Capítulo 7

Al día siguiente, Máanu apareció con el semblante pálido a la ceremonia de su boda. Tomó asiento con las piernas separadas en la banqueta que, siguiendo la tradición, Akwasi le había regalado, y necesitó ayuda para transportar los otros regalos que le habían llevado. La mañana después de la boda no se dejó ver, y Mansah contó preocupada que no podía levantarse. A Nora no le sorprendió: la noche con Akwasi debía de haber sido horrorosa. Pese a ello, Tolo aseguró que no corría peligro de muerte.

—No corté demasiado, solo lo suficiente para que ambos, él y ella, estuvieran contentos. Todavía puede sentir algo, aunque ahora, claro está, las heridas están abiertas y no puede disfrutar de su marido. Además, como ya he dicho, esto suele hacerse mucho, mucho antes de que se penetre a la mujer.

Tolo lanzó una mirada interrogativa a Mansah, pero esta volvió a buscar protección en las faldas de Nora.

—¡Ella no cortar a mí, missis! ¡Missis, tú vigilar! —suplicó.

—Nadie te obliga, niña, tienes suerte —la tranquilizó Tolo—. La Abuela Nanny también está en contra. Sin embargo… Ahí de donde venimos nadie nos protege y, hazme caso, el corte es más profundo que el que yo he practicado a tu hermana. Ahora ve con Máanu, pequeña, y cuida un poco de ella. En un par de días volverá a ser la misma, no sufras.

Naturalmente, Nora conocía bien la situación. Poco importaba lo bien que cicatrizaran las heridas, con el clima jamaicano siempre era factible que volvieran a infectarse. En aquel lugar las personas morían de heridas leves. Pero no quería asustar a Mansah, y Máanu habría rechazado su ayuda. Por otra parte, su antigua doncella la había acompañado en suficientes ocasiones durante sus visitas a los enfermos y ella misma sabía cómo mantener limpias las heridas.

En efecto, Máanu se curó sin complicaciones, a lo que seguramente contribuyó el hecho de que Akwasi no tocara a su nueva esposa en los siguientes días y volviera con Nora. Se casó asimismo con ella, aunque sin tanta ceremonia. La Abuela Nanny invocó tan solo a un par de dioses y espíritus para que bendijeran la unión e informó al poblado de que Nora ya no era una esclava.

La posición de esta entre las mujeres mejoró enseguida. Las muchachas solteras dejaron de humillarla, mientras que las adultas la aceptaron, reticentes pero sin vejarla, en su grupo. Nora solía trabajar algo apartada de ellas, pero ya no tenía que encargarse de las tareas más difíciles; antes al contrario, cuando su embarazo ya fue manifiesto, la trataron con consideración. Le daba igual que las mujeres no hablaran con ella, a fin de cuentas tenía a Mansah, que se sentía tan mal con las chicas jóvenes como ella con las mujeres. Últimamente, la pequeña incluso dormía en su casa, con la bendición expresa de Máanu y Akwasi. Ambos suponían que Nora no intentaría desprenderse del niño ni matarse en presencia de Mansah. Así pues, no solo la vigilaban las otras mujeres durante el día, sino también por las noches, cuando Akwasi se iba con Máanu. Desde que esta se había repuesto, la visitaba cada noche: era evidente que hacía cuanto podía para concebir otro niño, esta vez un purasangre.

A Nora todo eso le resultaba indiferente. Ya hacía tiempo que había asumido su embarazo y daba gracias al cielo de que Akwasi no le prestara atención. Que Máanu fuera feliz con él. Nora les deseaba a ambos lo mejor… mientras la dejaran tranquila. Por el contrario, disfrutaba de la compañía de Mansah. La pequeña por fin estaba aprendiendo a hablar bien en inglés y, para su sorpresa, también a leer y a escribir.

—¿De verdad que todo el mundo puede, missis? ¿No es necesaria la bendición de los dioses?

Y entonces, cuando quedaban unas pocas semanas para el parto, su relación con las otras mujeres, o al menos con una parte de ellas, cambió. Últimamente había aprovechado su tiempo libre para cultivar un jardín de hierbas curativas. Mansah la ayudaba diligente, se interesaba mucho más por el arte de sanar que su hermana. Puesto que podía moverse por el pueblo con total libertad, les pedía semillas a los comerciantes blancos que pasaban por ahí y Nora pronto pudo enviarla fuera del asentamiento a buscar plantas y raíces de utilidad.

Nora seguía teniendo prohibido emprender tales expediciones: las mujeres controlaban cada paso que daba fuera del poblado. Pero ahora, alrededor de su cabaña crecía mucho más perejil, manzanilla, salvia y milenrama de lo que ella y Mansah jamás iban a necesitar. Nora añoraba su trabajo con los enfermos, y cuando un mediodía escuchó la conversación de dos mujeres, no logró contenerse. Una de ellas se quejaba de los dolores y la fuerte hemorragia que padecía con la menstruación.

—Tengo que ver a Tolo, pero camino muy largo —gimió.

—¿Y Nanny? —preguntó su amiga.

La primera puso los ojos en blanco.

—Nanny dice no ser malo. Esperar y luego pasar. Pero Nanny mujer fuerte, Reina. Yo solo pequeña cimarrón, no tan valiente.

Nora suspiró. Todo eso reforzaba su opinión de que los conocimientos de Nanny no eran demasiado amplios. Por lo que contaban, la habían sacado de África siendo todavía muy joven. Incluso si tal como se suponía su madre había sido una gran chamana, tampoco habría tenido tiempo para enseñarle tanto, y en todos esos años Nanny seguro que había olvidado muchas cosas.

Nora metió la mano en el bolsillo y sacó un puñado de hierbas. Las tenía siempre preparadas para Mansah, que hacía tres meses que era mujer y también sentía fuertes dolores. Nora solía prepararle una infusión cuando le sucedía mientras trabajaba. Intentaba que las demás mujeres no se percataran de que Mansah ya tenía el período. Daba igual lo que Nanny dijera: Akwasi y Máanu eran capaces de insistir para que también la niña cumpliera los ritos de los dogones.

—Toma —le dijo a la mujer, que respondía al nombre de María. Era un nombre poco usual para una esclava, pero en lo que iba de tiempo Nora había aprendido que los auténticos cimarrones, los negros nacidos en libertad, tenían frecuentemente nombres españoles—. Hierve estas hierbas y déjalas reposar un rato no muy largo. Luego te bebes tres tazas al día, eso te ayudará.

María miró con desconfiada curiosidad las plantas.

—¿Tú no querer envenenarme, mujer blanca?

Sin pronunciar palabra, Nora encendió un fuego, pese a que las mujeres se sorprendieron de que lo hiciera con el calor del mediodía. Calentó el agua, echó las hierbas dentro, las dejó reposar un momento y ella misma tomó un par de sorbos cuando el brebaje se hubo enfriado. También Mansah bebió de él. Se estremeció, pero lo tragó obedientemente.

—Es asquerosamente amargo, pero sienta bien —explicó la pequeña.

Nora llenó otro cuenco para María. También esta contrajo el rostro cuando bebió vacilante el líquido. No estaba convencida del todo, pero supuso que la mujer blanca no intentaría envenenar a Mansah. Media hora después los rasgos de su cara se relajaron y sonrió incrédula a Nora.

—¡Ha parado! —anunció atónita—. ¡Tener efecto! ¿Qué querer por las hierbas, mujer blanca? Tolo pedir saco de grano o huevo.

—Ya tengo suficiente grano y pollos —dijo Nora con un gesto de rechazo.

Entre los regalos de Nanny había tres gallinas. La Reina había hecho el mismo regalo a las dos mujeres, aunque a Máanu le habían regalado muebles, telas, vestidos e incluso alguna joya.

—Yo… bueno, yo me alegraría mucho si dejarais de llamarme missis blanca o mujer blanca. También los ingleses tenemos nombre, ¿sabéis? —Nora enrojeció a pesar suyo—. El mío es Nora.

María no fue la única paciente de Nora. En los siguientes días, cada vez más mujeres cimarrones acudieron a ella, casi todas nacidas en libertad y la mayoría con dolencias leves. Los esclavos liberados desconfiaban de una sanadora blanca y Nora no se lo reprochaba. Esa gente odiaba todo lo que les recordara, aunque fuera vagamente, a sus tiempos en las plantaciones. Los auténticos cimarrones, por el contrario, no rehusaban el contacto con los blancos. Sin embargo, sí temían sus ataques. Contaron que unos años antes el gobernador había realizado muy serios intentos de conquistar Nanny Town. No obstante, se alegraban de que los visitaran los comerciantes blancos, con los que trocaban utensilios domésticos o pequeños objetos de lujo por productos del campo. Nunca habían visto a mujeres blancas antes de que secuestraran a Nora, y ahora que se había roto el hielo se mostraron más curiosas que negativas. Muchas de ellas se habrían adaptado a la forma de vida de los ingleses de Kingston y Montego Bay, en lugar de emular el estilo de vida africano como Nanny y la mayoría de esclavos liberados. Hasta les sorprendían algunas decisiones de la Reina, como la de casar a Akwasi con dos mujeres a la vez. Algunas también eran cristianas o afines a una variante obeah muy influida por el cristianismo. Nora no se asombró demasiado de que antaño Tolo hubiera sido mujer obeah.

—Nosotros a veces todavía hacer ceremonias —informó María a su nueva amiga—. Pero a Nanny no gustar en poblado, y en bosque tener miedo por la noche. Nanny dice mejor que Reina también mujer obeah. En los ashanti normal.

Entre los ashanti, las mujeres parecían disfrutar de mucha libertad. Nora se enteró de que en la política tribal tenían casi los mismos derechos que los hombres y que incluso participaban en los combates cuando sus aldeas corrían peligro.

—Nosotras siempre gritar y tirar piedras cuando ingleses venir —contó María—. Antes hombres escondernos, pero ahora pueblo fuerte, inexpugnable.

Todo el mundo en Nanny Town conocía esta palabra tan difícil y a Nora se le encogía el corazón cada vez que la oía. Tampoco era muy probable que en la ciudad se produjeran levantamientos o cambios de poder. Si bien los cimarrones originales no estaban de acuerdo con todas las decisiones que tomaban los hermanos, sabían apreciar el hecho de que Nanny y Quao, Cudjoe y Accompong hubiesen reunido a los esclavos liberados y formado con ellos unidades de combate. Antes de que llegaran los hermanos ashanti, los primeros cimarrones habían vivido en pequeños grupos, errando sin cesar. En general, María y las demás preferían el nuevo estilo de vida.

—Pero Nanny no nos hace esclavos —matizó María, después de haberse quejado de que las canciones africanas de los ashanti no le gustaban y no le servía de mucho que Nanny adorase al dios Onyame—. No prohibir cuando Tolo hace ceremonia en el bosque, no prohibir cuando nosotros rezar Niño Jesús y tampoco cuando musulmanes rezar.

En realidad, nadie sabía exactamente qué hacían los musulmanes. El pequeño grupo de ex esclavos llegados de África pertenecían en su mayoría al pueblo mandinga, siempre estaban juntos y tenían sus propias prácticas religiosas. Para alivio de María —la joven se ocupaba del cuidado de uno de los gallineros que utilizaba la comunidad—, no necesitaban pollos en sus ceremonias. Las mujeres no llamaban la atención, salvo porque no participaban de la cháchara, a menudo algo picante, de las mujeres cimarrones sobre el desempeño nocturno de sus maridos. Pero solían rezar cinco veces al día y cubrirse totalmente el cabello con pañuelos o turbantes de preciosos colores. Nanny toleraba a las tres o cuatro familias y a los cinco o seis hombres que vivían solos, que no habían abandonado sus creencias africanas y que las conservaban pese a las misas obligatorias de las plantaciones y a los intentos de que participasen en las alegres reuniones obeah. Valoraba en especial a los hombres, que nunca se emborrachaban: estaban destinados en los puestos de vigilancia más retirados, pues con ellos no corría el riesgo de que elaborasen cerveza o aguardiente a escondidas y luego durmieran la borrachera durante una incursión de los blancos.

Las nuevas compañeras de Nora no se cansaban de compadecerla por su existencia como segunda esposa de Akwasi, pero a ella ya le iba bien así. Estaba mucho mejor que en sus primeros tiempos en Nanny Town. Incluso empezaba a alegrarse un poco de la llegada del niño, que se movía en su vientre y pateaba con vigor. Al parecer, ni la falta de alimentación del principio del embarazo ni los golpes que Akwasi le había propinado en la barriga lo habían dañado, y Nora tampoco temía que tuviera que crecer solo. María y las otras mujeres cimarrones tenían hijos y seguro que los dejarían jugar con el hijo de Nora… o con su hija; si bien eso a Akwasi le parecía inconcebible. No parecía contar con la posibilidad de tener descendientes femeninos, lo que confirmaba la tesis de Tolo de que pensaba y sentía más como un blanco que como un ashanti. Entre estos una mujer valía casi lo mismo que un hombre. Aun así, Akwasi jugaba a dos bandas, como señaló la curandera con ironía una vez que Nora la visitó. Pocos meses después de la boda, también Máanu se había quedado embarazada y lucía con orgullo el vientre, todavía casi plano, como si hubiera logrado algo que hasta entonces ninguna mujer había conseguido.

—¿Vendrá cuando mi hijo vaya a nacer? —preguntó Nora a la anciana mujer obeah cuando esta volvió a encaminarse hacia su choza en la jungla.

Tolo hizo un gesto negativo.

—¡Qué va! Para cuando yo pueda llegar, el niño ya llevará un buen rato aquí fuera. Estás sana y eres fuerte, lo harás bien. Y Nanny te ayudará.

Nora pensó que en el caso de Pretty, Nanny no había servido para gran cosa, pero confiaba en que sus nuevas amigas cimarrones, Elena y Sophia, no la abandonarían. Las tres tenían hijos y, con toda certeza, sabrían reconocer si surgía alguna complicación para, en tal caso, enviar a Mansah en busca de Tolo.

De hecho, todo fue bien. Nora sufrió las contracciones durante horas. Era de constitución menuda y tardó mucho en dilatar lo suficiente. Pero también el bebé era menudo y estaba bien colocado. Tras doce horas de dolor no totalmente insoportable, en las cuales María, Elena y Sophia se ocuparon de ella, mientras Mansah gemía sentada en un rincón, una niña pequeñita, de rostro enrojecido, pelo negro y piel marrón claro se deslizó en las manos de la Abuela Nanny.

—¡Bienvenida al mundo y que la bendición de Onyame y todos los espíritus del cielo y la tierra te acompañen! —saludó cariñosamente la Reina a la recién nacida, la limpió y la depositó en los brazos de la madre—. Una niña bonita, mujer blanca, ojalá sea fuerte como su padre y hermosa como su madre.

A esas alturas, Nora ya sabía que los ashanti creían que el padre daba a sus hijos el espíritu y la fuerza, y la madre el cuerpo. Esto último tenía más valor y por eso los niños pertenecían antes a la familia materna que a la paterna; también la realeza se heredaba por línea materna.

Como era de esperar, Akwasi no mostró tanto entusiasmo, pero cogió a su hija como era su deber, la sacó de la cabaña y la presentó a las estrellas.

—Se llamará Dede —dijo—, el nombre de mi madre.

Nora no hizo ningún comentario, pero al día siguiente bautizó a su hija con el nombre de Deirdre, acto en el que participaron las amigas afines al cristianismo. Todas estaban convencidas de que ese nombre se hallaba en la Biblia.

—Seguro que este nombre le da suerte —señaló alegre María, dando un beso al bebé. Las mujeres de Nanny Town eran muy cariñosas con los niños.

Nora consideró que ya era una suerte que ni Akwasi ni Máanu se dispusieran a quitarle a la niña. Se lo había temido, pues, a fin de cuentas, en las plantaciones era habitual que a las mujeres negras las separasen de sus bebés. Eso se habría ajustado a las ansias de venganza, preñadas de odio, de Máanu. Pero Akwasi había perdido interés y Máanu ya estaba lo bastante ocupada con la espera de su propio hijo. Aseguró a Akwasi que ella le daría el hijo deseado.

—Será un niño grande —vaticinó Nora a la orgullosa Máanu cuando esta les hizo la visita obligada a ella y Dede. La joven negra estaba bellísima con los trajes africanos de colores que solía llevar durante el embarazo porque eran más cómodos que los de los blancos. Máanu seguía muy delgada y se mantenía erguida, le brillaban el cabello y la piel, y su vientre sobresalía con vigor aunque todavía faltaban tres meses para el nacimiento—. Pero no será un parto fácil —prosiguió Nora—. Deberías pedirle a Nanny que llamara con tiempo a Tolo. Más teniendo en cuenta que… —Enrojeció.

—La ablación no es un obstáculo para el parto —respondió airada Máanu—. Me lo aseguró Tolo. Nanny me asistirá y con ella todos los espíritus de los ashanti y los dogones.

—No me refería a la ablación. —A Nora le resultaba difícil mencionar el tema, pero todavía se acordaba de Sally y recordaba lo que Tolo había observado. «Ha tenido hijos… » Así que Máanu había tenido partos fallidos, aunque no por ello se había desangrado. Pese a ello, le quedarían cicatrices y adherencias—. Al menos deberías pedirle a Tolo que te explorase antes del nacimiento. Los espíritus… bueno, seguro que pueden ser de gran ayuda, pero en general… Ya tienes experiencia en cómo van las cosas.

Nora recordó los cínicos comentarios de Máanu sobre religión, oración y Dios.

—Traeré al mundo al hijo de Akwasi con ayuda de la Reina —respondió una Máanu mayestática—. Y tú no vas a atemorizarme, missis blanca. Soy fuerte.

Nora no añadió nada más. Desvió la conversación hacia Dede, y hacia lo bonita que era y la energía con que chupaba la leche de los pechos de su madre. El bebé no causaba ningún problema, lo único que llamaba la atención y provocaba comentarios entre encantados, asombrados y recelosos eran sus ojos azules. Pero la piel de Dede no era tan oscura para que este legado de sus ancestros blancos resultara incongruente. Sin embargo, la mayoría de las mujeres de Nanny Town nunca habían visto un bebé de ojos azules y entre algunas tribus eso era señal de mal augurio.

—¡Tonterías! —exclamó burlona Tolo, y con un gesto de la mano acalló el rumor de que había nacido un demonio—. Claro que es malo que una mujer negra dé a luz a un niño blanco. Sucede entonces que tenga los ojos azules o, en muy contadas ocasiones, rojos incluso. Y en general no viven mucho tiempo. Pero el color de los ojos es normal en tu hija. Cuando sea mayor será bonita.

—Es posible que cambien a verdes —observó Nora para prevenir más rumores sobre un sobrenatural cambio de color en los ojos del bebé—. Yo misma tuve los ojos azules hasta los dos meses. Todos los niños blancos vienen al mundo con los ojos azules.

Tolo asintió.

—Tu Dede es preciosa y normal, es bueno que sea niña. Para un mestizo nunca es fácil, pero una niña guapa lo tiene más fácil que una fea, y una niña mestiza lo tiene más fácil que un niño mestizo.

Nora no se sorprendió de que, tres meses después del nacimiento de Deirdre, Mansah volviera a estar sollozando delante de su puerta. La niña había vuelto a cambiar de cabaña desde que Akwasi dedicaba de nuevo sus favores a Nora. Al fin y al cabo, Máanu estaba al final del embarazo, mientras que Nora ya se había recuperado del parto y estaba más bonita que antes. A esas alturas, su cuerpo se había acostumbrado a trabajar más y estar más expuesto al sol, y esa vida incluso le sentaba bien desde que no la martirizaban ni la forzaban a hacer las tareas más duras. Nora era delgada y nervuda, pero desde el parto había adquirido formas más femeninas. Además, daba de mamar y sus pechos estaban llenos y duros. El sol había dado a su piel un matiz dorado que resaltaban las telas de colores con que se envolvía su cabello claro, a la manera de las africanas. Su imagen volvía a excitar a Akwasi, y su rabia hacia Nora y Doug iba disminuyendo lentamente. Ella le había traicionado, él se había vengado: pero ahora ella era suya, en cuerpo y alma. Había dado a luz a un hijo suyo.

Akwasi empezó a tratar a Nora con más cuidado. No era que supiese amarla tiernamente —todavía seguía creyendo que una mujer virtuosa no debía gozar del amor—, pero hablaba con ella de forma cordial y no volvió a golpearla. Pese a ello, Nora odiaba y temía las noches en que la visitaba. Estaba decidida a no darle más hijos, por mucho que ella ahora quisiera a Dede. Seguía conservando el tarro de Tolo discretamente entre los bebedizos y ungüentos que ella misma elaboraba. Al menor signo de embarazo, lo utilizaría.

Nora empujó a Akwasi, que estaba montándola, cuando oyó llamar a la puerta y unos gemidos. Ella casi siempre se revolvía y él estaba acostumbrado a no hacerle caso, como en esa ocasión.

—¡Basta, Akwasi! —Nora luchaba con todas sus fuerzas, procurando no hacer ruido para no despertar a Dede. Por fortuna, la niña tenía un sueño profundo—. Ya oyes que pasa algo, debe de ser Mansah. Quizá se trata de Máanu. Su parto es inminente. A lo mejor…

Se irguió y se cubrió a toda prisa con un paño cuando Akwasi se dejó caer a un lado de mala gana. Luego fue a abrir la puerta. Tal como esperaba, Mansah se apoyaba gimiendo contra la pared contigua a la puerta.

—Tienes que venir, missis. Máanu… Está llegando el niño.

Nora hizo pasar a la niña.

—Eso es bueno, Mansah —la tranquilizó—. ¿Has llamado a Nanny? Quería que la atendiera. Y además vive al lado.

La cabaña de Nora se hallaba en el linde de Nanny Town, lo que no le gustaba a Akwasi. Era habitual que las distintas mujeres de los guerreros tuvieran casa propia, pero en las aldeas africanas estaban, por regla general, una al lado de la otra. Pese a ello, las chozas circulares del centro estaban todas ocupadas y Máanu no pensaba en absoluto cambiar su privilegiada situación, vecina de la Reina, por una choza de esclava en la periferia del poblado.

—Nanny lleva horas con ella. Dice que todo normal pero el bebé viene y no viene. Máanu da gritos horribles…

—Te lo parece a ti, Mansah —la tranquilizó Nora—. Mira, yo también gritaba y tuviste miedo, pero luego llegó Dede y todo salió bien.

—Pero este bebé no viene, missis. Nanny dice que a lo mejor es demasiado grande. No pasa… no pasa por… —Mansah enronqueció de horror—. Y Máanu está sangrando mucho…

Nora suspiró. Algo así se había temido. De todos modos, no podría hacer mucho más que Nanny. No era comadrona y, además, en Cascarilla Gardens apenas había habido niños. Lo que sí sabía hacer era detener las hemorragias después de los abortos. Una vez llegara el niño, tal vez podría ayudar a Máanu, pero ahora…

—Ven, missis, ¡por favor!

Nora empezó a meter de mala gana medicinas en su bolsa.

—Máanu no me querrá y Nanny mucho menos —vaticinó.

Pero Akwasi intervino entonces. Se había vestido y se irguió delante de la llorosa Mansah.

—¿Qué dices, chica? ¿Que no viene el niño? ¿Va a morir mi hijo en el vientre de Máanu?

—Antes moriría Máanu —observó Nora—. Y con ella, a la fuerza, el niño, si es que no sucede un milagro.

—Nanny invoca a los dioses —dijo Mansah—. Quema hierbas…

—Eso seguro que ayuda —apuntó sarcástica Nora—. Intentaré hacer algo, Akwasi, pero tienes que acompañarme y obligar a Máanu a que me deje acercarme a ella. Y explicar a Nanny que los dioses me han lanzado una estrella a la cabeza para llamarme o algo así. A lo mejor se lo cree. Haré todo lo que pueda, Akwasi, pero no me culpes si a pesar de todo tu hijo o tu hija muere.

Akwasi estaba dispuesto a realizar y conseguir todo lo que fuera con tal de brindar una posibilidad a su tan ansiado heredero. Incluso llevó la bolsa de Nora cuando la siguió para que pudiese andar más deprisa. Cuando camino de la cabaña de Máanu se enrolló el turbante en la cabeza, Akwasi censuró su vanidad.

—No me lo pongo para estar bonita, sino para que no me caigan los mechones de pelo en la cara —contestó altiva—. Y tú, Mansah, ¿por qué nos sigues? Con Máanu no puedes hacer nada, pero Dede está sola en la cabaña. Ve y cuida de ella o, por el amor de Dios, tráetela si no quieres estar sola. ¡Y deja ya de llorar! Sé que te resulta difícil, pero tendrás que aprender a comportarte como una adulta.

Mansah dio media vuelta gimoteando y Nora apretó el paso. Esperaba que realmente vigilara al bebé. Mansah se llevaba bien con la hija de Nora y era posible que la pequeña pasara toda la noche durmiendo tranquilamente.

En la cabaña de Máanu olía a sangre y hierbas quemadas. Nanny estaba sentada junto a una bandeja con incienso o lo que fuera que ardía sin llama y emitía un olor agradable, pero también calor y humo. Nora tosió. En su esterilla, la parturienta estaba empapada en sudor.

—No puedo más —se quejaba—. ¡Nanny, haz algo!

Entonces sufrió otra contracción y empezó a gemir y quejarse a gritos. Mansah tenía razón, Máanu llevaba luchando muchas horas. Su cuerpo se arqueaba de dolor, pero la cabecita del niño todavía no asomaba.

Akwasi se arrodilló junto a su quejumbrosa esposa.

—Máanu, he traído a la missis. Quiero que te vea. Lo quiero, así que no protestes. Ella únicamente desea ayudarte.

La mirada llameante de Máanu buscó la de su marido, tenía los ojos inyectados en sangre.

—Si consigue que esto acabe, hasta el diablo será bien recibido —soltó, antes de ponerse a gemir y gritar de nuevo.

Nora empujó a Nanny hacia un lado. La Reina parecía haber caído en trance mientras cantaba: en esos momentos estaba más cerca de los dioses que de su paciente.

Nora separó bien las piernas de Máanu. Debía de haber roto aguas hacía tiempo: estaba seca y, efectivamente, sangraba. Aunque no tanto como había dicho Mansah.

Nora cogió una cazuela con ungüento de aloe vera y manteca de cerdo para suavizarse las manos. Palpó el vientre de la joven antes de explorar la vagina.

—La Reina acierta, el niño está bien colocado —confirmó—. Pero es demasiado grande. Máanu tarda en dilatarse lo suficiente y es posible que no sea bastante. Quizás haya también algo dentro, después… después de lo que el backra te hizo… Voy a intentar palparlo. Y tienes que ayudar, a mí y al niño… Pero antes…

Nora buscó una botellita en su bolsillo. Otro bebedizo de Tolo para calmar los dolores. Desconocía cómo lo elaboraba, pero sospechaba que la vieja curandera cultivaba plantas de las que se extraía el láudano.

En efecto, tras beber el brebaje, Máanu se tranquilizó un poco y entonces Nora logró palpar la cabeza del niño. Estaba encallada.

—No sé si todavía vive —dijo Nora, inquieta—. En cualquier caso tiene que salir pronto, así no sobrevivirá. Tienes que ayudarme, Akwasi. Y tú tienes que empujar, Máanu, no es tan horrible. Akwasi, enderézala para que quede acuclillada y le aprietas el vientre cuando llegue la próxima contracción.

Nora tenía manos pequeñas y finas, pero resbalaban en la cabeza del bebé cuando intentaba cogerlo y tirar de él. Aun así, la grasa con que se había embadurnado las manos facilitaba el trabajo. El canal de nacimiento se distendió y el niño por fin empezó a moverse. Mientras Máanu gritaba de un modo casi inhumano, el bebé resbaló. Se trataba en verdad de un niño, y era inusualmente grande. Cuando lo sostuvo por los pies en el aire para darle una palmada, protestó berreando.

De la vagina de Máanu salía sangre, pero era algo que Nora ya conocía. Entregó el bebé al desvalido padre y a la Abuela Nanny, que lentamente volvía en sí. La sacerdotisa empezó a conjurar a los dioses para que fueran bondadosos con el niño. Nora se ocupó de Máanu, que lloraba de agotamiento. Sangraba, pero no era una sangre rojo brillante y espumosa ni tampoco brotaba desde dentro. No parecía que en el interior hubiera algo dañado. Poco después, salió la placenta y la hemorragia disminuyó notablemente.

Cuando media hora más tarde Mansah apareció con Dede llorando —no había aguantado más tiempo sola con la niña durmiendo y esta se había despertado a la mitad del camino—, el recién nacido estaba limpio y envuelto en los brazos de su madre.

—Ven, Mansah —dijo Nora, cansada, cogiendo a su hija de los brazos de la niña—. Tienes un sobrinito. No te preocupes por tu hermana, los dos sobrevivirán.

Se sorprendió de que Máanu hablara a continuación, pero no a su hermana, sino a ella.

—Gracias —susurró—. Gracias, missis.

Nora suspiró.

—Ya no eres mi esclava, Máanu, como has insistido en confirmar en los últimos meses. Llámame Nora…