Capítulo 3

—No, Jefe, ahora tienes que ir a casa. Tu mamá te está esperando. Y si se lo pides a la abuela como es debido, seguro que te cuenta una historia de África.

Nora levantó al protestón hermanastro de su hija y lo puso en los brazos de su amiga María.

—Llévatelo al pueblo, María, por favor, o Máanu se enfadará. Ya va diciendo que lo acaparo demasiado.

Dede, de tres años, solía acompañar a su madre al campo, como casi todos los niños del poblado. Jefe, casi de la misma edad, podría haber permanecido con Máanu. A la Abuela Nanny no le molestaba que jugara en su cabaña mientras Máanu trabajaba. De forma oficial, esta hacía las veces de secretaria y, efectivamente, la Reina la llamaba cuando había que negociar con los comerciantes y representantes de sus hermanos. De todos modos, las mujeres de Nanny Town la llamaban burlonas «esclava» o «doncella». Máanu cocinaba y limpiaba para Nanny y Quao, arreglaba los trajes de Nanny y la ayudaba a preparar sus medicinas. En el fondo hacía lo mismo para la reina de los cimarrones que había hecho tiempo atrás para Nora, y de nuevo sin percibir salario, aparte del prestigio de que disfrutaba y del que disponía como esposa primera de Akwasi.

Los conocimientos de lectura y escritura de Akwasi eran cada vez más importantes para Nanny y sus hermanos. A esas alturas se pasaba el tiempo viajando entre Nanny Town, Cudjoe Town y el asentimiento de Accompong en el suroeste. También su pequeño hijo, Jefe, era un privilegiado: la Abuela Nanny lo mimaba mucho. Pero a Jefe no le gustaba jugar solo en la cabaña de la abuela. En lugar de ello, se colgaba casi cada día de los bordes de la falda de alguna de las mujeres que iban a trabajar en los campos y se reunía luego con Nora y Dede. Los niños se querían tiernamente. Nora no se cansaba de contemplar cómo el fuerte y corpulento Jefe corría en pos de su etérea y delicada hermana. El niño le llevaba frutas y flores de colores e incluso la defendía de los demás niños cuando se producía una pelea.

A Máanu le entusiasmaba menos esa estrecha amistad entre los hermanastros, pero consultó a Nanny y esta la encontró totalmente normal. En África era corriente que los niños de las mujeres del mismo padre las llamaran a todas «mamá». Y si Jefe prefería ir con Nora al campo en lugar de quedarse con Máanu en el pueblo, ella no veía ningún impedimento.

Tampoco a Nora le molestaba el pequeño. Como todas las comadronas, se sentía orgullosa de cada niño a cuyo nacimiento había contribuido. La primera vez que habían solicitado su ayuda en Nanny Town fue al nacer Jefe. Desde que Nora había salvado la vida a Máanu, todo el pueblo la consideraba sanadora y comadrona. La Abuela Nanny la apoyaba siempre que no realizara ningún encantamiento ni intentara evangelizar a los cimarrones. La Reina se mantenía firme en cuanto a la orientación espiritual de su gente, así como en que África fuera su punto de referencia. Nanny Town debía funcionar igual que una aldea ashanti. La Reina rechazaba todo lo que llevara la impronta inglesa, incluso trataba de reducir a lo imprescindible el trueque con los comerciantes blancos. Nora sabía que algunos cimarrones de origen, así como ciertos esclavos liberados, se quejaban de ello. Los hombres, sobre todo, no querían tejer y trabajar con la arcilla como sus antepasados africanos, solo se veían como cazadores y guerreros, pero habrían aceptado trabajar en el campo. En África esa labor les correspondía a las mujeres, de lo que a veces se quejaban algunas que por nacimiento eran libres.

—¡Yo corto caña y el negro tumbado al sol hacer guardia! —lo resumió una vez María en uno de los días más calurosos del año, cuando las mujeres se sentaron al mediodía a la sombra de un árbol—. Yo también poder subir a torre, mirar y tocar el cuerno. Pero trabajar con machete mucho más duro.

—Y la tela que tejer el mío, mala —añadió Elena. Al igual que la familia de María, ella y su marido habían deambulado por las montañas durante generaciones antes de unirse a Nanny y Quao. El marido estaba bastante descontento con sus nuevas tareas artesanales—. Él odiar esto, mucho más gustar cazar. Ser siempre cazador, y a veces también robar un poco en plantaciones, pero tejer no sabe. Dice ser trabajo de mujeres.

—Y lo es —convino Millie, una esclava doméstica liberada que se desenvolvía muy mal con el trabajo en el campo—. Yo buena en tejer, buena en coser.

Las demás estuvieron de acuerdo. Todas habrían preferido un rinconcito a la sombra junto a un bastidor para tejer que estar cosechando caña de azúcar.

—¡Cuando contrato cerrado y comercio libre, comprar tela y coser vestidos! —fue el consenso general, por lo que muchachas como Mansah todavía añadieron:

—¡Comprar sedas y coser vestidos como tienen las missis blancas finas!

A la Abuela Nanny le resultaría difícil conservar su pequeña África en las Blue Mountains si los blancos levantaban la prohibición de comerciar.

A Nora no le importaba trabajar en el campo. Con el tiempo, su cuerpo se había acostumbrado a los quehaceres duros y siempre había disfrutado de los trabajos al aire libre. Mientras desherbaba y sembraba, charlaba con otras mujeres, animaba a los niños a que se lo pasaran bien ayudando y encontraba momentos para estar sola y dejar vagar sus pensamientos. Ya llevaba cinco largos años de cautiverio en Nanny Town y se había adaptado bastante. Máanu y ella no se habían hecho amigas después de que ayudara a nacer a Jefe, pero al menos reinaba una especie de tregua. También se las apañaba con Akwasi, que repartía sus «favores» entre ambas mujeres tal como, según él, dictaba la ley. No obstante, prefería a Nora por mucho que a ella le pesara. Con el tiempo, esta se había convencido de que el hecho de que la hubiera raptado no estaba relacionado simplemente con quitarle la mujer a Doug Fortnam. Tal vez el absurdo encuentro sexual que había seguido a la ceremonia obeah no se había producido por azar, tal vez Akwasi ya la hubiera amado entonces, o al menos deseado.

Nora se desenvolvía mejor con ese extraño tipo de amor que con el odio y la cólera que habían caracterizado los primeros meses de su relación. Seguía sin sentir nada por Akwasi y temía las noches que pasaba con él, pero ya no era tan horrible como al principio y de vez en cuando hasta se establecía una especie de conversación entre los dos. Nora se enteró parcialmente de las negociaciones entre el gobernador y los cimarrones de Barlovento. Los representantes de la Corona, el gobernador Edward Trelawny y el coronel Guthrie, habían admitido que había negros libres en Jamaica y que siempre los habría. Era más sensato reconocer su territorio como colonia autónoma y garantizar su lugar como ciudadanos antes que pelear constantemente con ellos. Las bases del convenio ya estaban establecidas: el gobernador renunciaría a sus pretensiones respecto a la tierra de los cimarrones y se la transferiría de forma oficial. Se permitiría el comercio libre y los cimarrones podrían moverse por las poblaciones de los blancos sin que los importunaran. Como contrapartida, ya no se saquearían más las plantaciones y no se liberaría a ningún esclavo. No obstante, todavía se estaba discutiendo sobre la formulación correcta del último punto y las opiniones eran encontradas. El gobernador insistía en que los cimarrones tenían la obligación de entregar a los esclavos huidos que habían acogido. Ya antes se habían establecido acuerdos de este tipo entre hacendados y negros libres, y a ellos se remitía ahora Trelawny. Cudjoe y Accompong estaban dispuestos a aceptar el convenio así, pero Nanny se oponía rotundamente. Se comprometía a no liberar a ningún esclavo más en el futuro, pero ¿entregar a unos seres indefensos que por fin habían encontrado refugio tras una huida desesperada? La reina negra se negaba firmemente a ello.

—¡Y encima los blancos todavía quieren más! —explicó encolerizado Akwasi, que estaba de acuerdo con Nanny—. Dado que conocemos tan bien las montañas, podríamos obtener una bonita ganancia adicional ¡cazando periódicamente esclavos huidos! Pagarían una prima por cabeza por cada uno que les entregáramos. ¡Es increíble que Cudjoe se avenga a eso!

Nora se había limitado a arquear las cejas. No era que considerase a Nanny una heroína, pero por Cudjoe solo sentía menosprecio. Bien podía ser, por supuesto, que tuviera su comunidad en Saint James Parish tan bien organizada como Nanny Town, pero al final su fama se fundaba sobre todo en las brutales incursiones que emprendía en los alrededores. En ningún lugar los hacendados padecían tanto los ataques de los cimarrones como en el noroeste, lo que había conducido en los últimos años a crear auténticos ejércitos privados. De ahí que los asaltos de Cudjoe fueran a ojos vistas cada vez menos exitosos. Lo estaban arrinconando en las montañas y cada vez controlaba menos territorio. Nora suponía que ahí se encontraba el origen de su repentina disposición a negociar. Desde luego, estaría encantado de enviar patrullas a las montañas para cazar esclavos huidos y entregarlos a cambio de dinero. Sus antepasados africanos no habían actuado de forma muy distinta. El comercio de esclavos estaba considerado entre los ashanti una actividad totalmente honorable.

En principio Nanny no estaba dispuesta a ceder a los deseos de su hermano, pero a la larga se llegaría a un acuerdo, Akwasi estaba seguro. Nora aguardaba el día con tristeza, para ella significaba la promulgación definitiva de su propia esclavitud. Por lo visto, los blancos toleraban que los cimarrones mantuvieran cautivo a uno de los suyos; tras los primeros meses de esperanza se había amoldado a la situación. Probablemente pasaría el resto de su vida en aquella cabaña, dedicada a las tareas del campo y cumpliendo la voluntad de un hombre al que no amaba.

Nora se consolaba pensando que compartía esa suerte con miles de mujeres de todo el mundo. Tampoco las muchachas africanas solían escoger a sus maridos, y, además, la terrible costumbre de la ablación les impedía gozar con el amor. Justamente amor era lo que más echaba Nora en falta. No añoraba el lujo de Cascarilla Gardens; su vida actual no difería tanto de lo que había soñado años atrás con Simon. De acuerdo, su cabaña no se hallaba junto al mar, sino en las montañas, pero era un lugar cálido y los alrededores de Nanny Town eran de una belleza de ensueño. Desde hacía tres años tenía permiso para moverse sin vigilancia y exploraba maravillada la variedad de plantas, los arroyos y cascadas que la naturaleza solía crear de forma más juguetona y más interesante que cualquier surtidor de los parques ingleses. Acompañada de Dede y Jefe, contemplaba mariposas y aves a cual más colorida y grácil. Recogía flores, hojas y raíces, por sus propiedades curativas pero también por su belleza, simplemente. Y, por supuesto, amaba a su hija, que tan bien respondía a ese entorno.

La pequeña Deirdre era tan graciosa como una elfina. Cuando Nora le adornaba el pelo con flores parecía sacada de un libro de cuentos. La piel de la niña era de un marrón tirando más a rojo que a negro, no mucho más oscura que Nora, pero más reluciente. Además, había heredado los brillantes ojos verdes de su madre y su delicada estructura ósea. Los rasgos de Akwasi no se distinguían en el rostro de la niña, mientras que Jefe era idéntico a su padre. Dede unía sus herencias blanca y negra en una peculiar y exótica apariencia. También su cabello plasmaba una insólita mezcla: negro y brillante como el de su padre, pero fino y ondulado como el de Nora, que estaba convencida de que su pequeña se convertiría en una belleza fuera de lo común. Lástima que quedara sepultada en esa retirada aldea, casada con un guerrero cualquiera cuyos campos estaría condenada a trabajar.

Pero por el momento, Nora prefería no pensar en ello. Rechazaba la resignación, no quería darse por vencida, tanto por ella como por su hija. Cuanto más tranquila transcurría su vida, con mayor frecuencia volvía a sus ensoñaciones. Se imaginaba la huida con Deirdre y un futuro feliz. En cuanto la niña fue lo suficiente mayor para entender cuentos, Nora empezó a contarle historias que ella misma inventaba. Un día le contó que llegaría un príncipe a Nanny Town que se enamoraría de Dede a primera vista. Se la llevaría a una lejana isla, construiría allí su hogar y se amarían por siempre jamás.

—Y allí, en esa isla, todos los seres humanos son libres. No cultivan la tierra, se alimentan de lo que crece en los árboles y son felices con lo que tienen, no necesitan comerciar…

—¿Y qué hacen todo el día…? —preguntó Dede, hincándole el diente a un mango. Le encantaba la fruta fresca; renunciar a las alubias y al pan ácimo no le importaría, por lo visto.

Nora rio.

—Ah, tocan instrumentos, se cuentan historias… Nadan en el mar… Un día te enseñaré el mar, cariño, ¡ni te imaginas lo grande que es! ¡Y cuando se refleja la luna…!

Dede se echaba en sus brazos y se dejaba acunar por las palabras de su madre.

—Y a veces el príncipe te llevará en su barco, a lo mejor queréis llegar hasta Inglaterra y asistir a los bailes de los reyes…

Dede sonreía. Le gustaba bailar. Pero una cosa tenía que estar clara:

—¿Puede ser Jefe el príncipe?

Nora callaba. Prefería no responder a esta pregunta de su hija.

Mientras Nora pintaba con colores luminosos el futuro de Dede, evocaba escenas del pasado. No obstante, dejaba de lado la época de Doug Fortnam, le dolía demasiado pensar en cómo la había traicionado. Cuando se permitía dar rienda suelta a su cólera, hasta llegaba a entender a Akwasi. ¿Realmente no había podido hacer nada Doug para salvar a su amigo? ¿O acaso se había persuadido de ello como ahora sin duda se había convencido de que no podía ayudar a Nora? Doug había sobrevivido al asalto de los cimarrones. Nora estaba segura de que Akwasi se hubiese jactado de su muerte si hubiera caído en las redes de los rezagados. Así que debía de saber que Nora vivía, y ella sabía que no le faltaban recursos para intentar rescatarla. Doug había heredado la fortuna de Elias y la productiva plantación; podría haber formado todo un ejército para atacar Nanny Town. Nora así lo habría hecho si hubiera sabido que él se encontraba en peligro.

Pero a Doug parecía resultarle indiferente el destino de ella. Todavía ahora luchaba por contener las lágrimas cuando se permitía pensar en ello. Era mejor dejar las cosas tal como estaban y olvidar todo lo relacionado con el joven hacendado. Su rostro, su figura fuerte, sus hoyuelos al reír, su audaz estilo de montar y su forma vigorosa de nadar, sus abrazos en la playa, sus besos… la última noche en Cascarilla Gardens…

Era mejor volver a invocar el espíritu fiel de Simon. Nora recordaba sus paseos por los parques londinenses, sus sueños con los mares del Sur, y los introducía en su a veces tan triste vida en Nanny Town. Era más sencillo cuando Akwasi no estaba cerca; como era comprensible, el espíritu de Simon huía ante su presencia ruidosa y siempre desconsiderada. Pero las semanas que Akwasi viajaba por las Blue Mountains o en las escasas noches en que dormía con Máanu, Nora soñaba que Simon estaba a su lado. Se imaginaba que Dede era hija de ambos y que la contemplaban jugar. Él le insistía en lo bonita que era la niña y lo mucho que se parecía a ella, y Nora repetía a la pequeña los relatos que él le contaba. Por las noches, Simon se acostaba a su lado y ella recordaba sus prudentes y dulces abrazos. A veces conseguía evocar la noche con Doug, pero sustituido por Simon. Luego siempre se sentía culpable, como si los hubiese traicionado a ambos. Pero los sueños daban color y belleza a su vida. Había días en que casi se habría calificado de persona feliz.

—¿Toda una familia? —preguntó Mansah con la boca llena.

También a ella le gustaban los mangos que a esas horas, en el descanso del mediodía, mitigaban la sed de forma tan agradable. Las mujeres acababan de cosecharlos y estaban sentadas a la sombra de su árbol favorito mientras hablaban de una novedad.

—Sí —confirmó Keitha, la corpulenta negra que escondía todo su cabello bajo un turbante rojo.

No solía intervenir en las conversaciones de las otras mujeres. Era una esclava del campo liberada y raptada en África tres años antes del asalto de los cimarrones a su plantación. Como todos los que procedían de su lugar de origen, era musulmana y se había emparejado en la plantación con un hombre de su fe que había llegado en el mismo barco a Jamaica. Ahora ambos vivían en Nanny Town, tolerados como los pocos musulmanes restantes, pero algo alejados de la comunidad. Ese día, sin embargo, tenía algo que contar y se incorporó al grupo de Nora y sus amigas, con las que tenía más confianza. Nora la había ayudado hacía poco a dar a luz a su hijo.

—Todos de plantación cerca de Spanish Town. Chica atacar a backra y backra dejarla marchar.

—¿La hija ha atacado al backra y por eso la han dejado en libertad?

Nora frunció el ceño. Era incapaz de imaginárselo. Pero Keitha hablaba muy mal el inglés, a lo mejor no había entendido bien. O no conseguía reproducir bien la historia porque hablaba su propia lengua con los recién llegados. Se decía que la Reina había llamado a Keitha y su esposo para que tradujesen.

Una patrulla había encontrado a los esclavos huidos a unos pocos kilómetros al oeste del poblado, junto al río, y los había conducido ante la Reina. Se habían presentado como musulmanes originarios de una aldea no muy alejada del lugar de nacimiento de Keitha.

—No iguales backras —intentó explicar Keitha—. Distintos. Compra todos, del barco. Hombre, mujer, hijo. Backra bueno…

Las demás mujeres rieron.

—¡No hay backras buenos! —aseveró Millie—. Hay malos, muy malos y malos del todo. Pero ¡ninguno bueno!

—¡Los nuevos dicen sí! —insistió Keitha.

María reflexionó.

—Una plantación al lado de Spanish Town… Es la zona de donde venís. —Se volvió hacia Mansah. Nora no quería hablar del lugar de donde procedían—. ¡A lo mejor conocer a backra maravilla!

Mansah comenzó a contar con los dedos las plantaciones.

—Está Herbert Park y Lawrence Park entre Kingston y Spanish Town, luego Peaks Garden y Hollister y Keensley y… —Lanzó una mirada compungida a Nora.

—Y Cascarilla Gardens —concluyó esta.

Keitha se mordió el labio.

—Pequeña hablar de Holl… Holl…

Nora suspiró.

—Si dice que lord Hollister es un buen backra, es que no es nada exigente —observó—. No puede ser, Keitha, debes confundirte en algo. Tendremos que esperar a que las mujeres mismas vengan al campo. Se quedan, ¿no?

Keitha asintió.

—Niña buen inglés —señaló—. Hombre, mujer, no.

Sin embargo, el recién llegado reveló ser un instruido y entusiasta alfarero. Había ejercido esa profesión en África y estaba feliz de volver a tener en sus manos un torno en lugar de un machete. Carecía, asimismo, de ambiciones guerreras. Nanny se alegró de tener ese nuevo trocito de África en su ciudad, tanto más por cuanto los productos de Maalik también gustaron a las mujeres cimarrones, que en general tendían más hacia lo occidental. Concedió de buen grado a los nuevos una parcela grande, que hacía poco se había roturado, y Jadiya, la esposa de Maalik, puso enseguida manos a la obra para hacerla cultivable. Era muy diestra, probablemente porque ya tenía experiencia en África. La muchacha que la acompañaba luchaba con el azadón y el rastrillo, no cabía duda de que no estaba acostumbrada a trabajar en el campo. La preciosa jovencita también parecía enfurruñada cuando madre e hija se reunieron con las otras mujeres durante la pausa del mediodía. La madre charlaba con Keitha en su propia lengua. La muchacha, por el contrario, se sentía atraída hacia las otras mujeres, maduras y jóvenes. Tal vez hubiese olvidado gran parte del lenguaje materno y prefiriese hablar en inglés.

Mansah enseguida se acercó a ella.

—¡Tienes que contárnoslo todo! —le pidió—. Toda tu historia. Keitha nos ha despertado la curiosidad, pero su inglés no es suficiente.

—Todos nosotros no buen inglés —susurró la chica, que se presentó con el nombre de Alima y bajó la cabeza.

Alima había dado la impresión de ser muy abierta, pero Mansah la había intimidado con sus imperiosas preguntas. Mansah le miró las manos: tenía los dedos con ampollas.

—Serías la primera sirvienta doméstica que no sabe inglés —se burló—. ¡Estabas en la casa, admítelo! Si estuvieras acostumbrada a trabajar en el campo tendrías callos.

Alima se ruborizó y Nora decidió intervenir.

—Deja de incordiarla, Mansah. Lo primero que vamos a hacer es darle un ungüento para las manos y vendarle las heridas. Luego nos ayudarás a coger mango, pequeña. Si sigues trabajando con la azada mañana tendrás las manos en carne viva y no podrás hacer nada.

Nora quiso coger las manos de Alima, pero la muchacha las apartó de inmediato. Ya había parecido sobresaltada al ver la piel blanca de Nora, y también su madre la miraba con desconfianza. Fuera como fuese, Keitha parecía estar contándole la historia de la mujer blanca en ese momento. Ambas desviaban la mirada hacia Nora de vez en cuando.

—No voy a hacerte nada, Alima —intentó sosegarla, pero la muchacha tenía tanto miedo que al final María cogió el tarro de ungüento y atendió a la pequeña.

—Un poco tú tener que contar —la animó entretanto—. O Mansah reventar de curiosidad. Y nosotras no querer niñas reventadas bajo un árbol.

Alima sonrió tímidamente. María era simpática y tampoco falló esta vez.

—Tú no querer contarnos qué pasarte con backra, ¿verdad? —preguntó María. Nora admiró una vez más su sagacidad. Sin duda ese era el asunto que más afectaba a la muchacha—. Pero contarnos por qué toda la familia y todos huir. Keitha decir toda la familia de África, backra comprar toda la familia. Pero ¿después backra…?

—¡Backras culpa…! —declaró categóricamente Millie.

Alima negó resuelta.

—¡No! —respondió—. Backra Doug bueno. Backra en el barco cuando nosotros llegar. Y mamá llorar, yo llorar y…

Nora necesitó un instante para reponerse. La simple mención del nombre le dolía, mucho más de lo que había pensado, más de lo que había creído poder volver a sentir.

—¿Doug… Doug Fortnam? —preguntó con un hilo de voz.

Alima asintió de nuevo.

—Sí, backra Fortnam. Backra bueno. ¡Backra bueno, bueno! Mamá llorar, yo llorar, papá llorar: el comprar todos. Llevar a mamá y papá al campo. A mí a casa. Con Mama Adwe… Casa buena.

Mansah gimió al escuchar el nombre de su madre. Y Nora dio gracias al cielo de que las mujeres se quedaran prendadas con las historias de Mansah y Alima y que ninguna le prestara atención, pues estaba más pálida que de costumbre. Así que Doug estaba allí, no cabía duda de que estaba con vida, pero en el fondo ella nunca había dudado de eso. Dirigía Cascarilla Gardens, al parecer de forma modélica. Alima les habló de un caserío de los esclavos casi gestionado por ellos mismos, de los domingos libres, de las bodas entre esclavos… y al final, de forma algo atolondrada, de su puesto con los Hollister y de su huida.

—Yo no marchar sola. Backra Doug enviar conmigo a papá y mamá. Kwadwo llevarnos a Kingston y enseñar el camino de las montañas. ¡Backra Doug muy, muy bueno backra!

La muchacha concluyó su relato y las otras mujeres le dieron fruta y pan en abundancia, mientras Mansah le seguía preguntando por su madre y sus amigas.

De golpe, María se acordó de Nora.

—¿No era esa tu plantación? —preguntó, dirigiéndole una mirada escrutadora. Seguro que se había percatado de lo trastornada que estaba—. Pero ¿backra Doug no tu marido?

Nora sacudió la cabeza, decidida a no dejarse arrastrar por el alud de sentimientos que casi la hacían temblar.

—Mi marido está muerto. Ya lo sabes.

—¿Y su hijo? —preguntó María.

Nora se forzó, nerviosa, a sonreír.

—No, no, claro que no. Doug es, Doug era… —Su tez iba pasando del rojo al blanco y viceversa.

Alima había oído sus últimas palabras. Había ganado confianza. La confesión delante de las mujeres la había soltado, también frente a la mujer blanca.

—¿Mujer blanca… conocer backra Doug? —preguntó tímidamente.

Nora no sabía qué responder.

—Ella casi tu missis —intervino María—. ¿Tu backra nunca explicar? ¿Padre, muerto; esposa, aquí?

Nora ya estaba temblando. Ignoraba si María sabía lo que estaba haciendo, pero su amiga la conocía bien. Seguro que había leído en su expresión angustiada que había existido algo entre Nora y el backra de Alima.

La niña no parecía entender. Levantó confusa la vista hacia María.

—Sí. Casa toda quemada cuando venir. Año pasado construir una nueva. Pero missy Nora no aquí. No posible. Missy Nora muerta.