—¿No lo colgarán? —preguntó Nora.
Doug entraba en ese momento y por su expresión, agotado pero triunfal, ella reconoció que había evitado lo peor. El joven hizo pasar delante a Máanu, que parecía igual de fatigada. La joven negra había pasado horas y horas contestando al interrogatorio y Doug realizando unas complicadas negociaciones.
—No —respondió, abriendo la delicada vitrina de madera de campeche que adornaba la nueva sala de estar—. ¿Alguien más quiere? —Doug se sirvió un vaso de ron.
Máanu asintió. Nora prefería vino blanco, pero se arrepintió de la elección. Adwea solía refrescar en el arroyo las botellas de vino antes de servirlas. Entibiadas, como recién salidas del armario, hasta el mejor vino era un brebaje.
Doug bebió un trago de ron.
—Akwasi ha seguido haciendo el papel de tonto —informó—, por duro que le resultase. Aunque nadie le ha creído. Una pistola no se dispara de repente y, además, dos veces seguidas y en una dirección comprometedora. Y la historia de Máanu es igual de inverosímil. Uno no se cuela gritando entre los guardias y apartando la gente a empellones solo para saludar a su hijo y a una antigua amiga. Pero no han insistido. No cabe duda de que Máanu ha evitado el atentado y el gobernador lo valora en mucho. Mejor no pensar en lo que habría sucedido con el tratado de paz si hubiera habido muertos. De todos modos, Máanu ha suplicado clemencia para Akwasi y Nanny también ha intercedido por él. Además, mi alegato…
Sonrió satisfecho, pero se puso serio cuando vio la cara pálida y preocupada de Nora, quien estaba cogiendo la botella de ron en ese momento.
—No… no lo dejan libre, ¿o sí? —inquirió. Le temblaban los dedos mientras se llenaba la copa.
—¿Habrías preferido que lo colgaran? —preguntó Doug con voz ronca—. Yo… yo pensaba…
Nora sacudió la cabeza.
—No —respondió con franqueza—. Es cierto que a veces he deseado que muriese, pero ahora… ahora ya no. Y menos en la horca…
Se estremeció. Si tenía que ser sincera, también le aterraba tener el problemático Akwasi cerca de ella. Mientras estuviera libre, no dormiría tranquila, y en ese mismo instante tomó conciencia de que nunca estaría realmente segura.
—No lo dejan libre. Lo destierran —señaló Máanu con un hilo de voz.
—¿Des… terrado? —Nora frunció el ceño—. ¿A Australia o algún lugar así?
Antes de abandonar Inglaterra había oído hablar de que transportaban reclusos a las colonias lejanas. Pero salían de Londres o Blackpool, no de Jamaica.
—A las islas Caimán —respondió Máanu—. Dicen que no están tan lejos, poco más de trescientos kilómetros al noroeste de aquí. También pertenecen a los ingleses…
Doug asintió.
—Pero están poco pobladas —explicó—. Solo viven allí unas pocas familias, con sus esclavos, claro. Seguro que no hay colonia de cimarrones. En las islas Caimán todo el mundo se conoce. Huir de allí es impensable.
—¿Hay plantaciones de caña de azúcar? —preguntó Nora.
Sentía cierta compasión. Si Akwasi tendría que pasar el resto de su vida trabajando como un siervo, tal vez habría preferido morir.
—Más bien algodón y todas las verduras y frutas posibles —respondió Doug—. No se exporta demasiado, la gente cultiva para su propio consumo y para proveer de víveres los barcos que navegan por ahí. Pero los capitanes se sirven a sus anchas. Todavía hay más piratas que aquí…
—Podría enrolarse en un barco pirata —dijo Nora. Ignoraba si lo decía en broma, si le infundía miedo… o esperanza.
—Ahí la disciplina todavía es más severa que en una plantación o en Nanny Town. —Sonrió Doug—. Akwasi se adaptaría mal, por no hablar de promocionarse. Es bastante improbable que regrese convertido en capitán pirata. No creo que debas preocuparte, Nora. Akwasi no volverá a molestarnos.
Máanu bebió su ron y se frotó los ojos. No quería mostrar que estaba llorando, pero Nora se percató.
—¿Qué vas a hacer ahora, Máanu? —preguntó—. ¿Vuelves a Nanny Town? Creo que Doug te dejaría libre.
Él sonrió.
—Ya lo es —observó—. ¡Tiene salvoconducto del gobernador! A mí no me han consultado demasiado. Máanu puede vivir legalmente en Kingston, en Nanny Town o donde le apetezca.
—Si quieres quedarte aquí… podrías ocuparte de Dede y Jefe. Por un sueldo apropiado, claro.
Nora hizo la sugerencia con la mirada baja. En realidad podía renunciar a la ayuda de Máanu, pero no quería volver a separar a Jefe de su madre.
Máanu movió la cabeza en un gesto negativo y volvió a esbozar su sonrisa sardónica.
—¿Niñera de mi propio hijo? Como Adwea entonces, ¿la misma educación para los hijos de los señores y los esclavos mientras sea del gusto del backra?
Nora la interrumpió.
—¡No sería así! Jefe es libre, él…
Máanu se mordió el labio.
—Yo tampoco quería decir esto —reconoció. Era lo más próximo a una disculpa que podía salir de ella—. Pero no me quedaré aquí. Y si mi hijo es realmente libre, me lo llevaré conmigo.
—¿A Nanny Town? —preguntó Nora, sintiéndose enormemente aliviada.
—No. —Máanu se pasó nerviosa la mano por el cabello corto—. Yo también me voy a las Caimán.
—¿Que te vas adónde? —repuso Nora estupefacta—. Máanu, no puede ser verdad. ¿Vas a seguir a Akwasi? ¿Otra vez? ¿Has perdido el juicio?
La chica se encogió de hombros.
—Es así. —Sonrió—. Ya de niña supe que amaba a Akwasi…
—Pero ¡él no te quiere! —replicó Nora con dureza—. A ver si lo entiendes de una vez, nunca te ha amado.
Máanu frunció el ceño.
—Eso puede cambiar —respondió—. De todos modos, volveré a intentarlo…
Doug se rascó la frente.
—Pero Máanu, después de todo lo que habéis vivido con él Nora y tú… Podrías empezar aquí una nueva vida. En Kingston. Poner una tienda, o un puesto en el mercado. Te ayudaremos.
Máanu sacudió la cabeza.
—Si desea regalarme algo, backra… —Sonrió, entre los cimarrones había tuteado a Doug como cuando eran niños—. Entonces tal vez podría ayudarme con… un pollo.
Los prisioneros subían encadenados a bordo del pequeño carguero que transportaba de Jamaica a las islas Caimán sobre todo esclavos, aunque también artículos como telas y utensilios domésticos. Alquilar un cobertizo que sirviera a Máanu y su hijo de alojamiento había costado una pequeña fortuna en propinas y unas indicaciones bastante precisas de cuáles eran los deseos del gobernador. Y Doug todavía había puesto una buena suma para que el capitán aceptara llevar a Akwasi a la habitación de Máanu en cuanto el barco zarpara del puerto de Kingston.
«Sin ayuda no capturará el barco», tranquilizó al preocupado navegante.
Al final llegaron a un compromiso. El esclavo disfrutaría de ese privilegio, pero no le quitarían las cadenas. Doug también lo entendía. Los presos de ese barco eran todos esclavos culpables de delitos graves, en general de atacar a sus señores. Ninguno de ellos tenía escrúpulos, ninguno tenía nada que perder. Salvo, quizás, Akwasi, pero Doug no podía contarle toda la historia a ese capitán desconocido.
Máanu se ocuparía de Jefe cuando volviera a ver a su padre encadenado. Pero en el barco el niño no tendría a nadie que le ayudase, y Doug no creía justo mentirle. Su padre nunca sería un rey. Seguía siendo un esclavo.
Akwasi sintió más miedo que alivio cuando, poco después de zarpar el barco, dos marineros llegaron a la bodega y le quitaron las cadenas que lo sujetaban al suelo. Ya se había acomodado en las tablas duras y empapadas de agua salada: ninguno de los presos podría ver el sol durante los días que duraba la travesía, la libertad de movimientos se limitaba a incorporarse a medias para coger las escasas raciones de comida. Akwasi sabía lo que le esperaba. Ya había visto suficientes africanos llagados y desnutridos saliendo de los barcos.
Pero en ese momento lo sacaban de nuevo al exterior… Akwasi no se esperaba nada bueno de ello. Le habían indultado por los pelos, y era posible que el gobernador se lo hubiera pensado mejor. Akwasi se preparó para morir. Si lo arrojaban al mar con las cadenas, era el fin: con el peso del hierro resultaba imposible nadar. Y en aquellas aguas había tiburones.
Pero no lo condujeron al exterior, sino al entrepuente, que no era tan húmedo ni oscuro como el fondo del barco. Los hombres llamaron a una puerta.
—¡Aquí está, madam!
Rieron un poco cuando pronunciaron la última palabra. Akwasi comprendió la razón cuando Máanu abrió la puerta.
—¿Tú? —preguntó cuando los hombres lo empujaron dentro del camarote, pequeño pero limpio y seco, en que lo esperaban Máanu y Jefe.
—¡Papá!
Jefe quiso correr hacia él para arrojarse a sus brazos, pero las cadenas lo asustaron. Dirigió a Akwasi una mirada interrogativa. Pero él no tenía ojos para su hijo, solo para la mujer que lo miraba serenamente.
—¿Vienes conmigo? —preguntó con voz ronca.
Máanu asintió.
—Soy tu esposa —respondió con firmeza—. Nos pertenecemos el uno al otro. Si quieres… si por fin lo comprendes…
—Máanu… —Akwasi tenía la boca seca.
Ella le tendió un vaso de agua.
—Bebe —dijo con calma—. Por supuesto, no tienes que vivir conmigo. Si quieres, me construiré una cabaña lejos de donde tú estés. Pero yo… yo pensé intentarlo otra vez…
Señaló un gran cesto a través de cuya rejilla una gallina, gorda y blanca, miraba al exterior desconfiada.
Akwasi se echó a reír.
—¿Has comprado una gallina? —preguntó—. ¿Para la ceremonia obeah?
Máanu asintió.
—Debe de haber algún sacerdote obeah en la isla. Y tal vez un duppy bondadoso. Esta vez no habrá ninguna Nora en los alrededores. Y no te quitaré los ojos de encima. Esta vez el encantamiento tendrá que surtir efecto.
Akwasi calló unos segundos. Máanu no lo miraba, miraba fijamente el mar a través del diminuto ojo de buey del camarote. Y entonces sintió de repente una mano fuerte que tomaba la suya. Las cadenas de Akwasi tintinearon, pero eran lo suficiente largas para dejarlo llegar hasta Máanu.
—Deja que viva el pollo —musitó—. Basta con tu encanto.
—¿Qué pasó con la gallina? —quiso saber Doug.
Los Fortnam habían ido a caballo hasta la playa y miraban el barco que llevaba a Akwasi y su familia hacia un futuro duro pero compartido en un lugar lejano. Dede estaba sentada delante de Doug en la silla de Amigo y chillaba de placer cuando el semental galopaba. La excursión era un pretexto para distraerla. La pequeña se había separado de Jefe a disgusto y ya ahora se afligía por la ausencia de su hermanastro.
Nora se encogió de hombros.
—Ya conoces las ceremonias obeah —contestó—. La sangre de la gallina conjura un duppy.
Doug asintió.
—De acuerdo —dijo—. Pero ¿para qué la necesita? Me refiero a que… tres ¿no es ya uno de más?
Nora rio.
—Es posible invocar a duppies por distintos motivos —explicó—. Pero Máanu ansía uno solitario, que necesite cariño. Con algo de suerte tomará posesión del ser humano al que va dirigida la ceremonia.
Doug se rascó la frente.
—¿Y eso dura eternamente? —preguntó incrédulo.
Nora negó con la cabeza.
—No. Ningún espíritu permanece por toda la eternidad. Pero algunos… algunos te acompañan durante mucho, mucho tiempo.
Lanzó una mirada casi de disculpa a la cabaña de la playa.
Doug suspiró.
—Eso sí puedo confirmarlo —dijo.
Sabía que Nora seguía llevando el colgante de Simon. Y si todavía no habían fijado la fecha de su boda, eso se debía a la eterna mala conciencia de ella respecto a su primer amor.
Nora inspiró hondo y tomó una decisión.
—Ven —dijo serena, y puso su caballo al galope.
Aurora galopó obediente hasta el mar, luego se asustó de las olas rompientes. Nora desmontó y dejó las riendas sueltas.
La joya que había encargado confeccionar con el sello de Simon estaba en el bolsillo de su traje de montar, un lugar cálido y seguro. Esperaba como siempre a que la tocasen, pero ahora eso iba a terminar.
Nora indicó a Doug que se acercase al agua, junto a ella. Entonces metió la mano en el bolsillo de su vestido y otra vez acarició con amor el recuerdo de Simon. Lo sacó, dejó que el sol se reflejara en él y lo arrojó al mar, lejos.
Nora se apoyó en el hombre a quien amaba y creyó sentir que el viento mecía las palmeras y arrastraba las nubes por encima del océano. Las olas la acariciaron y estaba segura de haber oído la dulce voz de Simon susurrándole un adiós antes de que su espíritu se perdiera en la vastedad del Caribe.