7

El mensaje irritó a Faber porque le forzaba a encarar hechos que había estado evitando.

Hamburgo se había asegurado bien de que él recibiera el mensaje. Él había emitido su señal de llamada y en lugar del acostumbrado «Bien, prosiga», le enviaron la orden: «Realice el encuentro uno.»

Él se dio por enterado, transmitió su información y volvió a meter el aparato transmisor en la maleta. Luego pedaleó con su bicicleta hasta salir de Erith Marshes —su receptor era un observador de pájaros— y durante el trayecto por la calle Blackheath, en camino a su apartamento de dos habitaciones, se preguntó si debía obedecer la orden.

Tenía dos razones para desobedecer: una de carácter personal y otra de carácter profesional.

Esta última era que «el encuentro uno» consistía en un viejo código establecido por Canaris en 1937. Significaba que debía dirigirse a la puerta de entrada de un determinado comercio entre Leicester Square y Piccadilly Circus para encontrarse con un agente. Deberían reconocerse porque ambos llevarían una Biblia. Además, había una clave:

«¿Cuál es el capítulo de hoy?»

«Uno, Reyes, trece.»

Luego, si estaban seguros de que no les seguían, debían concordar en que dicho capítulo era «sumamente interesante», y en caso contrario decir: «Me temo que no lo he leído aún.»

Podía suceder que la puerta de esa tienda ya no existiera, pero eso no era lo que preocupaba a Faber. Pensaba que Canaris probablemente había comunicado el código a la mayoría de los tontos aficionados que en 1940 cruzaban el Canal y aterrizaban en los brazos del MI5. Faber sabía que habían sido detenidos porque se habían hecho públicas las condenas, con el indudable propósito de que el público viera que los quintacolumnistas eran castigados. Y no cabe tampoco la menor duda de que antes de morir habrían revelado secretos, de modo que era muy probable que a esas alturas los ingleses conocieran el viejo código de encuentro y, en ese caso, de haber sido interceptado el mensaje de Hamburgo, en aquel momento la puerta de la tienda estaría concurrida por cantidad de jóvenes caballeros de muy buen inglés que se pasearían con biblias y que practicarían la frase «sumamente interesante» con acento alemán.

El Abwehr había hecho caso omiso del profesionalismo en aquellos días en que la invasión parecía inminente. Desde entonces Faber había dejado de confiar en Hamburgo. No les daba su domicilio, se negaba a entrar en contacto con sus demás agentes en Inglaterra, variaba la frecuencia de onda de sus transmisiones sin importarle si interfería en las transmisiones de los otros.

De haber obedecido siempre a sus amos, no habría sobrevivido tanto tiempo.

En Woolwich, Faber fue alcanzado por un grupo muy amplio de ciclistas, muchos de ellos mujeres, pues los obreros salían en ese momento de la fábrica de municiones, donde habían realizado su turno. Su especie de cansancio alegre le confirmó a Faber que tenía razones personales para desobedecer ya que, según pensaba, el lado del cual estaba él perdería la guerra.

Ciertamente, no la estaban ganando. Los rusos y los norteamericanos se habían unido, África estaba perdida, los italianos quebrantados; era evidente que los Aliados invadirían Francia aquel año de 1944.

Faber no estaba dispuesto a arriesgar su vida tontamente.

Llegó a su casa, guardó la bicicleta y, mientras se lavaba la cara, se dio cuenta, contra toda lógica, de que quería asistir al encuentro.

Era un riesgo tonto, tomado por una causa perdida, pero estaba ansioso por ir. Y la única razón era que se encontraba espantosamente aburrido. La transmisión de rutina, el observar a los pájaros, la bicicleta, el té en la pensión. Hacía ya tres años que no experimentaba algo que se pareciera a la acción. Parecía no estar amenazado por peligro alguno, lo cual le envolvía ansioso y le hacía imaginar riesgos invisibles. Su mayor felicidad era detectar una amenaza y dar los pasos necesarios para neutralizarla.

Sí, acudiría a la cita. Pero no en la forma que ellos esperaban.

Pese a la guerra, aún había gran cantidad de personas en el West End de Londres; Faber se preguntó si en Berlín sucedería lo mismo. Compró una Biblia en la librería «Hatchard» de Piccadilly y se la metió en el bolsillo interior de su sobretodo, de modo que quedara oculta. Era un día suave y húmedo, con lloviznas intermitentes, y Faber llevaba paraguas.

El encuentro estaba fijado entre las nueve y las diez de la mañana, o entre las cinco y seis de la tarde, y el acuerdo era que uno debía concurrir al lugar todos los días hasta que el otro apareciera. Si durante cinco días sucesivos no se producía el encuentro, había que seguir acudiendo al lugar día por medio, durante dos semanas. Pasado el plazo, uno abandonaba el objetivo.

Faber llegó a Leicester Square a las diez y diez. El contacto estaba ahí, en la puerta de la tienda, con una biblia forrada en negro bajo el brazo y simulando refugiarse de la lluvia. Faber le localizó al momento con el rabillo del ojo, y pasó por delante. El hombre era más bien joven, con bigote rubio y aspecto de estar bien alimentado. Llevaba un impermeable con doble protección en el pecho, estaba leyendo el Daily Express y masticaba chicle. No le resultaba conocido.

Cuando Faber pasó por segunda vez por la acera de enfrente, descubrió a la escolta: un hombre bajo y compacto que llevaba capote y sombrero, la indumentaria preferida por los policías de civil, se encontraba dentro del vestíbulo de un edificio de oficinas, mirando al hombre de la puerta de la tienda a través de los cristales.

Había dos posibilidades; que el agente no supiera que le habían seguido, en cuyo caso sólo debía apartarle del lugar y despistar al perseguidor. Sin embargo, la otra posibilidad era que el agente hubiera sido capturado y que el hombre de la puerta fuese un sustituto, en cuyo caso ni él ni el perseguidor debían conocer la cara de Faber.

Faber optó por esta última alternativa y pensó en la mejor manera de actuar.

En la esquina había una cabina telefónica. Faber entró y memorizó el número. Luego encontró en la Biblia el capítulo uno, versículo trece del Libro de los Reyes, arrancó la página, y escribió en el margen: «Diríjase a la cabina telefónica de la esquina.»

Caminó por las calles aledañas a la «National Gallery» hasta que encontró a un crío de unos diez u once años que estaba sentado en un umbral tirando piedritas en un charco. Faber le preguntó:

—¿Conoces el estanco de la esquina?

—Claro.

—¿Quieres comprarte un chicle?

—Claro.

Faber le entregó la página arrancada de la Biblia.

—En la puerta hay un hombre. Si le entregas esto, él te dará chicle.

—Muy bien —dijo el crío poniéndose de pie—. ¿Porque es un yanqui?

—Claro —le respondió Faber.

El chaval salió corriendo. Faber le siguió. Cuando el niño se aproximó al agente, Faber se escurrió en la entrada del edificio de enfrente. El policía de paisano aún seguía ahí, observando a través del vidrio. Faber se paró justo ante la puerta, interrumpiéndole la visión de la escena de enfrente e intentó abrir el paraguas, aparentando tener dificultades para lograrlo. Vio que el agente daba algo al niño y se iba. Terminó la triquiñuela del paraguas y caminó en dirección opuesta a la que llevaba el hombre. Miró por encima del hombro y vio que el perseguidor corría a la calle procurando avistar al agente que había desaparecido.

Faber se detuvo en el teléfono más próximo y marcó el número de la cabina anterior. Necesitó algunos minutos para conseguir comunicación. Por fin una voz profunda respondió:

—Hola.

—¿Cuál es el capítulo de hoy? —preguntó Faber.

—Uno Reyes trece.

—Sumamente interesante.

—Sí, ¿verdad?

«El estúpido no tiene la menor idea del lío en el que está metido», pensó Faber, y dijo en voz alta:

—¿Y bien?

—Debo verle.

—Eso es imposible.

—¡Pero debo hacerlo! —había una inflexión en la voz que Faber consideró un síntoma de desesperación—. El mensaje viene de la cúspide. ¿Me entiende?

Faber aparentó dudar.

—Muy bien, entonces. Nos encontraremos dentro de una semana bajo el arco de la Euston Station a las nueve de la mañana.

—¿No es posible antes?

Faber colgó y salió de la cabina. Caminando rápido dio la vuelta a dos esquinas y llegó a divisar la cabina telefónica del agente; le vio caminar en dirección de Piccadilly. No había indicio alguno del perseguidor. Faber siguió al agente.

El hombre bajó a la estación de Metro de Piccadilly Circus y sacó un billete para Stockwell. Faber se dio cuenta en seguida de que él podía llegar allá por un medio más directo. Salió entonces de la estación, se dirigió apresuradamente a Leicester Square y tomó el Metro de la Northern Line. El agente tendría que trasbordar en Waterloo, mientras que la línea de Faber era directa, de modo que llegaría antes a Stockwell, o, en el peor de los casos, llegarían en el mismo tren.

En efecto, Faber tuvo que esperar fuera de la estación en Stockwell durante veinticinco minutos antes de que el agente apareciera. Faber le volvió a seguir. Entró en un café.

No había absolutamente otro lugar cercano donde un hombre pudiera permanecer parado por alguna razón plausible. No había tiendas con escaparates ante los que uno pudiera detenerse a mirar, ni bancos para sentarse, ni parque para caminar, ni paradas de taxi o de autobús, ni oficinas públicas. Faber no tuvo más remedio que caminar calle arriba y calle abajo, siempre aparentando que se dirigía a algún lugar, caminando despacio hasta que se apartaba lo bastante del café y se apresuraba para aparecer por el lado opuesto, mientras el agente permanecía en la tibia atmósfera del local tomando una taza de té con tostadas.

Pasada media hora salió. Faber le siguió a través de una serie de calles residenciales. Evidentemente, el otro sabía adónde iba, pero no tenía prisa. Caminaba con el ritmo de un hombre que va a su casa y que no tiene nada que hacer durante el resto del día. No se dio la vuelta para mirar atrás, y Faber pensó: «Otro aficionado.»

Al final entró en una casa, una de las tantas casas pobres, anónimas, insignificantes que albergaban a los espías y a los errabundos maridos de cualquier parte del mundo. Tenía una ventana en la buhardilla, que seguramente sería el dormitorio del agente, situado en lo alto para obtener una mejor recepción de las ondas de radio.

Faber pasó por delante, observando la acera de enfrente. Sí, efectivamente, se advertía un movimiento tras la ventana de arriba, luego un trozo de chaqueta y de la corbata, y un rostro que desaparecía. Esto mismo debía de haber ocurrido ayer, y seguramente se había dejado seguir por el perseguidor de la MI5; a menos, naturalmente, que él mismo fuese alguien de la MI5.

Faber dio la vuelta a la esquina y siguió por la próxima manzana paralela, contando las casas. Casi directamente detrás del lugar donde había entrado el agente había un esqueleto de edificio dañado por las bombas. Era lo que quedaba de un par de casas semidestruidas. Magnífico.

A medida que caminaba de regreso a la estación su paso se aligeraba y el corazón le latía algo más aprisa. Miró a su alrededor con ojos brillantes de interés. Estaba bien, el juego había comenzado.

Esa noche se vistió de negro —sombrero negro, jersey de cuello alto bajo una chaqueta de cuero corta y amplia, los pantalones metidos dentro de los calcetines; zapatos de suela de goma—. Todo negro. Resultaría casi invisible, pues Londres estaba en pleno oscurecimiento de camuflaje.

Pedaleó en su bicicleta a través de las calles tranquilas con muy poca luz. Era pasada la medianoche. No se veía a nadie; dejó la bicicleta a unos quinientos metros de su lugar de destino, asegurándola con el candado a la cerca de un pub.

No fue a la casa del agente, sino al esqueleto de cemento de la calle paralela. Pasó cuidadosamente por encima de los escombros del jardín del frente, entró por lo que fuera el vano de una puerta y llegó a los fondos de la casa. Estaba muy oscuro. Un espeso manto de nubes bajas ocultaban la luna y las estrellas. Faber tuvo que andar a tientas con las manos y los brazos extendidos ante sí.

Llegó al final del jardín y saltó por encima del cerco, y atravesó otros dos jardines. En una de las casas un perra ladró un poco.

El jardín de la pensión estaba descuidado; se enredó en una mata de zarzas y vaciló. Las espinas le arañaron la cara. Luego se agachó para pasar entre la ropa tendida. La luz, pese a todo, era suficiente como para poder descubrir el tendedero.

Llegó a la ventana de la cocina y sacó del bolsillo una pequeña herramienta en forma de cucharilla. La masilla en torno al cristal era vieja y quebradiza, y saltaba fácilmente. Tras veinte minutos de trabajo silencioso cogió el cristal, lo sacó y lo colocó cuidadosamente sobre la hierba, hizo brillar una linterna a través del agujero simplemente para asegurarse de que no habría obstáculos importantes en el camino. Destrabó la ventana, la abrió y pasó adentro.

La casa a oscuras olía a pescado frito y desinfectante. Faber quitó el cerrojo a la puerta de atrás como precaución en el caso de necesitar el paso libre para una huida rápida, y pasó al vestíbulo. Encendía y apagaba la luz de su lápiz linterna, y alcanzó a divisar una estancia embaldosada, donde había una mesa en forma de riñón que debía bordear una hilera de abrigos en sus perchas y una escalera alfombrada hacia la derecha.

Subió las escaleras silenciosamente.

Estaba a mitad de camino, listo para subir los dos últimos escalones, cuando divisó un hilo de luz por debajo de la puerta. Una fracción de segundo después le llegó una tos asmática y ruido de agua que corre en el water. Con dos zancadas se deslizó hasta la puerta y quedó paralizado contra la pared.

Cuando la puerta se abrió, la luz inundó el rellano de la escalera. Faber sacó el estilete de su manga. El viejo salió del cuarto de baño y atravesó el lugar dejando la luz encendida. Al llegar a su puerta masculló algo entre dientes y se volvió.

«Ahora me ve», pensó Faber apretando el puño de su arma. El viejo entreabrió los ojos con la mirada dirigida al suelo y sólo la levantó cuando llegó al interruptor de la luz. En ese momento Faber casi le asesina, pero el hombre tanteó en busca del interruptor y Faber advirtió que estaba tan adormilado que era prácticamente un sonámbulo.

La luz se apagó, el viejo se fue a tientas y se metió de nuevo en cama, y Faber volvió a respirar.

Sólo había una puerta al final del segundo tramo de escalones. Faber trató de abrirla suavemente, pero estaba errada con llave.

Sacó otra herramienta del bolsillo de su chaqueta. El ruido del depósito del cuarto de baño que se llenaba le cubría el ruido mientras él sacaba la cerradura. Abrió la puerta y se quedó escuchando.

Podía oír una respiración profunda, regular. Entró. El sonido venía del rincón opuesto. No podía ver nada. Atravesó la habitación oscura muy despacio, tanteando el aire ante él a cada paso, hasta que estuvo al lado de la cama.

Tenía la linterna en su mano izquierda, el estilete suelto en la manga y la mano derecha libre. Encendió la linterna y agarró con fuerza por la garganta al hombre que dormía.

Los ojos del agente se abrieron de golpe, pero no pudo articular sonido alguno. Faber se subió a la cama y se sentó encima de él. Luego murmuró: «Uno Reyes trece» y aflojó el puño.

El agente escudriñó la luz de la linterna, tratando de ver la cara de Faber. Se frotó el cuello donde el puño de éste había apretado.

—¡Quédese quieto! —Faber le enfocó la luz directamente a los ojos mientras con la otra mano sacaba el estilete.

—¿No me va a permitir que me levante?

—Lo prefiero en la cama, donde no podrá seguir haciendo daño.

—¿Daño? ¿Qué daño?

—Cuando estuvo en Leicester Square usted era vigilado. Permitió que yo le siguiera hasta aquí, y ellos tienen esta casa bajo observación. ¿Cómo puedo tener confianza en nada que usted haga?

—¡Qué barbaridad! Lo lamento.

—¿Por qué le mandaron a usted?

—El mensaje debía ser entregado personalmente. Las órdenes venían de arriba, desde la cúspide —el agente quedó en silencio.

—Y bien, ¿cuáles son las órdenes?

—Debo asegurarme de que usted es… usted.

—No veo cómo puede asegurarse.

—Déjeme que le mire la cara.

Faber dudó, y luego proyectó la luz de la linterna un instante sobre su propia cara.

—¿Satisfecho?

—Die Nadel.— ¿Y usted quién es?

—Mayor Friedrich Kaldor, señor.

—Yo debería llamarlo señor.

—No, de ningún modo, señor. Se le ascendió dos veces en su ausencia. Ahora es usted teniente coronel.

—¿No tiene nada mejor que hacer en Hamburgo?

—No le produce satisfacción.

—Lo que me produciría satisfacción sería volver y poner al mayor Von Braun a limpiar las letrinas.

—¿Puedo levantarme, señor?

—Por cierto que no. ¿Qué le parece si el mayor Kaldor está en la prisión de Wandsworth y usted es un sustituto que está esperando poder hacer una señal a sus amigos apostados de guardia en la casa vecina…? Ahora veamos, ¿cuáles son esas órdenes de arriba?

—Bueno, señor, creemos que habrá una invasión a Francia este año.

—Brillante, brillante, ¿qué más?

—Se cree que el general Patton está reuniendo al Primer Cuerpo de Ejército de los Estados Unidos en un lugar de Inglaterra conocido como East Anglia. Si ese ejército es la fuerza invasora, se infiere que atacarán a través del Paso de Calais.

—El razonamiento parece sensato. Pero no he visto signos de que exista el tal ejército de Patton.

—En las más altas esferas de Berlín existen ciertas dudas. Pero el astrólogo del Führer…

—¿Cómo?

—Sí, señor, tiene un astrólogo que le aconseja defender Normandía.

—Dios mío. ¿Hasta tal punto las cosas andan mal por ahí?

—También recibe muchas opiniones de gente que sólo tiene que ver con la tierra; personalmente, creo que el astrólogo es una excusa que le viene bien cuando considera que los generales están equivocados pero no puede atacar sus argumentaciones.

Faber suspiró. Y pensar que había temido recibir semejantes noticias.

—Prosiga.

—Su misión es valorar la fuerza de FUSAG: la cantidad de tropa, artillería, apoyo aéreo…

—Sé cómo está compuesta una fuerza.

—Naturalmente —hizo una pausa—. Recibí instrucciones de subrayar la importancia de la misión, señor.

—Y ya lo ha hecho. ¿Así que las cosas andan mal hasta ese punto en Berlín? —el agente dudó.

—No, señor, la moral está alta, la producción de material bélico aumenta de mes en mes, la gente menosprecia los bombardeos de la RAF…

—No se esfuerce, para la propaganda me basta con mi radio.

El hombre más joven guardó silencio.

—¿Tiene algo más que decirme? —preguntó Faber—. Quiero decir oficialmente.

—Sí; mientras dure la misión tiene asignado un refugio especial.

—Así que consideran que eso es importante.

—Habrá un submarino en el mar del Norte, a doce kilómetros al este de una ciudad llamada Aberdeen. No tiene más que transmitir con su frecuencia de onda acostumbrada y saldrán a la superficie. En cuanto usted o yo comuniquemos a Hamburgo que ya le he pasado las órdenes, quedará abierta la ruta. El submarino estará ahí todos los viernes y lunes a las seis de la tarde, y se quedará hasta las seis de la mañana.

—Aberdeen es una ciudad grande. ¿Tiene un buen código de referencias?

—Sí —el agente repitió los números y Faber los memorizó.

¿Eso es todo, mayor?

—Sí, señor.

—¿Qué piensa hacer con respecto al caballero del MI5 apostado en el edificio de enfrente?

—Tendré que despistarle —dijo el agente encogiéndose de hombros.

Faber pensó que eso no servía.

—¿Cuáles son sus órdenes para después de haberme visto? ¿Tiene un refugio?

—No. Se supone que iré a una ciudad llamada Weymouth, donde escamotearé una lancha para regresar a Francia.

«Eso no era en absoluto un plan», pensó Faber. En consecuencia Canaris sabía cómo se desarrollaría la cosa. Perfectamente.

—¿Y si los ingleses le detienen y le torturan?

—Tengo la píldora para suicidarme.

—¿Y la usará?

—Es lo más probable.

Faber le miró, diciendo: —Creo que podría hacerlo.

Colocó la mano izquierda sobre el pecho del agente e hizo presión sobre él como si estuvieran a punto de levantarse de la cama. De ese modo pudo notar con toda exactitud dónde acababa la caja torácica y comenzaba el abdomen. Introdujo la punta del estilete justo debajo de las costillas y empujó hacia arriba para llegar al corazón.

Los ojos del agente se abrieron desmesuradamente por un instante. Un sonido afluyó a su garganta, pero no llegó a ser emitido. Su cuerpo se convulsionó espasmódicamente. Faber hundió un poco más el estilete. Los ojos se cerraron y el cuerpo quedó inerte.

—Habías visto mi cara —dijo Faber.