—Cómo no. —Ella se puso de pie—. Ha envejecido bastante. Lo acompañaré hasta su habitación. —Subieron por la escalera alfombrada hasta el primer piso. Ella dijo—: Mientras usted habla con él buscaré la última carta del muchacho que está en el Ejército. —Llamó a la puerta. Era más de lo que habría hecho la dueña de la casa donde vivía Bloggs, pensó éste con asombro.
—Está abierto —dijo una voz, y Bloggs entró.
El comandante estaba sentado en una silla junto a la ventana con las piernas envueltas en una manta. Llevaba chaqueta deportiva, camisa y corbata, y usaba gafas. Elpelo se le veía ralo y los bigotes grises; la piel suelta y arrugada en un rostro que una vez debía de haber sido fuerte. El cuarto era el hogar de un hombre que vivía de sus recuerdos. Había pinturas de barcos en alta mar, un sextante y un telescopio, también una fotografía de cuando era niño a bordo del barco de la Real Armada Británica, el Winchester.
—Vea usted —dijo sin darse la vuelta—; dígame por qué ese joven no está en la Marina.
Bloggs se dirigió a la ventana, desde donde se divisaba, justo en la curva de la acera de enfrente, un carro de panadero tirado por un caballo, un caballo viejo que bajaba la cabeza y la hundía en la bolsa que llevaba colgada al cuello, mientras el «muchacho», que era una mujer, hacía las entregas. Llevaba pantalones, el pelo rubio muy corto, y tenía un magnífico busto. Bloggs rió diciendo:
—Es una mujer con pantalones.
—¡Dios santo, por cierto! —El comandante dio media vuelta—. En estos días no se puede saber. ¡Qué cosa, las mujeres con pantalones!
Bloggs se presentó, diciendo:
—Hemos reabierto el caso de un asesinato que se cometió en 1940. Creo que usted vivió aquí en la misma época que el sospechoso principal, un tal Henry Faber.
—¡Por cierto! ¿Qué puedo hacer para prestar mi colaboración?
—¿Se acuerda usted bien de él?
—Perfectamente. Un tipo alto, de pelo negro, tranquilo, educado. Descuidado en su manera de vestir, hasta tal punto que si uno era del tipo de gente que juzga por las apariencias, podría equivocarse con él. A mí no me disgustaba; no me hubiera negado a trabar una relación más estrecha con él, pero él no se prestaba. Supongo que tendría más o menos su edad.
Bloggs reprimió una sonrisa. Estaba acostumbrado a que le atribuyeran más años por el hecho de ser policía.
—Yo estoy seguro de que él no lo hizo —agregó el comandante—. Sé algo acerca de los distintos temperamentos. No se puede mandar un barco sin saber un poco. Y si ese hombre era un maníaco sexual, yo soy Hermann Goering.
Súbitamente, Bloggs vinculó la rubia con pantalones y el error sobre su propia edad, y la conclusión le deprimió. Dijo:
—Debo observarle la conveniencia de pedir siempre a la Policía su documento de identidad como tal.
El comandante quedó ligeramente desconcertado. —Muy bien. Veámoslo, entonces.
Bloggs abrió su cartera y la dobló dejando a la vista el retrato de Christine.
—Aquí está.
El comandante lo estudió un momento y luego dijo: —Se parece mucho.
Bloggs suspiró. El viejo estaba casi ciego.
—Bueno, es todo por ahora —dijo poniéndose de pie—. Gracias.
—Cuando necesite cualquier cosa de mí estoy a su disposición. No valgo mucho para Inglaterra en estos días. Y hay que ser bastante inútil para no estar siquiera en la Home Guard, usted lo comprenderá.
—Hasta pronto —dijo Bloggs, y salió de la habitación. La mujer se encontraba en el vestíbulo de la planta baja. Le entregó una carta a Bloggs.
—La dirección del muchacho es un apartado de correos —dijo ella—. Su nombre es Parkin…, no me cabe duda de que podrá localizarlo.
—Usted sabía que el comandante no me sería de utilidad —dijo Bloggs.
—Supongo que no. Pero un visitante le compensa el día. —Ella le abrió la puerta.
Siguiendo un impulso, Bloggs le preguntó:
—¿Quiere usted almorzar conmigo?
—Mi esposo se encuentra aún en la isla de Man —dijo ella con el rostro ensombrecido.
—Lo lamento…, creí que…
—Está bien, me siento halagada.
—Quería convencerla de que no somos la Gestapo.
—Ya sé que no lo son. Simplemente, una mujer sola se vuelve amargada.
—Yo perdí a mi esposa en un bombardeo —dijo Bloggs.
—Entonces usted sabe cómo se llega a odiar.
—Sí —dijo Bloggs—. Se llega a odiar. —Bajó los escalones. La puerta se cerró tras él. Había comenzado a llover…
Entonces también llovía. Bloggs llegó tarde a su casa, pues había estado revisando material nuevo con Godliman. Ahora se daba prisa para poder llegar y estar media hora con Christine antes de que ella saliera con la ambulancia. Ya era de noche y el ataque aéreo había comenzado. Las cosas que Christine vio esa noche eran tan tremendas que había dejado de comentarlas.
Bloggs estaba orgulloso de ella. Los que trabajaban con Christine decían que era mejor que dos hombres. Ella se lanzaba a través del Londres oscurecido, conduciendo como una veterana, girando sobre ruedas al llegar a las esquinas, silbando y bromeando mientras la ciudad ardía a su alrededor. Decían que era temeraria. Bloggs sabía la verdad; estaba aterrorizada, pero no lo hubiera dejado traslucir. Él lo sabía porque vio sus ojos una mañana cuando se levantó mientras ella iba a acostarse y estaba con la guardia baja, pues seguían unas horas de alivio. Él sabía que no era temeraria, sino sólo valiente, y estaba orgulloso.
Cuando bajó del autobús llovía más fuerte. Se encajó bien el sombrero y se levantó el cuello. En el estanco se detuvo a comprar cigarrillos para Christine, que recientemente había comenzado a fumar, como muchas otras mujeres. El dependiente sólo le daba cinco cigarrillos por el racionamiento, y él los colocaba en la pitillera «Woolworth» de baquelita.
Un policía le detuvo y le exigió su documento de identidad; otros dos minutos desperdiciados. Pasó una ambulancia parecida a la que conducía Christine; también un camión de fruta pintado de gris.
A medida que se aproximaba a su casa comenzó a sentirse intranquilo. Las explosiones se oían cerca. Y podía oír claramente el avión. El East End tendría otra noche movida; él dormiría en el refugio Morrison. Había uno grande, muy cerca; apresuró el paso. También comería en el refugio.
Dio vuelta a la esquina de su casa, vio las ambulancias y los bomberos, y comenzó a correr.
La bomba había caído sobre la acera de su casa, más o menos en la mitad de la manzana, parecía cerca de su casa. «Dios mío, que no nos haya tocado a nosotros…»
Había dado directamente sobre el techo y la casa había quedado literalmente planchada. Corrió hacia donde se hallaba amontonada la gente, los vecinos y los bomberos. «¿Mi mujer está bien? ¿Está afuera? ¿Está ahí dentro?»
Uno de los bomberos le miró y le dijo:
—Nadie ha salido de ahí, compañero.
Los que efectuaban la labor de rescate estaban levantando las piedras y la mampostería. Súbitamente uno de ellos gritó:
—¡Aquí! —Luego dijo—: ¡Dios mío, es la Temeraria Bloggs!
Frederick se abalanzó hacia el lugar donde estaba el hombre. Christine estaba bajo un gran desprendimiento de cascotes. Su cara era visible; tenía los ojos cerrados.
El miembro del grupo de rescate gritó:
—La grúa, muchachos, es urgente.
Christine emitió un gemido y se movió.
—¡Está viva! —dijo Bloggs. Se arrodilló a su lado y le sacó la mano de debajo de los escombros.
—¡No puede mover eso! —le dijo el miembro del grupo de rescate.
Levantaron los escombros.
—Se va a matar —dijo el hombre, y se inclinó para ayudarle.
Cuando llegaron a setenta centímetros del suelo estaban metidos dentro y sostenían el peso con los hombros. Ahora el peso no estaba sobre Christine. Un tercer hombre vino a hacer fuerza y luego un cuarto y todos hacían fuerza juntos.
Bloggs dijo:
—La voy a sacar.
Se deslizó bajo la rampa de ladrillo y cogió a su esposa entre sus brazos.
—¡Diablos, está cediendo! —gritó uno.
Bloggs logró escabullirse de ahí abajo con Christine apretada contra su pecho. En cuanto él estuvo afuera, los del grupo de rescate se hicieron a un lado y dejaron caer el bloque de mampostería, que cayó a tierra con gran estruendo, y cuando Bloggs se dio cuenta de que eso había caído sobre Christine, supo que ella moriría.
La llevó hasta la ambulancia, que partió inmediatamente. Ella abrió una vez más los ojos antes de morir y dijo:
—Tendrás que ganar la guerra sin mí, querido.
Más de un año después, mientras caminaba bajando la loma de Highgate hacia el cuenco de Londres, con la lluvia mezclada con las lágrimas que le corrían por la cara, pensó que la mujer de la casa del espía había dicho una gran verdad: «Logran que uno odie.»
En la guerra los muchachos se vuelven hombres, y los hombres se vuelven soldados y los soldados llegan a ascender de jerarquía; y por esa razón Billy Parkin, de dieciocho años, que provenía de una pensión en Highgate y cuyo destino natural hubiera sido ser aprendiz de la curtiduría de su padre en Scarborough, tenía para el Ejército veintiún años y había ascendido a sargento. Su misión consistía en conducir su escuadrón de vanguardia a través de un bosque caluroso y seco, hasta una aldea encalada de Italia.
Los italianos se habían entregado, pero los alemanes no, y eran los alemanes los que estaban defendiendo Italia contra la invasión combinada de las fuerzas angloamericanas. Los aliados se dirigían a Roma, y eso, para el escuadrón del sargento Parkin, significaba recorrer un largo camino.
Terminaron de cruzar el bosque en la cumbre de un monte, y se echaron al suelo para contemplar el pueblo situado abajo. Parkin sacó sus prismáticos y dijo:
—Qué no daría yo por una puerca taza de un puerco té. —Ahora bebía, filmaba cigarrillos, se liaba con mujeres y su vocabulario era como el de todos los soldados en cualquier parte del mundo. Ya no asistía a las reuniones dominicales de la parroquia.
Algunos de aquellos pueblos estaban defendidos, y otros no. Parkin reconoció que era una buena táctica, pues no se sabía nunca cuál no estaba defendido, de modo que había que avanzar con suma cautela, y la cautela requería tiempo.
La falda del monte brindaba poco refugio, apenas unos cuantos arbustos, y el pueblo comenzaba al pie del mismo. Había unas pocas casas blancas, y un puente de madera por debajo del cual pasaba un río; más allá venían más casas en torno a una pequeña plaza con su correspondiente alcaldía y el reloj de la torre, desde la cual se divisaba perfectamente el puente. Si el enemigo llegaba allí, ellos podrían refugiarse muy bien en la alcaldía. Unas pocas siluetas trabajaban en los campos circundantes. Sabía Dios quiénes serían. Quizá fueran auténticos campesinos, o miembros de una de las tantas facciones: fascistas, mafiosos, corsos, partisanos, comunistas…, o incluso alemanes. Nunca se sabía de qué lado estaban hasta que no empezaban los tiros.
—Adelante, cabo —dijo Parkin.
El cabo Watkins volvió a meterse en el bosque y reapareció pocos minutos después en la polvorienta carretera que conducía al pueblo; iba ataviado con un sombrero de civil y una mugrienta manta vieja sobre el uniforme, caminaba con paso vacilante y llevaba sobre los hombros un atado que podría haber sido cualquier cosa, desde un montón de cebollas hasta un conejo muerto. Llegó hasta la entrada del pueblo y se perdió en la oscuridad de una de las casas bajas.
Pasado un momento salió y, arrimándose contra la pared del lado que no podía ser divisado desde la aldea, miró hacia los soldados apostados en la cima y por tres veces hizo señas con el brazo en alto: uno, dos, tres.
El escuadrón comenzó a marchar hacia abajo por la falda de la montaña en dirección de la aldea.
—Todas las casas están vacías, sargento —dijo Watkins. Parkin asintió. Eso no significaba nada.
Se desplazaron a través de las casas hasta la orilla del río. Entonces Parkin dijo:
—Es tu turno, Smiler. Te toca atravesar el Mississippi, vamos.
El asistente Smiler Hudson apiló cuidadosamente su equipo, se quitó el casco, las botas y la camisa, y se deslizó hacia la estrecha corriente de agua. Emergió en el lado opuesto, trepó a la orilla y desapareció entre las casas. Esta vez la señal se hizo esperar más; la inspección debía cubrir un área mayor. Finalmente, Hudson inició el retorno a través del puente de madera.
—Si están aquí, se han escondido —dijo.
Recuperó su equipo, y los hombres del escuadrón cruzaron el puente para entrar en la aldea, manteniéndose luego pegados a las paredes mientras se encaminaban a la plaza. Un pájaro salió volando de un techo y sobresaltó a Parkin. A medida que pasaban los hombres abrían puertas a patadas. No había un alma.
Permanecieron al borde de la plaza. Parkin señaló con la cabeza la alcaldía diciendo:
—¿Has entrado ahí, Smiler?
—Sí, señor.
—Entonces todo indica que el lugar es nuestro.
—Así es, señor.
Parkin se adelantó para cruzar la plaza, y entonces sucedió. Estampidos de rifles y ametralladoras les rodearon. Watkins, que iba adelante, soltó un grito de dolor y se agarró la pierna. Parkin le levantó en vilo. Un tiro le arrancó el casco de metal. Corrió hasta la casa más próxima, aseguró la puerta y se dejó caer al suelo.
El tiroteo se interrumpió. Parkin se atrevió a mirar afuera. En la plaza había un hombre herido: Hudson. Se movió y sonó un tiro aislado. Ya no se movió más.
—Hijos de puta —dijo Parkin. Watkins hacía algo con su pierna mientras maldecía. —¿Aún tienes ahí la bala? —preguntó Parkin.
—¡Ay! —gritó Watkins con una sonrisa dolorida y manteniendo algo en alto—. Ya no. —Parkin volvió a mirar afuera—. Están en la torre del reloj. Nadie hubiera creído que había sitio ahí. No pueden ser muchos.
—Pero pueden tirar bien.
—Sí. Nos tienen inmovilizados. —Parkin frunció el ceño—. ¿Tenemos fuegos de artificio?
—Sí.
—A ver, echemos una mirada. —Parkin abrió la mochila de Watkins y sacó la dinamita—. Bueno, prepárame una mecha de diez segundos.
Los otros estaban en la casa de enfrente. Parkins les gritó:
—¡Escuchad!
Apareció una cara ante la puerta.
—¿Sargento?
—Voy a tirar un tomate. Cuando pegue el grito abridme.
—¡De acuerdo!
Parkin encendió un cigarrillo. Watkins le entregó un cartucho de dinamita. Parkin gritó: «¡Fuego!» Encendió la mecha con el cigarrillo, salió a la calle, echó el brazo hacia atrás y arrojó el cartucho hacia la torre del reloj, escabulléndose hacia adentro con el ruido de los disparos de sus propios hombres en los oídos. Una bala dio en el marco de madera y una astilla le rebotó bajo el mentón. Oyó la explosión de la dinamita.
Antes de que pudiera mirar, alguien desde la acera de enfrente, gritó:
—¡Estupendo, en el blanco!
Parkin dio un paso afuera. La vieja torre del reloj se había desplomado. Se oía un sonido incongruente a medida que el polvo se depositaba sobre las ruinas.
—¿Has jugado alguna vez al críquet? —preguntó Watkins—. Ha sido un lanzamiento genial.
Parkin caminó hacia el centro de la plaza. Los restos humanos desperdigados permitían deducir que se trataba de unos tres alemanes.
—De todos modos la torre estaba bastante deteriorada —dijo él—. Seguramente se hubiera caído igual si todos juntos hubiéramos estornudado junto a ella —dijo volviéndose—. Otro día otro dólar. —Era una frase que había aprendido de los yankis.
—¿Sargento? La radio. —Era el operador de radio.
Parkin se acercó y cogió el aparato.
—Aquí el sargento Parkin.
—El mayor Roberts. Por el momento queda liberado del servicio activo, sargento.
—¿Por qué? —En un primer momento Parkin pensó que se había descubierto su verdadera edad.
—Se le necesita en Londres. No me pregunte para qué, porque no lo sé. Deje a su segundo a cargo y vuelva a la base. En la carretera le estará esperando un vehículo.
—Sí, señor.
—Las órdenes también dicen que bajo ningún concepto debe usted arriesgar su vida. ¿Comprendido?
Parkin esbozó una sonrisa al pensar en la torre del reloj y la dinamita.
—Comprendido.
—Muy bien, entonces en marcha, tío afortunado.
«Todos se habían referido a él como un muchacho, pero le habían conocido antes de que se alistara en el Ejército», pensó Bloggs. No cabía duda de que ahora era un hombre, que caminaba con confianza en sí mismo y con gracia, que miraba a su alrededor con agudeza, y que era respetuoso sin hallarse incómodo en compañía de los oficiales de mayor graduación. Bloggs sabía que estaba mintiendo sobre la edad, no por su apariencia o sus modales, sino por los pequeños síntomas que aparecían cuando se mencionaba la edad; signos que Bloggs, un experimentado interrogador, reconocía por la práctica.
Le había divertido cuando le dijeron que querían que mirase algunas fotografías. Ahora, cuando ya hacía tres días que estaba en la polvorienta cripta del señor Middleton, en Kensington, la diversión se había convertido en tedio. Lo que más le irritaba era la prohibición de fumar.
Lo más aburrido para Bloggs era que debía sentarse y observarle. Llegado un momento, Parkin dijo:
—Supongo que no me habrán llamado para hacerme volver de Italia por un crimen de cuatro años atrás que podría esperar a que finalizara la guerra. Además, estas fotos son en su mayoría de oficiales alemanes. Si este caso es algo secreto, sería mejor que me lo dijeran.
—Es algo secreto —dijo Bloggs.
Parkin volvió a las fotografías.
Todas eran viejas, la mayoría descoloridas y poco claras. Muchas estaban tomadas de libros, revistas y periódicos. A veces Parkin usaba una lupa que el señor Middleton, hombre previsor, le había facilitado para que observara más detenidamente una cara pequeña en medio de un grupo; y cada vez que sucedía esto, el corazón de Bloggs se aceleraba, sólo para desacelerarse cuando Parkin dejaba la lupa a un lado y volvía a coger otra fotografía.
Fueron hasta un pub cercano para almorzar. La cerveza era floja, como casi toda la cerveza de tiempo de guerra, pero aun así Bloggs consideró adecuado restringir a dos vasos la cuota del joven Parkin. De haber estado solo, se hubiera despachado un litro.
—El señor Faber era de carácter tranquilo —dijo Parkin—. Nadie hubiera dicho que tuviera esa característica. Además, la dueña de la casa no era un adefesio, y ella le iba detrás. Pensándolo bien, creo que yo podría haberle hecho el favor si hubiera sabido cómo afrontar el asunto. Pero, claro…, sólo tenía dieciocho años.
Comieron pan y queso, y Parkin engulló una docena de cebolletas en vinagre. Cuando volvían del restaurante, se detuvieron ante la fachada de la casa mientras Parkin fumaba otro cigarrillo.
—Fíjese —dijo— en que era un tipo más bien grandote, guapo, que se expresaba bien. Todos le menospreciábamos un poco por la vestimenta pobretona, y andaba en una bicicleta y no tenía dinero. Quizá fuese una forma sutil de disfraz. —Sus cejas se alzaron con expresión interrogante.
—Quizá lo fuese.
Esa tarde, Parkin halló no una, sino tres fotos de Faber. En una de ellas tenía sólo nueve años.
El señor Middleton guardaba el negativo.
Heinrich Rudolph Hans von MüllerGüder (también conocido como Faber) nació el 26 de mayo de 1900 en una aldea llamada Oln, en la Prusia Occidental. La familia de sus padres había sido propietaria de valiosas tierras durante generaciones. Su padre era el hijo segundo; también lo fue Heinrich. Todos los hijos segundos eran oficiales en el Ejército. Su madre era hija de un oficial superior del II Reich, nacida y criada para ser la esposa de un aristócrata, y lo fue.
A la edad de trece años, Heinrich fue a la escuela militar de Karlsruhe, en Baden; dos años más tarde le trasladaron a la institución más prestigiosa de Alemania, llamada «GrossLichterfelde», cerca de Berlín. Los dos habían sido lugares de férrea disciplina, donde las mentes de los alumnos se mejoraban a base de bastonazos, baños fríos y mala comida. Sin embargo, Heinrich aprendió a hablar inglés y francés, estudió Historia y aprobó sus exámenes finales con las más altas calificaciones existentes desde comienzos del siglo. Había otros dos elementos de importancia en su carrera de estudiante. El primero: durante un invierno crudo se rebeló contra la autoridad hasta el punto de escaparse por la noche de la institución y recorrer a pie los casi doscientos kilómetros hasta la casa de su tía. El segundo: durante un ejercicio de práctica de lucha le rompió un brazo al instructor, y le azotaron por insubordinación.
Durante un breve período, en 1920, fue cadete en la zona neutral de Friedrichsfeld, cerca de Wesel; hizo entrenamiento de guerra para oficiales en la Escuela de Guerra de Metz en 1921, y fue licenciado en 1922 con el grado de subteniente.
(«¿Cuál era la frase que usted utilizaba? —le preguntó Godliman a Bloggs—. El equivalente alemán para Eton y Sandhurst.»)
Durante los años que siguieron realizó cortos viajes, asignado a una media docena de lugares, a la manera de alguien a quien se está preparando para cargos de alta jerarquía. Siguió distinguiéndose como atleta, especializándose en carreras de larga distancia. No hizo amigos íntimos, nunca se casó y se negó a afiliarse al Partido Nacionalsocialista. Su promoción a teniente fue retrasada por un oscuro incidente que incluía el embarazo de la hija de un teniente coronel del Ministerio de Defensa, pero finalmente recibió su ascenso en 1928. Su costumbre de hablar con los oficiales superiores como si fueran sus iguales llegó a ser aceptada y considerada excusable por tratarse de un joven oficial en ascenso y un aristócrata prusiano.
Hacia fines de 1920 el almirante Wilhelm Canaris trabó amistad con el tío de Heinrich, Otto, que era hermano mayor de su padre, y pasó algunos períodos de vacaciones en la finca de la familia, en Oln. En 1931, Adolfo Hitler, que aún no era canciller de Alemania, estuvo allí como invitado.
En 1933, Heinrich fue ascendido a capitán y se dirigió a Berlín con propósitos no especificados. Ésa era la fecha de la última fotografía.
Por aquel entonces, de acuerdo con las informaciones procedentes de diversas publicaciones pareció haber dejado de existir…
—Podemos conjeturar el resto —dijo Godliman—. El Abwehr le adiestra en radiotransmisión, códigos, confección de mapas topográficos, robo, chantaje, sabotaje y asesinato. Llega a Londres hacia 1937 con tiempo disponible como para fraguarse una sólida cobertura, quizá dos. Y sus propias condiciones y agudo instinto van acentuándose con el juego del espionaje. Cuando estalla la guerra se considera en libertad para matar. —Contempló la fotografía situada sobre su escritorio—. Es un muchacho estupendo.
Se refería a una fotografía de un equipo de carreras de cinco mil metros, que pertenecía al 10° Batallón Jeager de Hannover. Faber estaba en el centro, sosteniendo una copa. Tenía la frente alta, pelo abundante, barbilla larga y una boca pequeña sobre la que lucía un estrecho bigote.
Godliman le pasó la fotografía a Billy Parkin.
—¿Ha cambiado mucho?
—Parecía bastante mayor, pero quizás haya influido su vestimenta… —Estudió pensativamente la foto—. Tenía el pelo más largo, y no llevaba bigote. —Le devolvió la fotografía a través del escritorio—. Pero no cabe duda de que es él.
—En el archivo hay dos puntos más, ambos dignos de reflexión —dijo Godliman—. En primer lugar, dicen que puede haber ingresado en el Servicio de Inteligencia en 1933. Pero eso siempre se deduce cuando la carrera de un oficial se interrumpe sin razón aparente. El segundo punto es un rumor no confirmado por ninguna fuente fiable, según el cual pasó algunos años como consejero privado de Stalin, con el nombre de Vasily Zankov.
—Eso es increíble —dijo Bloggs—. No lo creo. Godliman se encogió de hombros.
—Alguien aconsejó y persuadió a Stalin para que ejecutara a la flor y nata del cuerpo de oficiales durante los años en que Hitler ascendió al poder.
Bloggs sacudió la cabeza y cambió de tema.
—¿A qué punto pasamos desde aquí? —Godliman lo consideró.
—Hagamos que nos transfieran al sargento Parkin —dijo Godliman, después de pensarlo—. Es el único hombre que conocemos que haya visto a Die Nadel. Además, sabe demasiado como para que nos arriesguemos a que esté en el frente; podría ser capturado e interrogado. Luego, hagamos una buena copia de esta fotografía, pongámosle pelo más abundante y quitémosle el bigote mediante un especialista en este tipo de retoques. Luego distribuiremos las copias.
—¿Lo haremos con gran publicidad? —preguntó Bloggs dubitativo.
—No. Por ahora debemos andarnos con cautela. Si lo publicamos en los periódicos, llegará a sus oídos y desaparecerá. Por el momento enviaremos una copia a las fuerzas policiales.
—¿Eso es todo?
—Me parece que sí, a menos que usted tenga otras ideas.
—Señor —dijo Parkin aclarándose la garganta.
—¿Sí?
—Realmente yo preferiría volver a mi puesto. No sirvo para las tareas administrativas. Ya me entiende.
—Es que no le estamos presentando una opción, sargento. En esta etapa, una aldea italiana más o menos realmente importa poco. Pero este tipo, Faber, podría hacernos perder la guerra. Lo digo muy en serio.