En otoño de 1739 se fijó por fin el día para la solemne firma del tratado y el gobernador ofreció salvoconductos a Cudjoe, Accompong, Nanny y Quao para entrar en Spanish Town. Naturalmente, eso conllevaba sus dificultades, pues no todos los blancos de Kingston eran partidarios del tratado de paz.
—¡Más nos habría valido echarlos a todos! —vociferaba Christopher Keensley, que participaba en la celebración como todos los hacendados de la región.
La buena sociedad ocupaba las primeras filas de la plaza delante de la casa del gobernador. Trelawny tenía la intención de recibir ahí, en el centro de la ciudad, a los líderes cimarrones y luego, tras la ceremonia, dirigiría unas palabras a sus ciudadanos. Ya a esas horas la plaza y el camino, cerradas al tránsito para que pasaran los cimarrones, estaban bordeados de gente. Todos, desde los propietarios de las plantaciones hasta los esclavos, querían ver a la legendaria Abuela Nanny. Sin embargo, pocos fueron los esclavos que disfrutaron de ese privilegio. A nadie se le había ocurrido dar el día libre a sus trabajadores del campo, de modo que solo se encontraban en la plaza los sirvientes domésticos y las doncellas que acompañaban a sus señores. Se sumaban unos esclavos libres a los que se relegó, naturalmente, a las últimas filas.
—¡Lo mismo pienso yo! —respondió Hollister a su viejo amigo, y buscó quejumbroso una posición más cómoda para sentarse.
Había sobrevivido a las heridas, pero todavía andaba y se sentaba trabajosamente con las piernas separadas. Ni pensar en montar a caballo, e incluso las sacudidas de un carruaje le provocaban dolor. Por esa razón, últimamente, cuando se desplazaba de Kingston a su plantación requería una silla de mano que cargaban cuatro esclavos.
—Como un emperador romano —señaló Nora a Doug cuando lo vio por primera vez—. Lo sé, no es divertido, pobre. Pero la comparación con Nerón se impone.
Con motivo de las festividades de Spanish Town, habían hecho colocar para Hollister, justo después de la barrera de separación, una butaca, donde ahora estaba entronizado y aguardaba el espectáculo. Como la mayoría de los hacendados, pasaba el tiempo enfrascado en consideraciones sobre aquellos aspectos que el gobernador debería haber gestionado de otro modo en sus negociaciones con los cimarrones. Y las críticas iban haciéndose más drásticas cuanto más circulaban las petacas de ron.
Junto a Hollister se hallaba su esposa. Desde el incidente prácticamente no se separaba de su lado, por lo que se había ganado el mayor respeto de la colonia. La dama lanzaba de vez en cuando miradas hostiles en dirección a Nora Fortnam, que no participaba en la conversación. La joven, algo apartada, iba elegantemente vestida y peinada a la última moda. El traje de verano, blanco y estampado de guirnaldas de flores, acentuaba su esbelta figura. No tenía ningún problema en renunciar al corsé, que ya estaba pasado de moda. Se había empolvado el cabello, pero no el rostro: intentar cubrir la tez tan bronceada con polvos de talco era una tarea inútil, le daba un aspecto enfermizo. Para conseguir esconder realmente la piel bronceada tendría que llevar una gruesa capa de albayalde, y eso se lo dejaba a la elegante comitiva del gobernador, que se había colocado delante de la entrada del palacio luciendo sus mejores galas, chaquetas de brocado, pantalones hasta la rodilla y medias impolutas. El gobernador, así como los líderes cimarrones, no tardarían en abrirse paso entre los miembros del séquito.
Nora tenía cogidos de la mano a sus hijos: Dede, con su encantador vestidito de encaje blanco, que acentuaba el color té con leche de su piel; Jefe, con pantaloncitos hasta la rodilla y el jubón de guata. No dejaba de refunfuñar porque vestido así sudaba, y no exageraba. Todos los hombres llevaban demasiada ropa, también Ian McCloud que estaba con su esposa Priscilla junto a Nora, y se había puesto, cómo no, ropa de domingo. Sufría en silencio el calor húmedo de ese día de la estación de las lluvias y, paciente como era, no se cansaba de señalar a Jefe que un caballero tenía que aguantarse. El niño no le hacía caso. No quería ser un caballero. Nora apenas si podía contenerlo para que no se desabotonara la chaqueta y arrojara al suelo esas prendas tan ceñidas.
Al final, fue la abuela quien solucionó el problema. Adwea estaba al lado de su señora, ataviada con una falda roja nueva, una blusa de encaje y un turbante rojo envolviéndole elaboradamente la cabeza. Llevaba el salvoconducto en el cesto y casi estaba un poco ofendida porque nadie se lo pedía. En cualquier caso, era la única negra libre que estaba delante del palacio en las primeras filas. Y no tenía ganas de que los gimoteos de su nieto le aguaran la fiesta. Adwea se inclinó sobre Jefe y le propinó dos bofetones.
—Basta. Ahora sí que quema. Y cuidado con llorar. ¿Querer ser gran guerrero? ¡Pues gran guerrero no llora!
Jefe se quedó desconcertado, pero no volvió a abrir la boca.
A esas horas, Doug no estaba con su familia. Conducía a la Abuela Nanny y sus hermanos a través de la ciudad, la Reina se lo había pedido expresamente. Sus hermanos avanzaban dignos y erguidos entre los curiosos blancos, pero a Nanny le daba algo de miedo el poder concentrado de los hacendados. Muchos hombres del público iban armados, llevaban al menos sable, y muchos también mosquetes o pistolas. Doug se preguntaba si la escolta que el gobernador ponía a disposición de sus visitantes estaba preparada para un posible atentado. Los guerreros cimarrones que seguían a Nanny y sus hermanos seguramente solo lo estaban en parte. Los africanos que había entre ellos se limitaban a llevar armas tradicionales, más aparatosas que útiles para defenderse. Solo algunos cimarrones, acostumbrados desde hacía generaciones a mantenerse alerta, miraban recelosos a la muchedumbre y llevaban sus armas de fuego listas para disparar.
Nanny avanzaba del brazo de su elegante y joven abogado entre los blancos que antes la habían secuestrado y esclavizado. Doug no tenía la sensación de poder defenderla en caso de emergencia, pero notaba su satisfacción. Prefería no pensar en lo que sus vecinos hablarían y las consecuencias que esta aparición tendría para su trabajo en colaboración con los demás hacendados, pero se había ofrecido de buen grado a acompañar a Nanny. Sentía un profundo respeto por esa mujer menuda que, llena de orgullo y fuerza, había encontrado el camino para, partiendo de la esclavitud, convertirse en una vengadora y al final en firmante de un tratado de paz.
Akwasi observaba con desprecio a Nanny. Ya llevaba horas en la plaza, mezclado entre los esclavos que colocaban las barreras y erigían los palcos. Al principio no había encontrado la posición ideal, si bien no sería sencillo disparar por encima de todas esas cabezas. Recargar sería muy complicado, debía contar con disparar un único y certero tiro. También le habría gustado matar a Nanny junto con el gobernador. O a Cudjoe… ¿o tal vez a Fortnam? Si solo disparaba a los blancos, la sospecha recaería en los cimarrones, era improbable que dejaran partir a Nanny y los demás… Si Akwasi era hábil, tendría a los blancos a su servicio. Y con un poco de suerte pronto estallaría una especie de batalla en la plaza. Pero necesitaba un lugar seguro, preferiblemente elevado…
Mientras Akwasi seguía reflexionando, las calles se llenaban de personas que iban dejando sitio a los carruajes de los hacendados, que se hacían conducir directamente hasta sus sitios. Uno de esos vehículos no estaría mal…
Akwasi esperaba que los cocheros se colocaran al borde de la plaza, pero no fue así. Los soldados que se ocupaban de poner orden les indicaron que despejaran el área contigua. Pero de pronto apareció un vehículo inusual. Akwasi contempló estupefacto la llegada de una litera llevada por cuatro fornidos esclavos. El hombre que descendió trabajosamente de ella era Hollister, y enseguida se puso a increpar a los encargados de mantener el orden, que querían que los porteadores se llevaran la litera.
Akwasi no entendía lo que decía pero se lo imaginaba. El hombre, manifiestamente discapacitado —Akwasi sonrió con ironía al recordar lo que le había ocurrido—, quería tener cerca su medio de locomoción por si el acto se le hacía demasiado pesado. Tras breves intercambios de pareceres, los esclavos pudieron dejar la litera donde desembocaba una estrecha calle lateral, justo al lado. Los cuatro porteadores se tendieron a la sombra. Era evidente que no tenían el menor interés en la ceremonia, pero nadie de los alrededores se asombraría si uno de ellos se subía al techo de la litera para seguir los acontecimientos del día. Akwasi contempló la estructura de madera. No podía llevar a más de un hombre de su estatura, pero tampoco se hundiría bajo el peso de uno solo. Se fue acercando lentamente al lugar donde se encontraban los esclavos.
Máanu estaba agotada. Llevaba semanas escondiéndose en las inmediaciones de Cascarilla Gardens, al igual que Akwasi. Adwea proveía a su hija de alimentos y de los rumores que corrían por el pueblo, pero de Akwasi no sabía nada. Máanu tampoco hablaba de él, si bien le habría gustado tener a alguien con quien barruntar qué estaba maquinando su marido en las proximidades de los blancos. Máanu había estado dispuesta a seguir a su amado en el destierro, pero Akwasi la había rechazado con rudeza dos veces durante los primeros días. Debería regresar a Nanny Town y esperar. La joven se había quedado en las montañas amedrentada e insegura, una vez que él le había prohibido que continuara siguiéndolo. Pero ¿de qué serviría esperar en Nanny Town? La Reina había desterrado a Akwasi, ¿esperaba él realmente que fuera a abolir algún día la sentencia?
Máanu no se lo creía y, sobre todo, no podía permanecer inactiva. Ya había esperado tiempo suficiente a Akwasi, y últimamente solo había obtenido respuesta de él cuando insistía. Máanu se despreciaba a sí misma por ello, pero cuando veía a Akwasi se olvidaba de todo su orgullo. Veía al hombre fuerte y apuesto que había en él, al que quería abrazar y sentir, pero también veía al niño profundamente herido que lo que más necesitaba era consuelo. Desde que habían enviado a Doug a Inglaterra, Akwasi se había quedado solo y no había permitido, por mucho que Adwea se preocupase, que se acercaran a él, lo abrazaran y le dieran cariño y afecto. Solo había soportado a Máanu, entonces pequeña y tímida como un gatito. Casi desgarrada de pena por el disgusto de él, se deslizaba de noche a la cabaña que habían asignado al chico. Los trabajadores del campo con quienes compartía la choza dormían exhaustos, pero Akwasi lloraba y gemía noches enteras. Máanu se acurrucaba entonces a su lado, en silencio, y compartía esa pena, y él a veces dejaba que lo rodeara con sus brazos. Todo ello se mantuvo en secreto. Por la mañana ella se había ido y el niño fingía no haberla visto nunca.
Máanu estaba segura de que eso habría cambiado con el tiempo. Poco antes de que el backra le ordenara por primera vez que le llevara su bebida para antes de dormir, Akwasi la había rodeado con sus brazos y estrechado contra sí. Un abrazo inocente, ella todavía era una niña. Pero habría sido un comienzo si Elias Fortnam no se hubiera apropiado de la niña y robado su inocencia. Máanu ignoraba si Akwasi sospechaba algo o incluso lo sabía. Pero hasta que esa pesadilla no acabó, años después, no volvió a visitarlo. Después había empezado a ver a Akwasi como un hombre. Como un hombre fuerte que tal vez fuera capaz de protegerla. En los sueños de Máanu siempre huían juntos. Pero para él, ella no se había convertido en mujer todavía, nunca la había mirado como miraba a Nora Fortnam.
Pero Máanu no se rendía tan fácilmente. También ahora estaba dispuesta a olvidarse del pasado. Akwasi había perdido a Nora definitivamente. Pero ella estaría allí. Y él se olvidaría de la missis, igual que se habría olvidado de Doug…
Así pues, Máanu siguió de nuevo la pista. Fue tras Akwasi hasta Cascarilla Gardens y sufrió horrores cuando él acechaba a Nora en la playa y a Doug cuando se dirigía a Nanny Town. Más de una vez se preguntó qué haría si Akwasi se disponía a dispararle. Había tenido una pistola, Máanu recordaba vagamente haberlo visto con la pistola de Doug en Nanny Town. Quizás había tenido que devolvérsela después, quizá no… Pero ella estaba decidida a que la situación no llegara a tal extremo. ¡Akwasi no debía cometer ningún asesinato más! Nadie le perseguiría si no llamaba la atención, podría vivir en las montañas con Máanu, o en otro lugar de la isla. ¡Si tan solo entrara en razón!
Máanu se sintió enormemente aliviada de que no disparase a Doug mientras cabalgaba y de que tampoco intentara abordar a Nora tras espiarla en la playa. A lo mejor todo eso terminaba por sí solo. Pero ¿qué pretendía hacer su marido durante la firma del tratado en Spanish Town?
Máanu no apartaba la vista de Akwasi, incluso aunque la asustaba estar entre tanta gente. Se había deshecho las trenzas y cortado el cabello. Con su larga y lisa melena tal vez la hubieran reconocido, pues era así como lo llevaba antes. Pero claro que también podían recordar su rostro, cuando era doncella de Nora había estado muchas veces en Kingston y Spanish Town. Únicamente podía confiar en que ningún blanco se dignaba mirar a un esclavo a la cara.
Entretanto, la gente se amontonaba en las calles y a Máanu no le resultó fácil seguir a Akwasi. Este conversó con unos negros fornidos que estaban al borde de la plaza. Los cuatro vigilaban un extraño vehículo, una especie de camilla cubierta. Mientras Máanu todavía miraba aquel artefacto y se preguntaba por qué Akwasi se interesaría por él, un carro casi la atropelló.
—¡Eh, chica, a ver si tienes cuidado! —Un negro alegre y de cara redonda, con un sombrero de paja amarillo, la miraba con reproche malicioso—. ¿Dónde mirar? Buscas sitio mejor, ¿eh? Ahí detrás no ves, seguro. —En el carro destartalado donde el hombre vendía sus productos había rodajas de melón y mango sobre hojas húmedas. Por encima se elevaba una cubierta de madera para proteger la mercancía de los chaparrones y del sol. El vendedor consideró los pros y los contras y llegó sonriente a una conclusión—. ¡Venga, súbete, chica, seguro que el backra no tener nada en contra! —Con un movimiento cogió la delgada cintura de Máanu y la subió al techo de su carro—. ¡Adorna mi carro! —dijo sonriendo, y volvió a ponerse en marcha—. ¡Melones y mangos! ¡Dulces, dulces como la princesa que los acompaña!
Máanu se sobresaltó y de buen grado se hubiera tapado la cara cuando el vendedor anunció de ese modo su mercancía. Ahora estaba expuesta a la vista de todos y cualquier persona de la plaza podría reconocerla. Sin embargo, constató que nadie la miraba. A nadie le interesaba una muchacha negra sentada en un carro de fruta. La gente quería ver a la Abuela Nanny y al gobernador. ¡Y ahí llegaban también los cimarrones!
Máanu oyó el rumor de la muchedumbre, en parte expresiones de júbilo, en parte de desaprobación. Distinguió a Nanny del brazo de Doug Fortnam y al gobernador, entre las filas de escribientes y criados. Y vio subir a Akwasi a la cubierta de la litera.
La joven pensó en si habría planeado hacer alguna cosa. Pero entonces Doug y Nanny pasaron por delante de ella, el gobernador besó la mano de la reina de los cimarrones y los condujo a todos a su casa. Una escena breve…
—¡Después tú ver más! —le prometió el vendedor de melones, que en ese momento estaba haciendo negocio—. Luego gobernador dar discurso. Ahora lo primero firmar. Yo no sabía que Abuela Nanny escribir. —Las palabras del hombre emanaban respeto.
Máanu no pudo evitar sonreír. Había guiado la mano de la Abuela Nanny incontables veces, mientras la ashanti practicaba escribir su nombre al pie de un documento. También sabría plasmar sin errores en el papel la frase: «Nanny y los cimarrones de Barlovento».
Akwasi se puso cómodo sobre la cubierta de la litera. También él se había enterado de que el gobernador y sus visitantes querían aparecer ante la muchedumbre después de la firma del tratado. Esperaría. Aunque no era de su agrado, habría preferido cometer el atentado antes de que se concluyera oficialmente el tratado de paz. Pero el saludo había sido muy rápido. Habría podido disparar una vez como mucho y, además, Nanny y sus hermanos habían cubierto al gobernador. Así que en cuanto se pusieran todos en hilera…
Akwasi tenía preparadas pólvora y balas. Podría recargar el arma en un abrir y cerrar de ojos, seguro que abatía a dos de sus objetivos, si no a tres o más. Pero no, más de tres no. Aunque tardarían en averiguar de dónde procedían los disparos, no quería que lo apresasen. Akwasi solo esperaba que los cuatro esclavos que estaban a la sombra no tardaran en vaciar el pequeño barril de ron con que les había agradecido que le dejaran subir al techo para otear. Bajo los efectos del alcohol, no se percatarían de lo que ocurría delante de sus narices. Y como mucho se oiría un disparo. En cuanto cayera el gobernador, los gritos y el ruido resonarían en toda la plaza.
La nueva lectura del acuerdo delante de los cimarrones y del gobernador llevó algo de tiempo y Cudjoe, Accompong, Quao y Nanny también precisaron después unos minutos para escribir la firma que con tanta dedicación habían practicado. Doug estaba atento a que todo transcurriera de forma apropiada, y los cimarrones trazaron sus nombres con esmero y de forma legible en el lugar correcto. El gobernador ofreció luego un champán que Nanny sorbió primero vacilante y luego con deleite. Reía y conversaba, encantadora, con Trelawny, mientras sus hermanos no parecían saber qué actitud adoptar. Habrían preferido ron antes que ese líquido insípido y burbujeante. Al final hablaron con el coronel Guthrie, con quien tenían más en común que con el amanerado gobernador Trelawny.
—¡Allá vamos! —anunció Trelawny, al tiempo que caballerosamente sostenía abierta la puerta que conducía hacia el exterior para sus invitados—. Nos colocaremos uno al lado del otro para que todos puedan vernos bien y luego pronunciaré unas palabras. Si desea decir algo, Reina Nanny, ¡no se reprima! —Sonrió—. En cualquier caso, no tardaremos mucho, sería insoportable con este calor… —Sacó un pañuelo perfumado del bolsillo y se secó la frente.
La Abuela Nanny se esforzaba por ser diplomática. Doug no habría renunciado a recordar a Trelawny que ella había sido esclava del campo. El gobernador era sin duda un hombre amante de la paz y buena persona, pero a veces parecía no acabar de entender del todo dónde estaba y con quién trataba.
La menuda reina de los cimarrones se situó dócilmente delante del palacio y junto al gobernador, a quien también flanqueaba el alto Cudjoe. Trelawny alzó la mano para que la multitud hiciera silencio.
Y entonces sucedieron varias cosas a la vez.
Máanu vio a la Reina en la escalera del palacio y pensó en si debía saludarla. Pero entonces miró hacia Akwasi y distinguió el arma en su mano. En el mismo momento, Jefe descubrió a su madre sobre el carro de fruta.
Máanu gritó y saltó del carro. Jefe también vociferó y se soltó de la mano de Nora.
—¡Mamá!
El niño corrió hacia Máanu, para lo cual tenía que atravesar las vallas delante del palacio. Pero ¡un par de guardianes de uniforme no podían detener a un futuro guerrero ashanti! Jefe cruzó las barreras como un pequeño rayo negro.
—¡Jefe!
Nanny se agachó para atrapar al pequeño y entonces resonó un disparo, mas el gobernador se había vuelto sorprendido hacia la mujer, lo que impidió que la bala lo alcanzase.
Desesperado, Doug buscaba con la mirada de dónde había salido el disparo, cuando Máanu también cruzó la valla, cogió a su hijo y lo cubrió con su cuerpo para protegerlo. Doug empujó al gobernador al suelo cuando sonó el siguiente disparo y esta vez sí vio de dónde procedía. Dudando si informar a los guardias o emprender él mismo la persecución, primero protegió a Trelawny.
Máanu señaló nerviosa en dirección a la litera y gritó algo a los soldados blancos. Estos cargaron las armas, mientras la escolta negra de los cimarrones de Barlovento no se quedaba de brazos cruzados. Se produjo un tiroteo, la gente gritaba y un grupo de guerreros se lanzó en persecución de Akwasi.
El joven huyó por la calle lateral en la que se había instalado la litera, pero no sabía que los carruajes de los hacendados taponaban el siguiente cruce. Sacó su cuchillo y se precipitó hacia el cochero más cercano, pero tropezó con el equivocado.
También Kwadwo, el hombre obeah, llevaba cuchillo desde que el salvoconducto de Doug lo acreditaba como orgulloso negro libre. Desarmó a Akwasi con la misma destreza con que decapitaba pollos.
—Olvídalo, chico, te matarán de un tiro. —Kwadwo le retorció el brazo a la espalda mientras Akwasi pugnaba por soltarse—. Tienes que rendirte. O no saldrás de aquí con vida.
—¡Y qué! —Akwasi jadeaba y se revolvía. Los primeros cimarrones, seguidos por los soldados blancos, ya aparecían por la esquina—. ¡Que me cuelguen si quieren! —Akwasi luchaba con toda su alma, pero Kwadwo era más fuerte.
—No te colgarán —dijo el hombre obeah, sereno—. El backra no lo permitirá.
Nora y Máanu se ocupaban del pequeño Jefe, que se puso a vociferar fuera de sí cuando arrastraron a Akwasi maniatado delante de los cimarrones y el gobernador.
—¿Un negro? —preguntó sorprendido Trelawny—. Había pensado…
—Akwasi —dijo con tristeza Nanny—. ¿Vale la pena todo esto por una sola mujer blanca?
El gobernador frunció el ceño.
—¿Conoce a este hombre?
Nanny asintió.
—¿Entonces iba contra usted?
Los pensamientos se agolpaban en la mente de Doug. Si había una oportunidad de que Akwasi saliera con vida de allí, dependía de si su intención era matar a un negro, no al gobernador de la Corona. Tal vez la pregunta podía quedar sin contestar.
—Excelencia —intervino antes de que Nanny respondiera—. Posiblemente iba dirigido contra algún sirviente. O contra su esposa… —Señaló a Máanu—. El hombre desvaría, tendremos que aclararlo más tarde. Deje que se lo lleven ahora. La Reina Nanny sin duda quiere presentarle a Máanu, su… su mano derecha, por decirlo de algún modo, en Nanny Town. Y ahora también su protectora. Fuera quien fuese contra el que iba dirigido el atentado, excelencia, Máanu lo ha evitado.
Trelawny pareció serenarse, pero, naturalmente, percibió el alegato de un buen abogado en las palabras de Doug.
—¿Quiere defender a este sujeto, Fortnam? —protestó desconfiado, señalando con un dedo acusador a Akwasi—. Creo que lo averiguaremos ahora mismo. ¿A quién has disparado, hombre? ¡Dilo, o lo descubriremos de todos modos!
Doug miró a su viejo amigo. Se habían entendido muchos años sin palabras. Akwasi tenía que mirarlo a los ojos y confiar en él.
«Akwasi, ya nos has puesto en peligro a los dos», los labios de Doug formaban las palabras sin emitir ningún sonido.
Y Akwasi, que ya se había erguido pese a sus ataduras para espetarle la verdad al gobernador, bajó la cabeza.
—Yo no disparar, backra —murmuró—. Arma fallar. No querer matar a nadie… Akwasi negro bueno…