—Creo que le hemos perdido el rastro —dijo Percival Godliman. Fredericks Bloggs asintió con la cabeza y agregó—: La culpa es mía.
Godliman pensó que el hombre parecía deshecho. Y tenía ese aspecto desde hacía casi un año, desde el día en que sacaron los restos destrozados de su mujer de debajo de los escombros de una casa bombardeada de Hoxton.
—No me interesa atribuir culpabilidades —dijo Godliman—. El asunto es que algo sucedió en Leicester Square durante los pocos segundos que perdió de vista a Blondie.
—¿Usted cree que se realizó el contacto?
—Posiblemente.
—Cuando le volvimos a localizar en Stockwell, pensé que ya había dado por concluido su día.
—De haber sido así, hubiera pospuesto la cita para ayer o de nuevo para hoy—. Godliman hacía construcciones con fósforos sobre su escritorio; se trataba de una costumbre que había adoptado mientras pensaba—. ¿Aún no se advierte movimiento alguno en la casa?
—Nada. Hace cuarenta y ocho horas que está ahí metido —repitió Bloggs—. Y todo es culpa mía.
—No se repita, hombre —dijo Godliman—. Yo decidí que le dejáramos marchar para que nos condujera a otro, y pese a todo creo que lo que hicimos está bien.
Bloggs permanecía inmóvil, con la expresión absorta y las manos en los bolsillos de su impermeable.
—Si se ha realizado el contacto no deberíamos retrasar la detención de Blondie, para así descubrir cuál era su misión.
—De esa manera nos perdemos la oportunidad de seguirle y desembocar en alguien más importante.
—Usted decide.
Godliman había construido una iglesia con sus fósforos y se quedó con la vista fija en ella. Luego tomó una moneda de su bolsillo y la arrojó al aire.
—Cruz —dijo—. Déle otras veinticuatro horas.
El dueño era un irlandés maduro, republicano, de Lisdoonvarna, County Clare, que abrigaba la secreta esperanza de que los alemanes ganaran la guerra y liberaran para siempre a la isla Emerald de la opresión inglesa. Renqueaba con su artritis por todo el viejo caserón cobrando los alquileres de la semana mientras pensaba cuánto ganaría si le permitiesen elevar los precios a su verdadero valor de mercado. No era un hombre rico; sólo poseía dos casas, ésta y la otra más pequeña en la cual vivía. Estaba siempre de mal humor.
Llamó a la puerta del viejo del primer piso. Este inquilino siempre se alegraba de verle. Probablemente, se alegraba de ver a cualquiera. Le dijo:
—Hola, señor Riley, ¿quiere tomar una taza de té?
—Hoy no tengo tiempo.
—Bueno, si es así… —el viejo le entregó el dinero—. Supongo que habrá visto la ventana de la cocina.
—No; no he entrado todavía.
—¡Ah! Bien, hay un cristal quitado. Yo lo tapé con la cortina de oscurecer, pero naturalmente entra el viento.
—¿Quién lo rompió? —preguntó el dueño de la pensión.
—Es gracioso que no esté roto. Simplemente estaba ahí sobre la hierba. Supongo que la masilla estaría floja y el cristal se ha salido. Lo colocaré yo mismo si usted me consigue un poco más de masilla.
«Pedazo de estúpido», pensó el dueño. Y prosiguió en voz alta:
—Supongo que no se le ha ocurrido que quizá le podrían haber entrado a robar.
—No lo había pensado —respondió el viejo, sorprendido.
—¿No le falta a nadie nada de valor?
—No me han dicho nada.
—Muy bien. Cuando baje echaré una mirada —dijo el dueño dirigiéndose a la puerta.
El viejo le siguió.
—No creo que el nuevo esté en su habitación —dijo—. No se oye un solo ruido desde hace un par de días.
El dueño comenzó a olisquear.
—¿Ha estado cocinando en su habitación?
—No sé qué decirle, señor Riley.
Los dos se dirigieron escaleras arriba.
—De estar ahí, parece muy tranquilo —dijo el viejo.
—Cocine lo que cocine, tendrá que dejar de hacerlo. Huele muy mal.
El dueño llamó a la puerta. No hubo respuesta. Abrió y entró, con el viejo siempre detrás de él.
—Bien, bien, bien —dijo enfáticamente el viejo sargento—. Creo que tiene un muerto. —Se quedó de pie en la puerta, inspeccionando la habitación—. ¿Ha tocado algo, Paddy?
—No —replicó el dueño—. Mi nombre es señor Riley.
El policía no se dio por enterado y prosiguió: —No lleva muerto mucho tiempo. He visto casos que olían peor.
Su inspección comprendió la vieja cómoda, la maleta sobre la mesita baja, la desteñida alfombra cuadrada, las cortinas mugrientas de la ventana y la desvencijada cama de la esquina. No había señales de lucha.
Se arrimó a la cama. La cara del joven tenía expresión de paz, con las manos cruzadas sobre el pecho.
—Si no fuera tan joven diría que se trata de un ataque al corazón. —No había ningún frasco de somníferos vacío que indicara un suicidio. Cogió la cartera de cuero que se encontraba sobre la cómoda e inspeccionó su contenido. Había una cédula de identidad, una libreta de racionamiento y cantidad de anotaciones—. Sus papeles están en orden; no le quitaron nada.
—Está aquí desde hace una semana más o menos —dijo el dueño—. Se puede decir que no sé nada de él. Vino del norte de Gales para trabajar en una fábrica.
—Bien —dijo el policía—. Si hubiera sido todo lo saludable que indica su aspecto, hubiera estado en el Ejército. —Abrió la maleta—. ¡Al diablo! ¿Qué es todo esto que hay aquí?
El viejo y el dueño habían ido entrando poco a poco en la habitación. El dueño dijo:
—Es una radio.
—Se está desangrando —comentó el viejo.
—¡Que nadie toque ese cuerpo!— ordenó el sargento.
—Le han hundido un cuchillo en las entrañas —siguió insistiendo el viejo.
El sargento levantó cautelosamente una de las manos muertas del pecho para dejar al descubierto una pequeña mancha de sangre seca.
—Sí, ha sangrado —dijo—. ¿Dónde está el teléfono más próximo?
—Cinco puertas más abajo —le respondió el dueño.
—Cierren esta puerta con llave y no entren hasta que yo vuelva.
El sargento abandonó la casa y llamó a la puerta del vecino que tenía teléfono. Abrió una mujer.
—Buenos días, señora. ¿Puedo usar su teléfono?
—Pase —dijo ella, conduciéndole hasta el teléfono, que estaba en el vestíbulo, sobre un soporte—. ¿Ha sucedido algo interesante?
—Ha muerto un inquilino en una pensión que queda algo más arriba —le respondió mientras marcaba el número correspondiente.
—¿Asesinado? —preguntó ella con los ojos desmesuradamente abiertos.
—Eso lo podrán decir los expertos. ¿Oiga? Con el inspector Jones, por favor. Habla Canter. —Miró a la mujer—. ¿Puedo pedirle que se retire a la cocina mientras hablo con mi superior?
Ella se fue defraudada.
—Hola, jefe. El cadáver tiene una herida de cuchillo y una maleta con un radiotransmisor.
—Repítame la dirección otra vez, sargento.
El sargento Canter se la dio.
—Sí, es el que ellos han estado siguiendo. Es un asunto del MI5, sargento. Vaya hasta el número 42 y comunique al equipo de observación lo que usted ha encontrado. Yo me comunicaré con su jefe. Adiós.
Canter le dio las gracias a la mujer y atravesó la calzada. Estaba bastante ansioso. Aquél era tan sólo su segundo caso de asesinato en treinta y un años como policía municipal, y resultaba que implicaba espionaje. Todavía podían ascenderle a inspector.
Llamó a la puerta del número 42. Se abrió y aparecieron dos hombres.
El sargento Canter dijo:
—¿Son ustedes agentes secretos del MI5?
Al mismo tiempo que Bloggs llegó un hombre especialmente designado, el detective-inspector Harris, a quien había conocido en sus días de Scotland Yard. Canter les mostró el cadáver.
Permanecieron inmóviles durante un momento, mirando a la pacífica cara joven con su bigote rubio.
—¿Quién es? —preguntó Harris.
—Su nombre de código es Blondie —le dijo Bloggs—. Creemos que vino como paracaidista hace un par de semanas. Interceptamos un mensaje por radio a otro agente en el que concertaban un encuentro. Sabíamos el código, de modo que pudimos seguirle los pasos. Teníamos la esperanza de que Blondie nos llevara hasta el agente residente, que representa un espécimen mucho más peligroso.
—Entonces, ¿qué ha pasado aquí?
—Maldito sea si lo sé.
Harris observó la herida en el pecho del agente.
—¿Un estilete?
—Algo por el estilo. Un trabajo muy limpio. Por debajo de las costillas y directamente al corazón. Rápido. ¿Quiere ver la forma en que entró?
Canter los llevó escaleras abajo hasta la cocina. Observaron la ventana y el vidrio intacto sobre la hierba.
—También forzó la cerradura de la habitación —dijo el policía.
Se sentaron a la mesa de la cocina, y Canter preparó té. Bloggs dijo:
—Sucedió la noche siguiente a esa en que yo lo perdí en Leicester Square. Ahí lo eché todo a perder.
—No seas tan severo contigo mismo —dijo Harris. Bebieron el té en silencio—. ¿Qué tal andan tus cosas? Nunca vienes por el «Yard».
—Estoy muy ocupado.
—¿Cómo está Christine?
—Muerta en un bombardeo.
—Qué desgracia, caray —dijo Harris con expresión de asombro.
—Y tú, ¿estás bien?
—Perdí a mi hermano en África del Norte. ¿Conocías a Johnny?
—No.
—Bebía demasiado. No te puedes imaginar. Gastaba tanto en beber que ni siquiera pudo llegar a casarse. Lo cual, por otro lado, es mejor, dado el curso que tomaron los acontecimientos.
—Creo que hay pocos que no hayan perdido a alguien.
—Si estás solo ven a comer a casa el domingo.
—Gracias, ahora trabajo los domingos.
—Bueno, entonces ven cuando quieras —dijo Harris meneando la cabeza.
Un detective de la Policía asomó la cabeza por la puerta y se dirigió a Harris.
—¿Podemos empezar a reunir las pruebas, jefe?
Harris miró a Bloggs.
—Por mi parte he terminado —dijo éste.
—Muy bien, muchacho, entonces adelante —le respondió Harris.
—Supongamos que estableció el contacto después de que perdiera la pista, y que se puso de acuerdo con el agente residente en venir aquí. El residente puede haber sospechado que se trataba de una trampa. Eso explicaría por qué entró a través de la ventana y forzó la cerradura.
—Si así fuera, se trata de un sujeto peligrosísimo —observó Harris.
—Quizá precisamente por eso nunca le hemos pescado. De todos modos, entra en el cuarto de Blondie y le despierta. Una vez que lo ha hecho se da cuenta de que no se trata de una trampa, ¿no es así?
—Correcto.
—Y entonces, ¿por qué habría de matar a Blondie?
—Quizá se pelearon.
—No hay signos de lucha.
Harris miró su taza vacía con el ceño fruncido y dijo:
—Es posible que se diera cuenta de que seguíamos a Blondie y temiera que le cazáramos y le hiciéramos cantar las cuarenta.
—Esto le convierte en un bastardo sin compasión —dijo Bloggs.
—Y éste es el otro motivo por el que aún no hemos logrado cazarle.
—Vamos. Siéntese. Acabo de recibir una llamada de MI6. Canaris está que muerde.
Bloggs se acercó, se sentó y dijo:
—¿Son buenas o malas noticias?
—¿Qué significa eso, buenas o malas noticias?
—Muy malas —dijo Godliman—. Ha sucedido en el peor de los momentos.
—¿Puedo saber por qué?
Godliman le miró intensamente y luego dijo:
—Creo que debe saberlo. En este momento tenemos cuarenta dobles agentes transmitiendo a Hamburgo información falsa sobre los planos aliados de invasión a Francia.
—No sabía que la cosa fuese tan seria —murmuró Bloggs—. Supongo que los dobles estarán diciendo que nos dirigimos a Cherburgo cuando en realidad vamos hacia Calais, o viceversa.
—Algo así. Al parecer no es necesario que yo conozca los detalles, o por lo menos no me los han dado. Sea como fuere, todo el montaje peligra. Conocíamos a Canaris; sabíamos que le engañábamos y pensábamos que podíamos seguir haciéndolo. Es posible que un agente desconfíe de los de su predecesor. Es más, hemos tenido algunas bajas del otro lado, es decir gente que podría haber engañado a los del Abwehr si no fuese porque ya los habían convertido en inofensivos. Ésa es otra de las razones para que los alemanes comiencen a sospechar de nuestros dobles.
—Entonces existe la posibilidad de que algo se filtre. Literalmente, miles de personas conocen ahora la existencia de nuestro sistema cruzado o de dobles, y los tenemos en Islandia, Canadá y Ceilán. Y también utilizamos ese sistema en Oriente Medio.
—Y el año pasado cometimos un grosero error al repatriar a un alemán llamado Erich Carl. Más tarde nos enteramos de que era un agente del Abwehr, un agente en serio, y que mientras estuvo internado en la isla de Man pudo haberse enterado de la existencia de dos dobles, Mutt y Jeff, y posiblemente de un tercero llamado Tate.
—De modo que estamos pisando terreno peligroso. Con que un solo agente medianamente competente del Abwehr, aquí en Inglaterra, descubra qué es «Fortitude», el nombre de código para el plan de engaño, todo el aparato estratégico puede peligrar. Descifrar palabras nos puede hacer perder la cochina guerra.
Bloggs reprimió una sonrisa al recordar los días en que el profesor Godliman no conocía siquiera el significado de tales palabras.
—La comisión número veinte dejó bien claro que espera que yo me asegure de que no hay en Inglaterra un solo agente competente del Abwehr.
—La semana pasada hubiéramos podido afirmar que no los había —dijo Bloggs.
—Ahora sabemos que hay por lo menos uno.
—Y que permitimos que se nos escurra entre los dedos.
—De modo que tenemos que encontrarle.
—No es nada fácil —dijo Bloggs con acento lúgubre—. No sabemos desde qué lugar del país está operando, no tenemos la más remota idea acerca de su aspecto. Es lo bastante astuto como para no dejarse detectar por ninguna triangulación mientras transmite. De no ser así, haría mucho tiempo que le hubiéramos localizado. No conocemos ni siquiera su nombre de código. ¿Dónde encontraremos, pues, el cabo de la madeja?
—Los crímenes no resueltos —dijo Godliman—. Mire, un espía comete indefectiblemente actos ilegales. Falsifica documentos, roba combustible y armas, burla los puestos de control, se mete en las áreas prohibidas, saca fotografías, y cuando alguien le molesta, asesina. La Policía debe poseer en sus archivos algunos de esos crímenes que seguramente deben atribuirse a espías que han estado actuando durante algún tiempo. Si recorremos los archivos de crímenes sin resolver desde que empezó la guerra, encontraremos indicios.
—Pero, ¿no se da cuenta de que la mayoría de los crímenes no se resuelven? —dijo Bloggs incrédulo—. ¡Los archivos podrían llenar el «Albert Hall»!
— Entonces —dijo Godliman encogiéndose de hombros—, limitémonos a Londres, y comencemos por los crímenes.
El primer día de su búsqueda hallaron lo que buscaban. Fue justamente Godliman quien se topó con el caso, y al principio no se dio cuenta de su significado.
Figuraba en el archivo como el asesinato de una mujer, se trataba de Una Garden, de Highgate, en 1940. Le habían cortado la garganta y presentaba síntomas de abuso sexual, aunque no la habían violado. Se hallaba en el dormitorio de su inquilino con una considerable graduación alcohólica en la sangre. El panorama parecía bien claro: había estado de juerga con su inquilino, él había querido ir más allá de lo que ella estaba dispuesta a concederle, habían forcejeado, y él la había asesinado, lo cual neutralizó su libido. Pero la Policía nunca encontró al huésped asesino.
Godliman estuvo a punto de pasarlo por alto. Los espías nunca se enredan en asuntos sexuales de tipo violación. Pero era un hombre muy puntilloso en lo que respecta a observar datos, de modo que leyó cada palabra y descubrió que la infortunada señora Garden recibió heridas de estilete en la espalda además del tajo fatal en la garganta.
Godliman y Bloggs se encontraban en los extremos opuestos de una mesa de madera en la sala de ficheros del Old Scotland Yard. Godliman le tiró la ficha a través de la mesa y dijo:
—Creo que es éste.
Bloggs le echó una mirada y dijo:
—El estilete.
Firmaron por los documentos que se llevaban del archivo y fueron caminando hasta la War Office. Cuando volvieron a la oficina de Godliman encontraron sobre el escritorio un mensaje descodificado. Éste leyó desaprensivamente, luego pegó con excitación sobre la mesa.
—¡Es él!
—Órdenes recibidas. «Saludos a Willi» —leyó Bloggs.
—¿Lo recuerda? —dijo Godliman—. ¿Die Nadel?
—Sí —respondió Bloggs sin mucha convicción—. La aguja. Pero no hay mucha información aquí.
—¡Piense, piense! Un estilete es como una aguja. Es el mismo hombre: el asesino de la señora Garden, todos aquellos mensajes en 1940 que no pudimos rastrear, la cita con Blondie…
—Es posible. —Bloggs pareció preocupado.
—Puedo probarlo —dijo Godliman—. ¿Recuerda la transmisión sobre Finlandia que usted me enseñó el primer día que llegué aquí? ¿Esa que fue interrumpida?
—Sí. —Bloggs se apresuró a ir al archivo para encontrarla.
—Si mi memoria no me engaña, la fecha de la transmisión coincide con la del asesinato… Y apuesto a que el momento de la muerte coincide con la interrupción.
Bloggs encontró el mensaje en el archivo.
—Tiene usted razón por segunda vez.
—¡Naturalmente!
—Ha estado actuando en Londres durante por lo menos cinco años, y no hemos podido localizarle hasta ahora —reflexionó Bloggs—. No será fácil pescarle.
De pronto, la expresión de Godliman se tornó lobuna, y dijo apretando los dientes:
—Es posible que sea inteligente, pero no es más inteligente que yo. Le voy a clavar en esa pared como a una mariposa, qué diablos.
Bloggs lanzó una carcajada.
—¡Dios mío, cómo ha cambiado usted, profesor!
—¿Se da cuenta de que es la primera vez que se ríe en un año? —dijo Godliman.