A la mayoría de los blancos le resultaba extraordinariamente difícil acostumbrarse al clima de Jamaica y las demás islas. La ausencia casi total de estaciones afectaba a los europeos. Incluso Nora, que soportaba bien el calor, apenas podía creer que la temperatura no bajase en todo el año. Sin embargo, la cantidad de lluvia sí variaba. No había ninguna estación seca propiamente dicha como en el sur de Europa —donde, según Doug, a menudo no llovía nada durante tres meses—, pero en verano e invierno, especialmente en la costa, había días de sol sin nubes. En primavera y otoño, por el contrario, llovía diariamente y con frecuencia diluviaba. Por las tardes y las noches caían cantidades de agua que convertían las calles pavimentadas en ríos, y las sin pavimentar en pistas de barro rojizo.
Esto último también afectaba a los caseríos de los esclavos en las plantaciones. Tan solo unos pocos hacendados permitían a su gente que construyeran las cabañas en lugares elevados, donde solían instalarse edificios de la explotación, como los molinos, las destilerías, las instalaciones para hervir la caña y los establos. Desde agosto, Adwea, Máanu y los demás esclavos domésticos tenían que atravesar cada mañana un barrizal que les llegaba hasta los tobillos para acudir al trabajo.
—Este año peor que nunca —suspiraba Adwea mientras se lavaba los pies en el arroyo antes de entrar en la cocina. La discreta corriente de agua había crecido y parecía un pequeño y caudaloso río—. Pero yo no notar más lluvia. ¿Usted, missis?
Nora tampoco había observado que hubiesen aumentado las lluvias, pero sí podía imaginar la causa de la inundación del caserío. La construcción de las instalaciones para canalizar el agua en la plantación Hollister avanzaba a buen ritmo. Por la noche fue ella, para variar, quien abordó el tema.
—Tal vez Doug no ande del todo desencaminado, Elias —empezó cautelosamente—. Esta mañana estuve en el caserío y tuve que trasladarme al molino para las revisiones de los esclavos. Está todo inundado, el agua ya está entrando en las chozas. Dentro de poco, la gente no podrá dormir ahí dentro. En cualquier caso, no sobre el suelo.
—Pues entonces que se hagan unos camastros —farfulló Elias—. Como cristianos decentes.
Doug se abstuvo de comentar que todavía podría ser mucho peor. En lugar de ello, repartió picos y palas entre los hombres, a espaldas de Elias, para que cavaran zanjas de desagüe.
—No servirán de nada si estalla una tormenta fuerte —observó temerosa Nora, cuando inspeccionó el sistema en una cabalgada con Doug.
—En una auténtica tormenta no hay nada que sirva —admitió él—. Salvo una huida a tiempo.
—Pero ¿no deberíamos advertir a esta gente? No tienen ni idea de lo que está haciendo Hollister.
—Es probable que tampoco lo entendieran —respondió Doug con pesimismo—. ¡Si ni siquiera mi padre acaba de entenderlo! El problema no es solo el agua en sí, sino su irrupción repentina, no te puedes imaginar la rapidez y violencia con que sucede. Y no basta con repetir advertencias, es necesario trazar un plan metódico: todo el mundo debe saber exactamente hacia dónde ir si estalla una tormenta, y si se produjera una falsa alarma tampoco sería tan grave. Se daría gracias al cielo y se enviaría de nuevo a los esclavos a sus cabañas o a trabajar. Pero mi padre pondría el grito en el cielo si dejaran de trabajar una hora. Y nunca aprobaría que el asunto se gestionara con los negros.
Nora movió la cabeza, cansada.
—Se lo dije en una ocasión y me contestó que eso provocaría el pánico…
Doug asintió.
—También a mí me dijo lo mismo. Y algo de razón tiene. Muchos negros son como niños, si se les infunde el miedo, cada vez que sople un poco de viento treparán al árbol más cercano. Y luego los vigilantes los harán bajar a latigazos. Sería desastroso.
—No, si se organizaran ellos mismos —objetó Nora, recordando la silenciosa y tan disciplinada caminata de los esclavos la noche de la ceremonia obeah—. ¿Y si habláramos con alguien como… humm… el hombre obeah?
Doug esbozó una sonrisa irónica.
—¿Lo conoces?
Poco después, estaban hablando con Peter, el caballerizo.
—¿No delatarme?
Peter necesitó un buen rato para sobreponerse a que lo hubiesen descubierto. La sangre se le había agolpado en la cara, cuando Nora se dirigió a él por su nombre africano.
—No —respondió Doug—. A mí me da igual qué dioses veneréis por las noches.
—Y yo tampoco reclamaré un par de pollos… —añadió Nora, pese a que el sacrificio ritual le había resultado sumamente desagradable—. Pero tienes que explicarle a la gente que en la plantación Hollister…
Doug la interrumpió con un leve gesto.
—Nos tememos, Kwadwo —dijo con expresión grave—, que lord Hollister ha enfurecido a los dioses de su plantación. Podrían protestar con la siguiente tormenta y caer sobre vuestras chozas.
—Nosotros no relación con Hollister —señaló el hombre obeah—. Espíritus vengarse con sus negros.
—En este caso los espíritus no harán diferencias —objetó Doug, aunque las cabañas de los esclavos de Hollister no estaban amenazadas. Se hallaban en el interior, detrás de la mansión. Como los Hollister residían en Kingston, les daba igual que las cabañas se vieran o no desde sus ventanas—. Estoy muy preocupado, Peter… Kwadwo. Es posible que las aguas suban mucho cuando se desencadene la próxima tormenta.
Kwadwo frunció el ceño.
—¿Qué hacer yo, backra? ¿Querer encantamiento? Entonces necesitar pollo…
Doug se frotó las sienes y Nora casi se echó a reír.
—Solo tienes que advertir a la gente, Kwadwo. Diles que cuando llegue la tormenta no tienen que gritar ni rezar ni subirse al techo de sus casas, como suelen hacer. Tampoco a los árboles. Deben dirigirse al molino de viento, o a la casa, pero lo mejor es que vayan al molino, el agua podría subir hasta la casa, especialmente si hay olas gigantes porque el dios del mar esté furioso. Elige a gente que ayude a los débiles y enfermos, que controle si todos se han marchado de las cabañas. Establece un lugar donde reuniros…
—Di a la gente que en caso de duda deben reunirse en el pajar —intervino Nora—. No almacenes demasiada paja, ya sabes…
Kwadwo examinó a la muchacha.
—Missis… saber mucho… —observó con un asomo de miedo.
Ella puso los ojos en blanco y afirmó:
—La missis lo sabe todo. Así pues, esta es tu comunidad y tú eres el responsable de ella. Y esta vez se trata de algo más que de retorcerle el pescuezo a un pollo.
—¡Estoy impresionado! —exclamó Doug, divertido, mientras regresaban a casa.
No tenían prisa, a ninguno de los dos le atraía la cena con Elias, a la que también estaban invitados los Hollister. Al joven le costaría horrores conservar la compostura y Elias había prohibido expresamente a Nora que abordara el tema de la canalización de las aguas. En cuanto a Doug, sin duda hacía semanas que le habían dictado esa misma prohibición.
—No lo niegues, Nora: has presenciado una ceremonia.
Ella le dio la razón.
—Me colé —confesó—. Pero no lo entendí todo. Por el amor de Dios, ¿qué pasa con los pollos?
Doug rio.
—Son animales de sacrificio —respondió—. El hombre obeah invoca a los espíritus con ayuda de su sangre. Y satisface deseos especiales. Quien quiere echar una maldición a alguien, o hacer un hechizo de amor, lleva un pollo…
Nora mostró una expresión incrédula.
—Pero ¿quién va a creerse algo así? No puede funcionar. Me refiero a que… no habría más backras si las maldiciones de los esclavos se hicieran realidad.
—No es tan sencillo —contestó Doug con un gesto de resignación—. A veces dan con el duppy adecuado, que al día siguiente asusta al caballo del backra, y este se cae y se rompe el cuello. La mayoría de las veces, no. Pero esta gente tiene paciencia, no les ponen a los duppies ningún plazo: si el backra se muere cinco años después a causa de una enfermedad, es visto como un logro.
Nora suspiró.
—Preferiría que nadie me echara una maldición —murmuró—. Y de verdad que me he esforzado. Pero…
—A ti nadie te echaría una maldición —la tranquilizó Doug—. Al contrario, la mayoría te adora…
Nora resopló.
—Tal vez Máanu…
—Máanu es rara —convino Doug—. Muy rencorosa, muy… amargada. Y no sé por qué. A ella no le pasó nada. Bueno, y Akwasi…
—¿Por qué traicionaste a Akwasi? —se le escapó a Nora—. Me refiero a que tú… tú no eres así, tú… tú…
—¿Que yo hice qué? —preguntó Doug sorprendido—. ¿Traicionar? ¿Quién te ha contado eso?
—¡Lo dejaste en la estacada! —aclaró Nora—. Es lo que me contó Máanu y no parecía mentir. Te fuiste a Inglaterra y…
—¡A mí Inglaterra no me atraía para nada! —exclamó Doug con vehemencia.
Nora recordó que ya había reaccionado una vez con ímpetu frente a una alusión similar.
—Yo no me marché por propia iniciativa.
—Pero tampoco protestaste. Y tampoco hiciste nada por Akwasi. Aunque… aunque te pertenecía… —Las últimas palabras sonaron sofocadas.
Doug movió la cabeza. Luego tomó a Nora de la mano y la condujo por una vereda. Esa conversación duraría más tiempo que el que tardarían en recorrer el breve camino a casa. Su corazón, sin embargo, latía con fuerza. Tal vez esa fuera la causa de la reserva de Nora. Tenía que averiguar qué le habían contado Máanu y Akwasi.
—Cielos, Nora, ¿qué se supone que debería haber hecho? —preguntó. Todavía sostenía la mano de ella entre las suyas y esperaba que no la retirase—. Akwasi y Máanu pensaban que yo era todopoderoso. Yo podía hacer todo lo que ellos no podían, a mí me daban todo lo que yo deseaba, yo era blanco…
—Eras propietario de un esclavo —le recordó Nora—. ¡Tenías una responsabilidad!
Doug volvió a frotarse las sienes, esta vez con mayor fuerza.
—¿Nunca te regaló tu padre un poni? —preguntó con vehemencia—. ¿O un perrito? ¿Con la seria advertencia de que a partir de entonces eras responsable de él? —Nora asintió y quiso señalar algo, pero Doug siguió hablando enfáticamente—. Si ese caballo te hubiese tirado cada día, o el perro te mordiera, lo verías todo de otra manera, ¿no? Entonces tu padre habría vendido al animal por mucho que lo quisieras…
—¡Akwasi no era un animal! —protestó Nora indignada.
—No, era un niño. Y yo también. Tenía diez años. A mí no podía pertenecerme ningún esclavo, igual que a ti sola no podía pertenecerte un poni o un perro. ¿Qué tenía que haber hecho, Nora?
—¿Tenías diez años? —Lo miró estupefacta—. Pero yo pensaba que… Te enviaron a Oxford, a la universidad. Pensaba que al menos tenías dieciséis años. Máanu…
Se interrumpió. Algo no encajaba. Máanu no había dicho nada respecto a qué edad tenían los chicos cuando sucedió el incidente. Tampoco nada falso, al contrario. Nora habría podido deducir que los dos todavía eran niños. La chica había hablado de que aprendían a leer. «Yo todavía era muy pequeña». Máanu era seis años más joven que Akwasi y Doug, así que debía tener diez años si hubiesen separado a los dos chicos con los dieciséis cumplidos. A los diez años, Nora ya hacía tiempo que sabía leer…
—¡Dieciséis! —Habían tomado asiento en un tocón, pero el joven se había puesto en pie y daba vueltas enojado—. ¿Cómo has podido creerlo? ¡Dios mío, con dieciséis años no habríamos sido tan tontos! No nos habríamos dejado atrapar. Y si hubiera sucedido, nos habríamos largado los dos. A las montañas, con los cimarrones. Pero así… Mi padre nos pilló cuando yo estaba enfermo. Como Máanu, probablemente habíamos cogido el resfriado al mismo tiempo, solo que yo estaba acostado en mi habitación, cómo no, y Mama Adwe tenía a su hija en la cocina. Akwasi estaba conmigo y me leía en voz alta una historia de piratas. Podríamos haber hecho algo si hubiésemos sospechado la que nos caería encima. Podría haber fingido que leía, pero que en realidad se inventaba el cuento. Pero cuando mi padre entró y le preguntó, respondió orgulloso que claro que sabía leer, y enseguida se lo demostró. Y entonces se produjo el desastre. Yo partí en el siguiente barco hacia un internado en Inglaterra. Y Akwasi… pensé que mi padre lo vendería. Lo habían educado para esclavo doméstico, habrían pagado un buen precio por él. Y yo me consolaba pensando que los negros no lo pasaban tan mal en el servicio doméstico. Pero enviarlo a los campos… con diez años… Tiene que haber sufrido un horror, es un milagro que haya sobrevivido. Pero… yo no tuve la culpa. No puedo evitar el color de mi piel. No puedo hacer nada contra las decisiones que mi padre tomó. Y juro por Dios que desde mi regreso, desde que vi las cicatrices en su espalda y desde que me trata como si fuera su… su enemigo, cada día pienso en lo que podría haber hecho, en cómo podría haberlo ayudado. —Ocultó el rostro entre sus manos.
Nora fue incapaz de contenerse, se acercó y le pasó un brazo por los hombros.
—Y yo que había pensado que tú…
Doug la estrechó.
—Pero ¿me crees? —preguntó suavemente.
Ella asintió. Claro que lo creía, y ahora también ella sentía remordimientos. Había interpretado la explicación de Máanu —y su enfado— de forma totalmente equivocada.
—Eras un niño, Doug, no te hagas más reproches. Tú no tuviste la culpa. El culpable es este maldito sistema, la esclavitud. Y…
«Y Elias», pensó.
No sintió el menor remordimiento por su marido y, por una vez, no pensó en Simon cuando acto seguido permitió que Doug la besara tiernamente.