9

La lancha de las provisiones rodeó la Isla de las Tormentas y navegó hacia la bahía bajo un cielo límpidamente azul. Dos mujeres venían en ella, una era la esposa del piloto —él había sido llamado a filas y ahora ella seguía con el negocio— y la otra era la madre de Lucy.

Esta última salió de la lancha vistiendo un traje de fajina; una chaqueta de estilo masculino y una falda por encima de las rodillas. Lucy la abrazó con fuerza.

—¡Mamá! ¡Qué sorpresa!

—¡Pero si te escribí!

La carta venía con el correo en la misma lancha; mamá había olvidado que el correo llegaba sólo una vez cada quince días.

—¿Éste es mi nieto? ¡Pero si ya es todo un hombre!

El pequeño Jo, de casi tres años, tuvo un acceso de timidez y se escondió tras la falda de Lucy. Era hermoso, alto para su edad, y de pelo oscuro.

—¿No es idéntico a su padre? —dijo mamá.

—Sí —respondió Lucy—. Te debes estar congelando. Ven, sube a casa. ¿De dónde sacaste esa falda?

Recogieron las provisiones y comenzaron a subir por la ladera hacia la cumbre. Por el camino la madre no dejaba de parlotear.

—Está de moda, querida. Ahorra tela. Además, allá no hace tanto frío. ¡Qué viento! Supongo que puedo dejar mi maleta en el muelle, ¡quién la va a robar! Jane está comprometida con un soldado norteamericano. Blanco, gracias a Dios. Es de un lugar que se llama Milwaukee, y no anda masticando chicle. ¿No te parece un encanto? Ahora sólo me quedan cuatro hijas por casar. Tu padre es capitán de la «Home Guard», ¿te lo había dicho? Se pasa la mitad de la noche en pie patrullando la propiedad a la espera de paracaidistas alemanes. El almacén del tío Stephen fue bombardeado. No sé cómo se las va a arreglar, creo que hay un acta de guerra o algo así…

—Basta, mamá, te quedan catorce días para contarme las novedades —rió Lucy.

Llegaron a la casa y la madre comentó:

—¿No es precioso? —entraron—. Me parece realmente una delicia.

Lucy sentó a su madre ante la mesa de la cocina y preparó té.

—Tom te traerá tu maleta. En un momento estará aquí para almorzar con nosotros.

—¿El pastor?

—Sí.

—¿Así que le encuentra tareas para David?

—La cosa es al revés —rió Lucy—. Ya te lo contará él mismo. Pero aún no me has dicho por qué estás aquí.

—Querida, me parece que ya era hora de que nos viésemos. Sé que es de esperar que no hagas viajes innecesarios, pero una vez en cuatro años no es demasiado pedir, ¿verdad?

Desde afuera les llegó el ruido del jeep, y un momento después David entraba por sí mismo en su silla de ruedas. Besó a su suegra y presentó a Tom.

—Tom, hoy puede ganarse el almuerzo trayendo la maleta de mamá, pues ella se ha traído sus propias provisiones —dijo Lucy.

—Es un día duro —dijo David calentándose las manos en la cocina.

—¿Entonces te estás tomando la cría de las ovejas en serio? —preguntó la madre de Lucy.

—En este momento el rebaño es el doble de lo que era hace tres años —le informó David—. Mi padre nunca se tomó en serio el trabajo de esta isla. He cercado diez kilómetros de tierra en la cima del acantilado, he mejorado los pastos y he introducido métodos modernos de crianza. No sólo tenemos más ovejas, sino que cada animal nos da mejor carne y más abundante; lo mismo sucede con la lana.

—Supongo que Tom hace el trabajo físico y tú das las órdenes —dijo la madre tanteando.

—Todo a medias, mamá —dijo David riendo.

Para el almuerzo tenían corazones, y además los dos hombres comieron montañas de patatas fritas. La madre alabó los buenos modales de Jo en la mesa. Luego, David encendió un cigarrillo y Tom llenó su pipa.

—Lo que quisiera saber es cuándo nos vais a dar más nietos —dijo la madre con una sonrisa iluminándole la cara.

Se produjo un largo silencio.

—Bueno, creo que es una maravilla todo lo que está haciendo David —acotó la madre.

—Sí —respondió Lucy.

Durante el tercer día de la visita de su madre, Lucy y ella caminaban por la cima del acantilado. El viento había amainado y el tiempo invitaba a pasear. Iban con Jo, a quien habían puesto un suéter de pescador y un abrigo de piel. Se detuvieron en una subida para contemplar a David, que con Tom y el perro iban arriando las ovejas. Lucy podía ver en la expresión de su madre una lucha interna entre la preocupación y la discreción. Decidió ahorrarle el esfuerzo de formular preguntas.

—No me quiere —le dijo.

La madre lanzó una rápida mirada para asegurarse de que Jo no oía.

—Estoy segura de que no es así, mi querida. Cada hombre expresa su amor de manera dif…

—Mamá, no hemos sido marido y mujer, de hecho, desde que nos casamos.

—¿Pero…? —dijo señalando con la cabeza a Jo.

—Fue una semana antes de la boda.

—Oh, querida, ¿entonces el accidente…?

—Sí, pero no en la forma que estás pensando. No es nada físico. Simplemente no quiere… —Lucy lloraba silenciosamente, las lágrimas le corrían por las mejillas tostadas y curtidas por el viento y el sol.

—¿Le has hablado acerca de ello?

—Lo he intentado.

—Quizá con el tiempo…

—¡Ya han pasado casi cuatro años!

Hubo una pausa. Comenzaron a caminar a través del brezal, bajo el débil sol de la tarde. Jo corría tras las gaviotas. La madre dijo:

—En una ocasión casi dejé a tu padre.

—¿Cuándo? —preguntó ahora Lucy azorada.

—Fue poco después de que naciera Jane. En aquel entonces no estábamos bien económicamente, tu padre trabajaba para su padre y se produjo una crisis. Estaba esperando familia por tercera vez en tres años y parecía que una vida dedicada a tener hijos e ingeniárselas para estirar el dinero no me aportaba nada que me pudiera parecer halagüeño. Además, descubrí que estaba visitando a alguien que le había entusiasmado una vez; Brenda Simmonds, tú nunca la conociste. Luego ella se fue a Basingstoke. De pronto me pregunté qué estaba haciendo y para qué, y no podía hallar una respuesta.

Lucy tenía recuerdos leves y fragmentados de aquellos días: el abuelo con bigotes blancos; su padre más delgado; dilatadas comidas familiares en la gran, cocina de la granja; risas, sol y animales. Por aquel entonces el matrimonio de sus padres parecía representar una felicidad sólida y permanente. Ahora dijo:

—¿Por qué no lo hiciste? Quiero decir, ¿por qué no te marchaste?

—En aquellos tiempos no se hacía. El divorcio no era nada común, y las mujeres no podían conseguir trabajo.

—Ahora trabajamos en todo tipo de cosas.

—También lo hicieron en la guerra pasada, pero luego todo cambió. Hubo paro laboral. Supongo que esta vez también pasará lo mismo. De algún modo los hombres se salen con la suya, hablando en términos generales, ¿no es así?

—Y te alegras de haberte quedado. —No hubo respuesta, y no era una pregunta.

—La gente de mi edad no tendría que hacer declaraciones acerca de la vida. Pero mi vida ha sido una cuestión que se iba haciendo segundo a segundo, y lo mismo sucede con la mayoría de las mujeres que conozco. Seguir con lo que se está haciendo usualmente parece un sacrificio, pero casi nunca lo es. De todos modos, no voy a darte ningún consejo. No me harías caso, y si me lo hicieras luego me echarías la culpa de tus problemas, pues así es.

—Oh, mamá —dijo Lucy sonriendo.

—¿Volvemos? —dijo su madre—. Creo que ya hemos andado bastante por hoy.

Una noche, en la cocina, Lucy le dijo a David:

—Me gustaría que mamá se quedara otra semana, si puede. —La madre estaba arriba, acostando a Jo y contándole un cuento.

—¿Quince días no son suficientes para diseccionar mi personalidad? —preguntó David.

—No seas tonto, David.

Él se aproximó en su silla de ruedas hasta el asiento de ella.

—¿Me vas a decir que no habláis sobre mí?

—Por cierto que hablamos de ti, para eso eres mi marido.

—¿Qué le has dicho?

—¿Qué puede importarte? —dijo Lucy, no sin malicia—. ¿De qué puedes avergonzarte?

—Vete al diablo, no tengo nada de qué avergonzarme. Pero a nadie le gusta que su vida privada sea pasto de dos mujeres chismosas.

—No chismeamos sobre ti.

—Entonces, ¿de qué habláis?

—Te sientes molesto, ¿verdad?

—Respóndeme.

—Yo le digo que quiero separarme de ti y ella trata de disuadirme.

Él hizo girar su silla y se alejó diciendo:

—Dile que no necesita preocuparse por mí.

—¿Lo dices en serio? —le gritó ella. Él detuvo la silla.

—No necesito a nadie, ¿me entiendes? Me las puedo arreglar perfectamente solo.

—¿Y yo? —dijo ella suavemente—. Quizá yo necesite a alguien.

—¿Para qué?

—Para que me ame.

La madre entró y olfateó el clima.

—Está profundamente dormido —dijo—. Se rindió antes que la Cenicienta llegara al baile. Bueno, me voy a recoger mis cosas para no dejar todo hasta el último momento. —Volvió a salir.

—¿Crees que alguna vez lo nuestro cambiará, David?

—No sé a qué te refieres.

—¿Alguna vez seremos…, como éramos antes de casarnos?

—Mis piernas no volverán a crecer, si te refieres a eso.

—Oh, Dios, ¿no puedes entender que no me importa? Lo único que deseo es sentirme querida.

—Eso es problema tuyo —dijo David encogiéndose de hombros. Y salió antes de que ella empezara a llorar.

La madre no se quedó durante otros quince días. Al día siguiente Lucy la acompañó hasta el muelle. Estaba lloviendo a cántaros y las dos llevaban impermeable. Permanecieron silenciosas mientras esperaban que llegase la lancha, contemplando la lluvia que picoteaba el agua y formaba pequeños cráteres. La madre sostenía a Jo entre sus brazos.

—En su momento las cosas cambiarán —dijo ella—. Cuatro años no son nada en un matrimonio.

—Por mi parte no es mucho lo que puedo hacer, de modo que no sé lo que va a pasar —dijo Lucy—. Están Jo y la guerra, y la situación de David…, ¿cómo podría marcharme?

Llegó la lancha y Lucy cambió a su madre por tres cajas de provisiones y cinco cartas. El mar estaba picado. La madre se sentó en la pequeña cabina de la lancha. Se dijeron adiós con el brazo en alto hasta que la barca desapareció en la curva que rodeaba la isla. Luego Lucy se sintió terriblemente sola.

—No quiero que se vaya la abuela —comenzó a llorar Jo.

—Yo tampoco —dijo Lucy.