—Aquí trabajan muchas chicas, señor Fortnam, y todas dan la impresión de estar bien instruidas. ¿No podría cederme una para que me sirviera como doncella?
Lady Hollister se abanicaba. Para las condiciones jamaicanas, en la nueva terraza de Doug Fortnam el ambiente era agradablemente fresco, pero la dama, algo corpulenta, se había acalorado con el baile. Doug no había reparado en esfuerzos ni gastos. Después de haberse decidido a diseñar y construir la nueva casa, el baile de inauguración transcurría en todo su esplendor con un maestro de danza expresamente contratado para mantener a los invitados en movimiento. Para lady Hollister era casi demasiado. Doug acompañó atentamente a la jadeante dama a la mesa de su esposo e indicó a una doncella que le sirviera un julep.
—Sí, si puedo convencer a alguna de ellas —respondió Doug, risueño—. Tiene usted razón, en realidad tengo demasiados esclavos domésticos. Pero Adwea los maneja a todos estupendamente, incluso a los niños de África.
—¿Introduce importaciones de África entre los esclavos domésticos? —inquirió asombrado lord Hollister, mientras su esposa fruncía el ceño ante la intención de Doug de consultar primero a la muchacha—. Los esclavos de… de segunda generación suelen ser reacios.
Doug reprimió una sonrisa irónica cuando pensó en el pertinaz método de lord Hollister de educar diligentes sirvientes domésticos. Ninguna esclava de la casa del hacendado se sentía a salvo de él.
—¿Cómo debo actuar? —planteó tras hacer un gesto de impotencia—. Tengo a muchos negros demasiado jóvenes. Aún no los puedo enviar a los campos, así que trabajan de aprendices con los artesanos. Tengo muy buenos carpinteros, como puede ver… —Señaló el terreno en torno a la terraza de su nueva casa, la glorieta de madera y las torrecillas y balcones adornados con tallas ornamentales—. Y un destilador extraordinario. —Doug tomó su copa y brindó con su vecino—. Pero para las chicas no hay labores en el exterior, todas se quedan con Adwea en la cocina y en casa.
—Debería vender un par —apuntó con envidia lady Hollister—. Son tantas que se tropiezan las unas con las otras y hay lugares en los que buscan desesperadamente buenas sirvientas.
Doug apretó los labios.
—Cascarilla Gardens no vende esclavos —afirmó conciso—. Aquí la gente forma familias y tienen mi palabra de que no voy a separarlas.
Lord Hollister rio, y Christopher Keensley, quien acababa de tomar asiento junto a la mesa y jadeaba tanto como lady Hollister, intervino de inmediato.
—¡Por eso tiene usted tantos glotones negros que no aportan nada! —bromeó—. Los tratantes de esclavos siempre se alegran al verle. ¡Se dice que Doug Fortnam les quita de encima el género invendible!
Doug se rascó la frente. No quería pelearse con sus vecinos y sabía, por supuesto, que en Kingston se reían de él. Sin embargo, a esas alturas ya no compraba más esclavos y se mantenía alejado de los mercados: ya no necesitaba acudir a ningún tratante de esclavos. Sin embargo, cuando tras el asalto de los cimarrones se había visto forzado a adquirir unos cuantos, había sentido escrúpulos a la hora de separar a hombres y mujeres y, sobre todo, a las madres de sus hijos. Había comprado a toda una familia y a tres o cuatro mujeres con sus hijos. No se había arrepentido, de hecho, pues esas personas se contaban entre sus trabajadores más abnegados. Estaban agradecidos y no pensaban en fugarse.
En su opinión, no había hecho ningún negocio con pérdidas. Desde el asalto de los cimarrones, casi cinco años atrás, Cascarilla Gardens tenía un único vigilante. Solo por los sueldos que se ahorraba con eso, compensaba por diez el ridículo precio que costaba un puñado de niños. De todos modos, ya hacía tiempo que había dejado de intentar que Hollister y Keensley también comprendieran ese tipo de cálculo. Ambos seguían aferrados a los latigazos y la disciplina severa.
—Como pueden ver, el género inservible demuestra una eficacia sorprendente —apuntó Doug, tomando un vaso de una bandeja que una doncella sostenía cortésmente ante él, haciendo una grácil reverencia—. Esta, por ejemplo, es Alima.
La joven bajó la vista recatadamente; sus padres eran musulmanes y vigilaban que ella no fuera coqueteando por ahí como algunas de las chicas de su edad del caserío de los esclavos.
—Alima debe de tener ahora unos dieciséis años, llegó con diez u once de África. Adwea dice que es diestra y aplicada, sobre todo muy obediente. Seguro que le gustaría un puesto de doncella, ¿verdad, Alima?
La muchacha lo miró. Se había despertado su curiosidad. Doug le sonrió. Alima tenía un rostro de rasgos delicados, pómulos altos y ojos redondos color avellana, que todavía contemplaban el mundo con ingenuidad. Combinaba el uniforme adornado de puntillas —Doug se había esforzado por que la fiesta estuviera correctamente organizada— con un turbante azul cielo que ocultaba su pelo corto y crespo.
—A mí gustar mucho las cosas bonitas, backra Doug —respondió con voz dulce. Hablaba el inglés con un cantarín acento africano—. Me gusta sacar brillo a los muebles nuevos.
Alima paseó una mirada admirativa por los asientos, mesas y cómodas de formas delicadas y sinuosas que Doug había hecho transportar desde Inglaterra para su nueva casa. La mayor parte los habían elegido lady Hollister y su sobrina. Doug no tenía gran interés por el mobiliario, se habría contentado con unas sillas y mesas sencillas de la misma carpintería de la plantación, pero se esforzaba por no distinguirse demasiado de los demás, ya había suficiente diferencia de opiniones entre él y los otros hacendados y no debía gobernar la casa de forma totalmente distinta. A la larga, eso también significaría que tendría que buscarse una esposa.
Doug temblaba solo de pensarlo. La pérdida de Nora ya formaba parte del pasado, pero todavía se despertaba cada día pensando en ella y cada noche necesitaba un vaso de ron para no sentir tan cerca el espíritu de su amada y echarse a llorar. Solía pensar que hubiese preferido morir con ella a vivir sin ella; pero, por otra parte, creía que a su amada le habría gustado ver en qué había convertido Cascarilla Gardens. Nadie lo sabía, pero la casa, el caserío de los esclavos y las nuevas costumbres adoptadas en el trato de los trabajadores y el cuidado de sus hijos eran un homenaje a Nora Fortnam. Incluso había construido cerca del mar con sus propias manos una cabaña de madera y hojas de palma. Cuando la nostalgia le embargaba, cogía la yegua de Nora, Aurora, y cabalgaba hacia la playa, la ataba en el lugar habitual y caminaba por la arena que había pisado Nora, nadaba donde ella había nadado y se abandonaba a su pena en la cabaña que ella había soñado. Se preguntaba si el espíritu de Simon Greenborough estaría riéndose de ello… Tal vez había construido un altar para él y no para su amada. Pero se sentía más cerca de ella allí que en el cementerio de la familia Fortnam, donde se habían sepultado los horribles restos de los fallecidos aquella noche fatal.
—A lo mejor también te gustaría ocuparte de vestidos bonitos. —Doug volvió a dirigirse a Alima.
No debía dejar vagar sus pensamientos. Esa era su fiesta, sus vecinos y compañeros de negocios tenían que saber que la plantación Fortnam era de nuevo lo que siempre había sido: una potente empresa con un patrón que sabía lo que se hacía. Incluso si lo hacía de manera muy personal.
Alima resplandeció.
—¡Me encanta, backra! —exclamó ilusionada.
Doug hizo un gesto de conformidad.
—Entonces tendremos que hablar de este tema —dijo, y despidió a la muchacha una vez que los Hollister y Keensley también se hubieron servido.
Hollister se quedó mirando a la chica de una forma extraña, que a Doug no le gustó. Tal vez no era tan buena idea que Alima ingresara en su servicio doméstico.
—Ya lo ha oído, lady Hollister —añadió pese a todo animadamente—. La pequeña estaría dispuesta. Pero debo hablar antes con sus padres, claro.
—De lo que tendríamos que hablar, sobre todo, es del precio —intervino lord Hollister—. No queremos regalos y esta monada de niña no debe de ser barata.
Doug volvió a apretar los labios.
—Ya les he dicho que no pongo a nadie a la venta —explicó. Luego miró a lady Hollister—. Si le envío a Alima, milady, es solo en «préstamo». Estará dos años a su disposición y usted me devolverá a una doncella perfectamente formada.
Christopher Keensley sonrió mordaz.
—¿Pues qué quiere hacer usted con esa criadita? —preguntó—. ¿Es que no puede ponerse solo los calzones? ¿O sacárselos?
Los hombres lanzaron una sonora carcajada.
Doug se esforzó por no demostrar la ira que sintió.
—Prefiero los pantalones de montar —observó, mientras lady Hollister esbozaba una sonrisa cómplice.
—El señor Fortnam no necesita a la pequeña —señaló como en un ronroneo—. Pero seguro que sí a una señora Fortnam…
El joven le sonrió incómodo.
—Justo en eso había estado pensando —contestó—. Y puesto que tratamos un tema tan interesante, ¿dónde se esconde su hermosísima sobrina, lady Hollister? Creo que hoy no me ha reservado ni un solo baile. ¿Encontrará tal vez al maestro de baile más atractivo que a mí?
Un rayo luminoso pasó por el rostro regordete de lady Hollister.
—Debería salir a buscarla —ronroneó—. No vaya a ser que se le adelante otro.
Doug se levantó tranquilamente, sabía que nadie estaría haciendo cola para cortejar a Lucille Hornby; la joven no solo era regordeta e insulsa, sino que además procedía de una familia londinense de empleados sin patrimonio.
—Ya lo han oído, señores. Seguro que me disculparán.
Doug se ajustó el elegante chaleco azul cielo y los puños de encaje mientras atravesaba la bien aireada sala de baile. Era lo suficiente grande para veladas como esa, pero no se veía sobrecargada, sino más bien como un patio de luces despejado y unido a terrazas y habitaciones laterales. A Nora le habría encantado… Doug se contuvo. Debía dejar de pensar en ella incesantemente. Al menos para ver en las hijas y sobrinas de los otros hacendados algo más que una fila de niñas tontitas e insulsas vestidas de blanco que no sabían hablar más que del calor y las incomodidades de la vida en la colonia. En caso contrario, era posible que se quedara para siempre con Lucille Hornby.
Doug se irguió y sacó a bailar a la primera chica que encontró.
Tenía que dejar de pensar de una vez en Nora.
La joven Alima lloró un poco cuando Doug le propuso que los años siguientes entrara en el servicio de lady Hollister. Pero sobre todo lloró Jadiya, la madre, para quien era inimaginable separarse de su hija. El padre, un africano fuerte y achaparrado, de nombre Maalik, lo veía de modo más relajado.
—Cuando casarse, también irse —razonó—. Y aquí no hay hombre para ella. Hollister más Kingston, Kingston más musulmanes.
Doug vio que se le venían encima los problemas. Si un joven se interesara por Alima posiblemente tendría que comprarlo. En principio no creía que al servicio de los Hollister se encontraran miembros del mismo credo que Maalik. La mayoría de los esclavos domésticos de Kingston no tenían origen árabe-africano y en la plantación Hollister la muchacha casi no tendría contacto con los esclavos de los campos. Sin contar con que el reverendo Stevens visitaba a los Hollister tanto como a Doug, aunque en casa de los primeros era obligatorio asistir a misa. Si realmente había un esclavo de la edad de Alima y adepto a una religión nada extendida en África, debía de serlo en secreto. En cualquier caso, el reverendo Stevens consideraba el islam un invento del diablo. Doug había aludido a ese tema solo en una ocasión, breve y cautelosamente, y Stevens lo torturó con un sermón de varias horas. Al final seguía sin saber en qué creían realmente Maalik y su familia, pero imaginaba muy bien al reverendo como predicador del odio en una cruzada.
—Alima no desaparecerá —tranquilizó Doug a la llorosa madre—. Cuando los Hollister estén en la plantación o me visiten, la señora traerá a su doncella, naturalmente. Y los domingos también podréis ir a verla a Kingston. No creo que la señora le dé todo el día libre y el trayecto hasta allí es largo (pasaríais solo una hora con ella), pero yo no tengo nada en contra. Por mí parte, cada domingo os daré pases.
—¿Tampoco la venderán?
Era Kwadwo. Seguía desempeñando las funciones de busha de la comunidad de esclavos y Doug solía consultarlo siempre que había que hablar de algo importante. Al anciano hombre obeah solía resultarle fácil explicar las cosas a los recién llegados de África. Hablaban entre sí ese inglés básico y sencillo de los esclavos, y Doug ignoraba si realmente entendían contextos complicados. Kwadwo conocía mejor su forma de pensar.
—No, Alima no se venderá —respondió—. Sigue siendo propiedad mía y en algún momento la recuperaremos. Cuando… cuando yo… —No pudo continuar.
Kwadwo lo miró comprensivo. En sus ojos había piedad, sabía lo que había habido entre su señor y Nora.
—No debería haber construido una casa para su duppy —dijo pensativo—. Así nunca se marchará…
Kwadwo había contemplado con escéptico interés la construcción de la cabaña en la playa. Desde que las ceremonias obeah ya no estaban prohibidas en Cascarilla Gardens, había pequeñas construcciones en torno a su propia casa que invitaban a los espíritus a vivir junto a él. A Doug le recordaban las casetas para perros, pero no comentaba nada al respecto.
—A lo mejor no quiero que se vaya, Kwadwo —murmuró—. Pero dejemos este tema, centrémonos en Alima. Hablaré con lady Hollister para dejarle bien claro que no será de su propiedad y que tiene que tratarla bien y respetar su virtud. —La voz de Doug casi sonó furiosa al pronunciar la última frase. Insistiría en ello también delante del marido de lady Hollister—. Sería conveniente para conservar la buena armonía que asistiera a los servicios del reverendo, pero también pueden encontrarse pretextos si no se ve capaz. La señora no le impedirá rezar siempre que no sea en horas de trabajo. Pero esto ya lo sabéis.
Los musulmanes debían postergar sus oraciones hasta después de trabajar también en Cascarilla Gardens.
—¿Qué, cómo lo ves, Alima, tienes ganas? —preguntó Doug.
La muchacha volvió a bajar la vista.
—Si mamá no se pone triste y papá no se enfada, sí. A mí gusta vestidos bonitos, lady Hollister una lady bonita. Y missy Hornby muuuuuuy bonita…
Doug pensó que respecto a esto último tenía otra opinión, pero si a Alima le gustaba su nueva señora, tanto mejor.
De hecho, el acuerdo se cerró en principio de forma satisfactoria para todas las partes. Doug llevó a la muchacha a Kingston y trató de todo lo importante con la señora. El señor se hallaba ausente. Doug, sin embargo, fue claro al hablar sobre el tema de la virtud de la joven.
—¡Pues claro, señor Fortnam, dónde se ha pensado que está! —sonrió lady Hollister—. La chica estará conmigo a buen recaudo. Aunque es cierto que tenemos un par de criados muy guapos. —Soltó una risita.
Doug tuvo que hacer un esfuerzo para no alzar la vista al cielo. ¿Acaso esa mujer no se daba cuenta de lo mucho que se parecían todos esos mulatos a su marido?
—No me cabe duda de que Alima adoptará una actitud reservada —señaló sin responder a la risita de su interlocutora—. Pero es su deber garantizarme que todos los hombres de la casa serán igual de comedidos.
La señora asintió, al parecer todavía divertida. Doug suspiró. Más claro no podía ser. No obstante, una semana después se tomó la molestia de ir a ver a Alima a su nuevo hogar y encontró que la satisfacción era general. Lady Hollister estaba encantada con la prudencia y habilidad de la chica, y Alima estaba entusiasmada con el vestido de encaje con delantalito que debía llevar a diario en esa casa. No dejaba de alabar las cosas tan bonitas de lady Hollister y parloteaba de maquillajes y peinados. Si eso seguía así, pronto hablaría como Lucille, pensó Doug con cierta pena. Encontraba a la mayoría de jóvenes esclavas más interesantes que las jóvenes damiselas de la buena sociedad, aunque naturalmente nunca les habría puesto un dedo encima.
Una semana más tarde, Maalik y Jadiya viajaron a Kingston: Doug siempre se sorprendía de lo poco que les importaban a los nativos africanos los largos trayectos bajo un sol de justicia. Ambos regresaron resplandecientes. Jadiya no cabía en sí de alegría de lo mucho que Alima disfrutaba con su nuevo empleo.
—Poner cosa blanca en la cara de señora. —Fue la forma en que describió el maquillaje diario a un divertido Doug—. ¿Para qué hacer eso, backra? ¡Ya es blanca!
Doug dejó que Kwadwo le explicara la moda que imperaba entre los blancos y escuchó algo preocupado las noticias del no menos maravillado Maalik. En el mercado se había encontrado con un hermano musulmán negro que pertenecía a la misma tribu de su familia.
—A lo mejor hombre para Alima. Dice backra bueno. A lo mejor compra a Alima…
Doug se frotó la frente. De repente, el antes tan consternado padre ya no tenía nada en contra de desprenderse de su hija. Lástima que Nora no estuviera ahí para oírlo.
Durante unas semanas no le llegaron más noticias sobre Alima, salvo comentarios puntuales de Adwea de los que se deducía que a la chica le iba bien. En cualquier caso, la cocinera la ponía a ella y su nuevo trabajo como luminoso ejemplo para las otras esclavas domésticas. Frases como «Si no esforzarte, nunca tener vestidos bonitos como Alima» y «Tú hacer bien y luego a lo mejor doncella de dama bonita como Alima» pasaron a formar parte de sus advertencias y estímulos habituales. Cada dos o tres domingos, Maalik y Jadiya solicitaban pases y cuando Doug organizaba alguna velada Alima volvía a Cascarilla Gardens y pasaba horas contando a sus envidiosas amigas las maravillas de su vida con lady Hollister.
La dama y su sobrina, por su parte, se deshacían en elogios sobre Alima y no se cansaban de darle las gracias a Doug en las diversas fiestas y bailes de Navidad que reunía a la buena sociedad de Kingston tras la cosecha de la caña de azúcar.
—En esta ocasión hemos contentado a todo el mundo —señaló a su vigilante, el afable mister McCloud, con quien bebía un ponche de ron la noche de Navidad—. Compruebe que mañana también Alima tenga un regalo preparado. —Doug solía hacer un pequeño obsequio en Navidad a sus empleados, en general un aguardiente de caña de azúcar y granos de café o té para los musulmanes—. Aunque los Hollister estén en Kingston, es importante que los padres vean que no nos olvidamos de la niña. Al fin y al cabo, todavía pertenece a Cascarilla Gardens.
Ian McCloud asintió.
—Vendrá la semana próxima —señaló—. Me lo ha contado Maalik contentísimo, los Hollister pasarán un par de días en su plantación.
Doug sonrió.
—Claro, es la época en que se destila el ron. El viejo no se lo quiere perder. —Alzó su copa y guiñó el ojo—. Admito que también les cedí a Alima cuando llegaron un par de toneles de contrapartida.
McCloud rio.
—Le he dicho al padre que su hija puede volver a instalarse en la cabaña de la familia. Espero que le parezca bien.
—Si lady Hollister no insiste en que duerma en el umbral de su puerta… —respondió Doug—. Algunas damas son incapaces de separarse de sus doncellas ni siquiera por tres minutos. Pero si no es por eso…
McCloud se puso serio.
—No deseo expresarme de forma irrespetuosa respecto a lord Hollister —observó—, pero yo no consideraría aconsejable que la pequeña pasara la noche en el umbral de su señora. Los Hollister tienen en Kingston una gran mansión, pero aquí…
Doug compartió su opinión.
—Aquí el umbral de la dama también lo es del caballero. Entendido, mister Ian. Tiene usted razón. Si surge cualquier problema, daré a los Hollister una razón creíble. No debemos poner en peligro la virtud de la muchacha.