Nora no respondió a las preguntas perplejas de Doug. Se echó la bata por encima; de repente le daba igual lo que Elias pensara cuando la viera aparecer tan ligera de ropa en compañía de su hijo. Si ella estaba en lo cierto, todo cambiaría a partir de ese momento. Pero si se equivocaba…
Doug se puso los calzones. No entendía nada, pero percibió la urgencia en el extraño comportamiento de Nora. Ella nunca se dejaba llevar por la histeria o los arrebatos, al contrario, era una joven muy sensata. Nora encendió una vela.
—¡Ven! —exclamó, tirando de él hacia la puerta.
Con cada segundo que pasaba las piezas de la historia parecían encajar mejor. Ahora entendía por qué no había bastardos en Cascarilla Gardens: las muchachas en las cuales ponía sus miras eran demasiado jóvenes para quedar encintas. ¿Y acaso no había desaparecido el interés de Elias por su joven esposa a partir del momento en que ella había adquirido formas de mujer? Incluso su matrimonio mismo: las miradas de los otros hacendados y sus esposas que en su primera época en Jamaica siempre la habían desconcertado… La sociedad de Kingston tenía que haber comentado acerca de que en Cascarilla Gardens de vez en cuando desaparecían niñas. Para escapar de los rumores, Elias se había casado con ella…
—¡Hace tiempo que debería haberme dado cuenta! —murmuró—. Estaba ciega, Doug. Y ahora… Ojalá no sea demasiado tarde.
El joven la seguía descalzo y con el torso desnudo. Mejor no pensar en lo que haría su padre si lo descubría así por el pasillo. Y Nora iba directamente hacia sus aposentos…
Cuando se aproximaban a la habitación, al joven le pareció oír un leve llanto. Él se habría parado a escuchar con atención, pero Nora no se detuvo. Corrió por el pasillo y abrió la puerta de las habitaciones de Elias de par en par. La vivienda del señor estaba distribuida igual que la de Nora. Una sala de estar y también de recepción, el vestidor y el dormitorio. Nora entró seguida por Doug. En el vestidor estaba Terry, el ayuda de cámara de Elias.
—Backra Doug, missis —dijo el criado, atónito—. Ustedes no poder entrar aquí…
Parecía dispuesto a cerrarles el paso al dormitorio. Nora lo empujó a un lado.
—¡Vaya si podemos! —respondió, y abrió la puerta. Se quedó helada ante lo que vio.
La pequeña Mansah se ovillaba gimoteando contra un rincón de la habitación. Estrechaba contra sí un cojín, como si fuera un escudo o un punto de apoyo. Elias estaba ante ella medio desnudo y en actitud amenazante.
—¡Levántate y desnúdate!
Mansah se quedó paralizada. Los ojos de la pequeña se habían abierto de par en par y miraba horrorizada al hombre que se erigía ante ella como un ogro.
Nora escuchó a Doug respirar hondo. Para él, esa visión debía de resultar todavía más espantosa: se trataba de su propio padre.
—¡No, backra, no hacer con Mansah igual que con Sally! —suplicó Mansah con un hilillo de voz.
Ni ella ni su torturador se habían percatado de la presencia de Nora y Doug. Como Elias no reaccionaba, la niña hundió la cabeza en el voluminoso cojín que más tarde habría ahogado sus gritos.
Elias, sin embargo, no tuvo la oportunidad de arrancárselo. Doug se adelantó a Nora y separó a su padre de la niña y le propinó un puñetazo en la barbilla, haciéndolo tambalearse hacia atrás.
—¡Tú! ¡Eras tú el maldito cabrón!
La voz del joven surgía ahogada por la vergüenza y el horror. Nora corrió hacia Mansah y la sacó del rincón. La pequeña se cobijó en sus brazos y rompió a llorar.
—Él… él ha…
La niña no encontraba palabras para explicar lo que le había ocurrido. Nora constató aliviada que todavía llevaba el vestido, y sin manchas de sangre. Elias le había dado un susto de muerte, pero aún no la había violado.
—¡Tú, maldito cabrón, abusas de niñas pequeñas! —Doug había cogido a su padre por la pechera y le espetaba a la cara sus acusaciones—. Y luego las matas… —Parecía que tenía que verbalizarlo para creérselo.
Elias se rehízo como pudo.
—¡¿Y qué?! —se burló—. ¿Ya lo has olvidado? ¡Son mías! Se compran por docenas a buen precio en el mercado de Kingston.
—Eres… —la expresión de Doug era de asco— eres… ¡un monstruo! Voy… voy a llamar a los guardias…
Elias contrajo su semblante en una malévola carcajada.
—¡Los guardias! Y ¿qué se supone que harán? De acuerdo, la niña es un poco joven. Pero las putas negras maduran antes. El constable será de mi misma opinión. No es tan sensible. Nadie lo es. Solo vosotros… ¿De dónde venís los dos medio desnudos? —Su mirada se volvió recelosa.
Doug temblaba y sus ojos reflejaban un ansia asesina. Instintivamente quiso desenvainar su sable, que estaba en su habitación. En ese momento, sus manos se cerraron como por impulso propio en torno al cuello de su padre. Apretó y oyó la respiración ronca de Elias. No aflojó. Mataría a ese engendro, le haría lo que él había hecho a aquellas niñas…
—¡No! —El grito de Nora lo sacó de su enajenamiento—. Suéltalo, Doug, vas a matarlo…
—¿Y qué? —replicó Doug iracundo—. ¿Acaso no haría de este mundo un lugar mejor?
—¡Y a ti probablemente te llevaría a la horca! Doug, sea lo que sea que haya hecho, ¡es tu padre!
Elias se defendía con sus últimas fuerzas. Cayó al suelo cuando su hijo lo soltó.
—Ni siquiera para esto ha tenido valor mi delicado hijo —graznó Elias. En realidad, en ningún momento había sentido miedo.
Los ojos de Doug se cubrieron de un velo rojo. Se inclinó hacia su padre, que en ese momento se levantaba. Pero Nora se interpuso entre ambos.
—¡Sal, Doug! —ordenó—. ¡Desaparece de aquí y tranquilízate! ¡Ya no sabes lo que haces!
—Pero… Nora, él…
Doug intentó protestar, pero Nora lo empujó decidida hacia la puerta. Elias le dirigió una risa burlona, y el joven también creyó ver una mueca irónica en el rostro del ayuda de cámara que vigilaba la entrada.
—¡Vete! —gritó Nora al verlo vacilar.
De repente, Doug creyó que no lograría soportar más todo aquello. Se precipitó fuera de la habitación, no sin asestar un golpe inesperado y brutal al criado, derribándolo. Seguro que sabía lo que Elias les hacía a las niñas.
Pero ¿quién, salvo Nora y Doug, no lo sabía perfectamente?
La joven suspiró aliviada cuando su hijastro se marchó. No quería ni pensar en las repercusiones que tendría un parricidio. Pero luego miró horrorizada alrededor. Elias no estaba herido, y ya se estaba levantando. Y ella estaba sola con él en una habitación. Con él y Mansah. La pequeña se apartó de Nora y corrió de nuevo horrorizada al rincón. Era poco probable que pudiese huir con ella antes de que Elias recuperase la sensatez. Nora se percató por primera vez de que también ella estaba en peligro. ¿Qué sucedería si su marido las mataba a ella y Mansah? Se inventaría cualquier historia, incluso culparía al criado Terry, que yacía inconsciente sobre el suelo del vestidor. Elias también podía matarlo, sostener que lo había pillado in fraganti. Entonces sería su palabra contra la de Doug…
Miró el rostro furioso de su marido y buscó alrededor algo con que defenderse… Y entonces vio la espada de Elias, apoyada en la pared junto a la cama. Sin vacilar, empujó a Elias y cogió el arma. La desenvainó y se colocó protectora delante de Mansah.
—¡No te acerques! —advirtió con determinación—. ¡No te atrevas!
Doug corrió como alma que lleva el diablo fuera de la casa en la que había nacido. En esos momentos no había nada que deseara más que clavar su espada en el corazón de Elias Fortnam, fueran cuales fuesen las consecuencias que ello acarrease y sin importar la opinión de Nora al respecto. Por añadidura, su padre tenía razón: era casi seguro que no le pasara nada por haber violado a un par de esclavas. Por supuesto habría un escándalo, socialmente sería catastrófico para Cascarilla Gardens, pero probablemente eso perjudicaría más a Nora que a Elias. Los demás hacendados no tardarían en disculparlo y seguirían bebiendo y negociando con él. Los Fortnam solo estarían proscritos públicamente, ya no participarían en actos sociales y bailes. Nora quedaría enclaustrada en Cascarilla Gardens. Con su despótico marido. Claro que él podía raptarla y huir con ella. Elias no se lo impediría. Después podría sostener que todo había sido una mentira elaborada por su infiel esposa y su hijo. Y otras niñas esclavas seguirían siendo violadas y morirían…
Ciego de indignación y desespero, Doug se dirigió a los establos. Tenía que hacer algo para recobrar el autodominio, para ordenar su mente. Amigo lo saludó con un relincho. El joven le colocó unos arreos y condujo al sorprendido caballo fuera del establo, donde montó en la grupa sin ensillar. Cabalgar le sentaba bien. Se alejaría de ese lugar y aclararía su mente. Nora tenía razón, debía rehacerse. Más tarde hablaría con ella… Más tarde hallaría una solución… Más tarde…
Azuzó al caballo y Amigo se adentró galopando en la noche. Hacia la playa, hacia el mar. Doug sentía el deseo imperativo de purificarse.
Máanu se deslizó hasta la cabaña en que dormía Akwasi. Hasta ese momento había tomado todas las precauciones para no hacer ningún ruido, ayudada por la destreza de los cinco hombres que la acompañaban. Los cimarrones que la Abuela Nanny había puesto a su disposición eran guerreros experimentados. Ya en África debían de haber aprendido a aparecer sigilosa y rápidamente y desaparecer con la misma presteza. Además, habían acelerado la marcha notablemente: en solo un día habían llegado a Cascarilla Gardens desde Portland Parish, siempre cobijándose en la jungla, lo que les había obligado a dar bastantes rodeos. Acababan de atravesar, envueltos en la oscuridad de la noche, las plantaciones de los Hollister y al fin habían llegado al nuevo caserío de esclavos de Fortnam. Máanu quería indicarles que la esperasen en el bosque, cuando el jefe tomó la palabra.
—¿Dónde vigilantes? —susurró con calma.
Máanu señaló cuatro casas más grandes al borde del asentamiento.
—Ahí dentro. Pero… ¿no creéis que sois muy pocos?
El negro sacudió la cabeza y sacó un gran cuchillo.
—Tú despertar esclavos, nosotros vigilantes… —Hizo un gesto inequívoco.
Máanu asintió con el corazón desbocado. Esperaba que aquel negro supiera lo que se hacía. Pero de nada le serviría discutir con ellos, y el jefe posiblemente tuviera razón: si sorprendían a los vigilantes durmiendo, sería muy fácil acabar con ellos. No obstante, si se despertaban por un ataque convencional, habría disparos y se prevendría a los Fortnam en casa.
Máanu se deslizó en silencio en la cabaña de Akwasi.
—¡Akwasi! ¡Bobbo! ¡Coffee! ¡Fiddler!
Llamó a los jóvenes que compartían la cabaña y zarandeó a Akwasi para despertarlo. Tras el duro trabajo en los campos, los esclavos dormían profundamente.
Bobbo, un joven siempre dispuesto a bromear, fue el primero en enderezarse.
—¡Increíble! ¡Máanu! —exclamó atónito sin alzar la voz—. ¿Qué hacer tú aquí? ¡Tú libre! ¡Venir a liberar a Akwasi! ¡Ser amor, también ser locura!
—¡Vengo a liberaros a todos! —contestó la muchacha. También los demás iban despertándose lentamente y se frotaban los ojos somnolientos. Solo Akwasi parecía haberse despabilado de golpe al ver a la joven—. He venido con un grupo de cimarrones. ¡Esta noche prenderemos fuego a Cascarilla Gardens! Pero necesitamos ayuda. ¡Tenéis que luchar! Si colaboráis, seréis hombres libres.
—O muertos —objetó Coffee—. Siempre atrapan a los esclavos…
—No siempre… —Fiddler parecía dispuesto a participar.
—¡A nosotros no nos atraparán! —vaticinó Máanu, muy segura—. Y ahora venid. Tenemos que despertar al resto. Primero a los jóvenes del campo, los demás son demasiado lentos. ¡Esto también va por vosotros! Akwasi, Coffee, Bobbo, Fiddler, ¡que cada uno vaya a una choza!
Akwasi se negó.
—Yo no soy un recadero, ¡yo peleo! —declaró con firmeza—. ¿Dónde están esos cimarrones, Máanu? Si son listos, ya deben de estar matando a los vigilantes.
La muchacha asintió.
—Es justo lo que están haciendo. Pero tú…
Akwasi empuñó el cuchillo que ella llevaba al cinto.
—¡Yo mato a Truman!
Akwasi sabía en qué cabaña dormía su torturador y se dirigió a ella sin titubeos. Aguzó el oído tratando de oír a los cimarrones, pero estos cumplían su misión en silencio. El esclavo solo distinguió una sombra que se deslizaba dentro justo cuando él se aproximaba a la cabaña de Truman. Al parecer llegaba demasiado tarde, un cimarrón se le había adelantado. De repente un grito espantoso y el ruido de un violento forcejeo procedentes de la choza rompieron el silencio nocturno. Un escalofrío recorrió a Akwasi. Los demás vigilantes tenían que haberlo oído, debía de haberse escuchado hasta en la casa señorial, y sin duda en todas las cabañas de los esclavos. Y si a algún negro se le ocurría ganarse las simpatías del backra traicionándolos…
Akwasi no se lo pensó mucho. Empuñó el cuchillo y abrió la puerta del vigilante. A la luz de la luna, vio a Truman luchando con un cimarrón. El negro a duras penas conseguía taparle la boca, pero Truman logró gritar:
—¡Socorro! ¡Una rebelión! ¡Un asalto!
Akwasi se acercó de un salto a la espalda del hombre, le tiró la cabeza hacia atrás y le cercenó la garganta con un rápido movimiento. El grito se desvaneció en un sonido gutural. Truman se desplomó.
—¡No grites, perro! —farfulló Akwasi al moribundo.
El cimarrón sonrió.
—Muy bien. El tipo despierto cuando yo entrar. Pero hacerse el dormido cuando yo atacar. Luego lucha. Tú ayudar. ¿Tú venir con nosotros?
Akwasi asintió.
—¡Yo soy Akwasi! ¡Y deseo hacer lo mismo con la gente que está en la casa! ¿Qué sucede con el resto?
—Tener que estar todos muertos. Lo último la casa. Cimarrones tener que buscar oro y armas…
Los vigilantes no eran ricos, pero algunos debían de tener un par de monedas en su alojamiento. Y, por supuesto, armas. El corazón de Akwasi palpitó con fuerza cuando descubrió el rifle de Truman apoyado en la pared.
—¿Puedo…? —preguntó al cimarrón.
—Claro. Yo tener arma. —Mostró el rifle que colgaba de su hombro—. Pero no disparar cuando no ser necesario. No hacer ruido. Nadie tener que descubrir asalto.
—Pero al final quemaremos la casa, ¿no? —preguntó Akwasi esperanzado.
El cimarrón asintió.
—Más tarde. Primero oro. Primero…
Recorrió su garganta con la mano. Primero matarían a los propietarios de la plantación. Era la forma de actuar habitual en los asaltos de los cimarrones.
Cuando Akwasi y su nuevo compañero salieron de la choza del vigilante, Máanu ya había reunido a una cincuentena de esclavos en la plaza del caserío. Prácticamente todos eran jóvenes que llevaban sus espaldas marcadas por el látigo y estaban sedientos de venganza.
Los cimarrones los miraron con aprobación.
—Nosotros todos en casa. Pero sin ruido. Si no haber traidores, encontrar a todos dormidos. Ser lo mejor. Pero a veces traidores…
Eso era lo que también la Abuela Nanny había objetado al plan de Máanu. Los cimarrones habían tenido malas experiencias a la hora de involucrar a los esclavos de las plantaciones asaltadas. Por supuesto, había muchos hombres y mujeres que anhelaban vengarse de los backras, pero otros esclavos les guardaban lealtad. Los esclavos domésticos en particular tenían escrúpulos ante el hecho de matar a sus señores y reducir a cenizas la casa donde a menudo habían crecido. Era muy frecuente que revelaran que iban a producirse ataques y de esa forma estropearan el efecto sorpresa. Básicamente, eso no solía cambiar nada, por regla general los cimarrones eran mayoría y siempre mataban a los propietarios. De vez en cuando, sin embargo, también tenían pérdidas que lamentar, lo que la Abuela Nanny intentaba evitar en lo posible.
—¡Aquí no traidor! —Akwasi reconoció la voz de Adwea—. Pero backra no dormir. Backra tener niña.
Máanu gritó.
—¿Tiene a Mansah? ¿Hemos llegado demasiado tarde? ¿Cómo has podido, Mama Adwe, cómo has podido? ¿No te había dicho…? ¡Venid! ¡Deprisa! Trataremos de salvarla. ¡Y si no la salvamos, al menos la vengaremos! —El ansia de matar se reflejaba en los ojos de la joven. Blandió un machete—. ¡Seguidme! —ordenó a los hombres—. Y no os preocupéis. Puede que esté vivo, pero está en su propio mundo. ¡No verá ni oirá más que la sangre y los gritos de mi hermana!
Elias Fortnam vio confuso que su esposa empuñaba la espada, sus ojos centelleantes y rabiosos y la niña que se escondía tras ella. Necesitó un momento para tomar conciencia de cómo había llegado a ese punto. Sin embargo, siempre había sido prudente; nunca hubiera creído que Nora y Doug sospechaban algo. Claro que los negros de la casa lo sabían, era inevitable, pero los tenía bajo su control. Y Máanu, la única que le había demostrado odio, se había marchado. Pese a ello, ahora era su propia esposa quien lo amenazaba; tal vez había sido un error traer a Nora a Jamaica… Pensó unos segundos si ella sería realmente capaz de apuntar el arma contra él. Seguro que nunca había manejado una espada. Pero esa era afilada y Nora no le temía a la sangre, en el caserío de los esclavos cortaba abscesos y curaba heridas que los hombres se causaban con los machetes.
—Deja eso, Nora —farfulló—. No le he hecho nada a la niña. Y no ibas a creerte que yo vivía aquí como un santo.
—Nunca lo he pedido —respondió Nora—. No has venido a mi cama por tu propia decisión, supongo que desde que perdí el aspecto de niña. Y no se trata de que metas a una esclava en tu cama. Otros también lo hacen. Se trata de que estás abusando de niñas. ¡Matando niñas!
Mansah soltó un sollozo. Elias lanzó una mirada a la pequeña.
—Está bien, Nora, te la regalo. Con el certificado de propiedad y todo el papeleo, te la puedes quedar. Conviértela en una doncella, envíala a los cimarrones o haz lo que te apetezca. Pero compórtate ahora, vete a tu habitación y olvídate de esta noche.
—¿Para que salgas en busca de otra criatura?
La espada en la mano le infundía valor y Elias se mostraba dispuesto a dejarla ir. Pero ¿qué debía hacer, qué era lo correcto? Tendría que hablar con Doug. Su marido tenía razón: los guardias no intervendrían. Incluso el escándalo público se mantendría dentro de ciertos límites. En el fondo no tenía opción: debería hacer lo que Elias le indicaba. Quedarse con él, no perder la calma y tener a su esposo bajo férreo control. Podía evitar que se dejase llevar por sus tendencias más oscuras. Al menos en su casa. Quizás él encontrara otros sitios donde desahogarse, pero al menos podía proteger a las niñas de su plantación. Se sintió mareada ante la idea de años de vigilancia. Y en las otras consecuencias que tendría esa decisión. Nunca podría estar con Doug. Nunca, en ninguna circunstancia, debería dar a Elias una razón para divorciarse. El sueño de huir con Doug se había disipado. Pero primero tenía que salir de la habitación.
Nora se desplazó lentamente hacia la puerta mientras Mansah se pegaba a su bata. Al hacerlo, casi le quitó la ligera indumentaria ante la mueca insultante de Elias.
Pero entonces oyó un ruido procedente de la sala de estar. La puerta se había abierto repentinamente. ¿Doug? ¿Ya estaba de vuelta? ¿Calmado o aún sediento de sangre? Pero la voz que resonó en la habitación no era masculina.
—¡Terry, tú, miserable traidor! ¡Deja el paso libre o te mato!
Un golpe y el horrorizado alarido de dolor del criado dejaron constancia de que Máanu había llevado a término su amenaza. El grito se convirtió en un gemido. Y entonces todo ocurrió de golpe. Mientras Terry moría bajo el machete de un cimarrón, Máanu abrió la puerta del dormitorio de Elias.
Atónitos, la joven y Akwasi, que apareció tras ella, contemplaron a los señores.
—¿Usted, missis? —preguntó sorprendida Máanu—. ¿Usted… sabía?
—¡Ella salvarme a mí!
Mansah, que había recuperado la voz, se apartó de Nora y corrió a los brazos de su hermana. Elias pareció entender en un instante lo que estaba sucediendo. Lanzó una mirada desesperada a la espada que aún empuñaba Nora.
—¡Dame la espada, Nora! ¡Tíramela! —pidió.
Nora no le hizo caso.
—Lo he sabido esta noche —respondió a Máanu—. Lo lamento. Pero a tu hermana no… no le ha sucedido nada.
Akwasi vio cómo Elias, con expresión despavorida, retrocedía hacia un rincón de la habitación. ¿O hacia la ventana? ¡No tenía que huir!
—¡Date prisa, Máanu, mátalo! —gritó Akwasi señalando al backra—. ¿O debo hacerlo yo?
Detrás de él entraron los cimarrones, dispuestos a acabar con todos los blancos presentes y con otros esclavos domésticos si los había. A sus espaldas, Terry yacía sobre un charco de sangre.
Máanu miró a Elias llena de odio.
—¡Cortadlo en pedazos! —ordenó a su gente—. Sé que hay que darse prisa, pero que no sea demasiada.
Nora cerró los ojos para no ver el terrible final de Elias Fortnam. Oyó la negativa horrorizada de Mansah cuando su hermana la exhortó a participar en la carnicería. Y cogió a la niña en sus brazos cuando esta volvió a buscar su protección.
—No mires, Mansah, no mires. Y no escuches… —Nora estrechó a la pequeña contra sí y oyó abrumada cómo Máanu reprochaba a Elias, entre machetazos, todas las crueldades que antes le había hecho sufrir. Así pues, ella había sido también una de sus víctimas—. Piensa en algo bonito —le susurró a Mansah al oído—. Tienes que olvidarlo… Nosotras… nosotras tenemos que olvidarnos de esto…
Meció a la niña en sus brazos, hasta que se oyó el último gemido de Elias. Luego miró a Máanu. Las manos de su doncella estaban manchadas de sangre.
—¿Y ahora, Máanu? —preguntó con voz ronca—. ¿Soy yo la próxima?
La chica alzó el cuchillo.
—¡No! —gritó Akwasi. Aún llevaba el taparrabo con que dormía, ahora también empapado de sangre—. ¡No, el próximo es Doug Fortnam! —Escupió el nombre de su viejo amigo—. Ella…
—¡Matadla deprisa! —dijo Máanu decidida.
Miró a Nora casi como disculpándose. Tal vez recordó que su señora nunca le había hecho nada malo. Pero los cimarrones jamás dejaban a alguien con vida.
—¡No! —De nuevo resonó la voz de Akwasi. El fuerte negro se puso al lado de Nora—. No la mataremos. Me pertenece. Nos la llevaremos. ¡La quiero!
Nora lo miró desconcertada y Máanu con odio.
—¿La quieres? —replicó—. ¿Todavía sigues queriéndola? ¿No… no fue el… duppy?
Nora no entendía. ¿O sí? ¿La había visto Máanu cuando en el delirio de la ceremonia obeah se había entregado a Akwasi?
—¡La quiero! —respondió él lacónicamente—. ¡Como mujer! ¡Me pertenece a mí! —Lanzó a Nora una mirada triunfal y lasciva. Antes de que la hubiera visto con Doug todavía había amor en sus ojos, pero ahora…—. ¡Será mi esclava! —añadió.
El jefe de los cimarrones terció:
—Esto no bien. No querer blancos en Nanny Town. La Reina no permitir.
Akwasi alzó la cabeza.
—Entonces iré a Cudjoe Town. Tanto me da Saint James Parish que Portland Parish… Alguien nos aceptará.
Máanu quiso replicar iracunda, pero la entrada de otros negros interrumpió la discusión.
—Nadie más aquí, Máanu —informó uno de los cimarrones—. Nosotros matado dos negros que querían traicionar. Uno enseñarnos dónde vivir tercer blanco. Pero él no estar.
—¿Doug Fortnam ha escapado? —Akwasi se encolerizó, al igual que Máanu—. Pero él… —El rostro del negro mostraba una decepción casi infantil.
Los cimarrones, por el contrario, estaban alarmados.
—Él buscar ayuda. ¡Nosotros deprisa! —El jefe empezó a registrar los cajones y armarios de las habitaciones de Elias Fortnam. Los hombres que seguían a los atacantes, esclavos del campo que se habían unido a los cimarrones, miraban sin dar crédito el cadáver despedazado del que fuera su backra—. Buscar botín, luego incendiar casa —los urgió el cimarrón. Se notaba que estaba nervioso. Si alguien había huido en busca de ayuda, hombres con armas, perros, caballos… Si se organizaba una persecución, sería difícil escapar.
—Nosotros no creemos él escapar —dijo uno de los esclavos perteneciente al servicio doméstico. Nora lo reconoció como uno de los jardineros—. Hoy nadie dormir en su habitación. A lo mejor estaba en Kingston.
—Traidor decir él comer aquí —replicó el cimarrón que acababa de informar de la desaparición de Doug—. Mejor ir deprisa.
Todos parecieron olvidarse de Nora cuando se pusieron a registrar la casa a toda velocidad en busca de objetos valiosos. La joven se dejó caer sobre la alfombra empapada de sangre de la habitación de su esposo. Mansah no se despegaba de ella.
—Quiero ir con Mama Adwe —susurró la pequeña, tan afectada como la propia Nora—. ¿Missis creer que ellos dejar ir con Mama Adwe?
Nora no lo creía, y además no sabía qué había sucedido con Adwea y las demás esclavas. En la casa, salvo Máanu, no parecía haber más que hombres. Y Máanu le parecía tan llena de odio que era posible que hubiese matado también a su madre. Al fin y al cabo, la cocinera había entregado a sus dos hijas al backra. En cualquier caso, Máanu no dejaría a su hermana. Sin duda se llevaría a la niña con los cimarrones.
—Tú te quedas conmigo —consoló Nora a la pequeña—. Ya has oído, Akwasi quiere llevarme con él.
Su mirada se posó en el cuerpo de Elias y por una vez no le pareció tan terrible que la raptaran. Era mejor que morir de esa manera. Tal vez fuera posible huir. Y Doug… Doug estaba libre. ¡Él la ayudaría!
Sobresaltada, alzó la mirada cuando se proyectó sobre ella la sombra del jefe de los cimarrones.
—¿Y ahora esta blanca? —preguntó—. ¿Matar deprisa, acabar con ella?
Nora se encogió al ver brillar un cuchillo. Pero de nuevo intervino Akwasi.
—¡He dicho que me pertenece! Viene conmigo, es mi botín. ¡Ella es todo lo que quiero!
—Tú no querer mucho —señaló el negro corpulento—. Tú nuevo, tú no cimarrón.
Akwasi le lanzó una mirada amenazante.
—¡Oh, sí, claro que lo soy! He matado al backra. Y soy fuerte. Seré un gran guerrero para vuestra Nanny. O para Cudjoe. O me construiré yo mismo una cabaña en las montañas. Me iré con vosotros o solo. Pero ¡ella viene conmigo!
El cimarrón hizo un gesto de indiferencia.
—Tú no ir solo —decidió—. Peligroso. Si atraparte, hablar mucho y peligro para cimarrones. Tú venir con nosotros, puedes llevar mujer blanca. Nanny juzgará.
Akwasi asintió y posó la mirada en la escasa ropa de Nora.
—¿Qué has hecho? —preguntó con dureza—. ¿Cómo es que corres medio desnuda por aquí? ¿Estabas en la cama con tu Doug?
Akwasi era inteligente. Lo había deducido al enterarse de que la cama de Doug estaba sin tocar y ver la ligera vestimenta de Nora. Sin embargo, le parecía raro que hubiera ido a los aposentos de su marido sola para pedirle cuentas.
Nora lo miró con rabia.
—¡Eso a ti no te importa! —respondió con frialdad.
La bofetada de Akwasi la pilló desprevenida. No fue un golpe fuerte, pero en su mano había cuajado la sangre de Elias.
—¡No hables así a tu señor! —le advirtió—. Ya aprenderás a obedecer.
—¿Quieres oír un «Sí, backra»? —La intervención irónica procedía de Máanu—. Pues la señora tendrá que practicar…
—Lo primero que tiene que hacer la señora es vestirse adecuadamente —observó Akwasi—. Así no puede ir por la montaña. Ve con ella y ayúdala, Máanu.
—¿Soy ahora tu esclava? —replicó la muchacha negra.
—No necesito ayuda —contestó Nora.
—¡Tampoco la tendrás! —respondió Máanu con dureza—. Pero te acompaño para coger las joyas. Date prisa, tenemos que irnos.
En los aposentos de Nora varios esclavos estaban desvalijando sus joyeros. Ya habían metido en sacos una parte de sus vestidos, solo los más suntuosos, que tal vez lograran venderlos en Kingston o en otra población más alejada, y no la ropa sencilla de andar por casa.
—¡Aprisa! —apremió Máanu a la que antes era su señora, cuando esta dudó en si desnudarse delante de los hombres—. Todos han visto ya mujeres desnudas. Al azotarlas con látigos, por ejemplo. ¿Te acuerdas? Nos llevan al patíbulo y nos arrancan la ropa. Tendrás que perder la costumbre de considerar que eres mejor que las demás.
Con un rápido movimiento arrancó la bata de Nora, abrió uno de los cajones y le lanzó ropa interior. A Nora se le saltaron lágrimas de vergüenza al quedarse desnuda delante de los hombres y tuvo que mostrar sus pechos y su pubis para ponerse la camisa y los pantalones. Deprisa y sin que nadie se diera cuenta, se quitó el colgante del cuello; la delgada cinta de seda se había desgarrado ligeramente. Escondió la joya en su mano antes de que los hombres se la quitaran para añadirla al botín. Finalmente, Máanu se compadeció y echó a los hombres fuera, pues se entretenían en mirar a la blanca desnuda.
—Si no, no acabaremos nunca —gruñó la chica, y no impidió que Nora cogiera un par de vestidos más e hiciera un hatillo con ellos, pero cuando quiso llevarse las botas de montar, Máanu se las arrancó de la mano—. ¡Ya es suficiente! Los esclavos van descalzos. Con el tiempo que lleva aquí, la señora ya debe de haberse dado cuenta. ¡Vamos!
Nora obedeció. No miró atrás cuando Máanu la entregó a Akwasi, que la cogió con fuerza de la mano. Con dolor en el corazón, Nora dejó caer el colgante mientras Akwasi la arrastraba a través del jardín. La condujo hacia un grupo de esclavos que hablaban entre sí excitados. Eran unos ochenta o noventa, jóvenes casi todos. No se atrevió a preguntar qué había pasado con el resto.
Máanu y dos cimarrones condujeron al nutrido grupo a través de las plantaciones en dirección a las tierras de los Hollister. Los otros tres se quedaron atrás, y Nora averiguó la razón una hora más tarde. Con la cabeza baja, había seguido a Akwasi dando trompicones, pero alzó la vista cuando los esclavos liberados gritaron de júbilo. Y entonces vio el resplandor del fuego. Cascarilla Gardens ardía envuelta en llamas.