Doug Fortnam ya había concluido sus preparativos cuando vio aparecer en el claro a Nora y Dede a primeras horas de la tarde. Había reunido sus armas y sus escasos pertrechos, y había memorizado las explicaciones que Tolo le había dado respecto al sendero que rodeaba Nanny Town. A los blancos eso solía resultarles difícil, las africanas empleaban imágenes y descripciones del paisaje totalmente distintas de lo habitual, y con el mapa que él había desplegado en el suelo, delante de la cabaña, la mujer negra no sabía qué hacer. Finalmente, creía haberlo entendido más o menos todo, y no resultaba demasiado enrevesado. Cuanto más subieran la montaña antes de girar al este para evitar Nanny Town, más seguros estarían. Pero mejor no descender por el otro lado, pues corrían el peligro de encontrarse con la gente de Cudjoe o Accompong.
Había pasado las últimas horas en anhelante espera, contando con que Nora volvería hacia el atardecer. Su aparición antes de lo previsto supuso una alegre sorpresa y tuvo que dominarse para no estrecharla entre sus brazos. Nora le previno frunciendo el ceño y mirando de reojo a la niñita que dócilmente avanzaba de su mano.
—Esta es Deirdre —la presentó.
Doug sonrió a la pequeña. No había esperado encontrarse con una belleza tan semejante a Nora.
—Pero tú no llevarás la desdicha a Irlanda, ¿verdad? —bromeó.
Dede le dirigió una mirada sorprendida con sus ojos verdes y frunció el ceño como era propio de Nora. Doug quedó prendado de inmediato.
—Tendré que contarte la historia —añadió—. Deirdre era el nombre de una princesa, ¿sabes? Una niña preciosa, pero cuando nació se auguró que una desdicha caería sobre Irlanda.
—¿Y cayó? —preguntó Dede curiosa. Le encantaban los cuentos.
—En cierto modo. Pero no fue por culpa de Deirdre. El mismo monarca…
—Nuestro amigo Doug te contará la historia mientras andamos —lo interrumpió Nora, mirando preocupada el camino por el que habían llegado—. Marchémonos, aquí no estamos a salvo de Akwasi. Debería haber dicho que iba a recoger los frutos a otro lugar… En cualquier caso debemos partir. —Se puso el hatillo al hombro.
—¡No os mováis! —Una voz imperiosa resonó al borde del claro.
Doug buscó la pistola, pero había metido el arma en la mochila y el sable que desenvainó de nada le serviría contra tantos adversarios. Akwasi y tres centinelas negros, no menos corpulentos que él, salían en ese momento del bosque.
—Vaya, vaya, ¡y yo que había pensado que la brujería era superstición! —dijo Akwasi, sarcástico—. Pero no, por lo visto la anciana Tolo tiene poderes para que aparezcan amantes largo tiempo relegados al olvido. ¿Cómo has llegado aquí, Fortnam?
Doug se encogió de hombros y lo apuntó con el sable. Quizá podría desviar una lanza si Akwasi se la arrojaba. Pero no cuatro…
—Siempre regreso, Akwasi —respondió—. Deberías haber confiado en ello. Ha ido despacio, pero hoy serías busha en Cascarilla Gardens.
Akwasi se echó a reír.
—¡Jefe negro con backra! Justo lo que yo deseaba… Pero ni siquiera pudiste deshacerte tú solo de tu viejo. Si yo no lo hubiera hecho…
—¡Tenía diez años, Akwasi!
Doug tenía la sensación de estar discutiendo eternamente de lo mismo. Pero al menos ahora sabía quién había matado a Elias Fortnam. En realidad no podía culpar a Akwasi. El modo en que había muerto su padre no le permitía sospechar que su propio futuro fuera mejor.
—¡Déjanos marchar, Akwasi! —Era Nora. Sabía que no serviría de nada, pero al menos tenía que recurrir a la razón de Akwasi… y a su amor—. Si todavía sientes algo por mí, Akwasi, déjanos marchar. Yo pertenezco a Doug, no a ti. Quiero irme a casa. Y tú perteneces a Máanu. Ella te ama…
—Máanu está obedientemente en casa, como conviene a cualquier buena esposa —señaló Akwasi—. Mientras tú me engañas. Sería interesante saber cómo se castiga esto en África. Uno de los musulmanes me contó en una ocasión que lapidan a las esposas…
—Si me matas, también me habrás perdido —observó Nora—. En cualquiera de los casos, me pierdes, Akwasi. Y respecto a Doug… Fuisteis amigos. ¿No queda realmente nada que os una?
Los ojos de Akwasi indicaban que había algo, sí: odio. Un odio desnudo.
—Déjalo correr, Nora, no nos dejará marchar en paz —apuntó Doug—. Pero hagámoslo de otro modo, Akwasi. Hoy estamos aquí dos hombres libres. Peleemos por ella…
Akwasi volvió a reír.
—¿Sugieres un combate?
—Los caballeros blancos lo llaman duelo. Y sí, me gustaría pelear contigo. Puedes elegir el arma.
Nora sacudió la cabeza. Akwasi era más alto y pesaba más que Doug, le superaba en media cabeza. Y llevaba años entrenando para la guerra con las armas tradicionales de su pueblo. Con la lanza y el cuchillo mataría sin el menor esfuerzo a Doug. Pero Akwasi no estaba dispuesto a aceptar el reto.
—Oh, no, backra, no vas a engatusarme con eso. No soy un caballero, conmigo no tienes que gastar cumplidos. Si acaso un noble que en un futuro tal vez sea rey… —Los hombres que estaban a su espalda cuchichearon sorprendidos, quizás asustados—. Y tú, amigo mío, tampoco eres ahora un backra. Te haré mi cautivo y te convertirás en esclavo. ¡Es una antigua costumbre que se practica en África, tanto si se es negro como blanco! —Sonrió—. Y ella es de todos modos mi esclava… —Señaló a Nora—. ¿Cómo se castiga la huida, querida? En el caso de las mujeres, setenta latigazos, ¿no es así?
Nora lo miró iracunda.
—¡Ni te atrevas! ¡Soy tu esposa, Akwasi!
—De acuerdo, ya hablaremos de la lapidación. Tenemos tiempo. Primero llevaremos al prisionero al pueblo. Me imagino que debe de haber mucha gente con ganas de resarcirse de un backra blanco.
Con un veloz movimiento de su lanza, Akwasi arrancó el sable de la mano de Doug. Todo fue tan rápido que este último no tuvo tiempo de reaccionar. Los otros negros lo atraparon de inmediato y le pusieron los brazos a la espalda.
—¡Atadlo! —ordenó Akwasi—. Y a la mujer y a la bruja. —Señaló la cabaña de Tolo—. Esa les ha ayudado, también debe ser castigada. Los llevaremos a Nanny Town.
—Papá… —se oyó de repente una vocecita. Dede había visto atónita la aparición de su padre como fiero guerrero. Ahora se agarraba a su madre cuando los hombres se disponían a atarla—. ¿Estás enfadado?
Akwasi le dirigió una sonrisa.
—¡Dede, pequeña, no tengas miedo! No estoy enfadado, y menos contigo. Un día me darás las gracias por lo que estoy haciendo. Tu madre quería llevarte a vivir entre los blancos. ¿Y sabes lo que serías allí? Una esclava. Los niños negros tienen que trabajar duramente cuando están con los blancos y les prohíben jugar. Si no eres buena, te fustigan con el látigo. Tu madre…
—Akwasi, ¡no digas eso! —gritó Nora exasperada—. No es verdad, Dede, yo no te haría nada malo. Y tampoco Doug…
—¡Para los blancos yo soy una princesa! —Dede se irguió tan confiada en sí misma y decidida como su padre acababa de hacerlo frente a los cautivos—. Deirdre. ¡Y si no vigilan, haré caer la desdicha sobre Irlanda!
Pese a su miserable estado, Doug casi se echó a reír de esa personita diminuta y elfina que plantaba cara al gran guerrero. Akwasi la escuchó atónito. Naturalmente, ignoraba la leyenda y hasta ese día no se había enterado de que Nora había bautizado a su hija con el nombre de Deirdre.
—¡Tu nombre es Dede! —dijo, lanzando una iracunda mirada de soslayo a Nora—. Un único nombre, bueno, africano, que no lleva desdicha a nadie.
—¡Y si no es así, robas un pollo para el hombre obeah! —Nora respondió con la misma ira a la mirada de Akwasi—. Eso hace realidad todos los sueños. Mientras te lo creas.
Dede parecía tan desconcertada como furioso su padre.
—¿Cómo lo sabes? —farfulló—. Pero sí, es cierto, te hechicé. Debías pertenecerme. ¡Y todavía me perteneces!
Nora escupió delante de él.
—Ya ves lo que valgo para él, Deirdre. Una esclava negra vale en el mercado unas doscientas cincuenta libras. Un pollo vale como mucho un chelín.
La niña rompió a llorar. Doug creyó que había llegado el momento de poner punto final a esa disputa cruel delante de la pequeña. Y más todavía porque los contendientes estaban lo suficiente enzarzados y concitaban la atención de los centinelas. Los hombres todavía no habían afianzado del todo las ataduras. Doug se movió con rapidez, le arrebató a uno el cuchillo del cinturón y corrió en busca del sable, que había caído en un arbusto. Seguía allí, como listo para que lo recogiera, y con un armonioso movimiento Doug lo empuñó y lo clavó en el hombro del guerrero que en ese instante se disponía a arrojarse sobre él. No obstante, el intento de huida fue inútil. Ya tenía encima a los otros dos y uno de ellos le propinó dolorosos golpes con un palo en el brazo y en la cadera, haciendo que soltara el sable.
—¡Un intento de huida! —Akwasi esbozó una sonrisa radiante—. Un esclavo ha tratado de huir. Me lo pones muy fácil, Doug Fortnam. Celebraremos un juicio. Lástima que no tengamos ningún reverendo que te explique por qué hay que servir lealmente al backra antes de rezar a tu lado mientras te amputan un pie.
Doug quería decir algo, pero Nora le lanzó una mirada suplicante. Era absurdo, su única oportunidad residía en acompañar a los guerreros y confiar en la sensatez de Máanu y el resto. ¡Y en el pronto regreso de la Reina! La Abuela Nanny no permitiría que poco antes de firmar el acuerdo se azotara y mutilara a un blanco.
Antes de que los hombres se aproximaran para maniatarla, Nora cogió a su hija en brazos.
—¡Os sigo voluntariamente! —declaró—. Y él también. —Señaló a Doug—. Akwasi no es nuestro juez. Nosotros nos sometemos a la jurisdicción de la Reina.
Seguro que aquellos negros nunca habían oído la palabra jurisdicción, pero soltaron a Nora. A Doug, por el contrario, le ataron con violencia las manos a la espalda. Nora percibió que le hacían daño, era probable que tras los golpes tuviera un fuerte hematoma en el brazo.
En ese momento, Tolo salió de la cabaña.
—¡Akwasi, te burlas de los espíritus! —señaló con firmeza—. La mujer no te pertenece, has poseído su cuerpo pero jamás su espíritu. En una ocasión fue excusable, entonces te engañó un duppy. Después la intención ha sido mala. No tienes ningún derecho sobre ella. ¡Déjala marchar!
—Claro que tengo derecho sobre ella. ¡La Reina me lo ha concedido! —insistió Akwasi—. ¡Con la bendición de los espíritus! —Se vanaglorió, y Nora recordó los conjuros de Nanny.
Tolo hizo un gesto de indiferencia.
—Ya veremos con el tiempo quién tiene el apoyo del espíritu más fuerte —respondió—. Pero ¡a mí no me tocáis! —Se volvió con voz de mando al séquito de Akwasi—. Todavía tengo poder suficiente para…
—¿Los puedes convertir en ranas? —preguntó vacilante Dede.
Tolo sonrió a la pequeña y luego dejó vagar la mirada en la lejanía.
—No sé dónde está Irlanda —dijo entonces—. Pero esta niña hará caer una gran desgracia en la sangre de tu sangre, Akwasi. Y vosotros… —Hizo un movimiento de rechazo con la mano y los centinelas retrocedieron amedrentados.
Akwasi rio burlón.
—Ella misma es sangre de mi sangre —dijo.
Tolo asintió.
—Eso ya fue un error. Y ahora abandona mi tierra. Comete tus faltas en otro lugar, Akwasi, aquí perturbas la tranquilidad de los espíritus. Y algunos de ellos no son muy pacientes…
Los acompañantes de Akwasi decidieron alejarse de allí de inmediato. Empujaron a Doug por delante de ellos con las lanzas, seguidos por el guerrero herido, que se cogía el hombro sangrante. Luego avanzaba Nora con la niña y al final Akwasi. En el camino de vuelta a Nanny Town no se pronunció ni una palabra. Akwasi meditaba en silencio y Nora ya tenía suficiente con contener el miedo que iba apoderándose de ella. Miedo por ella misma, miedo por Doug y también por su hija. ¿Qué significaban esos absurdos presagios de Tolo? ¿Podían tal vez provocar que Akwasi matase a su hija?
Akwasi hizo encerrar a Doug en una cabaña circular que solía utilizarse como almacén. No tenía cerrojos, pero dos hombres montaron guardia delante de ella. Para esa tarea se ofreció un buen número de voluntarios. Nora cayó en el desánimo al ver cuántos negros que habían sido esclavos anhelaban vengarse de un backra blanco. El juicio, que se debía celebrar al siguiente día, se aguardaba con emoción. Nora pudo volver a su cabaña, si bien Akwasi la «vigiló» personalmente y la dejó tan dolorida e indignada como en los primeros tiempos.
Por la mañana, un par de guardianes la despertaron con la noticia de que el prisionero se había escapado. Doug había abierto un agujero en las paredes de paja y estiércol de vaca de la cabaña. Para ello no se necesitaban grandes herramientas, había bastado con una pala que se encontraba en el almacén. El fugitivo se la había llevado como arma. Akwasi amenazó a los descuidados centinelas con terribles castigos. No obstante, antes de que pudiera tomar medidas, sonaron los cuernos: los centinelas emplazados alrededor del poblado habían apresado a Doug. Se podía rodear Nanny Town si se llegaba a un puesto alejado como la cabaña de Tolo, pero era imposible salir o entrar del poblado sin ser visto.
Doug parecía tan derrotado como se sentía Nora cuando los hombres lo llevaron de nuevo a Nanny Town. Debía de haberse defendido para que no lo apresasen, pero los cimarrones seguramente le habían enseñado sus habilidades con el palo. Los hombres lo arrastraron a la plataforma improvisada para el castigo que los partidarios de Akwasi habían construido el día anterior en medio del entusiasmo causado por la captura de Doug. Nora se puso enferma al verlo: el «escenario», ligeramente elevado y construido alrededor de un árbol en el que se podía colgar al acusado para azotarlo, era similar a las tarimas de las plazas de reuniones de las plantaciones. Era poco probable que alguien «administrara justicia» en ese lugar. Se trataba de una venganza primitiva que alimentaban seres que odiaban a los blancos. Un par de esclavos liberados bebía de botellas de aguardiente de caña. Akwasi debía de haber distribuido raciones extras.
Nora sintió que sus últimas esperanzas se disipaban, aún más por cuanto el espectáculo no se desarrollaba donde realmente habría sido de esperar, en la plaza de reuniones, sino en la plaza de ejercicios de los guerreros, alejada del poblado. Quien no quisiera, no se enteraría de lo que allí ocurriera. Por consiguiente, el público congregado estaba formado casi exclusivamente por hombres, la gran mayoría de los cuales, además, habían sido esclavos del campo.
Muchos llegaban con el torso desnudo. Cuando Doug pasó entre ellos, le mostraron las cicatrices de los latigazos en la espalda. Por el contrario, los auténticos cimarrones, las familias y los antiguos habitantes del poblado, de los cuales Nora había esperado una influencia moderadora, permanecían en sus cabañas. No sentían ninguna compasión por los backras, como tampoco tenían ningún tipo de escrúpulo cuando asaltaban y mataban hacendados. Pero no disfrutaban torturando a alguien en público hasta la muerte. Si Akwasi y su gente pretendían hacerlo, ellos no intervendrían ni serían testigos.
Así pues, solo eran unos cincuenta de los más de dos mil habitantes de Nanny Town los que se reunieron alrededor de la plataforma y el árbol de la horca. Dieron voces y silbaron cuando colgaron a Doug atándole los brazos a una rama. Nora no entendía cómo podían disfrutar de eso. Todos debían recordar cómo se sentía uno en una situación así. Pese a todo, Doug no les daba la satisfacción de reaccionar a sus improperios. Había pasado estoicamente entre la muchedumbre y no se había resistido. Nora recordó la actitud de Akwasi cuando por primera vez ella asistió a un castigo de ese tipo, y volvió a preguntarse cómo podían odiarse tanto cuando en el fondo eran tan parecidos.
Akwasi arrastró a Nora hasta la plataforma.
—¡Cimarrones! —anunció. Siguieron unos vítores. Entre los esclavos liberados ese nombre era considerado un título de honor, aún más por cuanto los negros nacidos en libertad con frecuencia los miraban como ciudadanos de segunda clase en Nanny Town—. ¡Nos hemos reunido hoy aquí para juzgar a un esclavo! Lo he apresado tal como hacían con nosotros en África. Como prisionero de guerra después de que entrara en nuestro territorio con la intención de robar algo que me pertenece. ¡Yo a él no le he raptado!
Un par de hombres aplaudieron, los pocos que distinguían la diferencia. A la mayoría, por el contrario, les daba igual si la víctima era culpable de algún delito o simplemente estaba en el lugar equivocado y en el momento equivocado.
—¡Yo no te pertenezco! —gritó Nora.
Sus brillantes ojos verdes parecían soltar chispas. Doug alzó la cabeza y la miró. Estaba tan bonita… si al menos pudiera contemplarla mientras moría…
Los hombres no hicieron caso de Nora. Se limitaron a reír cuando Akwasi reanudó su discurso.
—¿Qué nos debe este esclavo? —gritó a la muchedumbre.
—¡Caña de azúcar! —respondieron algunos.
—¡Trabajo! —gritaron otros.
—¡Debe ser un buen siervo! —se burló uno de las advertencias del reverendo Stevens.
—¡Exacto! —respondió Akwasi con gesto de aparente gravedad—. Pero ¿qué hizo este esclavo? Intentó escapar. Una primera vez… ¿Qué castigo se aplica a los que huyen por primera vez?
—¡Cincuenta latigazos!
—¡Treinta!
—¡Setenta!
Por lo visto, los castigos diferían en cada plantación. Solo unos pocos hacendados habían impuesto la cifra de setenta, la mayoría quería seguir sacando rendimiento de la mano de obra.
—¡Dejémoslo en cincuenta! —declaró Akwasi—. ¡Centinelas!
Uno de los hombres más fuertes, un negro fornido que Nora solo conocía de vista, cogió el látigo. No venía de Cascarilla Gardens, sino de una plantación al este de Kingston. Entre los presentes se encontraban solo unos pocos de los anteriores esclavos de Fortnam. La mayoría consciente de la diferencia entre Elias y Doug. Tal vez se avergonzaran de la cruel venganza de Akwasi, pero, al igual que los cimarrones, no iban a tomar partido. Un blanco en Nanny Town era un proscrito.
Entre los gritos de júbilo de los ex esclavos, resonaron los primeros restallidos del látigo sobre la espalda desnuda de Doug. Se arqueaba con cada fustazo, pero no gritó. En ese nivel casi todos los esclavos que Nora había visto colgar de un árbol conseguían dominarse. Solo cuando la piel se desgarraba y el látigo abría heridas cada vez más profundas no podían aguantarlo. El primer gemido brotó de los labios de Doug después de diecisiete latigazos, cuando la sangre ya le corría por la espalda. Nora buscó desesperada su mirada para infundirle ánimos.
Doug, que mantenía la cabeza baja y parecía inmerso en su propio mundo, pareció percibirlo. Levantó la cabeza, la miró a los ojos y sonrió.
Akwasi no podía contener su cólera.
—¿Y tú a qué esperas? —gritó al vigilante—. ¿Ya te has cansado? El esclavo se está burlando de ti. ¿Alguien quiere relevarlo?
Entre el vocerío de los presentes, otro hombre agarró el látigo. Los siguientes golpes se propinaron con renovado ímpetu. Doug ya no se sostenía sobre sus piernas. Ahora realmente colgaba del soberbio campeche que la gente de Akwasi había elegido para el castigo. A la luz del sol, las hojas del árbol emitían un brillo purpúreo, como la sangre de Doug. Nora sentía que la cabeza le daba vueltas, pero tenía que ser fuerte. Debía conservar las fuerzas por si más tarde ella corría el mismo destino. Con toda seguridad, Akwasi tampoco tendría piedad cuando la castigara por su huida.
Doug intentaba reprimir los gritos mordiéndose los labios. Pronto estarían tan ensangrentados como su espalda. Pero conseguía privar a Akwasi de la satisfacción. Con un esfuerzo casi sobrehumano reprimía cualquier muestra de dolor. Cuando ya había recibido treinta y seis azotes, perdió el sentido.
—¿Y ahora? —preguntó Akwasi sonriendo al público.
—¡Agua! —respondieron los hombres al unísono.
Todavía recordaban muy bien cómo era en las plantaciones. Nora se horrorizó de sus caras inmisericordes. Akwasi vació un cubo de agua sobre el cuerpo inerte de Doug.
El joven volvió en sí tosiendo.
—¿Seguimos? —preguntó el centinela, tanto a Akwasi como a su víctima.
Doug apenas conseguía erguirse, pero volvió la cabeza hacia él.
—Estoy esperando —respondió con los labios apretados.
A Akwasi le rechinaron los dientes. Fueron cincuenta latigazos. Doug colgaba de sus ataduras cubierto de sangre y sudor; también su verdugo parecía agotado.
Akwasi les dio tiempo para recuperarse y el público se tranquilizó. Luego se cercioró con un vistazo de que el prisionero estuviese consciente.
—Nuestro esclavo ya ha sido castigado —declaró relajadamente ante la multitud—. Pero ¿qué más hizo? Aprovechó la siguiente oportunidad que se le brindó para emprender otra vez la huida.
Nora gimió. No había esperado que Akwasi se diera por satisfecho tan fácilmente, pero eso… eso era demasiado perverso. ¿Por qué no le había castigado con setenta latigazos y acabado con todo?
—¿Qué castigo se impone a una segunda huida?
Nora sentía náuseas. De repente visualizó la plaza de los castigos de la plantación Hollister. A los dos esclavos que habían atrapado…
—¡Cortar una pierna! —gritó uno de los hombres.
—¡Cortar un pie! —exclamaron los demás. Por lo visto era el castigo más frecuente.
A Nora todo le daba vueltas. Doug la miró buscando ayuda. Por primera vez distinguió el pánico en los ojos del joven. Algunos esclavos de Hollister habían sobrevivido a una amputación, pero era la excepción a la regla. La mayoría moría días después víctima de la fiebre y el dolor. Eso era lo que se proponía Akwasi, que sonrió irónico.
—¿A lo mejor basta con un par de dedos del pie? ¿Tú qué crees, esclavo? Si nos lo pides con amabilidad…
Doug ya no tenía saliva suficiente para escupirle, pero su mirada ya decía bastante: no iba a suplicar.
—¡Medio pie! —decidió Akwasi riendo.
Alguien puso el pie de Doug sobre un tajo. Ya hacía tiempo que le habían quitado las botas. Los ex esclavos lo habían conducido al patíbulo como solía hacerse con uno de los suyos: el torso desnudo, los pies descalzos y provisto tan solo de unos pantalones de algodón claro ahora ensangrentados. Doug gritó y se defendió como mejor pudo contra los hombres que lo sujetaban, mientras sus verdugos lo ataban con una cuerda al árbol.
—¿Quién sabe manejar un machete? —preguntó Akwasi a la muchedumbre.
Nora siguió su mirada. ¿Es que no había nadie que protestara? Pero solo vio rostros negros y sonrientes mirando el espectáculo y un punto de color que se acercaba desde el pueblo. Una mujer. ¿Nanny? No, imposible, esta mujer era alta y joven. La Reina nunca se habría movido con tanta agilidad. Mientras un joven empuñaba el machete, Nora reconoció a Máanu.
Akwasi y el verdugo discutieron brevemente sobre dónde iban a asestar el golpe. El corte separaría los dedos de los metatarsos. Doug levantó el rostro, blanco como un muerto, y buscó algún sentimiento en la mirada de Akwasi. Movió los labios.
—Akwasi, éramos…
Nora leyó, más que oír, las palabras en sus labios.
Akwasi hizo un ademán de rechazo.
—Nosotros nunca fuimos amigos —escupió.
Máanu se abrió camino entre las últimas filas de espectadores increpando en voz alta y con los puños levantados.
—¡Adelante! —ordenó Akwasi.
El joven verdugo golpeó y Doug se arqueó cuando el machete cayó sobre su pie. Pero no fue un golpe diestro: dejó una profunda herida pero no cercenó el pie. Y entonces Máanu llegó a la tarima, subió y arrancó el machete de la mano del hombre.
—¿Qué pasa aquí? ¿Os habéis vuelto locos? —La joven sostuvo el arma como si quisiera blandirla contra Akwasi y su ayudante—. Había pensado que todavía lo estabais buscando. He estado con Tolo… Mansah está herida. ¡Y ahora me entero de esto! Sois… Esto es increíble.
Máanu se volvió hacia Doug y cortó las cuerdas que lo sujetaban al árbol. Incrédula, miró la corteza manchada de sangre. Doug permaneció colgado de los brazos, totalmente indefenso, no podía sostenerse con una pierna y no se atrevía a mover el pie herido.
—¡Estamos en nuestro derecho! —se justificó Akwasi—. Hasta en la Biblia lo pone: «Ojo por ojo… »
—¿Desde cuándo citas la Biblia? —replicó Máanu encolerizada—. El Akwasi que yo conocía robaba pollos para el hombre obeah. ¿Y ahora habla como un reverendo blanco? Tolo tiene razón, ¡Akwasi, eres más blanco que los backras!
—¡Retira lo dicho!
Akwasi pareció querer abalanzarse sobre ella. Máanu le propinó un sonoro bofetón.
—¡Piensa que aún debes poner la otra mejilla! —se burló de él.
Akwasi se había quedado sin habla. Otro hombre, un corpulento ashanti seguramente nacido en África, habló por él.
—¡Basta, mujer! Nosotros orgullosos. ¡Nosotros venganza!
—¡Nosotros cimarrones! —exclamó otro, golpeándose el pecho.
Los demás vocearon mientras agitaban sus lanzas en el aire como guerreros africanos. Máanu los miró desde lo alto como si fueran niños malcriados.
—¿Cimarrones? —preguntó—. Yo aquí no veo cimarrones. ¡Ni por supuesto nada de orgullo!
Máanu volvió a levantar el machete. Sin preocuparse por las protestas de los hombres, dejó libre el brazo derecho de Doug.
—Solo veo lo que he estado viendo durante años en las plantaciones: hombres a los que les divierte torturar a otro hasta matarlo.
Cortó la segunda ligadura de Doug. El joven se desplomó gimiendo en el suelo. Nora quiso correr hacia él, pero Akwasi se lo impidió. Máanu lo miró.
—Y no veo a ningún ashanti. Solo a negros del campo quejumbrosos y poco valerosos que fuerzan a las mujeres a someterse a su voluntad y a darles niños sin que haya nada de amor entre ellos, sino únicamente odio.
Akwasi soltó a Nora y se acercó amenazador de nuevo a su primera esposa. Máanu levantó hacia él una mirada arrogante, e incluso Nora, que solo tenía ojos para Doug, sintió su fuerza. Akwasi quería ser visto como el administrador de Quao, pero Máanu representaba el poder de la Reina. Nadie osaría hacerle nada. En ese momento se acercaban otros habitantes de Nanny Town. Mujeres, pero también hombres armados, cimarrones auténticos. Alima los dirigía.
—¡No hacer nada a backra! —gritaba desde lejos—. Backra bueno. Y Nanny aquí. ¡Nanny enfadada! ¡No hacer daño a backra!
El turbante de Alima había resbalado y su cabello ondeaba al viento. Maalik, su padre, no dijo nada al respecto. Se abrió paso entre los otros hombres armado con un machete.
—¿Cuántos latigazos se dan por sedición? —preguntó Máanu burlona a su marido—. Baja ahora mismo y acude en presencia de la Reina. ¡Algo tendrá que decir sobre todo esto!
Más tarde, Nora solo recordaría fragmentos de lo acontecido en las horas que siguieron. Se había desmoronado junto a Doug, pero había tenido fuerzas para cerciorarse de que todavía vivía. Por otra parte, ignoraba cómo los habían llevado a ambos a una de las cabañas circulares y encerrado allí. Cuando recobró el conocimiento, la puerta estaba cerrada. La estancia estaba totalmente vacía, posiblemente era una nueva construcción. Los hombres habían arrojado a Nora y Doug sobre la tierra desnuda y apisonada.
Una antigua imagen surgió cuando Nora vio a Doug a su lado: Akwasi tendido en el suelo de su cabaña, con la espalda desgarrada, y Máanu, que detenía la hemorragia con su nuevo vestido del domingo. Ahora, ella misma rompía la enagua para vendar al menos provisionalmente el pie de Doug. La herida era profunda, pero podría sanar. Si se mantenía limpia, cuidada y vendada y si el herido reposaba… Nora no se hacía ilusiones. Incluso si todo iba bien había peligro de que se infectara. Si no se atendía la herida, era probable que Doug muriese.
Mansah llevó a Nora un cántaro de agua y un cuenco para beber.
—¡Nanny está muy enfadada con Akwasi! —le dijo en voz baja—. ¡Yo fui a buscar a Nanny! Los tambores decían que se quedaría una noche más en las montañas rezando, pero subí corriendo y la busqué…
—¡Tú ahora venir…!
El guardián malhumorado que había acompañado a la muchacha era uno de los hombres del patíbulo. Nora le lanzó una mirada de odio y la niña se marchó de mala gana. Nora ayudó fatigosamente a Doug a erguirse para ponerle el cuenco de agua en los labios. Estaba sediento y bebió con avidez.
—Estas cabañas —musitó—. Las paredes no son firmes. Ni siquiera necesitaremos herramientas. Podemos… podemos huir esta noche…
—¿Para que vuelvan a cogernos? —repuso Nora con dulzura, retirándole con una caricia el cabello sudoroso de la frente—. Tú mismo has comprobado lo bien vigilado que está el poblado.
«Y no podrías dar tres pasos seguidos». No pronunció esto último, Doug no admitiría su debilidad. Pero de hecho le era imposible recorrer más de treinta kilómetros huyendo por la selva. Incluso si los centinelas los dejaran pasar.
—Tienes que escapar —dijo Doug—. Al menos tú. Cuando cuentes en Kingston…
Nora sacudió la cabeza.
—Sola tampoco lo conseguiré. Como mucho llegaría a la costa noreste. Para cuando hubiese avisado al gobernador, ya haría tiempo que te habrían matado. Además, no quiero irme. Estoy en el lugar donde quiero estar.
Recostó a Doug con cuidado sobre su regazo después de haber desgarrado el resto de su enagua en tiras para vendarle la espalda. Incluso si no podía hacer nada por él, al menos las heridas no debían tocar el suelo y seguir ensuciándose.
—Veo que pretendes enseñarme la pierna —intentó bromear Doug, cuando ella empezó a romper también su amplia falda—. Es… es lo que haces siempre… acuérdate, acuérdate del huracán.
Nora se obligó a sonreír.
—Fui y sigo siendo una coqueta. ¿Cómo pudiste enamorarte de una mujer tan frívola?
—Me enamoré de una sirena —susurró Doug—. Te vi en la playa… con tu caballo. ¿Sabes que todavía lo conservo? Y tengo un potro. Cuando… cuando regresemos, galoparemos a la orilla del mar…
Nora le acarició el rostro. Notaba que le subía la fiebre.
—Aurora volverá a ganar a Amigo —le dijo.
Doug sacudió la cabeza.
—Pero no a su hijo. No al árabe. ¿No sabes? Estuvo con el semental de Keensley. Ese potro… ese potro podría hasta ganar carreras… Cuando volvamos a casa… —Doug perdía la voz.
Nora lo puso cómodo e intentó no pensar en Simon. Era lo mismo que había ocurrido entonces. Sostenía entre sus brazos a un hombre que contaba historias. No tenía nada a su alcance para ahuyentar la muerte, solo sus sueños. En algún momento se durmió. Tal vez también eso era un sueño, una pesadilla enviada por un espíritu celoso.