Doug Fortnam salió airoso del escrupuloso registro que llevaron a cabo los dos constables enviados por el gobernador. Culminó en el caserío de los esclavos, pues lady Hollister expresó la grave sospecha de que ofrecía asilo a los fugitivos. Desde que había informado de la desaparición de Maalik y Jadiya, también ellos estaban en la lista de buscados.
—¡No entiendo tanta desconfianza! —exclamó Doug una vez que los hombres no hubiesen encontrado nada—. Yo también soy uno de los perjudicados. La muchacha era doncella, los padres unos buenos esclavos del campo. ¡Y ya no los tengo!
El agente de mayor edad resopló.
—Constato cierta negligencia —dijo—. Cuando se enteró de que la pequeña había huido debería haber encerrado a los padres. Además, ¿por qué deja que las familias estén juntas? Eso no trae más que complicaciones, hágame usted caso.
—Si lord Hollister se hubiera mantenido alejado de mi esclava todo esto no habría pasado —replicó Doug—. ¿Qué tenía que hacer él con la doncella de su esposa? Y más aún habiéndoles avisado yo a los dos que quería que me devolvieran virgen a la muchacha. En buenas condiciones, por así decirlo.
Los hombres rieron por lo bajo.
—¡No se lo tome así! —terció el agente más joven.
—Una membrana virginal desgarrada no va en detrimento del precio. ¿O es que tenía usted sus propios planes? —El hombre sonrió irónico.
Doug se obligó a callar, lo que los hombres tomaron como un asentimiento.
—Vamos a ver —intervino el otro—. Mirémoslo tal como es, la chica es una esclava. Tiene que obedecer a sus señores. Ya sea el uno o el otro, ¿qué más da?
—Yo lo veo de otra manera —dijo Doug con firmeza, y apretó en su mano la alhaja que llevaba en el bolsillo como amuleto. Nora habría esperado que en una situación así él tomara partido—. Claro que es una esclava, pero también es un ser humano. He comprado su fuerza de trabajo, que es lo que me incumbe. Pero no me da el derecho a maltratarla, asustarla o humillarla.
Nuevas risitas.
—Debería buscarse una parroquia, señor Fortnam. Habla usted como un reverendo. Y ahora que se van los Stevens…
Después de que el tercer hijo de Ruth hubiera muerto a causa de unas fiebres, el reverendo había tirado la toalla. Su esposa odiaba la isla y sin su ayuda no podía mantener el puesto en la parroquia. A esas alturas se limitaba a esperar a su sustituto. Después los Stevens regresarían a Inglaterra.
—¡Y lo mismo hacen los negros cuando se les deja! —agregó el joven—. ¡Corren rumores de que los negros tienen ahora esclavos blancos! Sobre todo mujeres. ¿Para qué cree usted que las utilizan, eh? ¿Para ir a sacar agua del pozo?
Los hombres rieron.
—¿Mujeres blancas? —Doug frunció el ceño—. ¿Con los cimarrones?
El agente mayor asintió.
—Increíble, ¿verdad? Inaudito, en realidad. El gobernador debería tomar medidas, pero ahora está más suave que un guante porque espera poder cerrar el acuerdo. Eso, para usted, es positivo. Si esos tipos tienen que devolver a los esclavos huidos, a lo mejor recupera a sus fugitivos. —El hombre sonrió con cinismo y reprodujo el gesto de cortarle el cuello a alguien.
Doug no volvió a hablar, pero esperó que no llegaran a ese punto. Además, era incapaz de imaginarse que los cimarrones pactaran un acuerdo con efecto retroactivo. Eso provocaría un levantamiento en Cudjoe Town y Nanny Town. No, fuera lo que fuese lo que sucediese, Alima y su familia estaban a buen resguardo.
Sin embargo, la mención del constable acerca de que los cimarrones ahora tenían esclavos blancos le quedó en la cabeza. El hombre tenía razón: si eso era cierto sería algo monstruoso. Y el gobernador tenía que hacer algo para solucionarlo, la sociedad no podía permanecer indiferente a tal tropelía. Doug decidió averiguar más sobre ese asunto la próxima vez que fuera a Kingston y, llegado el caso, informar al respecto en la próxima reunión de hacendados. Su reputación se había visto muy menoscabada entre la alta sociedad de Kingston a causa del suceso con Alima. Dos semanas después de lo ocurrido, lord Hollister todavía se encontraba muy mal. En su plantación, yacía en cama con fiebre y presa de grandes dolores. Su vida todavía corría peligro. Lady Hollister se ocupaba de las visitas de amigos y conocidos, pues el convaleciente no podía atenderlas. La mujer no se cansaba de explicar cuánto la había engañado el «amigo de los negros», como le gustaba llamar a Doug Fortnam, y su diabólica esclava. La mayoría de los propietarios de las plantaciones podían sin duda deducir cuál era la auténtica historia, pero opinaban como los agentes: lord Hollister penaba demasiado por un delito de caballero. La muchacha tendría que haberse sometido o haberse marchado. Su reacción de pánico había sido totalmente irracional.
Doug había dejado entonces de defender a Alima. En vez de ello, para no quedar mal del todo delante de los blancos, se mostraba colérico por la pérdida de Maalik y Jadiya. Si atacaba públicamente una monstruosidad como la deshonra de una mujer blanca en un poblado de cimarrones, volvería a ganarse la confianza y la credibilidad. Y esperaba no desencadenar ninguna guerra de la cual fueran de nuevo víctimas Alima y su familia, Máanu y Akwasi. Doug no guardaba rencor a sus esclavos huidos. Máanu había tenido buenos motivos para marcharse, y Akwasi… ¿quién no hubiera aprovechado el asalto de los cimarrones para liberarse de la esclavitud?
Pero ya podía darle todas las vueltas que quisiera, no podía arriesgarse a romper con la sociedad de los hacendados de Kingston. Se cerraban muchas negociaciones en colectivo, se fletaban muchos barcos… incluso para controlar un poco al gobernador los propietarios de las plantaciones debían mantenerse unidos. Tal vez lograría conservar sin ayuda Cascarilla Gardens, pero los ingresos disminuirían drásticamente y entonces no podría permitirse dar a sus esclavos tanta libertad y privilegios como hasta el momento.
A veces se sentía haciendo equilibrios en la cuerda floja e infinitamente solo. No había nadie con quien pudiera hablar sobre sus reflexiones y sentimientos. La nostalgia que sentía por Nora le dolía. Mientras Amigo trotaba una vez más por la carretera que conducía a Kingston —Doug estaba decidido a no postergar sus pesquisas—, su jinete luchaba con el deseo de desviarse hacia la playa y buscar en la cabaña el espíritu de Nora. O el de Simon, que probablemente habría sido un interlocutor más agradable que la gente con quien planeaba reunirse ese día.
Pese a todo, Doug dirigió a su caballo hacia la ciudad, en primer lugar hacia Spanish Town, hacia el mercado más antiguo. Ahí tenían sus oficinas, siempre que pudiera llamarse así a unos destartalados almacenes, los comerciantes de quienes se rumoreaba que negociaban con los cimarrones. Las dirigían con ayuda de uno o dos esclavos, por lo general mujeres, a las que también sometían a su voluntad por las noches. Eran individuos turbios con los que Doug no solía tener tratos. En rigor, ni siquiera habría conocido sus nombres si no se hubiesen dejado caer de forma esporádica en las reuniones de los hacendados, en general en circunstancias desfavorables. Además, de vez en cuando oía comentarios de sus esclavos. Algunos de ellos habían pedido permiso para vender verduras y huevos en el lugar. Muchas mujeres cultivaban huertecitos en torno a sus casas y mantenían ganado menor para el uso personal. La venta de excedentes podía aportarles algún penique.
Doug les había preguntado con cierto recelo quién se los compraba, razón por la cual habían llegado a sus oídos los nombres de Whistler y Barefoot.
El joven ignoraba si los sujetos se llamaban realmente así, pero, por lo visto, en ciertas zonas de Spanish Town todo el mundo se conocía. En esos momentos, Doug guiaba al caballo por las estrechas callejuelas de la ciudad vieja y tropezó con la tienda de Barefoot junto a una taberna. Una tienducha, tal como esperaba, en la que un par de toneles de ron barato y unos sacos de legumbres e higos secos esperaban compradores. En los rincones se amontonaban artículos domésticos de hierro, ollas, sartenes y otros utensilios. Cuando Doug miró hacia el interior por una pequeña ventana, le abrió una mujer negra. Mantenía la mirada temerosamente baja.
—¿Desea comprar, backra? —preguntó con voz tenue—. Provisiones para el barco…
Doug negó con la cabeza.
—No tengo barco —respondió—. Pero me gustaría hablar con tu backra. Barefoot. Es él, ¿verdad?
La mujer asintió. Era muy joven y hermosa, pero daba la impresión de estar asustada.
—Es él. Está al lado —le informó.
—¿En la taberna?
La joven volvió a asentir. Doug le dio un penique y ella quiso besarle las manos.
—Yo ahorrar —dijo en voz baja—. En algún momento comprar libertad, luego cimarrones…
Doug sonrió. Incluso si nunca llegara a reunir las cien libras que sin duda debía costar, la esperanza la reconfortaba. El joven entró en la taberna. Barefoot no podía ser un auténtico cabrón si al menos dejaba creer a su esclava que algún día sería libre.
Reconoció al hombre por su apellido: Barefoot, «descalzo», vestía pantalones hasta la rodilla, pero no llevaba zapatos ni medias.
—¿Señor Barefoot? —dijo Doug, acercándose a la mesa tambaleante y las tres sillas poco fiables que la rodeaban.
El local solo tenía dos mesas. Olía a ron y grasa rancia y el suelo estaba salpicado de restos de tabaco de mascar.
El rubicundo comerciante asintió.
—Siéntese. Roberta, un ron para el señor. No suele ocurrir que un backra tan elegante acuda a mi despacho.
—¿Su despacho? —repuso Doug con un ademán incrédulo.
Barefoot abarcó con un gesto la taberna.
—¿No le gusta?
Doug sonrió.
—No los he visto mejores —observó, brindando con el comerciante. La camarera, una criolla delgada, le había servido de inmediato—. Me llamo Doug Fortnam.
Barefoot bebió un trago.
—¿Fortnam de Cascarilla Gardens?
Doug asintió.
El comerciante posó en él sus acuosos pero despiertos ojos azul claro.
—¿Qué desea usted del viejo Barefoot? —preguntó receloso—. No querrá aparejar un barco, ¿eh? Y artículos de ferretería tampoco necesitará usted.
—Pues no. —El joven sonrió—. Pero sí necesito información. Llegado el caso estaría dispuesto a pagar por ella, aunque, naturalmente, esto debe quedar entre nosotros. Al menos yo no revelaré a nadie quién me la ha dado.
El comerciante arqueó las cejas.
—En Jamaica no hay tantos secretos, señor. Y yo no guardo ninguno. En mi caso todo es legal, señor Fortnam, no tengo nada que esconder. —Se esforzó por dar franqueza a su mirada.
—Salvo por los viajes que de vez en cuando emprende usted a las Blue Mountains. No lo niegue, todo el mundo lo sabe. Y por mi parte… tiene usted mi beneplácito. Prefiero mil veces más que negocie usted con sus artículos que nos los roben a nosotros.
El comerciante se lo quedó mirando con desconfianza.
—Ha tenido usted una mala experiencia, ¿no es cierto?
—En efecto —confirmó Doug—. Hace unos años saquearon Cascarilla Gardens. Mi padre y mi madrastra murieron.
Barefoot lo miró con ceño.
—¿También la mujer? —preguntó—. Qué raro, creía… Pero bien, usted lo sabrá mejor que yo. Mi… mi más sentido pésame.
—Gracias —contestó Doug, luchando contra la angustia que siempre lo paralizaba cuando pensaba en Nora.
—¿Qué desea saber? —preguntó Barefoot después de que ambos hubiesen bebido otro trago de ron—. Se trata de los cimarrones, ¿verdad? ¿Otra expedición de castigo? Que tenga claro que yo no lo llevaré. Y le desaconsejo que se meta ahí. Quien se acerca, ya sea amigo o enemigo, está en su punto de mira una hora antes de haber logrado ver el asentamiento. Olvídese, más de un gobernador ha salido escaldado.
Doug volvió a darle la razón.
—Lo sé —dijo—. Conozco las montañas. Pero quisiera saber otra cosa. ¿Qué hay de ese rumor sobre que los cimarrones tienen esclavos blancos?
Los ojos de Barefoot reflejaron auténtica sorpresa.
—¿Esclavos blancos? ¿De dónde ha sacado eso? Como usted mismo ha dicho, no debe de ser más que un rumor. ¿Para qué necesitarían esclavos? Cultivan un poco de caña de azúcar, pero solo para uso propio. Ahí arriba tampoco crece tan bien. En cualquier caso, mandan a las mujeres al campo, es lo normal en África. Y de las verduras también se encargan ellas. A unos esclavos, por el contrario, tendrían que vigilarlos, algo que no les apetecería, y además los blancos caerían como moscas. Usted mismo sabe que la raza no está hecha para trabajar duro con este clima.
Doug se frotó la frente.
—Mi informante me habló de… esclavas blancas —precisó.
Barefoot hizo una mueca.
—Ah, se refiere a eso… Son rumores absurdos. En realidad ahí arriba solo hay una…
—¿Hay una entonces? —Doug lo miró alarmado—. ¿Una…?
—En Nanny Town —contestó Barefoot con toda tranquilidad—. Apareció poco después de que asaltaran su plantación. Por eso pensé… Pero ¡olvídese! De hecho yo nunca la he visto. Pero la hay, los negros estuvieron dándole muchas vueltas a ese asunto. En cualquier caso, pertenece a un guerrero de grandes méritos, lo que no debe entenderse en sentido literal. El muchacho va armado de un lugar a otro, para lo que más lo necesitan es para negociar. Se supone que sabe leer y escribir.
Doug notó una oleada de calor.
—¿Y? —preguntó sofocado—. ¿Sabe?
Barefoot se encogió de hombros.
—Ni idea, yo tampoco sé —admitió—. Pero ese tipo es allí alguien especial, la Reina y el Rey lo tienen en alta estima. Pues sí, no querían negarle lo que pedía. Así que tiene una esclava blanca. O tenía, pues debe de haberse casado. Otro asunto más que inquieta a los viejos cimarrones. Por lo visto se ha casado también con una negra. Sea como sea, la blanca debería ser ahora libre, es importante si dentro de poco se firman los grandes acuerdos. Al gobernador no le gustaría que estuvieran deshonrando a muchachas blancas.
Doug tragó saliva.
—¿Está… está allí voluntariamente? —preguntó con voz ronca.
Barefoot puso los ojos en blanco.
—¿Cómo voy a saberlo? Cuando yo llego, la esconden. No es precisamente señal de que esté ahí por propia voluntad, pero lo dicho, no tengo ni idea. Lo que sí es seguro es que es la única de su raza. De esclavizar a blancos en grandes cantidades no puede hablarse.
Doug se separó el cuello de la camisa con la mano, tenía la sensación de que iba a ahogarse.
—No habrá oído nunca el nombre de esa mujer, ¿verdad? —musitó—. Pero… ¿tal vez el del guerrero?
Barefoot asintió.
—Sí, muchas, a ver si lo recuerdo. Es como africano… otra de esas cosas que tanto le gustan a la vieja Nanny. Espere, es algo así como… Ak… o Ab… ¡Abwasi!
—Akwasi —corrigió Doug. Tenía la voz velada. Apenas si podía creer lo que Barefoot le estaba revelando—. Y la mujer… la mujer es… ¡No sabe usted cuánto me ha ayudado, Barefoot! —Sintió de golpe como si se hubiera quitado una carga de encima que había estado oprimiéndolo durante años—. Nunca he creído que estaba muerta. Nunca. Era una simple sensación, sabe…
Se puso en pie y entregó una moneda de oro al estupefacto Barefoot. Luego abandonó la taberna y regaló otra moneda a la joven negra de la tienda del comerciante.
—Por haber cuidado de mi caballo…
Amigo aguardaba obediente delante de la tienda y no necesitaba ningún vigilante. La muchacha se quedó mirando a Doug desconcertada.
—¡Bendición de Dios, backra! —musitó—. ¡Bendición de Dios!
Doug se aupó al caballo y le sonrió.
—La necesitaré —dijo.
—¿Tiene alguna información sobre la mujer blanca de Nanny Town? —Doug había cumplido todas las formalidades para obtener una audiencia urgente con el gobernador. Y fue directo al grano, sin preámbulos.
Edward Trelawny asintió.
—Algo ha llegado a nuestros oídos —admitió—. Pero nuestros mediadores nunca la han visto, lo que tampoco significa nada. Por lo general, negociamos en Cudjoe Town.
Trelawny juntó sus pequeñas manos blancas sobre el regazo. Era hijo de un obispo y tenía fama de amante de las artes. Los ciudadanos lo apreciaban por su disposición a negociar y comprometerse, gobernaba con un espíritu cercano al pueblo y era manifiesto que trataba de complacer a todo el mundo. También había recibido de inmediato a Doug y si le resultaba extraña su forma directa de hablar, no se lo tomaba a mal.
—¿Cree usted que está allí por su propia voluntad? —siguió preguntando Doug. No le interesaba dónde negociaba con los cimarrones.
Trelawny alzó las manos.
—Puede resultarnos incomprensible, señor Fortnam —contestó con su suave voz—, pero usted mismo es consciente: muchos hombres blancos se sienten… humm… atraídos por mujeres negras, por decirlo de algún modo. ¿Por qué no iba suceder lo mismo al revés? Por lo que sabemos, esa dama vive allí como esposa de un respetado guerrero.
—O como su esclava —objetó Doug—. ¿Sabe usted de quién se trata?
El gobernador alzó los hombros bajo el chaleco de brocado. Iba vestido con esmero y en otras circunstancias Doug casi se habría avergonzado de sus pantalones de montar. Estaba abrumando al gobernador con su premura… Tal vez, pensó, debía tratarlo con más calma y prudencia.
—No se ha registrado denuncia por ninguna desaparecida, si es que se refiere a eso —observó Trelawny—. Suponemos que se trata de una, bueno, de una mujer del barrio portuario. A lo mejor una de las presidiarias que a veces desembarcan aquí pese a que ya les hemos pedido varias veces que… —Hizo un gesto de desamparo.
Doug sacudió la cabeza.
—Existen indicios de que no es ese el caso —señaló—. La mujer de quien hablamos fue raptada. Es muy probable que se trate de Nora Fortnam, la… la esposa de mi padre asesinado.
Trelawny levantó interesado la cabeza. Su peluca estaba impecable, su rostro empolvado de blanco mostraba una ligera expresión de sorpresa.
—Pero la señora Fortnam fue asesinada. ¿No se encontró su cadáver?
Doug se rascó la frente.
—Se encontraron varios cadáveres horriblemente descuartizados y carbonizados —respondió, intentando olvidar la imagen que volvía a sus ojos—. Totalmente irreconocibles. Nosotros supusimos que Nora era uno de ellos. Los cimarrones no hacen prisioneros.
—¿Y qué es lo que ahora le hace pensar que ocurrió de otro modo? —preguntó Trelawny.
Doug se lo contó.
—Akwasi siente un enorme odio hacia mí —concluyó—. Aunque no soy yo, sino mi padre, quien le dio motivos para ello… Bien, en el fondo esto da igual. Pero Akwasi siempre quería lo que yo quería. O lo que yo tenía… Así que se llevó a Nora…
El rostro empolvado de Trelawny reflejaba cierta desaprobación.
—¿Admite usted que había, por así decirlo, una relación sentimental entre usted y su… humm… madrastra?
—Por así decirlo —confirmó Doug—. Yo más bien lo llamaría amor. Pero esto no tiene nada que ver con el problema actual. ¿Qué piensa hacer usted, excelencia? Nora Fortnam no sentía debilidad por los hombres negros. Con toda certeza no permanece en las Blue Mountains por propia voluntad. La raptaron y la tienen cautiva desde hace más de cinco años. ¿No cree que ya ha llegado el momento de liberarla?
El gobernador se mordisqueó el labio inferior emborronando el maquillaje rojo tan cuidadosamente aplicado.
—Eso es, señor Fortnam… humm… mucho tiempo.
Doug pugnó por conservar la calma.
—Demasiado, excelencia. Y le ruego que no intente insinuar que Nora tal vez se haya enamorado entretanto de su torturador. Es absurdo. Ella es… muy fiel…
Trelawny sonrió casi compasivo. Doug era consciente de que en ese momento no sería de mucha ayuda mencionar a un espíritu llamado Simon Greenborough…
El gobernador carraspeó.
—Mire usted, señor Fortnam, con todos mis respetos por su aprecio y confianza hacia su… humm… madrastra, yo debo ocuparme de asuntos más generales. Como usted bien sabe, nos hallamos ante la conclusión de un acuerdo entre la Corona y los cimarrones de Barlovento. Reconocerá el poblado de los negros, legitimará el comercio con nuestras ciudades y evitará asaltos con resultados tan trágicos como el ataque a su plantación. Además, los cimarrones entregarán los esclavos huidos. Y, en fin, están dispuestos a comprometerse a mantener la paz. Y ¿precisamente ahora usted me pide que envíe a mis tropas, poco antes de la firma del convenio, para liberar a una mujer que quizá no quiere ser liberada? ¿Debo considerar sospechosos de rapto y privación de libertad a mis interlocutores?
—Pero ¡ellos son culpables! —saltó Doug—. No querrá exonerarlos de todos sus crímenes, supongo.
Trelawny volvió a hacer un ademán de disculpa con las manos.
—Sin amnistía esto no saldrá adelante, señor Fortnam. Usted es un hombre sensato… Dejemos que los muertos descansen en paz.
—Pero ¡Nora Fortnam no está muerta! —Doug sabía que no era correcto hablarle así al gobernador, pero no podía contenerse—. Está cautiva allí arriba ¿y usted me está diciendo que quiere sacrificarla en aras de una improbable paz?
—Una paz de hecho —replicó Trelawny. Era realmente un hombre tolerante—. Y ahora, modérese, señor Fortnam. Piense: ¿qué podría hacer yo?
Doug se encogió de hombros.
—Ponga como condición que la dejen en libertad —propuso—. ¡Escriba el nombre de Nora Fortnam en el tratado de paz!
Trelawny movió la cabeza negativamente.
—No puedo. No puedo exigir la entrega de la esposa de uno de sus jefes. ¿Qué vendría después? Cada uno de los cimarrones que vive allí exigiría que le dieran a una esclava de una de las plantaciones. Es gente muy sensible, señor Fortnam. Los ashanti. Por lo que he oído decir, un pueblo muy poderoso allá en sus tierras. Muy… humm… orgulloso…
Doug no señaló la paradoja de que Trelawny considerase a los ashanti como orgullosos interlocutores, y por otro lado los esclavizara sin escrúpulos cuando se los entregaban no en las Blue Mountains, sino encadenados. Una discusión no conduciría a nada, para el gobernador era más importante su «misión de paz» que la libertad de Nora Fortnam. Total, una esclava más, una esclava menos… En esta ocasión era una blanca, pero nadie la había visto.
—No dejaré este asunto en sus manos —anunció Doug, controlándose a duras penas—. Aunque usted abandone a Nora a su suerte, yo no lo haré. Yo mismo la pondré en libertad.
Trelawny hizo un gesto de resignación.
—Haga lo que estime oportuno —concluyó—. Pero no desencadene ninguna guerra. No me opongo a que le acompañen un par de hombres armados, aunque dudo que encuentre a alguien que se atreva a emprender esa misión. Si en algún momento me entero de que ha reunido una tropa numerosa, le haré apresar.
Doug asintió y se puso en pie.
—Entendido —dijo con frialdad—. Iré solo. Y regresaré con Nora o no volveré. En cualquier caso, su problema conmigo, excelencia, ya está resuelto.