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Para describir lugares como éste se ha inventado la palabra «siniestro».

La isla es un trozo de tierra en forma de jota que emerge súbitamente del mar del Norte. En el mapa figura como la mitad superior de un bastón roto, se encuentra paralela al Ecuador, pero mucho, mucho más al Norte; su parte curvada mira hacia Aberdeen, su parte escarpada señala amenazadoramente a la distante Dinamarca. Tiene una extensión de quince kilómetros.

La mayor parte de sus costas está rodeada de acantilados, sin que en ningún momento se produzca un amable declive de playa. Hostilizadas por tanta hosquedad, las olas rompen contra las rocas con furia impotente; se trata de un continuado ataque de mal carácter que tiene diez mil años de antigüedad y que la isla ignora impunemente.

En la curva de la jota el mar es más tranquilo; ahí se ha permitido una más agradable recepción. Sus olas han arrojado en esa especie de cuenco tanta arena y plantas marinas, material de arrastre, guijarros y conchas, que ahora, entre el pie del acantilado y el borde del agua, se ha acumulado una plataforma que parece tierra firme y, de un modo más o menos aproximado, una playa.

Todos los veranos, la vegetación del borde de los acantilados deja caer puñados de semillas sobre la playa, del mismo modo que un hombre rico arroja puñados de monedas a los mendigos. Si el invierno es manso y la primavera se apresura a llegar, unas pocas semillas alcanzan a desarrollar sus débiles raíces; pero nunca llegan a ser lo suficientemente saludables para lograr florecer y esparcir sus propias semillas, de modo que la playa existe de año en año gracias a ese proceso.

En la tierra, la parte de tierra firme protegida del oleaje por los acantilados, las plantas crecen y se multiplican. La vegetación está compuesta en su mayoría por pastizales lo bastante buenos como para servir de alimento a las pocas ovejas magras, y lo suficientemente resistentes como para fijar el suelo al lecho rocoso. Hay algunos arbustos, todos espinosos, que dan guarida a los conejos, y también hay resistentes coníferas en la ladera resguardada que mira hacia el Este.

La parte más alta está dominada por el brezo. Cada tantos años, el hombre porque es verdad, hay un hombre aquí— prende fuego al brezal, y entonces crece el pasto y las ovejas también pueden alimentarse; pero pasados dos años la maleza vuelve a crecer, sabe Dios de dónde, y aleja a las ovejas hasta que el hombre vuelve a quemarla.

Los conejos están porque nacieron aquí; en cambio las ovejas están porque fueron traídas; y el hombre porque debe cuidar a las ovejas; pero los pájaros están simplemente porque les gusta. Hay cientos de miles; se trata de unas alondras de largas patas que al remontarse emiten un largo piippiip y una especie de pepepepe cuando irrumpen como un «Spitfire» abalanzándose sobre un «Messerschmidt» que se despega del sol; codornices, rara vez divisadas por el hombre, pero cuya presencia advierte porque su castañeteo le mantiene despierto por la noche; cuervos y cornejas, y gaviones e innumerables gaviotas; y un par de águilas doradas contra las que el hombre dispara cuando las ve, porque sabe —independientemente de lo que puedan decirle los naturalistas y los expertos de Edimburgo— que se lanzan sobre los corderos vivos y no sólo sobre los despojos de los ya muertos.

El visitante más asiduo de la isla es el viento. La mayoría de las veces llega del Noreste, de lugares realmente fríos, donde hay glaciares, fiordos o icebergs; a menudo trae consigo la nieve y la lluvia, el frío, la niebla helada; otras veces llega sin ninguno de estos invitados tan temidos, sólo para soplar y asolar el lugar desgajando los arbustos, y doblando los árboles y las mareas de oleaje embravecido y espumoso. Es incansable este viento, y ése es su error. Si llegara ocasionalmente, podría tomar a la isla de sorpresa y ocasionar algún daño verdadero; pero dado que casi siempre está ahí, la isla ha aprendido a convivir con él. Las plantas echan raíces muy profundas, y los árboles crecen con sus lomos encorvados para resistir el castigo, y las aves anidan en lugares resguardados, los conejos se guarecen en matorrales espesos y la casa del hombre es tosca y resistente, hecha con toda la habilidad del que conoce a este viejo viento.

Esta casa está construida de grandes piedras grises y pizarra, del color del océano. Tiene ventanas pequeñas y puertas muy seguras, y en el extremo una chimenea que mira hacia el pinar. Está ubicada en la cumbre de la montaña, en el extremo este de la isla, cerca de la parte redondeada del mango del bastón roto. Corona la montaña, desafiando al viento y la lluvia, no por bravuconería, sino para que desde ahí el hombre pueda ver a las ovejas.

Unos quince kilómetros más abajo, en el lado opuesto de la isla, hay otra casa de esa especie de playa; pero nadie vive ahí. En una época hubo otro hombre. Creyó ser más fuerte que la isla; pensó que podía cultivar avena y patatas, y criar unas cuantas vacas. Durante tres años luchó contra el viento, el frío y la tierra antes de admitir que estaba equivocado. Cuando se fue nadie quiso su casa.

Es un lugar duro, y sólo las cosas duras y resistentes sobreviven aquí: la roca dura, la hierba dura, las ovejas resistentes, las aves salvajes, las casas toscas y los hombres fuertes.

Para definir un lugar como éste se inventó la palabra «siniestro».

—La llaman la Isla de las Tormentas —dijo Alfred Rose—. Creo que os va a gustar.

David y Lucy Rose, sentados en la proa del bote pesquero, miraban por encima del mar picado. Era un hermoso día de noviembre, frío y algo ventoso, pero diáfano y seco. Un sol débil relumbraba sobre las olas más pequeñas.

—La compré en 1926 —continuó papá Rose—, cuando pensamos que estallaría una revolución y que necesitaríamos un lugar donde ocultarnos de la clase obrera. Se trata del lugar apropiado para pasar una estupenda convalecencia.

Lucy pensó que estaba expresándose con un sospechoso entusiasmo, pero tuvo que admitir que parecía un lugar encantador: al aire libre, natural y fresco. Y aquel traslado tenía sentido. Debían alejarse de sus padres y hacer un nuevo intento de pareja que acaba de casarse; y, en cambio, no tenía sentido trasladarse a una ciudad para ser bombardeados, sobre todo porque ninguno de los dos estaba en condiciones de prestar ayuda. Entonces el padre de David había revelado que él poseía una isla frente a la costa de Escocia, y parecía demasiado bueno para que fuera cierto.

—También las ovejas son mías —dijo papá Rose—. Los esquiladores vienen de Londres todas las primaveras, y la lana produce lo bastante como para pagar su sueldo a Tom McAvity. El viejo Tom es el pastor.

—¿Cuántos años tiene? —preguntó Lucy.

—Oh, Dios, debe de tener… ¿unos setenta?

—Entonces supongo que es un excéntrico —el bote se metió en la bahía, y Lucy pudo ver dos pequeñas figuras en el peñasco: un hombre y un perro.

—¿Excéntrico? No más de lo que serías tú si hubieras vivido sola durante veinte años. Habla con su perro.

Lucy se volvió hacia el marinero que pilotaba el bote y le preguntó:

—¿Con qué frecuencia viene usted?

—Una vez cada quince días, señora. Le traigo a Tom las provisiones, que no son muchas, y su correspondencia, que es menor todavía. Si usted me da su lista un lunes, y si puedo comprar lo que me encargue en Aberdeen, se lo traeré el lunes siguiente.

Apagó el motor y le tiró una cuerda a Tom. El perro ladraba y corría haciendo círculos, pues también él estaba excitado. Lucy puso un pie sobre el reborde de la embarcación y saltó fuera del bote, sobre el malecón.

Tom le estrechó la mano; tenía la cara correosa y una gran pipa con tapa. Era más bajo que ella, pero más ancho, y su aspecto era ridículamente saludable. Llevaba puesta la chaqueta más peluda que ella hubiera visto jamás y un suéter que debió de haber tejido alguna hermana vieja de algún lugar, más una gorra a cuadros y botas del Ejército. Su nariz era enorme, colorada y surcada de vasos sanguíneos. «Encantado», dijo cortésmente, como si ella fuera el noveno visitante del día en lugar de ser la primera cara humana que veía en catorce días.

—Aquí tienes, Tom —dijo el patrón del bote—. No conseguí huevos esta vez, pero había una carta de Devon.

—Debe ser de mi sobrina.

Lucy pensó que eso explicaba el suéter.

David aún continuaba en el bote. El piloto estaba ubicado detrás de él y le preguntó:

—¿Está preparado?

Tom y papá Rose se inclinaron sobre el bote para ayudar, y los tres levantaron a David en su silla de ruedas y lo dejaron en el malecón.

—Si no me voy ahora, tendré que esperar una quincena para tomar el próximo autobús —dijo papá Rose con una sonrisa—. Ya veréis que la casa está bien instalada, con todas las cosas arregladas. Tom os indicará dónde se encuentra todo —besó a Lucy, le dio un apretón a David en el hombro y estrechó la mano de Tom—. Bueno, pasad unos meses de descanso, juntos, reponeos totalmente y luego volved; os aguardan importantes trabajos de guerra.

Lucy sabía que no volverían hasta que no terminara la guerra. Pero no se lo había comentado a nadie todavía.

Papá volvió a entrar en el bote, y éste viró en un círculo cerrado. Lucy agitó su mano hasta que desapareció en la curva rodeando la isla.

Tom empujó la silla de ruedas, por lo que Lucy recogió las provisiones. Entre la parte de playa del malecón y la cumbre de la escarpada isla había un largo, dificultoso camino en forma de rampa. A Lucy le hubiera resultado muy difícil empujar la silla hasta arriba, pero aparentemente Tom lo hacía sin esforzarse.

La cabaña era perfecta.

Era pequeña y gris, y resguardada del viento por una especie de promontorio. Todo lo que fuera madera estaba recién pintado, y junto a los peldaños de la entrada crecía un rosal silvestre. Espirales de humo surgían de la chimenea y eran dispersadas por el viento. Las pequeñas ventanas daban sobre la bahía. Lucy dijo:

—¡Me encanta!

El interior había sido pintado, ventilado y limpiado; sobre el suelo de piedra había gruesas alfombras. Tenía cuatro habitaciones. Abajo había una cocina modernizada y un salón con hogar de piedra; arriba dos dormitorios. Un extremo de la casa había sido cuidadosamente remodelado para introducir cañerías y accesorios modernos, y poder construir otro cuarto de baño arriba, además de ampliar la cocina.

Sus ropas ya estaban colocadas en los armarios. Las toallas colgaban de las barras del cuarto de baño y había comida en la cocina.

Tom dijo:

—En el granero hay algo que tengo que enseñarle.

Era un cobertizo y no un granero. Estaba oculto detrás de la casa, y en su interior se veía un flamante jeep.

—El señor Rose dice que ha sido especialmente adaptado para que pueda manejarlo el joven señor Rose —dijo Tom—. Tiene las marchas, el embrague y el freno dispuestos para ser accionados con las manos. Eso dijo él —parecía estar repitiendo algo aprendido de memoria, como loro, como si no tuviera idea de qué podrían ser marchas, arranque, freno.

—¿No te parece magnífico, David? —preguntó Lucy.

—Sí, ¿pero adónde podremos ir con él?

—Siempre será bien venido cuando quiera compartir conmigo una pipa o unos tragos de whisky. Tenía muchos deseos de volver a tener vecinos.

—Muchas gracias —respondió Lucy.

—Aquí está el generador de electricidad —dijo Tom, volviéndose y señalando—. Yo tengo uno exactamente igual. Ponen el combustible aquí. Así obtienen corriente alterna.

—No es común; los generadores pequeños por lo general producen corriente continua —dijo David.

—No sé cuál será la diferencia, pero he oído decir que ésta es más segura.

—Es verdad. Una descarga de ésta puede arrojarle a uno hasta el otro extremo, pero la corriente continua mata. Volvieron a entrar en la cabaña y Tom dijo:

—Bueno, ustedes querrán instalarse y yo debo cuidar a las ovejas, de modo que les deseo que pasen un buen día. ¡Oh!, quería decirles que para cualquier emergencia yo puedo comunicarme con Londres por radio.

—¿Tiene transmisor? —preguntó David sorprendido.

—Sí —dijo Tom con orgullo—. Pertenezco al Royal Observer Corps y mi función es detectar aviones enemigos.

—¿Alguna vez ha detectado uno? —preguntó David. Lucy le echó una mirada furibunda, desaprobando el sarcasmo en el tono de voz de David, pero Tom no pareció notarlo y replicó:

—Aún no.

—Es una gran diversión.

Cuando Tom se fue, Lucy dijo:

—Él también quiere colaborar.

—Muchos de nosotros queremos poder aportar nuestra pequeña contribución —dijo David.

Ése era el problema, reflexionó Lucy mientras llevaba a su marido inválido hacia el interior de su nueva casa.

Cuando a Lucy le pidieron que visitara a la psicóloga del hospital, inmediatamente dio por sentado que David tenía afectado el cerebro. No era así, según la psicóloga.

—Todo lo que pasa es que le quedará una horrible cicatriz sobre el lado izquierdo —dijo ella—. Sin embargo la pérdida de sus dos piernas es un trauma, y no puede preverse cómo llegará a afectar su mente. ¿Tenía muchos deseos de llegar a ser piloto?

—Tenía mucho miedo —pensó Lucy en voz alta—, pero al mismo tiempo lo deseaba mucho.

—Bueno, necesitará todo el ánimo y respaldo que usted pueda brindarle. Y también mucha paciencia. Puede preverse que se volverá resentido y de mal carácter durante un tiempo. Necesita amor y descanso.

Sin embargo, durante los primeros meses que pasaron en la isla, él no pareció necesitar nada de eso. No le hizo el amor a ella, quizá porque esperaba a que sus heridas estuvieran totalmente cicatrizadas. Pero tampoco descansaba. Se sumergió en el asunto de la cría de ovejas, recorriendo la isla con el jeep y la silla de ruedas que llevaba en la parte de atrás. Puso cercas de alambre para contrarrestar el peligro de los acantilados más escarpados, mató las águilas, ayudó a Tom a entrenar un nuevo perro cuando Betsy comenzó a volverse ciega, y quemó el brezal; y en la primavera salió todas las noches para ayudar a parir a las ovejas. Un día derribó un gran pino viejo cerca de la cabaña de Tom, y se pasó una quincena desgajándolo, partiéndolo para convertirlo en leños manejables y acarrearlos a la casa para destinarlos a la chimenea. Realmente, disfrutaba mucho con las ásperas tareas manuales. Aprendió a acomodarse bien en la silla para tener un punto de apoyo mientras blandía el hacha o el mazo. Se fabricó un par de garrotes y se ejercitaba con ellos durante horas cuando Tom no podía hallarle tarea alguna. En consecuencia, los músculos de sus brazos y de la espalda se desarrollaron en forma casi grotesca, como los de esos hombres que ganan campeonatos de musculatura.

Lucy no se sentía desgraciada. Había temido que él pudiera sentarse junto al fuego todo el día y meditar sobre su mala suerte. La forma en que trabajaba podía llegar a preocupar un poco, dado su carácter obsesivo, pero al menos no se dedicaba a vegetar.

Le contó del niño durante la Navidad.

Por la mañana ella le regaló una sierra de motor accionado con combustible y él a ella una pieza de seda. Tom vino a cenar, y se comieron un ganso silvestre cazado por él. Después del té, David llevó al pastor a su casa, y cuando estuvo de regreso, Lucy abrió una botella de brandy. Después le dijo:

—Tengo otro regalo para ti, pero no podrás abrirlo hasta mayo.

—No sé de qué diablos estás hablando —dijo él riéndose—. ¿Cuánto brandy has tomado mientras yo estuve ausente?

—Voy a tener un hijo.

Él se quedó mirándola, y toda la risa se le desdibujó de la cara.

—¡Santo Dios, era lo único que nos faltaba!

—¡David!

—Pero, por todos los diablos… ¿cuándo sucedió?

—No es muy difícil adivinarlo, ¿no? —dijo ella—. Debió ser una semana antes de nuestra boda. Es un milagro que haya sobrevivido al accidente.

—¿Has visto a algún médico?

—¿Cómo iba a hacerlo?

—¿Y entonces cómo puedes estar segura?

—Oh, David, no te pongas tan pesado. Estoy segura porque no tengo la regla y me duelen los pezones, vomito por las mañanas y mi cintura tiene unos diez centímetros más que antes. Si alguna vez me miraras te habrías dado cuenta.

—Está bien.

—¿Qué te pasa? ¡Se supone que deberías estar encantado!

—¡Naturalmente! ¡Quizá tengamos un hijo con el que podré salir a caminar y jugar al fútbol, y que crecerá queriendo ser como su padre, un héroe de la guerra, un monigote sin piernas!

—Oh, David, David —murmuró ella, arrodillándose ante su silla de ruedas—. David, no pienses así. Te respetará, te tomará como ejemplo porque supiste volver a organizar tu vida, y porque puedes hacer el trabajo de dos hombres juntos desde tu silla de ruedas, y porque has llevado tu invalidez con coraje y jovialidad y…

—No seas tan malditamente condescendiente —replicó—. Suena a sermón parroquial.

—Bueno, no actúes como si yo tuviera la culpa. Creo que los hombres también pueden tomar precauciones, ¿no? —dijo ella poniéndose de pie.

—¡No contra camiones invisibles durante un oscurecimiento!

Había sido una discusión sin sentido y ambos lo sabían, de modo que Lucy no dijo nada. Ahora toda la idea de celebrar la Navidad parecía totalmente superflua: los trozos de papel de colores en las paredes, y el árbol en el rincón, y los restos del ganso que esperaban en la cocina para ser tirados, nada de todo aquello tenía vinculación alguna con su vida. Comenzó a preguntarse qué estaba haciendo en aquella isla desolada con un hombre que parecía no quererla, teniendo un hijo que él no deseaba. Por qué no habría de… por qué no… bueno, podría… Luego se dio cuenta de que no tenía ningún lugar a donde ir, nada que hacer con su vida, ninguna otra identidad que adoptar como no fuera la de ser la señora David Rose. En un momento dado David dijo:

—Bueno, me voy a la cama.

Él mismo dirigió la silla hacia el salón, se arrastró fuera de ella y subió de espaldas las escaleras. Ella le oyó arrastrarse por el suelo, oyó crujir el somier cuando él se impulsó sobre la cama, oyó las ropas que iban a dar contra el rincón del cuarto a medida que él se desnudaba, y luego oyó el chirrido final de los muelles, señal que él se estiraba y se cubría con las mantas.

Y aún no podía llorar. Miró la botella de coñac y pensó: «Si ahora me la bebo toda y me doy un baño, quizá por la mañana habré dejado de estar embarazada.»

Pensó acerca de eso durante largo tiempo, hasta que llegó a la conclusión de que la vida sin David, la isla y el niño sería aún peor, porque estaría vacía.

Por lo tanto, no lloró, y no se tomó el coñac, y no dejó la isla; en cambio, subió las escaleras, se metió en la cama y se quedó despierta junto a su marido, escuchando el viento y tratando de no pensar, hasta que las gaviotas comenzaron a hacerse oír, y el amanecer gris y lluvioso se hizo sentir sobre el mar del Norte y llenó la pequeña habitación con una luz fría y pálida, y entonces por fin se quedó dormida.

Durante la primavera le llegó una especie de calma, como si todas las amenazas quedaran postergadas para después del nacimiento del bebé. Cuando se derritió la nieve de febrero plantó flores y verduras en la parcela de tierra situada entre la cocina y el cobertizo, sin pensar que realmente prosperarían. Limpió a fondo la casa y le dijo a David que si quería que tal limpieza volviera a hacerse antes de agosto tendría que hacerla él mismo. Le escribió a su madre, tejió muchísimo y pidió pañales por correo. Le sugirieron que fuera a su casa para dar a luz allá, pero ella sabía, lo temía, que si aceptaba ir no volvería más. Salió a dar largas caminatas por los páramos, con un libro sobre pájaros bajo el brazo, hasta que se sintió tan pesada que no tenía ánimos para ir muy lejos. Guardó la botella de coñac en un armario que David nunca utilizaba, y cada vez que se sentía deprimida iba a mirarla y a recordarse a sí misma lo que había estado a punto de perder.

Tres semanas antes del parto, tomó la lancha y se hizo llevar a Aberdeen. David y Tom le dijeron adiós con la mano desde el malecón. El mar estaba tan picado, que tanto ella como el patrón de la lancha estaban aterrorizados de que pudiera dar a luz antes de llegar a tierra firme. Se internó en el hospital de Aberdeen, y cuatro semanas más tarde trajo el niño de vuelta al hogar en la misma lancha.

David no supo nada del asunto. Probablemente pensaba que las mujeres daban a luz con tanta facilidad como las ovejas. No se daba por enterado del dolor de las contracciones, y la espantosa, imposible dilatación, y del estado de postración dolorida posterior al parto, ni supo de las enfermeras mandonas, sabelotodo, que no permiten que la madre toque al niño porque nunca la consideran lo suficientemente apta y eficiente y esterilizada, como ellas. Él, simplemente, la había visto partir embarazada y volver con un hermoso y saludable niño envuelto en ropas blancas, y dijo:

—Le llamaremos Jonathan.

Luego le agregaron Alfred por el padre de David, Malcolm por el de Lucy y Thomas por el viejo Tom, pero le llamaron Jo, porque era demasiado pequeñito para que le llamaran Jonathan, y ni que hablar de llamarlo Jonathan Alfred Malcolm Thomas Rose. David aprendió a darle el biberón, a hacerle eructar y a cambiarle los pañales; incluso le acunaba ocasionalmente sobre sus rodillas, pero su interés parecía distante, no comprometido, se enfrentaba al niño con un criterio de problemas que se debe resolver, como las enfermeras; para él no era lo mismo que para Lucy. Tom estaba más cerca del niño que David. Lucy no le permitía que fumara en la habitación donde se encontraba el niño, y el niño grande se guardaba su pipa de escaramujo con tapa en el bolsillo durante horas y se entretenía haciéndole muecas al niño o mirándole mientras daba pataditas, o si no ayudaba a Lucy a bañarlo. Lucy le sugería suavemente que quizás estuviera descuidando las ovejas. Tom decía que no le necesitaban para comer y que él prefería mirar a Jo mientras se alimentaba. Talló un sonajero de madera, le puso dentro pequeños guijarros y se llenó de alegría cuando Jo lo cogió y lo sacudió sin que nadie tuviera que indicarle cómo hacerlo.

David y Lucy aún no hacían el amor.

Primero por sus heridas, luego ella había estado embarazada, después porque se recuperaba del parto; pero ahora no había ya razones. Una noche ella le dijo:

—Ya estoy normal otra vez.

—¿Qué quieres decir?

—Después de haber tenido al niño mi cuerpo ha recuperado su normalidad.

—Oh, qué bien.

Intencionadamente ella se iba a la cama al mismo tiempo que él, de modo que pudiera verla desnuda, pero él siempre le volvía la espalda. Mientras estaban acostados, ella se movía de modo que su mano, su muslo o sus senos le tocaran, lo cual constituía una invitación casual pero inequívoca. Sin embargo, no obtuvo respuesta alguna.

Creía firmemente que no había en ella nada que anduviera mal. No era una ninfomaníaca, no necesitaba simplemente sexo, quería sexo con David. Estaba segura de que aun cuando hubiera otro hombre de menos de setenta años en la isla, no se habría sentido tentada. No era una mujer sedienta a causa del ayuno de sexo, era una esposa con ansiedad de amor.

La posibilidad se dio una de esas noches en que estaban boca arriba en la cama uno al lado del otro, los dos despiertos, escuchando el bufido del viento y los pequeños sonidos que producía Jo en la otra habitación. A Lucy le parecía que ya era hora de que él lo hiciera o que se franqueara y dijese por qué no; y también le parecía que él estaba decidido a evitarlo hasta que ella le forzara; y que por lo tanto sería preferible forzarle.

En consecuencia, restregó su brazo contra el cuerpo de él, a través de los muslos, y abrió la boca para hablar… y casi dio un grito de azoramiento al descubrir que él tenía una erección. De modo que podía hacerlo, ¡y quería hacerlo!, si no para qué… y su mano se cerró triunfalmente en tomo a la evidencia de su deseo, se acercó más hacia él, y suspiró diciéndole:

—David…

—¡Por Dios! —respondió él, aferrándole la mano y retirándola mientras se volvía de lado.

A esta altura no estaba dispuesta a aceptar aquel reto con un modesto silencio.

—David, ¿por qué no?

—¡Por Cristo! —retiró las mantas y se lanzo al suelo arrastrando consigo el edredón, que se llevó mientras se arrastraba hacia la puerta.

Lucy se sentó en la cama y dijo, gritando:

—¿Por qué no?

Jo comenzó a llorar.

David se levantó las perneras vacías del pantalón del pijama, que también habían sido cortadas, y señalando la blanca carne cicatrizada sobre los muñones dijo:

—¡Por esto! ¡Por esto!

Se deslizó escaleras abajo para dormir en el sofá, y Lucy fue al otro dormitorio a tranquilizar a Jo.

Necesitó largo rato para lograr hacerle dormir de nuevo, probablemente porque ella misma estaba muy necesitada de consuelo. El niño probó las lágrimas de su madre y ella se preguntó si tendría noción de su significado. Acaso las lágrimas serían las primeras cosas que el niño llegaría a comprender. No pudo obligarse a cantarle, o a murmurarle que todo estaba bien; de modo que le abrazó con fuerza y le acunó entre sus brazos, y cuando él la apaciguó a ella con su calidez y su modo de aferrarse a sus brazos, entonces se fue quedando dormido.

Le dejó de nuevo en la cuna y se quedó mirándole durante un momento. No tenía sentido volver a la cama. Podía escuchar el sueño pesado y los ronquidos de David en el salón. Él tenía que tomar medicamentos muy fuertes, pues de lo contrario el dolor le mantenía despierto. Lucy necesitaba irse lejos de su lado, donde no le viera ni oyera, donde él no pudiera encontrarla durante algunas horas aunque la necesitara. Se puso pantalones y un suéter, un abrigo pesado y botas, bajó las escaleras y salió.

Había una niebla espesa, mucha humedad, y el frío era muy fuerte, esa clase de tiempo tan particular y propio de la isla. Se levantó el cuello del abrigo y pensó en volver por una bufanda, pero decidió no hacerlo. Chapoteó por el sendero embarrado, dándole la bienvenida a la niebla que se agarró de lleno a su garganta y la libró de un malestar mucho peor que llevaba dentro de sí.

Llegó a la cumbre del acantilado y comenzó a descender por el peligroso sendero, colocando cuidadosamente los pies sobre los resbaladizos tablones. Cuando llegó al final, saltó sobre la arena y caminó lentamente hasta el borde del agua.

El viento y las olas estaban enzarzados en su perpetua lucha, el primero lanzándose a irritarlas y el mar bramando y escupiendo al chocar contra la tierra; los dos destinados a desafiarse hasta el infinito.

Caminó por la áspera arena, dejándose penetrar por los sonidos naturales, hasta que la costa terminó en un cabo puntiagudo donde el agua chocaba contra el acantilado, y de ahí emprendió el regreso. Caminó por la playa durante toda la noche. Hacia el amanecer, una idea quedó clara en su mente: «Es su manera de ser fuerte.»

El pensamiento en sí no le resultaba de mucha ayuda, pero siguió repitiéndolo con el puño apretado, y dándole vueltas en la mente, y el puño se abrió para revelar lo que parecía una pequeña perla de sabiduría anidada en su palma; quizá la frialdad de David respecto a ella estaba estrechamente vinculada con su afán de derribar árboles, desnudarse solo, conducir el jeep, manejar el garrote y haberse ido a vivir en una fría y cruel isla del mar del Norte…

¿Cómo era lo que había dicho? «… como su padre, un héroe de la guerra, un monigote sin piernas…». Él tenía algo que probar, algo que se desvalorizaría si se traducía en palabras; algo que él podría haber hecho como piloto de caza, pero ahora sólo tenía a su disposición árboles, cercas, garrotes y una silla de ruedas. No le habrían permitido pasar el examen y él quería estar en condiciones de decir: «De todos modos, lo hubiera aprobado. Si dudáis mirad lo que soy capaz de sufrir.»

Era muy cruel, indeciblemente injusto. Había tenido el coraje y había sufrido las heridas, pero no podía estar orgulloso de ello. Si un «Messerschmidt» le hubiera arrebatado las piernas, la silla de ruedas habría sido como una medalla, como un símbolo del coraje. Pero ahora, durante toda su vida tendría que decir: «Fue durante la guerra; pero no, nunca presencié un combate. Esto fue un accidente de tráfico; hice mi entrenamiento e iba a luchar, justo al día siguiente, ya conocía mi avión, que era una hermosura y…»

Sí, era su manera de ser fuerte. Y quizás ella pudiera ser fuerte también, quizá pudiera encontrar sucedáneos para el descalabro de su vida. David había sido alguna vez bueno, cariñoso y amante, y posiblemente ella ahora pudiera aprender a esperar pacientemente mientras él luchaba para llegar a ser el hombre completo que una vez fue. Ella podría encontrar nuevas esperanzas, nuevas cosas por las caules vivir. Otras mujeres habían hallado fuerzas para sobrellevar la desolación, y sus casas bombardeadas, y tener a sus maridos en campos de prisioneros de guerra.

Levantó una piedra pequeña, echó el brazo atrás y la arrojó al mar con todas sus fuerzas. No la vio ni la oyó caer; podría haberse ido para siempre, rodando en torno de la Tierra como un satélite en un relato sobre el espacio. Gritó:

—¡Yo también puedo ser fuerte, maldita sea!

Luego se volvió y comenzó a subir por la ladera para regresar a su casa. Ya era casi hora de alimentar a Jo.