Doug galopó con Amigo a lo largo de la playa, hasta que el cansancio los invadió. Hizo una parada en lo alto de un acantilado lejos del mar, ya hacía tiempo que había dejado la arena de la playa a sus espaldas. Jadeante, contempló el mar iluminado por el claro de luna: la cabalgada a pelo había sido agotadora, pero todavía no le había permitido pensar. Ahora que había puesto varios kilómetros entre él y Cascarilla Gardens, empezaba a recuperarse. De nuevo visualizaba aquella terrible escena en los aposentos de su padre. ¡Jamás, ni en sus peores pesadillas, habría relacionado al monstruo de Cascarilla Gardens con su progenitor! Pero en ese momento, a posteriori, percibió las señales que deberían haberlo alertado. La falta de disposición de Elias para salir en busca del violador de Sally; su desinterés en la muerte de las niñas negras, pese a que ponía el grito en el cielo por cada penique que le costaba la pérdida de un esclavo; el extraño comportamiento de Máanu, su desaparición: ¡todos los esclavos domésticos debían tener conocimiento de los crímenes de Elias! Y era posible que Máanu y Akwasi creyeran que Nora y Doug también estaban enterados.
Desmontó del caballo y caminó despacio junto a Amigo hacia la jungla de manglares que había más allá. Había estado varias veces en ese lugar con Akwasi. A pie, naturalmente, en excursiones de todo un día. Pero habían explorado la selva tan emocionados que ni se atrevían a respirar y al final se habían visto recompensados por el descubrimiento de una espectacular cascada. Sumido en sus pensamientos, Doug siguió corriente arriba un arroyo hasta que la encontró: iluminada por la luna todavía producía un efecto más mágico e irreal que a la luz diurna. El agua caía en forma de cascada sobre unas piedras de pulida redondez. Akwasi y Doug habían intentado escalar la pared y se habían reído cada vez que resbalaban y volvían a caer en el arroyo. Doug dejó que el caballo abrevara y él mismo bebió un poco de agua. Algún día tendría que enseñarle esa cascada a Nora…
En ese momento, cuando pausadamente empezaba a relajarse, pensó en la desagradable situación en que había dejado a Nora y Mansah en la habitación de su padre. ¡Maldita sea, ojalá no les hubiera ocurrido nada! No creía que Elias le hiciera daño a Nora, y aún menos siendo Doug otro testigo de sus vilezas. No obstante, hubiese sido mejor quedarse. Aunque Nora lo había echado de la habitación, no lo había expulsado de la casa. Tendría que haberla esperado y hablar con ella. Encontrar una solución… algo mejor que una cobarde huida.
El joven tenía el corazón en un puño cuando, dándose impulso desde una piedra, saltó a lomos de su caballo. Condujo a Amigo despacio por la jungla. Cuando alcanzó de nuevo el acantilado divisó una extraña luz en el horizonte. ¿No era ahí donde se encontraba Cascarilla Gardens?
Alarmado, oteó hacia el este. ¿Había un incendio? Solía pasar que alguna de las cabañas de los esclavos prendiera fuego cuando los negros encendían delante una hoguera. Pero ¿ahora, durante la noche? Y a esa distancia era imposible distinguir una choza ardiendo, lo que allí ardía era una casa grande. Hincó los talones en los flancos de Amigo. ¡Lo que se estaba incendiando era Cascarilla Gardens!
—Por lo que sabemos hasta ahora, en la casa hay aproximadamente cuatro muertos, señor.
Benson, un vigilante de la plantación Keensley, informaba a Doug tras haber echado una mirada a su escasa indumentaria. Es probable que en otros momentos le hubiera preguntado si solía pasear a caballo por la noche medio desnudo, pero dadas las circunstancias pospondría sus inquietudes al respecto.
—¿Aproximadamente? —repitió Doug, y contempló atónito y todavía incrédulo las ruinas humeantes de Cascarilla Gardens.
La casa había ardido casi en su totalidad, si bien todavía quedaban en pie las paredes maestras. Los esclavos que no habían huido se habían esforzado en apagar el fuego en cuanto los cimarrones partieron. Además, los Hollister y los Keensley se habían enterado enseguida. Después de que los cimarrones matasen a los vigilantes y reunieran a los esclavos dispuestos a huir, un par de sirvientes domésticos ya mayores se habían dirigido a las otras plantaciones. Esto sucedía en contadas ocasiones durante los ataques de los cimarrones, ya que por regla general los negros libres no reclutaban a los esclavos de las plantaciones, sino que saqueaban ellos mismos las casas. Los esclavos se percataban del asalto cuando ardía la residencia señorial.
—Es difícil de concretar, señor —respondió con cierto embarazo el vigilante—. Los… los cuerpos están totalmente quemados. Y en parte… bueno, en parte…
—No importune ahora al joven con detalles. —Christopher Keensley había divisado a Doug y empujó a su vigilante a un lado—. Tome, Douglas, échese un trago…
Keensley le tendió una petaca. El joven fue a rehusar, pero luego se la llevó a los labios y bebió un excelente aguardiente de caña de azúcar. No es que se sintiera mejor a continuación, pero al menos se despejó un poco.
—Usted mismo sabe, joven —empezó a explicar—, cómo esos… esos animales matan. Y si he entendido bien, esta vez también participaron negros del campo, que todavía son peores. Al parecer sorprendieron a su padre y su madrastra en el dormitorio. Y tenían machetes…
Doug buscó apoyo en el flanco de su caballo.
—¿Los… los han descuartizado? —preguntó con voz ronca.
Keensley asintió y volvió a tenderle la petaca.
—Y luego prendido fuego. El único consuelo es que no murieron presas de las llamas. Pero es imposible identificar los cadáveres, lo siento, Doug. No debería usted verlo…
—¿Seguro que es Nora? —susurró Doug.
Keensley volvió a asentir.
—Por todo lo que se deduce, sí. ¿Quién iba a ser si no? También sospechábamos que usted estaría entre las víctimas…
—¡Quiero verlos! —exclamó Doug, al tiempo que devolvía a Keensley la petaca—. Tengo… tengo que verlo con mis propios ojos, yo…
Soltó las riendas de Amigo y se dirigió dando traspiés hacia la casa. Habían colocado los cadáveres sobre unas mantas. En ese momento dos esclavos arrastraban los cuerpos de Truman y McAllister.
—Todos los vigilantes también han muerto, señor —informó Benson a su patrón.
Keensley no le prestó atención.
—¡No debería hacerlo! —exclamó, mirando la espalda de Doug—. Nunca logrará quitárselo de la cabeza…
Doug se volvió para lanzarle una mirada encendida.
—Han sucedido muchas cosas esta noche que permanecerán para siempre en mi memoria. Pero esto… Yo…
Keensley lo siguió, moviendo la cabeza, al lugar donde se hallaban los cadáveres.
—Informe al reverendo —indicó con voz cansina a Benson—. Deberíamos… deberíamos sepultar… los restos… lo antes posible.
Doug no se derrumbó cuando vio los cuerpos y miembros carbonizados. Tal vez habría perdido la compostura si hubiese reconocido a Nora, pero eso… La visión era espantosa, pero no despertaba ningún recuerdo de lo que esas personas habían sido. De hecho, era imposible reconocer si eran negros o blancos, hombres o mujeres, adultos o niños. Doug se preguntó si Mansah estaba entre ellos o si los cimarrones se la habrían llevado, aunque solían matar a los criados domésticos. Dio media vuelta y Keensley le tendió la petaca.
—Venga ahora… Aquí ya no puede hacer más, se ha apagado el fuego, hemos puesto bajo la vigilancia de uno de nuestros empleados a los esclavos que se han quedado.
—¿Vigilancia? —repitió Doug—. ¿Vigilancia para qué? Si hasta este momento no se han marchado, ¿por qué habrían de hacerlo ahora?
Keensley soltó una risita incongruente.
—Usted sabe bien que uno no puede fiarse de esa pandilla.
Doug se frotó la frente.
—Quiero… quiero ir al caserío de los esclavos —anunció—. Al nuestro… al mío.
Era una sensación extraña, pero tenía que tomar conciencia de que era el heredero de su padre. De que lo que quedaba de Cascarilla Gardens, algún animal todavía vivo y los esclavos que aún estaban ahí, le pertenecían.
—No es una buena idea, Douglas. Primero debería venir con nosotros. Aquí ya podrá mañana…
El joven sacudió la cabeza.
—Tengo que hablar con ellos esta noche. Con… ¿Sabe usted si Mama Adwe…?
Keensley le dijo que no sabía nada y Doug volvió en busca de su caballo. Amigo todavía seguía donde lo había dejado. El semental parecía tan confuso y vacilante como su amo. Doug le dio unos golpecitos en el cuello y se impulsó en las raíces de un árbol para montar en él.
—Llévanos… llévanos a los establos… Puede que al menos tú encuentres allí un hogar.
De hecho, los cimarrones no habían quemado los establos, algo también inusual. La mayoría de las veces solían prender fuego a los edificios de la explotación. Pero ahí probablemente se habrían encargado del saqueo los esclavos, no los mismos asaltantes. Faltaban todos los caballos y mulos, pero se habían respetado los edificios, tal vez porque estaban cerca del caserío, donde el fuego enseguida se habría extendido. Kwadwo, el hombre obeah, salió de entre las sombras.
—Kwadwo… —dijo Doug en un susurro—. ¿No… no te has ido?
El caballerizo sacudió la cabeza.
—No, backra, yo no marchar. Muchos no partir, todos los viejos, los enfermos y los miedosos. Todos ellos necesitar hombre obeah. Ellos no solo tus negros, backra, también mis negros. —El anciano se irguió con dignidad.
Doug asintió.
—Nosotros… nosotros dos nos ocuparemos de ellos —musitó—. ¿Sabes… sabes algo de la señora? ¿Estabas… estaban en la casa?
Kwadwo hizo un gesto negativo.
—No, yo aquí, backra. Ayudar a ensillar caballos. Los tontos negros del campo poner silla del caballo de missis en mulo tonto… Yo no querer dar, claro, pero… —Kwadwo se mostró abatido. A lo mejor el backra lo castigaba por haber colaborado en el robo de los animales.
Doug escuchó las palabras de Kwadwo, pero no le dio muchas vueltas. Mañana ya tendría tiempo de pensar en por qué los cimarrones habían atacado tan lejos de las Blue Mountains, y por qué habían reclutado a los esclavos del campo. Pero ahora…
—¿La missis en casa? —preguntó el hombre negro para llamar la atención del backra. También él lanzó una mirada interrogativa a la ropa de Doug—. ¿O ella con usted…?
El viejo hombre obeah tenía unos ojos penetrantes, no le había pasado por alto el amor incipiente entre Nora y Doug.
El joven sacudió la cabeza.
—Estaba en casa… —respondió cansado.
Kwadwo contrajo los labios.
—Entonces ella… Lo siento, backra Doug, pero en casa todos muertos.
Doug dejó al hombre obeah y fue tambaleándose al caserío de los esclavos. Un agotamiento increíble, que casi apagaba el dolor, se iba apoderando paulatinamente de él. Pero no quería ir a la casa de los Keensley. Prefería tumbarse en la paja junto a su caballo.
Los negros que habían permanecido allí estaban reunidos y miraban al backra con una expresión entre aliviada y temerosa. En el fondo, para ellos era una buena noticia que alguien de la familia hubiese sobrevivido. De lo contrario, la plantación habría pasado a manos de algún vecino o se la hubiesen repartido entre los Hollister y los Keensley. En cualquier caso, el caserío habría desaparecido y los esclavos se habrían vendido por separado.
Sin embargo, el joven backra tal vez deseaba vengarse. Tal vez se resarciera por el asesinato de sus allegados en los esclavos que se habían quedado. Los hombres se inclinaron temblorosos ante su señor.
—¿Dónde está Adwea? —preguntó Doug—. ¿Está…?
—Yo aquí, backra Doug. —La rolliza cocinera salió de una cabaña—. Yo no marchar. Akwasi marchar. Máanu marchar. Mansah no sé. A lo mejor muerta. Pero yo no marchar. Yo quedar. Y tú…
Doug se acercó a ella vacilante. Adwea abrió los brazos.
—Yo tener cinco hijos —susurró Adwea—. El primero vendido, luego Máanu, Akwasi y tú. Y Mansah. Yo mala mujer, yo darlas a backra. Tú el último. Ven. ¡Ven, con Mama Adwe!
Doug se arrojó a sus brazos y sollozó sobre el pecho de su nodriza, su Mama Adwe, su madre.
Aunque Keensley y Hollister lo tacharan de loco, Doug pasó la noche en el caserío de los esclavos. Sacó fuerzas de flaqueza y despidió al vigilante de Keensley. Acto seguido, Kwadwo reunió a su comunidad y los cantos fúnebres, en los que se mezclaron alabanzas y sin duda ruegos por los jóvenes negros que se habían unido a los cimarrones en libertad, acompañaron el sueño de Doug. Adwea lo meció como a un niño y lloró por sus hijas. Nadie se había tomado la molestia de contarle que Mansah había sido salvada. Creía que la menor habría muerto junto con su verdugo o antes, a manos de este. Y Máanu la odiaría por ello durante el resto de su vida.
Al día siguiente, un denso silencio y un aire cargado de humo flotaban sobre los restos de Cascarilla Gardens. Christopher Keensley y lord Hollister habían obligado a los esclavos con conocimientos de carpintería a construir durante la noche unos ataúdes precarios: Doug Fortnam se ahorraría ver de nuevo a las víctimas del fuego. Sin embargo, apenas lograba apartar la vista de las modestas cajas de madera cuando al final se sobrepuso e inspeccionó las ruinas de la casa. Seguía sin dar crédito al hecho de que Nora yaciera en uno de esos ataúdes. Era tan vivaz, tan delicada, tan despierta y cariñosa… Doug estaba enfadado con Dios y con los espíritus. ¿Se había vengado Simon Greenborough por su amor perdido? ¿O era este el golpe que Dios tendría que haber propinado a Elias Fortnam mucho tiempo atrás?
Doug intentó dirigir la atención hacia la casa. No sería demasiado difícil volver a levantarla, si era eso lo que quería. Pero en realidad nunca le había gustado. Esa arquitectura severa de casa señorial inglesa, con sus columnas y escalinatas… todo eso no casaba con Jamaica. Pero ahora tampoco le atraían esas torrecillas y terrazas, herencia de la arquitectura colonial española. Al principio bastaría con una cabaña… Oyó la voz de Nora: «Y nos construimos una cabaña de bambú y la cubrimos con hojas de palma. Yo tejí una hamaca, donde él me amó a la luz de la luna… »
De buen grado le habría construido la cabaña. En la playa, junto al mar… ¿Por qué la había dejado sola? Maldijo el pánico y la rabia que lo habían alejado de la casa, aunque bien era cierto que no habría podido hacer nada por Nora. Hasta el momento ningún propietario de una plantación había sobrevivido a un ataque de los cimarrones. Siempre contaban con superioridad numérica, eran excelentes guerreros y carecían totalmente de escrúpulos. Doug solo habría podido morir con Nora.
Pensó que habría sido una buena alternativa a la abrumadora sensación de vacío y oscuridad que lo paralizaba por completo. Se dejó caer abatido en uno de los peldaños ennegrecidos de la escalinata de acceso. Lo que más deseaba era esconderse en algún lugar y abandonarse a su dolor, pero el mundo que lo rodeaba era inmisericorde y exigente. Tendría que ocuparse de inmediato de los esclavos y de las exequias…
Doug se quedó mirando la gravilla rastrillada y limpia de la entrada que había escapado ilesa del fuego y que parecía tan ordenada y normal como el día antes. Allí había algo que brillaba al sol y que no podía ser un guijarro… Se levantó con esfuerzo. Húmedo de rocío, pero ya caldeado por el sol, era el colgante de Nora. Recogió la alhaja y tuvo la sensación de que ella acababa de quitárselo del cuello.
El corazón le dio un vuelco. Nora lo llevaba la noche anterior, mientras hacían el amor. Y había jugueteado con él mientras le hablaba de Simon.
Doug rogó que ese hallazgo tuviera algún significado, aunque sabía que no. La cinta de seda de la que colgaba la joya estaba rasgada. Sin duda alguien la había arrancado del cuello de Nora antes de matarla. Los cimarrones eran conocidos por sus saqueos. En las casas señoriales que asaltaban no ardía nada de valor. Seguro que no habrían dejado ninguna joya. Pero uno de los asesinos debía de haber perdido esa en su huida precipitada… Doug lo apretó en el puño y casi sintió consuelo. Nora había amado esa pieza y ahora siempre le recordaría a ella.
Con energía renovada, se encaminó hacia el caserío de los esclavos.
Por la mañana, Keensley le había vuelto a enviar dos vigilantes. Pensaba que ya habría recuperado el sentido común y estaría dispuesto a aceptar ayuda para supervisar a los esclavos. Sin embargo, el joven volvió a despedirlos. En su lugar, nombró a Kwadwo busha, nombre que se daba a los jefes negros.
—Ahora no hay trabajo —dijo fatigado—. Yo… vosotros… nosotros no iremos hoy a los campos. Y en casa… en casa tampoco hay nada que hacer.
—¿No quiere volver a construirla, backra? —preguntó Kwadwo asombrado. No supo qué lo empujaba, pero dejó de hablar con su backra en inglés básico—. ¿No deberíamos…?
—¿Para quién voy a construirla, Kwadwo? —Doug se frotó la frente—. Pero podéis limpiar una de las casas de los vigilantes, para mí bastará. Adwea se encargará de prepararme la comida.
—Entonces ¿usted vender todos los esclavos domésticos, backra? —preguntó Adwea consternada—. ¿Chicas, mozos…?
Doug suspiró. Pensó si debería mencionar aquel tema sobre el que todos los criados domésticos habían callado. Habría preferido no tener a ninguno de ellos en torno a él. Pero por otra parte, no les había quedado otro remedio. Ni siquiera a Adwea…
—Claro que no —tranquilizó a la cocinera—. Yo… yo no vendo a nadie. No os preocupéis. Tampoco voy a enviar a los campos a ninguno de los sirvientes de la casa.
Esa angustiosa pregunta se reflejaba en el rostro de todos los esclavos domésticos, nadie tenía que formularla.
—Ya veremos qué hacemos. Hoy, en cualquier caso…
—¿Y qué pasa con reverendo?
Adwea señaló el carruaje de los Stevens, que avanzaba en ese momento por el caserío de los esclavos. A Doug le desagradaba el reencuentro con ese hombre. Esperaba que al menos esta vez no viniese con la esposa y la hija. Seguro que Ruth todavía estaba de duelo.
—Arreglad otra casa de los vigilantes —decidió Doug—. Si es que el reverendo está de acuerdo. Es posible que duerma en casa de los Hollister o los Keensley. Pero tendremos… tendremos que preparar los funerales. Mama Adwe, tú…
La cocinera asintió.
—¡Yo hacer comida, backra! —respondió tranquilizándolo—. Podemos preparar en cocina de esclavos. Barbacoa…
Doug se encontró mal solo de pensar en carbón ardiendo y olor a carne asada, pero dejaría ese asunto en manos de Adwea. Desfallecido, se dirigió al reverendo, cuya larga y flaca figura enfundada en un traje negro y cerrado descendía en ese momento del vehículo.
—¡Señor Fortnam! —Estrechó la mano de Doug entre las suyas—. Poco pueden expresar las palabras ante su enorme dolor…
Doug se armó para aguantar el sermón.