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Los extranjeros tienen espías; Inglaterra tiene un Servicio de Inteligencia Militar. Como si esa denominación no fuera lo suficientemente eufemística, se abrevia MI. En 1940, MI formaba parte de la War Office. Crecía como la maleza —lo cual no causaba sorpresa—, y sus diferentes secciones eran conocidas por un número: MI9 controlaba las diversas vías por las que a través de las cuales los prisioneros de guerra podían escapar de los campos a través de la Europa ocupada hacia países neutrales; MI8 se encargaba de interceptar las comunicaciones radiofónicas del enemigo, y era más valiosa que seis regimientos; MI6 enviaba agentes a Francia.

El profesor Percival Godliman se unió al MI5 en el otoño de 1940. Se presentó a la Oficina de Guerra en Whitehall en una fría mañana de setiembre, tras una noche tratando de extinguir incendios en todo el East End; los ataques aéreos arreciaban y él era bombero auxiliar.

El Servicio de Inteligencia en época de paz estaba en manos de los militares, cuando —en opinión de Godliman el espionaje no tenía mayor importancia; pero ahora, según él, estaba lleno de aficionados, y a él le encantaba descubrir que conocía la mitad de la gente del MI5. Durante su primer día de trabajo se encontró con un abogado que pertenecía a su club, un historiador del arte que había ido con él a la Universidad, un archivero de su propia Universidad y su escritor favorito de novelas policíacas.

A las diez de la mañana le acompañaron hasta la oficina del coronel Terry, quien hacía varias horas que estaba allí; en la papelera había dos paquetes de cigarrillos vacíos. Godliman dijo:

—¿Consideras que debo tratarte de usted?

—No nos andamos con mucho protocolo aquí, Percey, de modo que si me llamas «tío Andrew» estará muy bien. Siéntate.

De todos modos había en Terry cierto tono cortante que él no había advertido cuando estuvieron almorzando en el «Savoy». Godliman advirtió que no sonreía y que su atención estaba centrada en una pila de mensajes sin leer que se encontraba sobre su escritorio. Terry miró su reloj y dijo:

—Ya te haré una breve descripción del asunto, pero antes quiero terminar de leer esto que empecé después del almuerzo.

—Esta vez tendré paciencia —dijo Godliman sonriendo. Terry encendió otro cigarrillo.

Los espías de Canaris en Inglaterra eran unos inútiles, volvió a decir Terry, como si su conversación hubiera acontecido hacía cinco minutos y no tres meses atrás. Dorothy O'Grady era un caso típico.

—La pescamos cortando los hilos telefónicos en la isla de Wight. Escribía cartas a Portugal con una clase de tinta invisible que se compra en las tiendas de artículos de magia.

En setiembre había llegado una nueva ola de espías. Su tarea consistía en hacer un reconocimiento de Inglaterra para facilitar la invasión. Debían hacer un reconocimiento de las playas aptas para aterrizar, de campos y carreteras que pudieran servir para transportar los planeadores, de trampas contra carros de combate y de los obstáculos que bloqueaban los caminos o de los lugares rodeados por alambre de espino.

Al parecer, habían sido seleccionados indiscriminadamente, estaban mal entrenados y mal equipados. Constituían casos típicos los cuatro que aparecieron en la noche del 2 al 3 de setiembre: Meier, Kieboom, Pons y Waldberg. Kieboom y Pons aterrizaron cerca de Hythe al amanecer, y fueron arrestados por Private Tollervey del Somerset Light Infantry, que les pescaron en las dunas tratando de comerse una gran salchicha mugrienta.

Waldberg se las ingenió para enviar un mensaje a Hamburgo:

LLEGADO A SALVO. DOCUMENTOS DESTRUIDOS. PATRULLA INGLESA A DOSCIENTOS METROS DE LA COSTA.

PLAYAS CON REDES DE CAMUFLAJE Y GENTE DURMIENDO EN VÍA FÉRREA A INTERVALOS DE CINCUENTA METROS.

NO HAY MINAS. POCOS SOLDADOS. EDIFICIO SIN TERMINAR. CAMINO NUEVO.

WALDBERG.

Evidentemente, no sabía dónde estaba, ni tenía siquiera un nombre de código. La calidad de su información se evidencia por el hecho de que no sabía nada sobre las medidas de seguridad inglesas. Se metió en un pub a las nueve de la mañana y pidió una botella de sidra.

(A Godliman esto le hizo gracia y se echó a reír. Terry dijo: «Espera a que se vuelva más gracioso.»)

El dueño le dijo a Waldberg que volviera a las diez. Podría pasarse la hora que faltaba echando una mirada a la iglesia del pueblo, le sugirió. Para su sorpresa, Waldberg estuvo de regreso a las diez en punto, hora en que dos policías en bicicleta le arrestaron.

—Parece un guión de Una Vez Más Ese Hombre —dijo Godliman.

Meier fue hallado unas pocas horas más tarde. Once agentes más fueron apresados durante las últimas semanas, la mayoría a las pocas horas de aterrizar en suelo inglés. Casi todos al cadalso.

—¿Casi todos? —preguntó Godliman.

—Sí. Un par de ellos fueron entregados a nuestra sección, Bl(a). Volveré a hablarte de esto en un minuto.

Otros habían aterrizado en Irlanda. Uno era Ernst Weber-Drohl, un conocido acróbata que tenía dos hijos ilegítimos en Irlanda. Se había presentado en todos los musichalls del lugar como «el hombre más fuerte del mundo». Le detuvieron en el «Garde Siochana», le impusieron una multa de tres libras, y lo entregaron a la Bl(a).

Otro era Hermann Goetz, quien por equivocación se lanzó en paracaídas en el Ulster en lugar de Irlanda; el IRA le asaltó, atravesó a nado el Boyne, en desnudo, y en un momento dado se tragó la pildorita y se suicidó. Tenía una cámara «made in Dresden».

«Si es tan fácil pescar a estos salteadores —dijo Terry—, ¿para qué vamos a buscar tipos sesudos como tú, por ejemplo, para hacerlo? Hay dos razones. Primero: no sabemos cuántos son los que no hemos pescado. Segundo: lo que importa es qué hacemos con los que no mandamos al cadalso. Aquí es donde entra a actuar la Bl(a). Sin embargo, para explicártelo debo remontarme a 1936.»

Alfred George Owens era un ingeniero electrónico que trabajaba en una compañía con unos cuantos contratos gubernamentales. Durante la década de los años treinta visitó varias veces Alemania, y de modo espontáneo comunicó al Almirantazgo ciertas informaciones técnicas que había recogido en aquel país. Con el tiempo, el Servicio de Inteligencia de la Marina lo asignó a la MI6, que comenzó a prepararle como agente. El Abwehr lo reclutó más o menos en la misma época, según descubrió la MI6 cuando interceptó una carta que él enviaba a un conocido alemán. Estaba claro que se trataba de un hombre sin lealtad; que simplemente quería ser un espía. Nosotros le llamábamos Snow; los alemanes lo llamaban Johnny.

En enero de 1939, Snow recibió una carta con instrucciones: 1) para usar un transmisor y 2) un comprobante de equipaje para ser presentado en la consigna de la estación Victoria.

Fue detenido el día después que estalló la guerra, y él y su transmisor (que había retirado en su correspondiente maleta en la estación Victoria ante la sola presentación del comprobante) fueron encerrados en la cárcel de Wandsworth Prison. Siguió comunicándose con Hamburgo, pero ahora todos los mensajes estaban escritos por la sección B1(a) de MI5.

El Abwehr le puso en contacto con otros dos agentes alemanes en Inglaterra, a quienes apresamos inmediatamente. A ellos también les habían dado un código y detalladas indicaciones para realizar las transmisiones, todo lo cual era valiosísimo.

A Snow le siguieron Charlie, Rainbow, Surnmer, Biscuit, y a su debido tiempo un pequeño ejército de espías enemigos, todos en contacto permanente con Canaris, todos aparentemente dependientes de él y todos a su vez totalmente controlados por el aparato de contraespionaje británico.

Entonces MI5 comenzó a vislumbrar un futuro interesante: con un poquito de suerte, ellos habían podido controlar y manipular la red de espionaje alemán en Inglaterra.

—Convertir a los espías en doble espías en lugar de colgarlos tiene dos ventajas fundamentales —redondeó Terry—. Puesto que el enemigo cree que sus espías aún están en activo, no trata de remplazarlos por otros que quizá pudieran pasarnos inadvertidos. Y puesto que estamos enviando la información que los espías transmiten, podemos engañar al enemigo y confundir a sus estrategas.

—No puede ser que la cosa resulte tan fácil —dijo Godliman.

—Por cierto que no. —Terry abrió la ventana para dejar salir el humo de los cigarrillos y de la pipa—. Para que funcione, el sistema tiene que estar muy ajustado. Si hay un número sustancial de agentes reales, su información contradecirá la enviada por los dobles espías, y en consecuencia el Abwehr se olerá que algo no anda bien.

—La cosa parece interesantísima —dijo Godliman. Su pipa se había apagado.

Terry sonrió por primera vez en toda la mañana.

—La gente que trabaja aquí te dirá que es un trabajo duro, pues implica largas horas de espera, tensiones, y frustraciones, pero sí, efectivamente es muy interesante. —Consultó su reloj—. Ahora quiero presentarte a un brillante y joven miembro de mi equipo. Te llevaré a su oficina.

Salieron del despacho, subieron algunos peldaños y siguieron por diversos corredores.

—Se llama Frederick Bloggs, y se disgusta si se bromea con su nombre —continuó Terry—. Lo trajimos de Scotland Yard. Era inspector y tenía asignada una función especial. Si necesitas brazos y piernas llámale a él. Tu jerarquía será superior, pero no le daría mayor importancia a eso. Aquí no hacemos demasiado caso de estas cosas. Supongo que no es necesario que te lo diga.

Entraron en un pequeño cuarto sin muebles que daba al exterior, a una pared desnuda. No tenía alfombra. Sobre la pared había una fotografía de una hermosa muchacha y en el perchero colgaba un par de guantes de boxeo.

—Frederick Bloggs, Percival Godliman —dijo Terry—. Os dejo solos para que habléis.

El hombre que se encontraba detrás del escritorio era rubio, grueso y bajo; debía tener apenas la altura suficiente como para haber sido admitido en las filas de Scotland Yard. Su corbata era horrorosa, pero tenía una cara abierta, franca, y agradable sonrisa. Su apretón de mano revelaba firmeza.

—Mira Percy, en este momento me iba a comer algo a casa —dijo—. ¿Por qué no te vienes conmigo? Mi mujer hace unas excelentes salchichas con patatas fritas —tenía un fuerte acento cockney.

Las salchichas con patatas fritas no constituían el plato favorito de Godliman, pero de todos modos aceptó. Caminaron hacia Trafalgar Square y pescaron un autobús en dirección a Hoxton. Bloggs dijo:

—Estoy casado con una muchacha estupenda, pero no es una brillante cocinera. Me da todos los días salchichas con patatas fritas.

El este de Londres todavía humeaba como consecuencia de las incursiones de la noche anterior. Pasaron junto a grupos de bomberos y voluntarios que removían los escombros y dirigían sus mangueras por encima de los fuegos que se iban extinguiendo mientras retiraban todo lo que obstruía las calles. Vieron a un hombre viejo que salía de una casa semiderruída llevando una radio como si fuera un tesoro.

—De modo que tendremos que descubrir a los espías entre los dos —dijo Godliman para iniciar la conversación.

—Así es. Lo intentaremos.

La casa de Bloggs tenía tres habitaciones y estaba algo apartada, en una calle de casas exactamente iguales. Los pequeños jardines del frente se utilizaban sin excepción para cultivar verduras. La señora Bloggs era la hermosa muchacha de la fotografía sobre la pared de la oficina. Parecía cansada.

—Conduce una ambulancia durante las incursiones aéreas. ¿No es así querida? —dijo Bloggs, orgulloso de ella. Su nombre era Christine.

—Todas las mañanas, cuando me acerco a casa, me pregunto si la encontraré tal como la dejé —dijo ella.

—Advierta que lo que le preocupa es la casa, no yo —dijo Bloggs.

Godliman tomó una medalla que Bloggs había obtenido por su intervención en un caso. Estaba sobre la repisa del hogar.

—¿Cómo obtuvo esto?

—Consiguió desarmar a un asaltante que estaba saqueando una oficina de Correos —respondió Christine.

—Son una singular pareja, ustedes dos —observó Godliman.

—¿Está casado, Percy? —preguntó Bloggs.

—Soy viudo.

—Ah, ¡qué pena!

—Mi mujer murió de tuberculosis el año 1930. Nunca tuvimos hijos.

—Nosotros aún no tenemos, ni tendremos mientras el mundo se encuentre en semejante estado.

—¡Oh, Fred, él no está interesado en estos asuntos! —dijo Christine, yendo hacia la cocina.

Se sentaron ante una mesa cuadrada que había en el centro de la habitación y se dispusieron a comer. Godliman estaba un tanto emocionado con aquella pareja y la escena doméstica, y se encontró a sí mismo pensando en su Eleanor, lo cual era absurdo, pues había sido inmune a los sentimientos desde hacía algunos años. Quizá sus nervios se estaban reconstituyendo por fin. La guerra tenia curiosos efectos.

Las habilidades culinarias de Christine eran deplorables. Las salchichas estaban quemadas. Bloggs inundó su comida en salsa «Ketchup» y Godliman, con buena voluntad, le imitó.

Cuando estuvieron de nuevo en Whitehall, Bloggs mostró a Godliman el archivo de agentes del enemigo no identificados que aún seguían operando en Inglaterra.

Había tres fuentes de información sobre dichas personas. La primera eran los registros de la Home Office. El control de pasaportes era desde hacía tiempo un arma útil para el Servicio de Inteligencia Militar y había una lista volviendo a la guerra pasada— de extranjeros que habían entrado en el país y que no habían vuelto a salir, o que no habían sido tomados en cuenta por otras causas, como muerte o nacionalización. Al principio de la guerra, todos se habían presentado ante los tribunales que los clasificaban en tres grupos. Al principio, solo los extranjeros de la clase «A» quedaban internados; pero hacia julio de 1940, tras algunos incidentes en Fleet Street, las categorías «B» y «C» también fueron sacadas de la circulación. Quedaba un pequeño número de inmigrantes que no pudieron ser localizados, y no era del todo erróneo suponer que algunos de ellos eran espías.

Sus documentos se encontraban en el archivo de Bloggs La segunda fuente eran las transmisiones de radio. La sección C de MI8 las vigilaba durante la noche registraba todo cuanto no supieran a ciencia cierta procedía del país. Luego lo enviaban a la escuela de Código y Cifrado del Gobierno. Este equipo, que recientemente había sido trasladado de la calle Berkeley de Londres a una casa de campo en Bletchley Part, no era en absoluto una verdadera escuela, sino un conjunto de campeones de ajedrez, músicos, matemáticos y entusiastas de los crucigramas, totalmente convencidos de que si un hombre podía inventar un código, también podía desentrañado. Ciertas señales que partían de las Islas Británicas y que no tenían explicación para ninguno de los servicios, debían ser indiscutiblemente mensajes de los espías.

Los mensajes ya codificados se encontraban en el archivo de Bloggs.

Por último estaban los agentes dobles, pero su valor era más potencial que real. Los mensajes del Abwehr, para ellos les avisaban sobre la llegada de varios agentes y descartaban a una espía residente: la señora Matilda Drafft de Bounermouth, quien había enviado dinero a Snow por correo y por lo tanto fue encarcelada en la prisión de Holloway. Pero los agentes dobles no habían podido revelar la identidad o ubicación de esa clase de espías profesionales que pasaban inadvertidos, y eran considerados sumamente valiosos para un servicio de inteligencia secreto. Nadie dudaba de que tales personas existían. Habían indicios. Alguien, por ejemplo, había traído el transmisor de Snow y lo había depositado en la sala de equipajes de la estación Victoria para que él pudiera ir a retirarlo. Pero ya fuera el Abwehr o los espías mismos, eran demasiado cautelosos para ser pescados por los dobles.

No obstante, los indicios figuraban en el archivo de Bloggs.

Se estaban buscando otras fuentes. Los expertos trabajaban para perfeccionar métodos de triangulación (la localización direccional de los transmisores); y MI6 trataba de reconstruir las redes de agentes europeos que habían desaparecido tras la embestida de los ejércitos de Hitler.

Cualquiera que fuese la información, figuraba en el archivo de Bloggs.

—A veces resulta indignante —le dijo a Godliman—. Mire usted esto.

Tomó del archivo un largo mensaje radiofónico interceptado, sobre los planes británicos para reunir una fuerza expedicionaria destinada a Finlandia. Esto fue tomado a comienzos de año. La información es impecable. Trataban de localizarle cuando interrumpió la transmisión sin que hubiera causa aparente. Quizás alguien le interrumpió. La retomó pocos minutos más tarde, pero ya había salido del aire antes de que nuestra gente pudiera establecer la conexión.

—¿Qué es eso: «Saludos a Willi?» —dijo Godliman.

—Sí, eso es importante —dijo Bloggs, que se estaba entusiasmando—. Aquí tiene otro fragmento, es muy reciente. Mire: «Saludos a Willi.» Esta vez obtuvo respuesta. Le denominan Die Nadel.

—La aguja.

—Éste es otro. Observe este mensaje: claro, conciso, pero detallado y carente de ambigüedades.

Godliman estudió el fragmento del segundo mensaje.

—Parece referirse a los efectos del bombardeo —dijo Godliman mientras estudiaba el fragmento del segundo mensaje.

—Evidentemente anduvo por el East End. Aquí tiene otro, y otro.

—¿Qué más sabemos acerca de Die Nadel?

—La verdad es que eso es todo. Me temo que así es —dijo Bloggs cambiando totalmente la expresión de interés juvenil.

—Su nombre de código es Die Nadel, firma «Saludos a Willi» y posee buena información… ¿y eso es todo?

—Me temo que sí.

Godliman se sentó sobre el borde del escritorio y se quedó mirando a través de la ventana. Sobre la pared del edificio lindero, bajo el vano de una ventana ornamentada, podía ver el nido de unas golondrinas.

—Sobre esa base, ¿qué posibilidades tenemos de atraparle?

—Sobre esa base, absolutamente ninguna —respondió Bloggs encogiéndose de hombros.