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Faber… Godliman…, dos tercios de un triángulo que un día se vería crucialmente completado por los participantes principales (David y Lucy) de una ceremonia que se realizaba en este momento en una pequeña iglesia de campaña, muy vieja y muy hermosa. Un muro de piedra encerraba un cementerio donde crecían flores silvestres. Tam bién la iglesia —bueno, parte de ella había estado allí casi un milenio atrás cuando Inglaterra fue invadida.

La pared norte de la nave, que tenía casi un metro de espesor, cortado por sólo dos diminutas ventanas, aún mostraba los signos de la última invasión. Había sido edificada en épocas en que las iglesias eran santuarios que albergaban tanto lo físico como lo espiritual, y aquellos ventanucos de remates abovedados eran más adecuados para lanzar flechas que para permitir que entrara la bendita luz del sol. Los Defensores Voluntarios Locales, naturalmente, habían trazado planes cuidadosos para utilizar la iglesia si llegaba el caso de que los criminales europeos cruzaran el Canal.

Pero el paso de las botas no se insinuó siquiera en el embaldosado piso del coro en aquel agosto de 1940; aún no. Los rayos del sol atravesaban los vidrios de colores de las ventanas que habían sobrevivido a la codicia iconoclasta de los hombres de Cromwell y de Enrique VIII, y en el techo abovedado resonaban las notas de un órgano que aún no se había dejado invadir por la polilla y el polvo.

Era una hermosa boda. Lucy, por cierto, iba vestida de blanco, y sus cinco hermanas eran las damas de honor y vestían de color salmón. David llevaba el Mess Uniform de oficial de Aviación de la Royal Air Force, todo planchado y nuevo, pues era la primera vez que se lo ponía. Cantaron el Salmo 23, el Señor es mi pastor, con la melodía de Crimond.

El padre de Lucy parecía orgulloso, como corresponde a un hombre el día que su hija mayor y más hermosa se casa con un guapo muchacho de uniforme. Era granjero, pero hacía largo tiempo que había abandonado el tractor, arrendado su tierra y empleado el resto para criar caballos de carrera. Aunque este invierno, por cierto, los pastos serían removidos por el arado y la extensión quedaría plantada de patatas. Aunque él era realmente más caballero que granjero, tenía ese aspecto curtido, propio de la piel expuesta al aire y al sol. Su pecho ancho y sus manos cortas y cuadradas eran las propias de las gentes dedicadas a las tareas del campo. La mayoría de los hombres de ese lado de la iglesia tenían cierta semejanza con él; el pecho ancho, las caras curtidas, y los que no llevaban levitas vestían trajes de tweed y zapatos toscos.

También las damas del cortejo participaban de esas características; eran muchachas de campo. Pero la novia era como su madre: tenía el pelo castaño oscuro con reflejos rojizos, largo, brillante, espléndido; en su rostro ovalado, los ojos color ámbar estaban muy separados, y cuando miró al vicario con su mirada abierta y franca, y dijo: «Sí quiero», con esa voz clara y firme, el sacerdote se conmovió y pensó: «Por Dios, lo dice de verdad», lo cual era un extraño pensamiento para un ministro de Dios en medio de una ceremonia.

La familia que se encontraba al otro lado de la iglesia también tenía un aire especial. El padre de David era abogado, su permanente ceño era una afectación profesional y escondía una naturaleza afable. Durante la última guerra había sido mayor del Ejército, y consideraba que todo ese asunto de la RAF y la guerra en el aire era una manía que pronto habría pasado. Pero nadie se parecía a él, ni siquiera su hijo, que ahora estaba ante el altar prometiendo amar a su esposa hasta la muerte, que quizá no estuviera tan lejana. ¡Dios no lo permita! No, todos se parecían a la madre de David, quien ahora estaba sentada junto a su marido, con su pelo casi negro, su piel oscura y sus piernas largas y delgadas.

David era el más alto de todos. El año anterior, en Cambridge, había superado los récords de salto de altura. Sin embargo, se diría que era demasiado guapo para ser un hombre. De no mediar su espesa barba, su cara habría sido femenina. Se afeitaba dos veces al día, tenía pestañas largas, expresión inteligente —lo cual correspondía a la verdad— y, además, sensible.

Todo era idílico: una pareja feliz, hermosa, proveniente de una familia de sólido arraigo en Inglaterra, casada en una iglesia de la zona rural en la más hermosa de las mañanas de verano que Inglaterra pueda ofrecer.

Cuando el matrimonio estuvo consagrado, las dos madres miraron adelante impasibles y los dos padres tenían los ojos llenos de lágrimas.

«Besar a la novia era una costumbre bárbara», pensó Lucy mientras otro par de labios mojados de champaña le rozaban las mejillas. Probablemente se remontaba a las aún más bárbaras costumbres de las épocas del oscurantismo, en que todos los hombres de la tribu tenían derecho a hacerlo…, bueno, de cualquier modo era hora de que todos se comportaran de modo decididamente civilizado y abandonaran totalmente tales costumbres.

Ella sabía de antemano que no le gustaría aquella parte de la boda. Le gustaba el champaña, pero no la enloquecían el pollo ni el caviar ni los bocadillos, y en cuanto a los discursos, las fotografías y las bromas sobre la luna de miel, bueno… Pero, podría haber sido peor. Si hubieran estado en época de paz, su padre habría alquilado el «Albert Hall».

Hasta el momento, nueve personas le habían dicho: «Ojalá vuestros problemas sean siempre pequeños problemas», y alguien, haciendo gala de mayor originalidad, había dicho: «Quiero ver más de un cercado en torno a tu jardín.» Lucy había estrechado cientos de manos y hecho oídos sordos a los que le decían: «Me gustaría estar en el pijama de David esta noche.» David había pronunciado un pequeño discurso en el que daba las gracias a los padres de Lucy por haberle confiado su hija, y el padre de Lucy respondió diciendo que no había perdido una hija sino ganado un hijo. Todo era irremediablemente aburrido, pero se imponía como concesión a los padres.

Un tío lejano vino del bar y se aproximó con paso algo vacilante; Lucy reprimió un escalofrío y se lo presentó a su marido como el «tío Norman».

El tío Norman sacudió la huesuda mano de David, diciéndole:

—Bueno, ¿qué tal muchacho, cuándo te marchas?

—Mañana, señor.

—¿Cómo, no tienes luna de miel?

—Sólo veinticuatro horas.

—Pero, según tengo entendido, acabas de terminar tu período de entrenamiento.

Sí, pero como usted sabe, yo ya sabía volar. En Cambridge me enseñaron. Además, con todo lo que está sucediendo, no están en condiciones de prescindir de ningún piloto. Supongo que mañana ya estaré volando.

—David, no sigas —dijo Lucy con mucha tranquilidad. Pero el tío Norman prosiguió:

—¿Qué tipo de avión pilotas? —preguntó el tío Norman con entusiasmo de colegial.

—«Spitfire». Lo vi ayer. Es una hermosa cometa. —David había adoptado ya el argot de la RAF. Tiene ocho bocas de fuego, despliega ciento cincuenta nudos, y puede girar en una caja de zapatos.

—Sensacional, sensacional. Estáis derribando a los de la Luftwaffe; vais a terminar con ellos, ¿eh?

—Ayer derribamos sesenta por once nuestros —dijo David con tanto orgullo como si lo hubiera hecho personalmente—. Y anteayer, cuando hicieron una incursión sobre Yorkshire, los enviamos de regreso a Noruega con la cola entre las piernas. Y no perdimos una sola corneta.

El tío Norman apretó el hombro de David con fervor de borracho.

—Nunca —citó pomposamente— se ha debido tanto a tan pocos. Tal como dijo Churchill el otro día.

—Seguramente se refería a la cuenta del restaurante —dijo David con una sonrisa.

Lucy odiaba la forma en que trivializaban el derramamiento de sangre y la destrucción.

—David, tendríamos que ir a cambiarnos —dijo.

Fueron a casa de Lucy en coches separados. Una vez allí, la madre de la joven la ayudó a quitarse el traje de novia mientras le decía:

—Bueno, querida, no sé muy bien qué esperas que suceda esta noche, pero tendrías que saber…

—Oh, mamá, estamos en 1940, ¿sabes?

—Bueno, bueno, querida —dijo sumisamente su madre, sonrojándose levemente—, pero si más adelante hay algo que creas necesario discutir conmigo…

Lucy pensó que su madre estaba haciendo un verdadero esfuerzo para decirle aquel tipo de cosas y lamentó su cortante respuesta.

—Gracias —dijo tocándole la mano—. Lo haré. —Bueno, te dejo sola. Llámame si necesitas algo. —Besó a Lucy en la mejilla y salió.

Lucy se sentó ante el espejo en ropa interior y se puso a cepillarse el pelo. Sabía exactamente lo que debía esperar de aquella noche. Sintió un leve acceso de placer al recordarlo.

Había sucedido en junio, un año después de que se conocieran en «Glad Rag Ball». Se veían una vez por semana, y David había pasado parte de las fiestas de Pascua con la familia de Lucy. Mamá y papá le habían aceptado; él era agradable, atractivo e inteligente; además, provenía de la misma capa social que ellos. Papá había considerado que era un tanto obstinado, pero mamá había dicho que los mayores decían eso de los jóvenes desde hacía más o menos seiscientos años, y que ella pensaba que él sería bondadoso con su mujer, lo cual era a la larga lo más importante. En consecuencia, en junio Lucy fue a pasar un fin de semana a la casa de la familia de David.

La casa era una copia victoriana de lo que hubiera sido una granja del siglo xvii, una mansión cuadrada con nueve habitaciones y una terraza desde la que se divisaba todo el paisaje circundante. Lo que impresionó a Lucy fue dar se cuenta de que quienes habían plantado los árboles debían saber que estarían muertos mucho antes de que alcanzaran su madurez. La atmósfera del lugar era muy agradable, y los dos bebieron cerveza en la terraza bajo el sol del atardecer. Fue entonces cuando David le dijo que había sido aceptado como aspirante a oficial de la RAF, junto con otros cuatro compañeros del club de Aviación de la Universidad. Quería ser piloto de guerra.

—Puedo volar perfectamente —dijo—, y cuando esta guerra se vuelva encarnizada, dicen que deberá perderse o a ganarse en el aire.

—¿Tienes miedo? —dijo ella con suavidad.

—En absoluto —respondió. Luego, mirándola, recapacitó—. Sí, lo tengo.

Ella le consideró muy valiente y le cogió la mano.

Algo más tarde se pusieron los trajes de baño y bajaron al lago. El agua se veía límpida y fría, pero el sol aún brillaba con fuerza, el aire era cálido. Mientras se bañaban y jugueteaban.

—¿Nadas bien? —le preguntó él.

—¡Mejor que tú!

—Está bien. Te desafío a una carrera hasta la isla.

Ella se hizo pantalla sobre los ojos para mirar el sol, manteniendo la pose un instante y pretendiendo que no se daba cuenta de lo deseable que estaba en traje de baño, con los brazos en alto y los hombros echados hacia atrás. La isla era una pequeña mancha de arbustos v árboles, situada a unos trescientos metros, en el centro del lago.

Ella bajó las manos y gritó:

—Y se lanzó al agua iniciando un rápido crawl.

Naturalmente, David, con sus piernas y brazos enormemente largos, ganó la carrera. Lucv se encontró en dificultades cuando aún estaba a unos cincuenta metros de la isla. Dejó el drawl y comenzó a nadar braza, pero estaba demasiado cansada incluso para eso: de modo que se volvió de espaldas y se dejó flotar. David, que ya estaba sentado a la orilla, resoplando, volvió a meterse en e] agua y fue a su encuentro. Se colocó detrás de ella, la tomó por debajo de los brazos en la posición correcta para el salvamento y la llevó despacio hacia la costa. Las manos de él estaban justo debajo de sus senos.

Me gusta esto dijo, y ella respondió con una risita entrecortada pese a su falta de aliento.

—Supongo —dijo él poco después que no estaría mal que te dijera algo.

—¿Qué? —preguntó ella sin aliento.

—Que el lago no llega a un metro cincuenta de profundidad.

—¡Eres un…!— exclamó librándose de sus brazos, y riéndose y chapoteando para hacer pie.

Él la cogió de la mano y la sacó fuera del agua, a un espacio entre los árboles. Señaló un bote con remos, de madera, tumbado y pudriéndose bajo un seto de espinos.

—Cuando era pequeño solía remar aquí, en eso; me traía una de las pipas de papá, una caja de cerillas, un poco de tabaco envuelto en un papel, y aquí es donde fumaba.

Se encontraban en un claro, completamente rodeados por arbustos. La hierba, bajo sus pies, estaba limpia y suave. Lucy se dejó caer al suelo.

—Volveremos nadando despacio —dijo David.

—No pensemos en el regreso por ahora —le replicó ella.

Él se sentó a su lado y la besó; luego la tumbo suavemente hasta que ella quedó acostada. Él le acarició las caderas y le besó la garganta, y pronto ella dejó de temblar. Cuando él, con su mano suave y nerviosa, llegó al vello entre sus piernas, ella se arqueó hacia arriba, deseando que él presionara con más fuerza. Luego atrajo su cara hacia la de ella y le besó con la boca abierta y mojada. Las manos de él tantearon las tiras del traje de baño, despojándola de las ataduras por encima de los hombros. Ella dijo:

—No.

Él hundió la cara entre sus senos.

—Lucy, por favor.

—No.

Él se quedó mirándola.

—Lucy, podría ser nuestra última oportunidad.

Ella se escabulló de entre sus brazos y se puso en pie. Y entonces, a causa de la guerra, y de la expresión de súplica en la alterada cara de él, y por la excitación que se había encendido dentro de ella, se quitó el traje de baño y, con un rápido ademán, también el gorro, de modo que su pelo rojo castaño quedó suelto sobre sus hombros. Luego se arrodilló ante él, le cogió la cara entre las manos y guió sus labios hacia sus pechos.

Perdió su virginidad con entusiasmo, sin dolor, sólo un tanto precipitadamente.

Ahora, el regusto de la culpa convertía el recuerdo en algo aún más placentero. Aun cuando hubiese sido una seducción bien urdida, ella, como víctima, al final había contribuido de una forma voluntariosa, por no decir ansiosamente.

Comenzó a ponerse la ropa que tenía preparada para la partida. Aquella tarde en la isla, ella le había asombrado dos veces: una, cuando quiso que él le besara los senos, y luego cuando le empujó a la penetración con las manos. Aparentemente, esas cosas no sucedían en los libros que él leía. Como la mayoría de sus amigas, Lucy conocía a D. H. Lawrence, al que leía en busca de información sexual. Creía en su coreografía y desconfiaba de los efectos de sonido. Las cosas que hacían las parejas parecían agradables, pero no hasta el punto de producir los efectos musicales y las sensaciones auditivas de trompetas, tormentas eléctricas y timbales como acompañamiento del despertar sexual.

David era un poco más ignorante que ella, pero de todos modos resultaba suave y complaciente ante el placer de ella, y estaba segura de que eso era lo importante.

Después de la primera vez, lo habían vuelto a hacer en una sola ocasión. Exactamente una semana antes de su boda volvieron a hacer el amor, y eso provocó su primer disgusto.

Esta vez fue en la casa de los padres de ella, por la mañana, cuando todos los demás habían salido. Él fue a su habitación y se metió en la cama con ella. Entonces casi abjuró de las trompetas y timbales de Lawrence. Inmediatamente después, David saltó de la cama.

—No te vayas —rogó ella.

—Podría venir alguien.

—No, no viene nadie. Vuelve a la cama. —Ella estaba tibia y adormilada, y quería tenerlo a su lado.

—Me pone nervioso —dijo él poniéndose el pijama.

—Hace cinco minutos no estabas nervioso —respondió ella estirando la mano para cogerle—. Ven conmigo, quiero aprender a conocer tu cuerpo.

Evidentemente, su actitud directa y abierta le inhibía. Entonces, él se volvió y se fue.

Ella saltó de la cama, con sus hermosos senos temblando.

—¡Me haces sentir cualquier cosa! —Se sentó al borde de la cama y empezó a llorar.

David le rodeó los hombros con un brazo y dijo:

—Oh, lo siento, lo siento, lo siento. Para mí también es la primera vez, y no sé muy bien qué es lo que esperas de mí, y entonces me siento confuso… Es decir, nadie te instruye sobre este tipo de cosas, ¿no es verdad?

Ella resopló y sacudió la cabeza asintiendo, y se dio cuenta de que realmente lo que le hacía estar nervioso era la conciencia de que al cabo de ocho días debía partir en un endeble avión y luchar por su vida entre las nubes; entonces ella le perdonó, y él le secó las lágrimas, v volvieron a la cama. Después de esa situación él siempre fue muy cariñoso.

Ya casi había acabado de vestirse. Se miró en un espejo de cuerpo entero. Su traje tenía un aire levemente militar, con hombros cuadrados y hombreras, pero la blusa que llevaba debajo era muy femenina, para equilibrar. El pelo le caía a tirabuzones por debajo del elegante sombrero redondo. No habría sido adecuado ir vestida de modo demasiado lujoso o despampanante; teniendo en cuenta la época que atravesaban consideró que había logrado una especie de estilo práctico y atractivo, que pronto constituiría la moda de la época.

David la estaba esperando en el recibidor. La beso y le dilo:

—Estás preciosa, señora Rosel.

Los acompañaron hasta la recepción para que se despidieran de todos. Pasarían la noche en Londres, en el «Claridge». Luego David iría en el coche hasta Beggin Hill y Lucy volvería al hogar de sus padres, donde se quedaría: podría utilizar el cottage para cuando David viniera de permiso.

Hubo aún otra media hora de apretones de manos y besos, y luego partieron en su coche. Algunos primos de David habían tomado por su cuenta el «MG» con capota abierta y le habían atado latas y un zapatón viejo; el tablero estaba inundado de serpentinas y confetti, y de «recién casados» escrito con lápiz de labios se leía por todas partes sobre la carrocería.

Partieron sonriendo y saludando, con los invitados llenando la calle detrás de ellos. Cuando habían recorrido unos pocos kilómetros, se detuvieron a limpiar el coche.

Ya había oscurecido cuando iniciaron nuevamente la marcha; los faroles del coche estaban provistos de cubiertas para oscurecimiento, pero de todos modos condujo a gran velocidad. Lucy se sentía muy feliz.

—En la guantera hay una botella de champaña dijo David.

Lucy abrió el compartimiento, y encontró el champaña y dos vasos cuidadosamente envueltos en papel de seda.

Aún hacía mucho frío. El corcho saltó con un estampido y se perdió en la noche. David encendió un cigarrillo mientras Lucy servía la bebida.

—Llegaremos tarde para la comida —dijo él.

—¿Qué importa? —respondió ella alargándole el vaso.

Ella estaba realmente demasiado cansada, y la bebida le produjo sueño. El coche parecía correr a una velocidad altísima. Dejó que David se bebiera casi toda la botella. Luego, él comenzó a silbar St. Louis Blues.

Conducir por Inglaterra durante el oscurecimiento era una experiencia muy extraña. Uno extrañaba las luces que antes de la guerra no había visto nunca; eran las luces de las entradas de las casas y de las ventanas de las granjas, las luces de las agujas de la catedral y los anuncios luminosos de las posadas y —por encima de todo la luminosidad difundida en la lejanía por la ciudad cercana. Aunque uno hubiera podido verlas, no había señales de tráfico, pues habían sido retiradas para confundir a los paracaidistas alemanes, a los que se esperaba en el momento menos pensado. (Hacía tan sólo unos días, los graneros habían hallado en los «Midlands», paracaídas, radios mapas, pero como no había huellas de ninguna clase, se había llegado a la conclusión de que no habían aterrizado hombres y que se trataba de una triquiñuela de los nazis para sembrar el pánico en la población.) De todos modos David conocía el camino hacia Londres.

Ascendieron por un largo camino de montaña que el pequeño coche deportivo subió sin dificultad. Lucy contemplaba la negrura a través de sus ojos semicerrados, mientras escuchaba el distante ruido del motor de en un camión que se aproximaba.

Los neumáticos del «MG» chirriaban cuando David tomaba las curvas.

Creo que vas demasiado aprisa —dijo Lucy suavemente.

La parte trasera del coche derrapo en una curva hacia la izquierda. David hizo un cambio de marchha, temeroso de frenar y de que el coche derrapara de nuevo. A ambos lados, el seto se delineaba apenas bajo la luz de los faros cubiertos. Vino una curva cerrada a la derecha, que David volvió a derrapar con las ruedas traseras. La curva parecía no tener fin. El pequeño coche se deslizó de un lado a otro y giró ciento ochenta grados, de modo que quedó mirando atrás, y luego siguió girando en la misma dirección.

—¡David! —gritó Lucy.

De pronto apareció la luna y vieron el camión. Subía penosamente la montaña a paso de caracol, echando abundante humo, que a la luz de la luna surgía de su parte superior como una columna de plata. Lucy alcanzó a ver la cara del conductor, incluso su gorra de tela y su bigote, y también su boca abierta mientras apretaba a fondo los frenos.

El coche iba nuevamente hacia delante. Apenas había lugar para pasar en caso de que David lograra controlar el coche. Volvió a girar el volante y apretó el acelerador. Fue un error.

El camión y el coche chocaron de frente.