Si tal como creía Kwadwo, el estallido de una tormenta era consecuencia de la furia de los espíritus, la propia furia de Akwasi habría desatado la gran tormenta primigenia cuando vio a Doug y Nora abrazándose dulcemente.
La pareja no se había percatado de la cuadrilla de leñadores que estaba en el bosque, muy cerca del camino que conducía al mar, ocupada en talar y trocear dos viejas caobas. Elias Fortnam había decidido que los árboles no resistirían la siguiente tormenta de verano y se proponía vender la madera mientras aún tuviera algo de valor. Entre los esclavos a quienes se había encomendado esa tarea se hallaba Akwasi, que se había encaramado a un árbol para serrar las ramas más gruesas antes de que cortasen el tronco. Desde allí tenía una vista excelente sobre la pareja y su odio hacia el viejo rival creció de forma tan veloz que a su lado un huracán habría resultado amable. Ningún duppy, ningún dios y ningún espíritu podía quedar impertérrito ante una furia tan intensa; pero, como siempre, los poderes celestiales no intervinieron en el destino de los humanos. Ni cayó ningún rayo ni la tierra se abrió para tragarse al adversario de Akwasi.
De hecho, el único que reaccionó ante la repentina parálisis de Akwasi fue el vigilante, que le gritó que prosiguiera con su trabajo de una vez.
El joven negro así lo hizo. En su imaginación, sin embargo, la sierra no se desplazaba por la rama de la caoba, sino por la carne y los huesos del hombre al que una vez había creído su amigo.
Nora Fortnam percibió el primer soplo de viento un domingo por la mañana, mientras se aburría sentada al lado de Ruth Stevens oyendo el sermón del marido de esta. Era tradicional que también los vigilantes y los hacendados asistieran al servicio que el reverendo oficiaba para los esclavos: como si a los ojos de Dios todos fueran iguales. Los vigilantes ponían cuidado en que no faltara ningún negro, pues la asistencia a la ceremonia era obligatoria. Y los hacendados como Elias Fortnam también supervisaban lo que el reverendo predicaba. A fin de cuentas, había algunas agrupaciones cristianas que tendían a considerar iguales a negros y blancos, es decir, a censurar la esclavitud. Los sermones de sus partidarios invitaban a la revolución, pero, a este respecto, no había nada que temer de Stevens.
Ese día, por ejemplo, citó enfáticamente la parábola del buen pastor y encontró abundantes paralelismos entre un abnegado pastor y el buen propietario de una plantación de caña de azúcar que sacrificadamente velaba por sus esclavos. Elias parecía contento, mientras que Doug apretaba los labios. Nora lo vio e intentó hacerle señas de que le entendía, pero luego prefirió dejarlo. Sabía que la consideraba una caprichosa, pero desde aquel primer beso en el bosque ella lo había vuelto a evitar con la intención de ser consecuente. Aquello no podía repetirse nunca más, Nora no era una mujer libre. De acuerdo, Doug no tenía por qué saber que Simon era el dueño de su corazón, pero Elias tenía derecho sobre su cuerpo. ¡Mejor no imaginar qué sucedería si se enteraba de que lo engañaba con su propio hijo!
Mientras Ruth Stevens maullaba horriblemente los cánticos religiosos, Nora rezó en silencio una oración por Simon. Siempre lo hacía durante el servicio, aunque últimamente su plegaria se enredaba con pensamientos sobre Doug. Si Nora no se dominaba, y Doug comprendía a su vez en qué locura podían caer ambos con su naciente afecto, pronto necesitaría con mucha urgencia la ayuda de Dios.
Doug Fortnam tampoco cantaba con los demás ni prestaba atención al reverendo, que en ese momento alzaba las manos para la bendición, ni a los devotos y pacientes esclavos de la plaza enfangada. En lugar de ello, miraba hacia el mar por encima de la congregación. Estaba sentado frente a Nora; se habían colocado sillas para los señores de la plantación en primera fila, mientras que las damas habían tomado asiento algo alejadas del centro, a la sombra de una amplia cascarilla, tal vez para que los hijos del reverendo no molestasen (Ruth Stevens lo había conseguido: en un año y medio en Jamaica había dado a luz a dos retoños) y, desde luego, con la idea de que no jugasen con los hijos de los esclavos de Cascarilla Gardens, pese a que no había ninguno. Ruth también odiaba que las madres negras como Adwea se acercaran susurrando a sus hijos para acariciarlos o hacerles carantoñas. Tenía miedo de los negros, de ahí su aspecto agotado, pues no permitía que en la parroquia de Kingston entrara una criada negra. Contratar a una blanca era imposible, no había sirvientes blancos en Jamaica. Ruth aprovechaba cualquier oportunidad para criticar el país al que había sido desterrada por culpa del reverendo. Lo encontraba demasiado caluroso, demasiado húmedo, demasiado ruidoso y demasiado pagano, fuera lo que fuese lo que eso significara.
—Bueno, hoy no se quejará del calor —señaló Nora exponiendo su rostro al viento. Soplaba del mar con más fuerza y era más fresco que de costumbre.
—En cambio lloverá —vaticinó Ruth, pesimista, señalando hacia la costa.
En efecto, se cernían allí unas nubes muy oscuras que se acercaban veloces. Doug también las había visto. Nora lo buscaba con la mirada, pero el joven no se daba cuenta. Hablaba excitado con su padre, mientras el reverendo concluía su oración más deprisa de lo habitual. Entretanto empezaron a caer las primeras gotas y el viento a soplar más fuerte. Al reverendo Stevens esto le incitó a guarecerse en la casa, donde por supuesto le esperaba una buena comida. Los Fortnam solían invitar a comer al religioso y su familia después de la misa, mientras los esclavos volvían al trabajo.
Elias intercambiaba unas palabras airadas con Doug, y a Nora le habría gustado reunirse con ellos. Pero Ruth se tambaleó al ponerse en pie.
—Me encuentro mal… —murmuró—. Este tiempo… Siempre tanto calor y de repente…
La joven tenía razón: el aire se estaba enfriando notablemente después de haber soplado caliente por la mañana. Los truenos ya resonaban con tanta fuerza que apenas se oía la voz del reverendo.
Nora cogió al hijo pequeño de Ruth, que había estado sentado en el regazo de su madre, y miró alrededor. Los esclavos se estaban dispersando o reuniéndose con sus vigilantes: parecía haber dos órdenes contradictorias. En realidad tenían que regresar a sus puestos de trabajo de inmediato, pero nadie podía ignorar que la tormenta era inminente. ¿Se convertiría en el huracán del que con tanta frecuencia hablaban? Nora pensó en su plan de emergencia.
Ruth gimió y se llevó las manos al vientre.
—Creo que voy a vomitar.
Adwea y el resto de los esclavos domésticos se encaminaban, en apariencia algo reticentes, hacia la casa grande, pero la cocina esperaba. Y también Elias y el reverendo partieron deprisa y ensimismados. Stevens ni siquiera buscó con la mirada a su familia, supuso que las mujeres ya los seguirían.
Doug, por el contrario, hablaba con los vigilantes. Discutió con McAllister, seguramente acerca de los planes de evacuación. No cabía esperar ayuda alguna de su parte, Nora estaba sola con Ruth y sus hijos. Aguantó la cabeza de la joven mientras esta vomitaba el desayuno detrás de una cascarilla. La niña mayor, agarrada a la falda de Nora, empezó a chillar, mientras que el pequeño berreaba en sus brazos.
—Tengo que darle de mamar —balbuceó Ruth.
Apenas se tenía en pie. Nora descartó la idea de llevarlos a la casa pues el aguacero era inminente.
—Venga a la cocina —invitó a la joven, señalando la construcción que lindaba con la plaza de reuniones—. Tengo ahí una habitación en la que atiendo a los enfermos cuando llueve. Puede descansar un momento y le llevaré un refresco.
—Los enfermos… ¿negros? —preguntó Ruth con cara de espanto.
Debía de haber oído hablar de los esfuerzos de Nora por asistir a los esclavos, pero nunca lo había mencionado. Nora tuvo que morderse la lengua para no contestarle que la camilla no desteñía.
—También a los vigilantes cuando se lastiman o enferman —afirmó.
Esto no sucedía casi nunca, pero pareció tranquilizar a la esposa del reverendo. Se dejó llevar por Nora al edificio abierto donde se cocinaba para los esclavos. Unas semanas antes, Nora había insistido en que construyeran al lado una pequeña enfermería. Con el paso del tiempo había adquirido mayor destreza en la preparación de hierbas curativas y ungüentos, y quería dejar de cargarlos cada día, junto con los vendajes, apósitos y remedios, de las cabañas a la casa y viceversa. Además, se negaba a hacer las consultas en el barro. Ya era desgracia suficiente que tuviera que vérselas con más diarreas y fiebres desde que las chozas se inundaban casi continuamente. Los hombres mantenían más o menos seca la plaza de reuniones mediante unas precarias zanjas de desagüe, que en ese momento ya estaban llenas de agua.
La lluvia amenazaba con arreciar mientras Nora acompañaba a Ruth a la cocina. Si no hubiera soplado el viento, no se habría preocupado especialmente, pero decidió guarecer a Ruth lo más deprisa posible y luego, a la fuerza si era necesario, llevársela a la casa. Recordó las advertencias de Doug: sería muy difícil protegerse de la tormenta en la cocina de los esclavos, pese a que era una construcción más sólida que las chozas. En esos momentos ya vadeaban por el agua sucia y teñida de rojo. Sucedía tan deprisa… Si realmente se trataba de una marea viva, no tendrían más de una hora para ponerse a salvo.
Nora se apresuró a llegar al refugio y humedeció un trapo con agua limpia. Ruth se lo puso en la frente y luego dio de mamar al bebé, lamentando no tener leche suficiente. Nora le ofreció un zumo de frutas a la niña mayor. El bebé no quedó saciado y se puso a berrear. Ruth lo cambió de pecho. Nora preparó rápidamente algo de té para ella y añadió una cuchara de jarabe de cascarilla —una sustancia que se obtenía de la corteza de la planta— y algo de miel para combatir los dolores de estómago. También obraría un efecto calmante. Nora se puso una pizca de miel en los dedos y dejó que el bebé la chupara. Luego dijo:
—Ruth, en cuanto se sienta un poco mejor tendremos que salir corriendo de aquí… Cuando la tormenta llegue, puede arrastrar todas las cabañas.
La joven madre se frotó la nuca con el paño húmedo.
—Esto me está sentando bien. Gracias, Nora… pero ¿habla en serio? ¿La tormenta pueda llevarse por delante toda una casa? Dios mío, ¿qué clase de país es este?
Nora intentó que se abrochara el vestido y se pusiese en marcha, pero la joven reaccionaba con una parsimonia exasperante. Solo cuando entró agua en el interior de la habitación pareció despertar. Nora se asustó de verdad. El agua subía a una velocidad vertiginosa.
—¡Vamos, Ruth, muévase de una vez!
Nora cogió al bebé en brazos.
—¿Hay alguien ahí?
Una voz masculina sonó en el exterior. Nora abrió la puerta, haciendo que penetrara más agua en la precaria enfermería. Conocía esa voz y experimentó una oleada de alivio.
—Doug, ¡estamos aquí!
Nora levantó a Ruth mientras el joven se precipitaba en la habitación. Cogió a la niña en brazos y arrastró a todos fuera de la cabaña, donde caía una cerrada cortina de lluvia y una especie de lago de barro. El agua ya les llegaba hasta la cintura y el viento los zarandeaba. Tiraba violentamente del cabello de Doug y ya le había deshecho la coleta. En un segundo, los bucles de Nora quedaron empapados y pegados a su rostro.
—Nora, por el amor de Dios… Tenemos que salir de aquí, rápido.
El joven cogió a Ruth del brazo para avanzar más rápidamente.
—Pero… ¿y los negros? —Nora miraba alrededor.
En un abrir y cerrar de ojos se había quedado calada hasta los huesos.
—Se han ido todos, Kwadwo ha hecho un buen trabajo, aunque los vigilantes han puesto objeciones al principio… Antes no te vi con mi padre… Agárrese a mí con fuerza, señora Stevens, y camine…
Ruth apenas si podía mantenerse en pie y a Nora no le iba mucho mejor. Ambas mujeres llevaban vestidos de domingo, aunque el de Ruth era modesto. Sin duda le pesaba la falda de paño oscuro y le entorpecía los movimientos, pero no tanto como el voluminoso miriñaque de Nora.
Doug enseguida se percató.
—¡Quítate esa cosa, te empuja hacia abajo!
Nora rebuscó en la falda, mientras avanzaba con esfuerzo junto a Doug hacia el molino de viento. Ruth se quejó de que ese no era el camino hacia la casa, pero para Nora y Doug estaba claro que nunca conseguirían llegar a Cascarilla Gardens. El camino a la mansión ascendía suavemente y el agua los atraparía. El sendero que conducía a los edificios de la explotación, por el contrario, era escarpado y en pendiente. Si al menos avanzaran… El viento y el agua tiraba de las ropas, pesadas como plomo, de Nora.
—¡Quédate quieta, Nora! —Doug tuvo que gritar para hacerse oír por encima del viento—. ¡Te ayudo!
Soltó a Ruth un momento, sacó un cuchillo del bolsillo y en una fracción de segundo ya había cortado la tela por debajo de la cintura.
Ruth soltó un gritito escandalizado, al parecer aun en aquellas circunstancias se preocupaba por la decencia. Nora, a su vez, se sintió liberada tras desprenderse de los restos de la falda. Por fin lograba avanzar con el bebé firmemente sujeto contra ella. Doug no solo trataba de sostener a la niña por encima del agua, sino de arrastrar a la madre. La mujer gritaba y suplicaba, lo que sumado a los chillidos de los niños y al viento huracanado formaba una cacofonía desquiciante. Nora quería decirle que se callara. Tanteó el suelo resbaladizo; el camino que llevaba al molino estaba pavimentado, pero no demasiado bien. Al final, se desprendió de los zapatos, estrechó al bebé todavía más fuerte y avanzó como pudo. Entretanto, el agua ya le llegaba al pecho y la empujaba por la espalda, lo que le facilitaba avanzar más rápido, además de que el viento soplaba a su favor. Pero el bebé… y Doug con Ruth…
En ese momento divisaron las primeras instalaciones de la explotación, aún lejanas. La techumbre de la destilería sobresalía del agua como una isla. ¿Una isla salvadora? Nora pensó en encaminarse hacia allí, pero bien podría ser que el agua siguiera subiendo y que también inundase la techumbre.
Doug parecía estar pensando lo mismo, pues veía que no solo Ruth, sino también Nora, estaban quedándose sin fuerzas. Tenían que salir urgentemente del agua. Trozos de techumbres, sencillos muebles de las cabañas de los esclavos y árboles arrancados pasaban flotando a su lado. Corrían el peligro de que algo los matara de un golpe. El agua tenía una fuerza tremenda y la tormenta seguía recrudeciéndose.
—¡Tenemos que salir, Nora! —gritó Doug entre jadeos—. ¡Sigue avanzando!
Nora reunió una vez más todas sus fuerzas para que la corriente no la desviara. Gimiendo, al final consiguió agarrarse al borde del techo de la destilería. Intentó poner al bebé encima, pero no lo consiguió. Necesitaba toda su energía para mantener la cabeza del niño fuera del agua. Mientras avanzaba, no siempre lo había logrado y era posible que el bebé se hubiera ahogado hacía rato. Fuera como fuese, ya no lloraba.
Tras lo que le pareció una eternidad, en medio de una tormenta infernal y con una lluvia que había sumergido el mundo circundante en una oscuridad casi total, Nora oyó la voz de Doug a su lado.
—¡Agárrese, señora Stevens, agárrese! ¡Demonios, agárrese de una vez!
—Los niños… Mary, Sam… —gemía Ruth.
Doug depositó un bulto mojado sobre la techumbre. Tampoco la niña que él había llevado se movía. El joven intentaba liberarse de Ruth, que estaba prendida a él.
—Por el amor de Dios, señora Stevens, sujétese fuerte al remate de la techumbre hasta que yo haya subido y pueda ayudarla… El viento todavía tirará a la niña…
De repente, una sombra surgió encima de Nora, que oyó gritar y suplicar a Ruth, que seguía con vida y abrazaba a su hija. Y por fin Doug le cogió al bebé de los brazos.
—¿Resistes todavía, Nora? ¡Dios mío, no abandones ahora!
Nora sacudió la cabeza, lo que seguramente nadie percibió en medio del viento y la lluvia, pero sintió que Doug la agarraba por las axilas. La subió a la techumbre, como había hecho antes con Ruth y los pequeños. Permaneció un segundo con ella entre sus brazos.
—Nora… Nora… —susurró su nombre antes de desplomarse con ella.
Ella vio su rostro entre penumbras, tenso y exhausto, pero él enseguida sacó fuerzas de flaqueza y siguió luchando contra la tormenta.
—Tenemos que sujetarnos a algún sitio. Si esto empeora…
Doug daba traspiés hacia la chimenea de la destilería, que al menos ofrecería un pequeño reparo contra el viento. Arrastró a Ruth y los niños hacia allí.
—El árbol… —jadeó Nora. Tenía la sensación de que el viento le arrancaba las palabras de los labios.
Detrás del edificio había un majestuoso guayacán. Los esclavos solían atar bajo su sombra las yuntas de bueyes. El tronco era extraordinariamente grueso: la tormenta no lo arrancaría de la tierra. Y las ramas superaban la altura de la destilería.
Doug estuvo de acuerdo.
—Podemos atarnos ahí, al menos a los niños. Tal vez encontrar un poco de protección en el follaje… ¡Vamos, señora Stevens! ¡Dese prisa!
Ruth apenas reaccionaba. Doug tiró de ella y los niños hasta el árbol, mientras que Nora se arrastró por sí misma. Una sucia agua rojiza ya lamía la techumbre.
Doug desgarró la falda de Ruth y la cortó en tiras, con las que ató a los niños a las ramas más gruesas del árbol.
—Si el agua sigue subiendo —advirtió Nora—, se ahogarán.
—¡Entonces nos ahogaremos todos! —gritó Doug, e hizo un nudo más. El viento casi le arrancaba la tela de la mano.
Nora se aferró a las ramas. Podían trepar un poco más alto todavía. Agotados y abatidos, Doug y ella contemplaban cómo los restos del caserío pasaban flotando a su lado. Trozos de techumbres, enseres, animales domésticos muertos y… uno vivo: con un rápido movimiento, Doug salvó de las aguas un gato calado hasta los huesos que le hincó las garras en el dorso de la mano. Acto seguido escaló raudo hasta la cima del guayacán.
—Desagradecido —resopló Doug, frotándose la mano.
Nora rompió en sollozos cuando la corriente lanzó contra su refugio los primeros cuerpos humanos. El anciano Hardy.
—¡Oh, Dios mío! —gimió. Ella misma le había permitido quedarse en su cabaña esa mañana. Al parecer, nadie había recordado ir a recogerlo y la marea debía de haberlo sorprendido ahí.
—Se ha subido a algún techo —dijo Doug—. Así lo han hecho siempre los esclavos, y seguro que él también cuando advirtió que estaba solo. Pero esta vez… ¡Que Dios condene a ese maldito Hollister! —bramó al viento.
—No… ¡No tome el nombre de Dios en vano! —Ruth pareció volver en sí.
—¡Suelta más improperios, a lo mejor eso la mantiene despierta y se agarra fuerte! —gritó Nora.
Le dolían los brazos, pero Doug todavía debía de sentirse peor. No solo se abrazaba a una rama para mantenerse a salvo, sino que sujetaba también a la apática Ruth. Ninguno sabía cómo estaban los niños; o no emitían el menor sonido o no se los oía en medio del enfurecido vendaval.
El diluvio no cesaba. El viento impulsaba el agua y la corriente se ensañaba con los restos del caserío de los esclavos. Nora nunca había imaginado que el mar podía desbordarse como un río, y tampoco que existiera un viento tan fuerte. Ya hacía tiempo que le había arrancado el tocado y dejado a Ruth sin su severa cofia. Pero no daba muestras de lograr mover el árbol en que se hallaban, antes habría tenido que derribar la destilería. Era como si el árbol y el edificio se sujetasen mutuamente. El viento, no obstante, desnudaba las ramas de sus hojas y quebró la copa. El gato huyó hacia abajo y se quedó justo por encima de Nora. Doug pareció asustarse de golpe, pero el felino clavó las garras en la corteza del tronco.
Ruth consiguió sujetarse por sí misma y llamaba enloquecida a sus hijos. Intentaba desatarlos y aproximárselos. Consiguió acercarse al más pequeño, pero al cogerlo comenzó a gritar de nuevo.
—¡Está muerto!… ¡Oh, Dios, está muerto!
Doug y Nora se miraron desvalidos. No podían comprobarlo, pero era posible, incluso muy probable.
—¡Quiero estar con él! ¡Yo también quiero morir! —Desesperada, Ruth soltó el diminuto bulto.
Doug intentó cogerlo, pero el cuerpo del pequeño cayó a la vorágine del agua que corría desbocada. Ruth emitió un alarido casi inhumano e intentó agarrar al gato.
—¡Vive, este maldito animal está vivo, y mi pequeño Sam…!
Nora trató de acercarse a ella. A su pesar, propinó dos sonoras bofetadas a la mujer. Ruth se quedó callada y se abandonó de nuevo a la apatía.
—¡Átala! —gritó Nora contra el viento—. ¡Átala fuerte antes de que se mate y mate a su hija!
Doug se enderezó trabajosamente, hizo más jirones del vestido de Ruth y le ató las manos a una rama. Dio gracias al cielo por los meses que había pasado en el mar, donde había aprendido a afianzar nudos en medio del viento y la lluvia, colgado de las velas.
Nora vio que se acercaba un nuevo horror. Junto a los perros y bueyes sin vida, los árboles y arbustos, se aproximaba un nuevo cadáver. ¿O no? El bulto de cabello corto y crespo se agarraba desesperado a una gruesa rama y pedía socorro a gritos.
Doug Fortnam no se lo pensó dos veces. Habían perdido un niño, pero ahí había otro a punto de ahogarse. Se metió en el agua y con dos brazadas alcanzó a la chica. Pero no fue tan sencillo volver con ella. La corriente tiraba sin piedad de él…
—Aquí, ¡agárrate!
Nora había abandonado la techumbre y había descendido un poco por el tronco. En ese momento estaba en una rama y la inclinaba con todo su peso hacia el agua. Rogaba a Dios que no se rompiera. Doug se sujetó desesperado, con la chica en el brazo. Nora ayudó a la pequeña a subirse y Doug lo consiguió solo. Jadeando y tosiendo permaneció en una horquilla del árbol. Nora percibió aliviada que en los últimos minutos en la techumbre no había subido el agua. Un rayo de esperanza. La niña lloraba. Nora reconoció a Sally, una de las doncellas más jóvenes.
—Sally, cómo… cómo has llegado…
—Estar con Annie… Hablar en el bosque… —Nora no necesitó saber más. Dos crías cuchicheando en lugar de meterse corriendo en casa después de la misa y ponerse a trabajar—. Venir ola. Muy fuerte…
Nora no preguntó por Annie. Estrechó a Sally, que lloraba y temblaba, y la meció entre sus brazos. Doug las rodeó a las dos con el brazo y se abrazó a la gruesa rama del árbol. Nora cerró los ojos para no ver más el agua y los objetos, algunos espantosos, que arrastraba. No sabía cuánto tiempo permanecieron así. Qué agradable era sentir el pecho firme y protector de Doug contra su espalda; parecía darle calor aunque él mismo temblaba de frío y agotamiento. Él susurraba su nombre y a veces ella creía notar en la nuca unos besos tiernos y sosegantes, como de otro mundo. Se habría entregado totalmente a ellos si no hubiese estado Sally, que sollozaba y balbuceaba incoherencias.
—Solo mi culpa. Espíritus enfadados, Sally hacer cosas malas. Reverendo decir no enfadar a Dios, no hacer…
—Sally, no es tan grave —intentó consolarla Nora—. Solo has tardado un poco. Los espíritus no castigan por algo así, estoy segura…
—Mucho más malo. Sally hacer mucho mal…
Al final, la muchacha enmudeció y, como sumida en un estado de trance, se quedó dormida pese al infierno circundante.
Y entonces el cielo se despejó de golpe. Con la misma rapidez con que había caído sobre ellos, la cortina de lluvia desapareció. Casi no soplaba el viento, apenas se veían nubes y un pálido sol iluminó el espantoso escenario.
Doug se apartó de Nora.
—¿Ya ha acabado? —preguntó ella con la voz ronca.
El joven se inquietó.
—No. Por el amor de Dios, quédate aquí. Esto es el ojo, ¿entiendes? El ojo del huracán, una zona sin viento ni precipitaciones. Enseguida volverá a empezar. Y es posible que sea peor. No te muevas, Nora, voy a ver a la señora Stevens.
Nora enseguida supo que Ruth vivía. Gritaba a Doug que la desatara, decidida a arrojarse al agua para ir tras su hijo. Doug buscó a la hija mayor, Mary: por fin una buena noticia.
—¡Señora Stevens, señora Stevens, escúcheme! El bebé ha muerto, no hay esperanza aunque lo encuentre. Pero todavía tiene otro hijo. Aquí, mire, la niña está viva.
A continuación, Doug desató una mano de la mujer para que pudiera estrechar contra sí a la pequeña, que gimoteaba quedamente.
—A saber por cuánto tiempo —susurró a Nora—. Está pálida como la cera y tiene el cuerpecito helado. Y ahora todavía hará más frío.
El ojo del huracán, como Doug explicó brevemente, era una zona fría. Todos pasaron un frío horrible. Y luego, de nuevo arreció el viento.
—Dámela, yo la calentaré —dijo Nora, tirando de la niña hacia ella y Sally y abrazando a las dos, mientras Ruth se debatía tenazmente contra Doug, que volvía a atarla inmisericorde.
—¡Es por su propio bien, señora Stevens, no puede sostener sola a la niña!
La idea de incluir a la esposa del reverendo en la maraña humana que Nora y Doug formaban con las pequeñas era inadmisible. Ruth nunca se avendría a algo así… Empezó a gritar cuando la tormenta estalló otra vez, y luego fue alternando en voz baja alabanzas y maldiciones dirigidas a Dios. Parecía haber perdido el juicio. También Sally volvía a lamentarse. Las plegarias se transformaban en reproches a sí misma, convencida de que los dioses habían enviado esa tormenta solo para castigarla por sus faltas.
Nora no contaba las horas, pero cuando por fin cesó la tormenta comprobó que había atardecido. Primero dejó de llover, luego cesó el viento y el agua se retiró lentamente. Nora y Doug se sentaron agotados sobre la techumbre ya sin agua e hicieron balance. Tanto Sally como la hija de Ruth estaban vivas, aunque esta última necesitaba urgentemente un lugar seco y caliente. Y ellos dos habían salido ilesos salvo por unos rasguños.
—¡Y los peores son de tus garras! —le reprochó Doug al gato, que estaba en una rama lamiéndose. El animal lo miró casi ofendido.
Ruth Stevens parecía dormir. Nora la habría imitado con gusto, pero aún no podía abandonarse.
—¿Cómo salimos de aquí? ¿Bajará del todo el agua? —preguntó.
Doug no supo qué contestar.
—Por el momento va deprisa —observó. El agua llegaba ahora hasta la mitad de la altura de la casa—. Pero también puede detenerse. No cabe duda de que el mar está retirándose. Pero no sé qué pasará con la inundación provocada por la lluvia… El caserío de los esclavos tardará días en secarse.
—Pero la niña necesita cuidados inmediatos —advirtió Nora angustiada.
Esas palabras parecieron devolver a la realidad a Ruth, que se irguió. Doug la había desatado después de la tormenta.
—¿Mary… dónde está Mary… Sam?
Rompió en sollozos cuando recordó que el niño había muerto. Nora le puso a la pequeña Mary entre los brazos. La niña volvía a gemir.
—Aquí está Mary.
Ruth apretó a su hija contra sí y de inmediato la cambió de posición, parecía dolerle el pecho. Al verlo, a Nora se le ocurrió una idea.
—A lo mejor podría darle de mamar —sugirió—. Necesita comida y calor urgentemente. Tampoco ha pasado tanto tiempo desde que… —No podía hacer tanto desde que la niña había dejado de mamar antes de que su hermanito llegara al mundo. Tal vez todavía recordara cómo hacerlo.
Ruth miró a Nora iracunda.
—¡No! ¡No! La leche es de Sam… y Sam… —La mirada llameante de Ruth se posó en Sally, que con ojos vidriosos miraba el agua que los rodeaba—. ¡Ella…! ¡Ese… ese pellejo negro! ¿Por qué está viva? ¿Por qué está viva y Sam está muerto?
Sally empezó a hacerse reproches.
—Es porque dioses enfadados, Sally mala…
¡Y entonces oyeron las voces!
—¡No tan rápido, Joe! ¡Ir despacio!
—Pero más rápido abajo, Billy. ¡Cobardica tú!
—¡Yo no querer ahogarme! Tú no sabes guiar.
Entonces apareció una balsa arrastrada por el agua, ocupada por dos mozos de cuadra de Kwadwo que, al parecer, se lo estaban pasando estupendamente. Intentaban impulsar la precaria embarcación con dos tablas, aunque no tenían que esforzarse nada: el agua se retiraba y llevaba la balsa en dirección al caserío de los esclavos. Ambos solo debían vigilar que no los arrastrase al mar, pero a lo mejor eso les convenía. Más tarde serían arrojados a una playa que no pertenecería a ningún backra…
Sin embargo, ambos reaccionaron con gritos de júbilo cuando reconocieron a Nora y los demás sobre la techumbre de la destilería. Intentaron acercar la balsa hacia ellos. Doug tiró de uno de los improvisados remos.
—¿Cómo habéis llegado hasta aquí? ¿Os envía Peter?
—¿Kwadwo? —intervino Nora tratando de cubrir su desnudez.
Durante la tormenta no había prestado atención a sus piernas desnudas, pero ella y Doug vieron en ese momento las sonrisas maliciosas de los chicos. Doug se quitó la camisa desgarrada y mojada y se la tendió.
Los muchachos apretaron los labios.
—Tener que mirar cómo estar caserío. Y decir a backra dónde estar nosotros antes que cortarnos el pie por huir —dijo Joe.
—¿Así que todos os habéis refugiado en el pajar? —se alegró Nora.
Billy levantó las manos.
—No sé, missis —contestó—. Muchos sí. Pero ninguno sabe qué pasar con los negros de la casa. Y falta Hardy, falta Emma, falta Toby…
—¡Oh, no! —Nora gimió. Toby y la esclava del campo Emma, que recientemente compartían cabaña, eran cristianos creyentes. Probablemente habían seguido al reverendo para que los bendijera. O habían imaginado que la tormenta perdonaría a un sacerdote y a todos los que creían en Dios y no en los espíritus.
—Luego toda la cuadrilla del señor Truman. Backra enviarlos para cavar zanjas y que agua no llegar a las cabañas…
Doug se tocó la frente.
—Claro —suspiró—. Intenté disuadirle, pero pensaban que cavando un par de zanjas de desagüe antes del huracán algo se salvaría. Si la suerte no los ha acompañado, no quedará ningún hombre con vida…
En la techumbre, Ruth volvió a dar señales de vida.
—¡Todos los negros están vivos! —lamentó—. Todos esos tipos negros. Pero Sam, mi pequeño Sam…
Joe y Billy se miraron dubitativos. Nora preguntó:
—¿Cabemos todos en la balsa? ¿Podrás guiarla, Doug?
Doug dijo que sí, siempre que encontraran más tablas arrastradas por la corriente. Dijo que si todos remaban, podrían avanzar contra una corriente suave y desembarcar por encima de la casa. Ruth no se enteró de las explicaciones del joven, pues seguía lamentándose e insultando a los negros. Nora necesitó de todas sus fuerzas para arrastrarla a la balsa y mantenerla allí; lo consiguió con la ayuda de Billy y Joe. La mujer tenía tanto miedo de que los negros la tocaran que pasó la travesía gimiendo con desamparo. Sally sostuvo contra sí a la pequeña Mary, y los jóvenes condujeron su embarcación salvadora a contracorriente. Finalmente, llegaron hasta la casa. El gato fue el primero en saltar a tierra. Nada más reconocer a Billy, se había refugiado en los brazos del mozo de cuadra. «¡Es Bessie, la gata del establo! —había dicho el joven negro—. Caza bien ratones… Pero no sabía que poder nadar».
Nora se quedó mirando al minino correr hacia el establo.
—Y yo que pensaba que el dicho de que tienen siete vidas era una tontería… —murmuró—. Bien, no hay que perder la esperanza. A lo mejor los otros también han conseguido salvarse.
Entrada la tarde, el agua había bajado tanto que pudieron hacer balance. Hardy, Toby, Annie y Emma habían muerto, además de cuatro hombres de la cuadrilla del vigilante Truman. Los demás, Akwasi entre ellos, habían logrado salvarse a nado y con mucha suerte en lo alto de techumbres y árboles, como Nora y Doug. En general eran muchachos fuertes, que no se rendían tan pronto. También Truman había sobrevivido. Todo el servicio doméstico, salvo Sally y Annie, había llegado a la cocina con tiempo suficiente para escapar de la tormenta, y la marea no había penetrado en la casa, aunque había faltado muy poco, lo que el reverendo Stevens atribuía a la influencia divina. No advirtió que no había sido suficiente para salvar a los dos únicos esclavos realmente creyentes (Toby y Emma habían seguido, en efecto, al reverendo). En cambio, reaccionó con relativa serenidad ante la noticia de la muerte de su hijo y concedió un poco de consuelo a Ruth, rezando con ella.
Nora llevó a la joven esposa a la cama y le preparó una gran taza de infusión sedante. Habría dejado que Adwea se encargara de ello, pero Ruth reaccionó con un ataque de histeria en cuanto vio a la cocinera negra.
—Lo mejor habría sido llamar a una baarm madda, por si acaso está otra vez embarazada. Si vuelve a perder a un niño… —Nora compartió sus preocupaciones con Máanu, que perseveraba en su mutismo—. Pero si no quiere… Dime, ¿es posible preparar algo de comida? Temo que me voy a morir de hambre si no me duermo antes…
Máanu se inclinó ligeramente, un gesto que, como ella bien sabía, sacaba de quicio a su señora.
—Lo mejor sería que se cambiara usted de ropa, dentro de media hora se servirá la comida.
—¿Cómo? —preguntó Nora—. ¿Me estás diciendo que… que el mundo se derrumba a nuestro alrededor, que tenemos nueve muertos que lamentar, pero que… pero que mi marido ha pedido que se sirva la cena como cada día?
Máanu hizo una reverencia.
—Un muerto, missis. Los demás solo son esclavos. Por lo demás, también han muerto cuatro bueyes, missis. El backra está muy enojado, hará que azoten a los pastores por no haber recogido a los animales del prado.
Nora apoyó la frente en las manos.
—Máanu, me gustaría que cambiaras de actitud —musitó—. Al menos por hoy. Pero bien, si ha de ser así, sea: ayúdame a vestir y arréglame el pelo. Debería lavarlo, está muy sucio y reseco a causa del agua sucia. Pero no quiero obligarte a cargar con más agua de un sitio a otro. Así que te pido por favor que me facilites las cosas. O te comportas con normalidad o te quedas callada.
Máanu retiró montones de polvo rojo al cepillar el cabello, que recogió luego en la nuca. El pelo se había quedado sin brillo y tenía un aspecto apelmazado. Nora se sobresaltó al verse en el espejo. Estaba pálida, ojerosa y con las mejillas chupadas. Pensó en recurrir al maquillaje, pero luego rechazó esa idea. Su aspecto simplemente respondía a lo agotada y cansada que se sentía, nadie se atrevería a criticarla por ello. Máanu mantuvo la boca cerrada y dejó de provocar a su señora. Le sacó un sencillo vestido negro, con un chal del mismo color. Nora pensó que era la ropa adecuada para la ocasión. En la escalera se cruzó con Doug, que también parecía derrengado. Su cabello rubio seguía rojo, a él nadie se lo había cepillado.
—Mañana te lo tendrás que lavar, o te confundirán con un irlandés —intentó bromear Nora.
Doug le sonrió.
—Podemos ir juntos al mar y lavarnos a fondo —respondió—. Ahora que me he enterado de que sabes nadar…
Ella se ruborizó.
—Hoy no le encuentro ninguna gracia al agua, ni siquiera a la del mar. Y ahora esta cena. ¿No lo encuentras… macabro?
Doug hizo una mueca.
—No más dioses y espíritus… Si el reverendo reza una oración en la mesa y da gracias al Señor por nuestra salvación, me pondré a gritar.
Naturalmente, Doug no gritó, se limitó a aguantar con aparente tranquilidad la breve y sentida oración del reverendo por las almas de los muertos. A continuación se abalanzó sobre los platos con la misma avidez que Nora. No hicieron ni caso de la mirada de desaprobación del reverendo, que se sirvió con una contención inhabitual en él. El único que subió de tono durante la cena fue Elias, quien por fin había entendido lo que su hijo intentaba que comprendiese desde hacía semanas.
—¡Ese maldito Hollister! Su plantación apenas ha sufrido daños, la he ido a ver. En cambio nuestro caserío ha desaparecido totalmente. Pero me las pagará, y también las pérdidas. ¡Ocho esclavos, entre ellos cinco negros del campo en sus mejores años! ¡Y dos yuntas de bueyes! Le voy a cantar las cuarenta a ese experto de Inglaterra… —Elias protestaba a voz en cuello y bebía un vaso de ron tras otro. Tampoco él parecía tener hambre—. Solo lo que cuesta volver a levantar todo esto… La destilería también está destruida.
Doug y Nora lo dejaron rabiar, y se disculparon justo después de la comida, al igual que el reverendo. Este último quería ir a ver a su esposa y rezar con ella un par de oraciones más por su hijito. Nora se percató de que no dedicaba ni una palabra a su hija, que se había salvado. Probablemente habría preferido que fuera ella la víctima.
Elias también se vio forzado a levantarse, llamó a Adwea, que llegó para recoger la mesa, y le pidió algo más.
—Addy… que me suban luego una bebida para antes de dormir.
Nora percibió el sobresalto de Adwea.
—¿Hoy, backra? —preguntó la esclava—. Señor, por favor… La chica está agotada…
—¡Claro que hoy! Si hubiera querido decir mañana, habría dicho mañana.
Adwea lanzó a su señor una mirada que sobrecogió a Nora. ¿Había visto el mismo destello de odio que tantas veces resplandecía en los ojos de Máanu?
—Muy bien, señor. Como backra ordenar…
Nora subió fatigosamente las escaleras: le dolía todo, y por la mañana todavía se sentiría peor. Estaba algo sorprendida por la reacción de Adwea. La madre de Máanu ocupaba un lugar privilegiado en la casa como cocinera, pero no era vanidosa. ¿Por qué no se limitaba a subir ella el ponche de ron a Elias cuando Mansah y Sally ya estuvieran durmiendo? Le pasó por la cabeza ir ella misma a la cocina, recoger la bebida y subírsela a su marido. Pero quizá se le ocurría algo absurdo, y ella no habría aguantado esa noche yacer con él. Así que subió… y encontró a Doug delante de sus aposentos.
—Quería tenerte otra vez entre mis brazos —se disculpó él en un susurro—. Nora, hoy hemos estado tan unidos el uno al otro…
Ella asintió. Estaba demasiado cansada para coquetear… y tampoco habría tenido nada en contra de dormir entre los brazos de Doug. Entonces no la perseguirían las imágenes y las voces que ahora ya la atormentaban. Suspiró.
—Sí, yo también quiero que me abracen. Antes… antes de que nos olvidemos de todo esto.
Se dejó estrechar por los brazos de Doug y sintió otra vez su fuerza y su protección. Corrían un riesgo terrible, pero Nora nunca se había sentido tan protegida como cobijada por el amplio torso de Doug.
Nadie protegió a otra persona. Esperó temblorosa en la escalera hasta que la pareja se separó, y ni Doug ni Nora oyeron los sigilosos pasos de sus pies descalzos por el pasillo que llevaba a la habitación de Elias Fortnam. Cuando más tarde Nora oyó su llanto, creyó que era el eco de un mal sueño.