—Lo superará.
Doug Fortnam había escuchado estas palabras infinidad de veces, de labios del reverendo, de sus amigos y vecinos, incluso de los esclavos de Cascarilla Gardens.
Las damas de Kingston y Spanish Town expresaban una y otra vez su preocupación por el duelo prolongado del joven, así como por su vivienda cuando lo visitaban. Lo hacían con frecuencia, a fin de cuentas había hijas, hermanas más jóvenes y primas que con agrado se habrían casado con el joven heredero de una gran plantación. Y el mismo Doug casi no hacía vida social desde que «la desgracia había caído sobre su casa», una expresión que las señoras gustaban de utilizar para referirse al asalto de los cimarrones, tal vez porque les parecía menos amenazadora y no ponía tanto en cuestión su propia seguridad. Al fin y al cabo, el gobernador no mostraba intenciones de tomar los poblados de los cimarrones en las Blue Mountains, de donde ya había salido malparado en suficientes ocasiones entre 1729 y 1734. En ese momento prefería negociar e intentaba ignorar en lo posible contratiempos como el saqueo de Cascarilla Gardens.
—¿Cuándo reconstruirá la casa? —preguntó con cierto reproche lady Hollister. Había pasado para invitar a Doug al baile de primavera y estaba sentada en una de las modestas sillas con que se había amueblado la que antes había sido la cabaña de un vigilante. La proximidad del caserío de los esclavos le resultaba inquietante—. La… la desgracia ocurrió ya hace un año, tiene que ir superándola poco a poco.
Doug intentó esbozar una sonrisa.
—Hay cosas que no se superan tan fácilmente —murmuró, y consiguió serenarse—. Pero ahora pienso iniciar la construcción del edificio. Tengo en mente una nueva casa, no tanto al estilo de una casa de campo inglesa, sino más parecida a su residencia de Kingston.
Lady Hollister resplandeció.
—¡Qué buena idea! —exclamó satisfecha.
Su sobrina, que acababa de regresar a Jamaica procedente de un internado inglés, había declarado que de ninguna manera quería vivir en una arrogante caja de piedra. La joven Lucille prefería el estilo juguetón de la arquitectura colonial.
—Podríamos recomendarle un arquitecto.
Doug asintió, sonrió y dejó que la mujer siguiera parloteando. En el fondo carecía de interés en el nuevo edificio, pero reconocía que a la larga tendría que hacer concesiones. No podía mantenerse totalmente al margen de la sociedad de Kingston, sobre todo porque sería poco inteligente para los negocios. Cascarilla Gardens había obtenido unos buenos beneficios ese último año, pero los otros hacendados le habían dado a entender que no aprobaban la gestión tan poco convencional de su plantación. En ella, el propietario apenas vivía en mejores condiciones que los negros, no había vigilantes y los esclavos podían decidir si asistir o no a misa los domingos, además de que se casaban saltando una escoba, una costumbre que Doug había oído que se practicaba en Virginia y había adoptado para sus trabajadores. El enlace se convertía de esta manera en una fiesta muy divertida para todos los esclavos.
Hasta el momento habían disculpado al heredero de Fortnam tales extravagancias. Pero ya había pasado el período de duelo y tendría que volver a adoptar una conducta más convencional. Si no lo hacía, le amenazaba la marginación. Los hacendados ya no lo consultarían en las negociaciones de los precios y tampoco fletarían con él barcos para transportar las mercancías a Inglaterra.
Así que a Doug no le quedó otro remedio que emplear a un joven escocés de vigilante. Ian McCloud era un noble venido a menos, su historia le recordaba a la del amado de Nora, Simon. De todos modos, mister Ian, como se hacía llamar por los esclavos, poniendo énfasis en la pronunciación correcta o en que no acabaran de estropearlo con un backra Ian, era un soñador. El muchacho era la excepción de la regla según la cual los pelirrojos en general y los escoceses en particular eran vivaces y coléricos. McCloud, por el contrario, era de carácter ensimismado y le gustaba pasar el tiempo leyendo debajo de una palmera mientras los esclavos se organizaban ellos mismos el trabajo de manera eficaz. A él jamás se le hubiera ocurrido azotar con un látigo a nadie, y los domingos escuchaba el servicio divino con devoción cristiana, en lugar de estar contando las cabezas de los esclavos que se hallaban presentes.
Lo acompañaba su esposa Priscilla, médium innata, como se apresuró a aclarar a Doug. Sin que nadie se lo pidiera, estableció contacto con Elias y Nora Fortnam y transmitió al joven hacendado sus cordiales saludos desde el más allá. Doug no sabía si reírse o enfadarse con ella, y luchaba con el deseo nada realista de pedirle que invocara al espíritu de Nora. Pero conservó la mente clara: sin duda habrían tenido que morir tres pollos para que el hombre obeah conjurase el duppy de Elias Fortnam. Pese a todo, Kwadwo negaría firmemente que todavía pudiera aparecérsele a alguien. Y si lo hacía, no le enviaría saludos formales, sino que antes montaría en cólera por la peculiar forma de actuar de su hijo. Doug catalogó las actividades paranormales de Priscilla como excentricidades y procuró mantenerse apartado de su camino.
Eso sería más fácil, obviamente, cuando la residencia señorial estuviera construida. Doug suspiró. A Nora le habría gustado una casa de estilo colonial. Decidió pintarla del color que ella prefería. Se lo preguntaría al señor Reed. Desde que Doug había cumplido la triste tarea de informar a Thomas Reed del fallecimiento de su hija, el comerciante y el joven hacendado mantenían un fluido contacto epistolar. A ambos parecía ayudarles hablar de Nora. Doug le informaba de que las mujeres negras cuidaban de la tumba de su hija y Reed le contaba la infancia de la muchacha en Londres. En lo que iba de tiempo, ya debía de intuir que a Doug y Nora les había unido algo más que un parentesco político, pues sus cartas con frecuencia tenían un tono extrañamente consolador. Pero, por supuesto, nunca mencionaría ese asunto. Como tampoco Doug le hablaría del infeliz matrimonio de Nora. Bastante difícil le resultaba ya a Thomas Reed hacerse a la idea de que su única hija había muerto en ultramar.
Y Doug Fortnam también estaba muy lejos de superar la pérdida de Nora.