Capítulo 4

Lord Hollister, Keensley y los demás hacendados de la zona insistieron en formar una expedición de castigo contra los cimarrones en cuanto hubieron concluido los funerales en Cascarilla Gardens. Y se llevaron una decepción inesperada cuando Doug Fortnam se negó a participar.

—¡Ahí tendría la posibilidad de vengarse, joven! —le reprochó Keensley—. ¿O es que va a aceptar que esos tipos maten a nuestros hombres e incendien nuestras propiedades?

Doug iba a recordarle que también lloraban la pérdida de una mujer, pero se contuvo. Lo último que le interesaba en ese momento era hacer pública su relación con Nora. Así que apretó los puños en silencio y sacudió la cabeza.

—¿Alguna vez se han obtenido resultados con este tipo de acciones de castigo? —preguntó—. Sí, de acuerdo, en ocasiones atrapan a un pobre diablo negro y lo cuelgan en Kingston. Pero esos no son los cimarrones, son esclavos huidos que van camino de las montañas…

—¡No se cuelga a nadie por equivocación! —replicó lord Hollister envalentonado.

Doug se frotó la frente.

—Pero tampoco a los responsables de los asaltos. Las expediciones de castigo no sirven para combatir a los cimarrones. No viven en campamentos, sino en poblados con instalaciones de defensa. Deberíamos enrolar tropas y declarar una guerra. Y yo al menos no tengo ni la necesidad ni las ganas. Ejerza su influencia sobre el gobernador, si cree que eso promete. Pero yo tengo cosas más importantes que hacer. No dispongo de tiempo para ir vagando por las montañas para matar a unos pocos negros mientras aquí todo está patas arriba.

—¡Se lo debemos al recuerdo de Elias! —exclamó Hollister.

Doug volvió a apretar los puños bajo la mesa. Él no sentía ninguna necesidad de vengar la muerte de su padre. Le habían dado su merecido. Si no hubiera estado Nora…

—Haga lo que usted quiera —respondió a su vecino—. Pero creo que como mejor cumplo con mi deber de hijo es conservando Cascarilla Gardens.

«Y mostrando un poco de arrepentimiento por lo que ha hecho mi padre», pensó, una reflexión que regía su comportamiento desde la noche del incendio. Esto le preservaba un poco de evocar solo a Nora, lo que ella había pensado y sentido cuando los cimarrones hundían los machetes en su cuerpo, su miedo y su dolor.

Doug se concentró en evaluar la situación y reorganizar el trabajo en Cascarilla Gardens. Estaba decidido a intentarlo sin látigos y sin vigilantes, y reunió a sus negros justo después de que los funerales concluyeran y el reverendo y los vecinos se hubieran ido.

—No necesito explicaros en qué situación estamos —empezó pausadamente—. Nos encontramos en medio de la cosecha, hay que cortar la caña de azúcar de dos tercios de la plantación. Pero se han marchado ochenta trabajadores, casi todos del campo. ¿Quedan todavía algunos entre nosotros?

Unos pocos esclavos de mayor edad alzaron las manos. Doug se dirigió a ellos.

—Me alegro de que os hayáis quedado. Y no puedo imponeros que trabajéis ahora noche y día en los campos. Aún menos cuando han robado una gran parte de los animales de tiro. Cascarilla Gardens todavía conserva dos yuntas de bueyes, que habíamos prestado a los Keensley, y tres caballos. El mío y dos yeguas que estaban con el nuevo semental bereber de los Hollister…

A Doug casi se le quebró la voz cuando recordó la admiración de Nora por el hermoso ruano que el caballero había hecho traer de Oriente por una pequeña fortuna. En Inglaterra se estaban poniendo de moda las carreras de caballos en hipódromos especialmente construidos para ese fin y lord Hollister había pensado introducir con el tiempo algo similar en Jamaica. Además, le disgustaba que Aurora ganara en cada competición a su propio caballo. Fuera como fuese, había importado el semental a la isla y solo admitía yeguas que cubrir. Los Fortnam habían presentado a Aurora y una de las otras yeguas que Nora había traído de Inglaterra. Eso había salvado a los animales del pillaje.

—De todos modos, ninguno es caballo de tiro. Mañana iré a Kingston y trataré de comprar un par de animales de carga (no va a ser fácil) y también… también algunos esclavos. —Le costó pronunciar esa palabra, pero los negros no se lo tomaron mal. Parecían más alegres por descargarse trabajo que ofendidos por la esclavitud de otros africanos—. Vosotros… —añadió señalando a los viejos esclavos del campo— vosotros seréis los responsables de ponerlos al corriente de sus deberes. Y por mucho que lo sienta, al principio todos los esclavos y artesanos que todavía estéis aquí deberéis apoyaros. No necesitamos por el momento ningún carpintero, herrero ni criado domésticos.

Un murmullo indignado se elevó de la muchedumbre de negros.

Doug suspiró.

—Sí, lo sé, había prometido que nadie se vería degradado. Pero para conservar una casa con muchos criados necesito los ingresos de la caña de azúcar. Así que al principio tendréis que arrimar el hombro.

Lanzó una mirada preocupada al grupo de los esclavos domésticos. Si no colaboraban de forma voluntaria, tendría que emplear a un vigilante. Y entonces no tardarían en volver a restallar los látigos. Doug miró ceñudo a Kwadwo cuando este se adelantó. El hombre obeah y caballerizo sin duda consideraba que cortar la caña desmerecía su posición.

Sin embargo, las palabras del anciano conjurador de espíritus lo tranquilizaron.

—Yo haré todo lo que esté en mi mano, y también mis mozos de cuadra —dijo con orgullo.

La próxima en tomar la palabra fue Adwea.

—¡Yo también! —anunció—. Y mis ayudantes de cocina. Pero no conseguiremos tantos resultados como los negros del campo, backra Doug. ¿También nos darás latigazos? —La pregunta oscilaba entre la ironía y el miedo.

Doug sacudió la cabeza.

—¡En Cascarilla Gardens nunca más se azotará a nadie con un látigo! —afirmó—. A no ser que haya robado o cometido un delito. Pero eso no lo comprobará un vigilante, seré yo mismo quien lo haga. En el futuro, no trabajaréis los domingos, y en Navidad y Pascua tendréis varios días de fiesta… —Se alzaron vítores—. A cambio de ello, espero lealtad y buena disposición para el trabajo. Mañana por la mañana os pondréis a disposición de Kwadwo y escucharéis las indicaciones de los negros del campo. Todos, menos Adwea y sus ayudantes de cocina. A fin de cuentas, los trabajadores del campo no deben pasar hambre.

Cuando al día siguiente Doug se marchó a caballo hacia Kingston, los negros se habían reunido y, tras proveerse de machetes, dejaron que los antes tan menospreciados trabajadores del campo los distribuyeran en grupos. Al menos eso se desarrolló bien. Pero Doug no se sentía contento. Cada palmera del camino, cada recodo, cada paisaje bonito de un poblado o más tarde de la playa le recordaban a Nora. A ella le gustaban tanto el paisaje, el sol, los colores de la jungla y el mar… ¿Cómo podía estar muerta? ¿Y por qué había algo en él que no quería admitirlo? Palpaba sin cesar el colgante que llevaba en el bolsillo y se obligaba a mirar por encima del hombro izquierdo. Pero ningún duppy —ni un Simon vengativo ni una cariñosa Nora ni un iracundo Elias— se mostraba.

En los meses siguientes, Doug Fortnam reestructuró la vida de Cascarilla Gardens y no hizo nada que sus vecinos no considerasen una insensatez.

—¡La pérdida le ha perjudicado el juicio! —suspiró lady Hollister cuando el joven se negó a emprender la reconstrucción de su casa—. ¡No puede vivir en la casa de un vigilante!

—¡Y está poniendo en peligro su vida! —exclamó Christopher Keensley—. Tan cerca del barrio de los negros y siendo el único blanco. ¡Si no lo matan los viejos, lo matarán los nuevos!

En efecto, Doug había comprado cincuenta nuevos trabajadores para los campos, hombres recién llegados de África en un barco negrero. Se hallaban en el espantoso estado con que solían desembarcar, y Doug, para horror de sus vecinos, les dio la primera semana libre para que se adaptaran. Su personal los cuidó y les enseñó los rudimentos del inglés… y para su propia sorpresa la experiencia salió bien. A ninguno de los nuevos negros le resultaba extraña la idea de la esclavitud. Pese a que se afligían por su destino, nunca les había resultado inconcebible convertirse en propiedad de otro hombre. Doug se había congraciado con ellos al comprar a una mujer y su hija, aunque esta última todavía era muy joven para sacar provecho de ella. También adquirió dos parejas y una familia y les permitió ocupar juntos una cabaña.

Los antiguos negros de Cascarilla Gardens se sintieron animados y tres parejas pidieron permiso para casarse. Doug les regaló una cabra y tres pollos y les dio dos días libres para construir una cabaña más grande, aunque no fue posible celebrar un enlace formal con el reverendo.

—Lo he pedido, Tiny —informó con mala conciencia a un corpulento trabajador del campo y a su esposa, que era muy creyente. Solía emocionarse con las palabras que Stevens pronunciaba en la misa—. El reverendo no os puede casar porque no estáis bautizados. Y tampoco puede bautizaros porque… —Doug se interrumpió, no podía mencionar que los negros no tenían alma—. No sé por qué —prosiguió—. Además, la ley prohíbe que los esclavos se casen entre sí. Los esclavos se consideran menores de edad como los niños, y no pueden firmar ningún contrato. Y dado que el matrimonio es un contrato…

Tiny y Leonie lo miraron sin comprender. Doug pensó en cómo habría solucionado Nora este problema. Siempre había sido pragmática.

—Escuchad, coged un pollo más —dijo a los esclavos— y se lo dais a Kwadwo. Él conjurará a cualquier espíritu.

—¿Y con eso basta? —preguntó vacilante Leonie.

Ya no era joven, Cascarilla Gardens era la tercera plantación en que servía desde que la habían raptado a los diecisiete años. Doug sabía que Nora la había atendido varias veces, probablemente después de visitar a la baarm madda.

Doug asintió animoso.

—¡En Cascarilla Gardens, sí! —le aseguró—. No os separaré a ti y a Tiny, y si vuestra unión se ve bendecida con hijos, tenéis mi palabra de que tampoco los venderé.

Un año después había tres recién nacidos en Cascarilla Gardens.

También en Nanny Town bullían los niños, aunque apenas había curanderas. La Abuela Nanny casi era la única que sabía algo a la hora de atender un parto y asistir a los enfermos, pero no alcanzaba el nivel de conocimientos de las baarm maddas de las plantaciones. Nora lo advirtió muy pronto, si bien ninguna mujer negra iba a confiar, por supuesto, en una blanca. Disponía de mucho tiempo para observar a las mujeres, pues Akwasi la enviaba con ellas a construir cercados y limpiar el campo. Y de ese modo, el martirio de Nora en Nanny Town entró en una nueva fase, pues ahora las mujeres no se limitaban a observarla y reírse de su torpeza en las labores cotidianas, como tejer una esterilla. En vez de ello se esforzaban en que la blanca tomara conciencia de su estatus de esclava.

—¡Ya no tenemos que cortar nosotras mismas la caña de azúcar! —anunció una hermosísima ashanti, al parecer la representante de las jóvenes solteras—. ¡Para eso tenemos una esclava!

Riendo, entregó a Nora un machete romo y señaló el campo de caña. También en Nanny Town se cultivaba la caña de azúcar, aunque no en la misma cantidad que en las plantaciones, sino solo para cubrir las propias necesidades de azúcar y alcohol. Respecto a este último, Nanny y Quao controlaban prudentemente la destilería y solo repartían pequeñas cantidades de aguardiente entre la población. La mayor parte de los campos de Nanny Town estaba destinada al cultivo de alimentos, desde ñame hasta mandioca, pasando por cereales y frutas. Labrar los campos era tradicionalmente una labor de las mujeres y no resultaba demasiado pesada, siempre que una estuviera acostumbrada al trabajo físico con el calor típico del país y la elevada humedad ambiente. Los orgullosos hombres ashanti no consideraban que ellos tuvieran que ayudar a cosechar la caña. Dejaban esta tarea a las mujeres, quienes a su vez se la cedían a las más jóvenes. Y estas forzaban ahora a Nora a blandir el machete.

—¡Espabila, esclava! —reían las muchachas, mientras la azotaban con hojas de palma.

No dejaba cardenales, pero hacía daño y era humillante. Y más, por cuanto Nora hacía lo que podía. Al principio había abrigado la esperanza de ganarse el respeto de las mujeres trabajando sin cesar. Tendrían que aceptarla cuando vieran que no intentaba eludir las tareas más bajas. Pese a ello, pronto tuvo que reconocer que no había sido educada para esa labor. El sol de justicia reinante le provocaba dolores de cabeza y tenía que luchar para no desmayarse a causa del calor. Con el clima de Jamaica, salir a pasear a pie o a caballo y cuidar de los enfermos era muy distinto de andar cortando caña, dura, rebelde y de la altura de un hombre.

A los pocos minutos Nora estaba empapada de sudor, el vestido se le pegaba al cuerpo y se enredaba con la falda, lo que la salvó en varias ocasiones de golpearse las piernas en lugar de las cañas con el machete. Nunca había pensado que los esclavos se produjeran ellos mismos las heridas que tantas veces había cuidado en Cascarilla Gardens, pero nunca había tomado conciencia de lo fácil que un machetazo erraba el blanco. En algún momento casi se alegró de que las muchachas le hubieran dado un machete romo. Hacía más agotador el trabajo, pero reducía el riesgo de herirse.

Nora se esforzaba por mantener su actitud y, a partir de cierto momento, también su conciencia, mientras el sol subía y las muchachas la insultaban y denostaban entre risas. Ya hacía tiempo que tenía las manos llenas de ampollas, los pies de nuevo lastimados y, tras la última noche con Akwasi, el sexo le dolía con cada paso que daba. En contra de lo esperado, eso no mejoraba. Todos los intentos por frotarse ella misma y excitarse un poco antes de que él la embistiera fracasaban. Cuando Akwasi se le acercaba, se encogía de miedo, tanto dolor le causaba. Podría haberlo mitigado poniéndose un ungüento, pero no encontraba el momento para prepararlo. Sin contar con que no tenía libertad suficiente para ir a recoger los ingredientes. Aunque en Nanny Town había huertos de plantas curativas, Nora desconocía sus cualidades. Los conocimientos al respecto debían de haberse introducido en Jamaica desde África, no desde Europa.

Aun así, había plantas silvestres, como el aloe vera, que se encontraban en todos los rincones de Cascarilla Gardens y que eran adecuadas para la elaboración de ungüentos medicinales. No crecían, sin embargo, directamente en Nanny Town, y Akwasi nunca le hubiera permitido que abandonara el poblado para ir a recogerlas. Al final, hizo acopio de fuerzas y preguntó a las demás mujeres por una baarm madda, si bien solo consiguió que todavía la mortificaran más.

—¿Qué te pasa, mujer blanca, estás embarazada? ¿Es que no quieres un hijo? Pero ¡eso no te solucionará nada! A mí tampoco me lo solucionó.

Julie, una de las mujeres casadas de más edad, que hablaba muy bien en inglés, miró a Nora con ira. Esta no entendió por qué, ya que no había hecho nada para enfadarla. Pero Julie tenía ganas de explayarse.

—¡Mi backra me forzó a yacer con él y yo no quería dar a luz! —le espetó a la cara—. Pero la missis quería niños esclavos. Me descubrió y mandó azotarme. Y luego me tuvieron encadenada hasta que el niño nació. Por desgracia era claro, casi blanco, enseguida se vio quién me lo había hecho. Entonces la missis se lo llevó… Nunca más he vuelto a saber de él.

Nora estaba sobrecogida, pero Julie lo explicaba inmutable. Era evidente que ya no le quedaban más lágrimas que derramar, ni compasión por las penas de una mujer blanca.

Al final fue Mansah quien salvó a Nora del aprieto cuando pidió a Nanny un ungüento para una pequeña herida. Máanu seguía visitando con frecuencia a la Reina, así que Mansah también la veía a menudo pese a que no se caían bien. Nanny desaprobaba que Mansah siguiera llorando y alicaída. Reprochaba a Máanu que mimara demasiado a su hermana.

—¡Envía a la niña al campo, que trabaje, así dejará de lloriquear! —decía con dureza la ashanti.

Su pueblo educaba a hombres y mujeres desde pequeños para soportar orgullosa y estoicamente las dificultades. Máanu, por el contrario, había crecido con la división entre esclavos del campo y domésticos. Enviar a su hermana al campo significaba para ella humillarla, pero cedió a las peticiones de la Reina y Mansah lloró amargamente. Aun así, los trabajos del campo de las mujeres de Nanny Town no eran ni de lejos comparables a los tormentos que se sufrían en las plantaciones de caña de azúcar de los hacendados. Si no se era una esclava blanca menospreciada y difamada, hasta era divertido sembrar y cosechar verduras y cereales. Las mujeres cantaban y se contaban historias, descansaban con frecuencia y charlaban las unas con las otras. La mayoría de los niños del poblado participaban de forma voluntaria, ayudaban un poco, jugaban entre los sembrados o se hacían juguetes con leña y restos de las huertas.

Pese a su desesperación, Mansah cogió la azada con saña. La pequeña nunca había sido una niña que viviera despreocupadamente, sino una esclava de nacimiento, alguien que solo se admitía cuando servía para algo. A Nora le daba pena. Hasta entonces nunca había reflexionado sobre la pequeña esclava doméstica, al menos no más que sobre las chicas de la cocina en Inglaterra. Pero en ese momento se percataba de lo distinto que era todo para Mansah, Sally y antes Máanu. Cuando las ayudantes de cocina inglesas no se comportaban bien, en el peor de los casos perdían su trabajo. A Mansah y los otros niños esclavos les amenazaban con venderlos para trabajar en el campo.

Así y todo, los habitantes de Nanny Town hablaban con la pequeña y Nora estaba segura de que podía contar con que la ayudaría a encontrar una baarm madda. La niña le llevó el ungüento de la Reina Nanny.

—Aquí no tener baarm madda —le dijo—. Solo Nanny que sabe de África…

Nora olisqueó con desconfianza el recipiente de ungüento. La mezcla olía de forma peculiar y el color marrón y la consistencia fangosa no le resultaban familiares ni le daban confianza. Además, las siguientes palabras de Mansah la hicieron dudar de la capacidad de Nanny como herborista.

—Pero no sé si buena medicina. La noche pasada en cabaña de al lado…

—En la cabaña de al lado… —corrigió Nora.

—En la cabaña de al lado ayer murió mujer —prosiguió Mansah, sobresaltando a Nora, que ya no la corrigió—. Pretty. Ella embarazada… humm… estaba embarazada y ayer llegó niño. Su marido buscó Nanny y ella… también llegó.

Mansah hizo una graciosa mueca como siempre que se esforzaba por hablar bien el inglés, pero esta vez Nora no sonrió. Recordaba a Pretty, una muchacha hermosa que hacía honor a su nombre: «Preciosa».

—Pero no poder ayudar. Máanu…

—¿Qué tuvo que ver Máanu con eso? —preguntó Nora alarmada.

—Máanu intentó dar vuelta al niño en Pretty. Como hacer missis. Pero no salió bien…

Nora se apartó el cabello de la cara. Había vuelto a escaparse del pañuelo que llevaba recientemente como un turbante a la manera de algunas mujeres negras. Tampoco era muy diestra en ello, al contrario que cuando asistía en los partos. El gesto para hacer girar a un niño en una posición errónea no era difícil, la baarm madda de los Keensley se lo había enseñado a Nora y Máanu había estado presente. Pero esta nunca lo había probado. Ayudaba en el cuidado de los enfermos, pero no ambicionaba convertirse en una baarm madda. Y ahora se le había muerto Pretty sin que ella pudiera evitarlo.

—¿Y a tu hermana no se le ocurrió venir a buscarme? —preguntó abatida Nora.

Mansah sacudió la cabeza.

—Después ella con pena. Ha dicho que tendría haber hecho. Pero no quería, no quería… una palabra muy difícil, missis, algo con lento. No quería lentar a Nanny.

—Violentar, Mansah —dijo Nora con tono cansino—. Es probable que no quisiera violentar a Nanny. No tiene nada que ver con lentitud, significa que no quieres forzarla a hacer algo que no le gusta. Y sin duda tampoco quería que la Reina supiese que la esclava blanca sirve para algo. Por eso tuvo que morir Pretty… Un día Máanu se ahogará en su propio odio.