Capítulo 1

Doug Fortnam llevaba casi dos semanas cabalgando por las Blue Mountains y ya estaba harto. Sin embargo, en otras circunstancias habría disfrutado plenamente de aquella incursión al interior de la isla. Ya de niño soñaba con explorar la cadena montañosa sobre la que casi cada mañana se asentaba una niebla azulada que se despejaba a lo largo del día. Le cautivaban la vegetación cambiante, los ríos y arroyos que discurrían por la superficie y por debajo de la tierra, los desfiladeros y peñascos, cavernas y cascadas, y con frecuencia lamentaba no saber dibujar. Nora se habría alegrado de ver plasmadas en papel las flores silvestres y las exuberantes plantas de la jungla, así como los helechos y musgos que crecían en las cumbres. Recordaba la expresión grave de la muchacha cuando estudiaba los libros sobre la flora de la isla, y su sonrisa resplandeciente cuando encontraba una planta y podía clasificarla. También se imaginaba que hacían juntos esa excursión a caballo, pero con buen tiempo, con el sol filtrándose entre la densa vegetación y arrojando sombras en el camino.

La extraña «expedición de castigo» en que participaba a regañadientes se realizaba, por el contrario, en plena estación de las lluvias. Doug no había conseguido que los hacendados la postergaran un par de meses. Ahora era inútil explorar aquella zona, al menos en lo que a la finalidad de la operación se refería. Si el joven hubiese pensado que existía alguna posibilidad de encontrarse con los cimarrones, se habría preocupado. El subsuelo cenagoso, sobre el cual los caballos a veces avanzaban tanteando el camino, dificultaba la cabalgada e imposibilitaba un ataque o una huida veloz. Por añadidura, una llovizna casi continua entorpecía la visibilidad, ya de por sí mala. Probablemente ninguno de los hombres que se habían obstinado en emprender esa incursión había estado nunca en el interior y todos confiaban en el clima estable de Kingston y la brisa marina que pocas veces dejaba que persistiera la lluvia, incluso en la estación húmeda.

En las Blue Mountains —sobre todo en la parte oriental— llovía casi cada día, incluso en los meses de la estación seca. La zona debía a ese generoso riego la paradisíaca variedad de su exuberante flora. Pero eso significaba para los jinetes que la humedad era constante. Incluso cuando no llovía, el agua goteaba sobre sus cabezas de las hojas anchas y carnosas de los árboles. Amigo, el semental español de Doug, parecía tomárselo mal. Avanzaba con desgana e intentando bajar la cabeza para que se le escurriera el agua del flequillo. Su jinete lo comprendía bien, también su sombrero de fieltro estaba empapado y desde el ala le caía agua sobre el rostro. Además, Amigo también tenía que soportar la lluvia durante la noche, ya que los caballos se ataban a la intemperie. Doug y los otros hombres contaban al menos con tiendas, que tampoco se secaban después de las tormentas nocturnas y antes de plegar las lonas. Así pues, la segunda noche ya estaban húmedas y en la tercera empezaron a enmohecerse. Al igual que las mantas y las provisiones.

Únicamente la abundante provisión de botellas de ron permanecía impermeable al agua y permitía que los hombres conservaran el calor. Los miembros de la expedición celebraban la aventura bebiendo cada noche y Doug era el único que permanecía más o menos sobrio. No esperaba que los atacaran los cimarrones, pero si los señores de las montañas decidían hacerlo por la noche, quería poner un alto precio a su cabeza. En un caso así, las posibilidades de sobrevivir serían nulas. Quien cabalgaba por allí, lo hacía con el consentimiento o al menos la tolerancia de los cimarrones, fuera lo que fuese lo que los demás hombres se imaginasen.

De cualquier modo, esa expedición contradecía todo lo que Doug había oído decir sobre estrategia, que no era poco. Durante un breve período había pensado en cambiar la odiada carrera de Derecho por la militar, pero luego había dado marcha atrás. Al fin y al cabo, él volvía a Jamaica, una región donde Inglaterra no libraba ninguna guerra. Aquella incursión contra los cimarrones no se guiaba precisamente por El arte de la guerra. No era más que un ir dando palos de ciego ideado por un par de hacendados aficionados al ron. Los jinetes que acompañaban a Doug eran en su mayoría cuidadores de las plantaciones que se ufanaban de no tener ningún miedo de los negros. Parecían considerar la incursión como una especie de vacaciones y se desplazaban por la jungla haciendo tantas fanfarronadas y tanto ruido que cualquier cimarrón tendría tiempo de huir o de preparar sus armas mucho antes de que los blancos aparecieran. Los fusiles de los hombres iban a buen resguardo en las alforjas, por lo que no habrían logrado reaccionar a tiempo y de forma más o menos eficaz a una emboscada.

Doug esperaba terminar pronto el cometido. No solo porque en dos semanas no habían visto ni un solo semblante negro, sino también porque las provisiones de ron se estaban agotando.

—Tendremos que repetirlo otra vez —dijo un vigilante de la plantación Hollister, como si hubieran salido a pescar—. Pero lo mismo nos traemos algún guía que conozca el terreno.

Doug puso los ojos en blanco, pues él había sugerido reclutar a un guía. Había blancos que comerciaban con los cimarrones, la mayoría pequeños timadores que cada dos semanas subían a las montañas con un mulo cargado hasta los topes y con la esperanza de ganar un buen dinero a cambio de herramientas de escaso valor. También en la prisión de Kingston había negros «libres», en general porque los habían pillado robando. El gobernador solía ahorcarlos, pero Doug estaba seguro de que estarían encantados de salvar su vida guiando por las montañas a los blancos. Aun así, no había propuesto esto último. El peligro de que los condujeran a una emboscada era demasiado grande. Pese a todo, los hacendados sostenían la opinión de que Nanny Town, como los cimarrones llamaban al poblado de montaña donde se atrincheraban, se encontraba detrás de la siguiente bifurcación del camino y que incluso había señales indicadoras.

—Por cierto, ¿sabe alguno de vosotros cómo saldremos de aquí? —preguntó el vigilante en tono burlón, mientras descorchaba la última botella de aguardiente.

Doug se llevó la mano a la frente y, acto seguido, sacó su brújula. ¿Había salido esa gente alguna vez de sus plantaciones o, antes, de sus pueblos escoceses?

Al final, dejaron que los caballos rastrearan el camino. Al menos Amigo tenía claro cómo volver a su establo de Cascarilla Gardens, y también los demás caballos avanzaron más deprisa una vez que el grupo hubo emprendido el regreso. En apenas tres días llegaron a Kingston, donde los hombres se dejaron vitorear como héroes.

—Matar no hemos matado a ninguno, pero ¡les hemos metido el miedo en el cuerpo! —se jactaba el vigilante de los Hollister—. En el futuro no se dejarán ver por aquí.

Pero tampoco había sucedido eso antes: los cimarrones asaltaban granjas retiradas en las faldas de la montaña; si bien a nadie le preocupaba. Así y todo, Doug encontró al menos cierto reconocimiento en Kingston. En una de las «celebraciones de la victoria» que tan rápidamente se organizaban, conoció a un par de comerciantes de artículos de importación-exportación y, mientras los demás miembros de la expedición empinaban el codo, habló con ellos como un auténtico entendido en derecho mercantil. Convencidos de que el joven tenía conocimientos suficientes, los comerciantes no le exigieron el diploma antes de pedirle que se encargara de revisar contratos ya firmados o redactara otros nuevos. Después de que ayudara a un comerciante en las negociaciones con Inglaterra y señalara vacíos legales que facilitaban la introducción de sus productos en la metrópoli, el nombre de Doug estaba en boca de todo el mundo. En el futuro no tendría que andar mano sobre mano en la plantación de su padre, sino que iría casi cada día a Kingston y se ganaría su propio sustento.

Así pues, el muchacho regresó contento a casa.

Nora despertó el día después de la ceremonia obeah con un terrible dolor de cabeza. Nunca había bebido tanto como esa noche, y tampoco había probado bebidas más fuertes que el vino o una copa de ponche de ron. La mala experiencia con Akwasi casi palidecía ante los martillazos que sentía en el cráneo, y encima Máanu no se presentó para ayudarla. A instancias de Adwea, la pequeña Mansah le llevó sus sales de olor y le puso un paño húmedo sobre la frente.

—Mañana Máanu otra vez aquí —prometió la niña.

Nora supuso que esa mañana Máanu estaría igual que ella, lo que no la disculpaba del abandono de sus obligaciones, pero al menos lo explicaba. Sí se sorprendió cuando la chica apareció a la mañana siguiente y se comportó tan arisca y parca en palabras como el primer día. Incluso peor, porque entonces Máanu se había limitado a mostrarse indiferente, y ahora parecía realmente enfadada con Nora.

—¿Me viste en la ceremonia obeah? —preguntó Nora, intentando descubrir las razones de su comportamiento—. ¿No te pareció correcto? ¿Crees que los blancos no deberíamos asistir?

—Missis hace lo que missis quiere —contestó con insolencia Máanu.

Y salió de la habitación, supuestamente para hacer o recoger algo. Claro que Nora podría haberle exigido que justificara su conducta, pero no quería enfadarla más aún. Esperaba que en algún momento Máanu abandonara su reserva malhumorada. Tal vez la presencia de Nora en la reunión había herido sus sentimientos religiosos. La doncella había estado sentada en primera fila, probablemente formaba parte de los seguidores más fervorosos de Kwadwo. Nora solo se preguntó cómo se habría enterado de que su señora había asistido. Debería haber obligado a Adwea a mantener el secreto.

En cuanto a Akwasi, se atuvo a las indicaciones de Nora y no volvió a acercarse a ella. Al principio, también Nora se apartaba de su camino, pero luego comprobó que eso no era necesario, pues Akwasi la evitaba.

Pocos días después del incidente del pajar, Nora constató aliviada que tenía el período. No quería ni pensar en lo que habría sucedido de haberse quedado encinta. De todos modos, habría sabido a qué baarm madda dirigirse en caso de embarazo. La curandera y comadrona pertenecía a la plantación de Keensley y se contaba que también «trataba» a mujeres blancas de Kingston. Además, ninguna esclava que hubiese acudido a ella había muerto, era la mejor de la región. No obstante, Nora se habría muerto de vergüenza si hubiera tenido que admitir ante la anciana esclava que estaba esperando un mestizo, o que no quería al hijo de su marido. Cualquiera de las dos opciones le habría resultado igual de desagradable. De todos modos, ahora podía olvidarse del desagradable suceso con Akwasi, y se veía capaz de conseguirlo.

Hasta que Doug Fortnam regresó a la plantación.

—¿Qué tal? ¿Cómo le va a mi maravillosa madrastra?

Entró en la casa poco antes de la hora de la cena y se encontró con Nora en el recibidor. Quiso darle un beso cordial en la mejilla. Suponía que también su padre bajaría por la escalera en cualquier momento, así que su saludo fue irreprochable: nadie habría pensado jamás que hubiera sucedido algo entre los dos. Pese a ello, Nora se apartó. Doug la miró desconcertado, pero entonces apareció Elias y tuvo que reprimir cualquier pregunta.

—¿Qué, habéis vaciado la madriguera de los negros?

Nora suspiró. Ya la primera pregunta de Elias no prometía nada nuevo, y la cena transcurrió como era de esperar. Doug no tenía nada que comunicar acerca de los cimarrones, pero Elias tampoco permitía que le contara a Nora los detalles de la incursión con sus coloridas descripciones. En cuanto el hijo empezaba a hablar de pájaros, helechos y mariposas, el padre lo interrumpía.

—¿Qué dices, muchacho? ¿Acaso has ido de excursión como un herborista? Tenías que librarnos de los cimarrones, no hacer un ramito de flores. —Y luego se burló de las descripciones de Doug acerca de la vida en el campamento con la lluvia—. ¿Qué pasa, muchacho, te da miedo la lluvia? Así pasa en la guerra, Douglas, el viento te zumba en las orejas y las olas rompen en la cubierta. Pero ahí nadie se queja, ¡sino que empuña la espada!

—No podía combatir con el tiempo —observó Doug—. Lo habría hecho gustoso si hubiese logrado encontrar al menos al duppy responsable de él. —Se percató de que Nora se estremecía al oír la alusión al espíritu. ¿Habría herido algún tipo de sentimiento religioso con sus palabras?—. Pero se dejaba ver tan poco como los cimarrones de Barlovento. Lo siento, padre, pero si quieres obtener resultados debes enviar a otra gente, no a ese par de atontados que creen que someterse ante su mera presencia es propio de la naturaleza de los negros. Esa gente se habría caído del caballo del susto si se hubiera plantado ante ellos un negro con un fusil. Sé que me repito, pero para sacar de su madriguera a Cudjoe o limpiar Nanny Town, necesitarías medio ejército o, mejor aún, uno entero. Bien adiestrado, preparado para todo y armado hasta los dientes. Además de un par de guías que sepan dónde diablos están los poblados. En lo que a expediciones de castigo se refiere, podemos dar gracias a Dios de que allí arriba no hayamos visto más que florecillas y pajaritos.

Doug se levantó y se retiró a su habitación. Con Nora ya hablaría más tarde.

Para decepción del joven, su primera impresión no lo había engañado. Nora se comportaba con él de forma más reservada que antes de la expedición; al parecer se había tomado a mal que la besara.

Doug se maldijo por su precipitación. Debería haber ido más despacio antes de darle a conocer lo que sentía por ella. Ahora tendría que volver a empezar desde el principio y contaba con menos tiempo para ella que antes, ya que casi cada día debía ir a Kingston. Aun así, seguía viéndose con la joven, le describía detalladamente las plantas y animales de las montañas y siempre la invitaba a que le acompañase a Kingston. En algún momento, Nora aceptó, deprimida por tanta soledad, pero se mantuvo alerta. No debía ceder a sus extraños sentimientos hacia Doug, habría sido del todo improcedente sentir por el hijo de su marido… No, ¡no iba ni a pensar en la palabra «amor»!

A ello se añadía el hecho de que la actitud de Máanu tampoco variaba con el tiempo. Se había disgustado por algo que había hecho Nora. Cumplía con sus tareas pero no hablaba de nada personal con su señora. Esto ensombrecía todas las actividades de Nora. Era agotador visitar y atender a los enfermos por la mañana con Máanu siempre callada y arrastrándose detrás de ella como un perro apaleado cuando iban camino de las cabañas. La muchacha tampoco hacía nada por propia iniciativa y Nora tenía que ordenarle todas sus tareas. Esa mala relación la sacaba de quicio.

—¿Por qué no la echas, simplemente? —preguntó Doug cuando ella se quejó mediante una alusión—. Puedes coger otra doncella, ¿a quién le importa?

Nora lo fulminó con la mirada.

—¿Igual como tú echaste a Akwasi?

—Eso fue distinto —respondió el joven, abatido, y se calló.

Nora se habría dado un bofetón. Ahora también se enturbiaría la atmósfera entre ella y el hijo de Elias.

El mal ambiente entre Nora, Máanu y Akwasi, así como entre Doug y Elias, reinó todo el verano. Nora no entendía lo de su marido y Doug, pues este hacía justamente aquello para lo que su padre le había mandado estudiar. En Kingston se ganó pronto una buena reputación como abogado, y nadie le pedía el título. Pero sucedía lo que había descubierto la primera noche: Elias Fortnam nunca había esperado que su hijo volviera a Jamaica, al menos mientras él viviera. Tal vez había abrigado la esperanza de tener otro heredero con Nora. Al viejo Fortnam le resultaba inconcebible una dirección conjunta de la plantación.

—¡En un barco no puede haber más de un capitán! —contestó cuando Nora le habló al respecto—. Y Doug no tiene madera para dirigir una plantación, es demasiado blando. Es amigo de los negros. Tendría que haberme buscado otra esposa, fue un error dejar que se criara en la cocina.

Nora no hizo comentarios respecto a que para Elias una mujer no era más que un medio para alcanzar un objetivo. A fin de cuentas, ya lo sabía cuando se casó, y se alegraba de que llevara meses sin tocarla. De todos modos, a veces se preguntaba si tendría algo que ver con su figura. Nora no estaba tan delgada como a los diecinueve años. Se había hecho más mujer y más fuerte. Los paseos periódicos hasta las cabañas, la playa y las pozas donde se bañaba en la jungla la fortalecían, y nadaba y montaba a caballo. Sin embargo, a ella le gustaba estar así, estaba contenta con su cuerpo firme y flexible. Ahora Elias parecía encasillarla en la categoría «vacas gordas», como llamaba a las esposas de los hacendados cuando no estaba demasiado sobrio. Pero Nora tampoco creía que tuviese una amante entre las mujeres negras. Había llegado a pensar que su esposo acudía a un burdel de Kingston cuando tenía que satisfacer sus necesidades.

Por el contrario, Doug se la comía con los ojos cada vez que paseaban juntos a pie o a caballo. No tardaron en aproximarse de nuevo, al menos en sus conversaciones. Ambos necesitaban a alguien con quien desahogarse.

Últimamente, las peleas entre padre e hijo se centraban en un tema que Doug había expuesto un día, tras regresar de Kingston.

—Tienes que hablar con Hollister —señaló el joven mientras le servían el primer plato—. Ignoro por qué él mismo no lo sabe, pero tampoco destaca por su inteligencia. En cualquier caso, está desmontando la jungla para establecer campos de caña de azúcar. Entre su plantación y el mar. Eso no está bien.

Elias resopló.

—Él sabrá lo que hace. Y yo lo entiendo, su propiedad no se extiende hacia el interior y quiere crecer. A todos nos sucede igual.

Los precios del azúcar se mantenían al alza y además aumentaba la demanda. El té había emprendido por fin su marcha triunfal y en ningún servicio de té faltaba un azucarero. Desde que se habían abierto recientemente teterías en Inglaterra y se habían convertido en puntos de encuentro habituales de mujeres —las anteriores coffee shops seguían reservadas para los hombres—, la nueva infusión se había ganado también a los estratos medios y bajos. Eso sí, nadie lo bebía sin endulzar: los barones del azúcar triunfaban.

—Pero es inútil tan cerca del mar —objetó Doug—. Al siguiente huracán quedará todo destruido.

—¿Hay que contar con eso? —preguntó Nora—. Desde que estoy aquí todavía no hemos sufrido ningún ciclón.

—Ya puedes estar contenta… —refunfuñó Elias.

Doug, por el contrario, parecía preocupado.

—Precisamente —advirtió—. Hace demasiado que las cosas van bien. Antes o después el viento barrerá lo que nos rodea. En cualquier caso, seguro que sucede en los próximos veinte años. Y supongo que durante ese tiempo lord Hollister querrá ir cosechando.

La caña de azúcar era extremadamente longeva. Aunque había que esperar dos años para hacer la primera cosecha, después era seguro que se les sacaba provecho durante dos décadas.

Elias sonrió irónico.

—Querrá y podrá. El viejo Hollister no es idiota. Desviará el agua.

Doug frunció el ceño.

—¿Hacia dónde? —preguntó.

Elias hizo un gesto de indiferencia.

—Yo qué sé. Construirán diques y canales. Para eso ha hecho venir a un experto de Inglaterra. No pasa nada, muchacho, no te metas. Sabe más de plantaciones que tú.

Doug no añadió nada más, pero al día siguiente se tomó tiempo para inspeccionar a fondo la nueva plantación de Hollister. Por la noche apareció más inquieto que el día anterior en la cena.

—Padre, no podemos tolerar lo que Hollister planea hacer. ¡Está llevando el agua por nuestras tierras!

Elias tomó un trago de vino.

—¿Y? Es la jungla. Si en algún momento arrastran algún árbol, podremos resistirlo. Siempre es importante estar a bien con los vecinos.

Doug se frotó las sienes.

—¡No es solo jungla! Ahí están las cabañas de nuestros esclavos. Cuando el agua pase se inundarán.

Elias no perdió la calma.

—Siempre se inundan. No es nada nuevo.

—Pero ¡esta vez el agua subirá más! —insistió Doug, ansioso por provocarle alguna reacción—. Puede arrastrar las chozas, son…

—Tampoco es nada nuevo —respondió Elias—. Ya nos ha pasado dos o tres veces. Luego se vuelven a construir. ¿A quién le preocupa eso?

Nora quiso replicar que a los esclavos seguro que les preocuparía que sus pocas pertenencias fueran arrastradas por el agua, quedarse sin refugio hasta que las nuevas chozas estuvieran construidas, y más si tenían que ocuparse de eso además del trabajo diario. No le parecía que Elias fuese a dar días libres a sus esclavos para ese fin. Doug se le adelantó.

—Pues a ti te preocupará cuando los trabajadores se ahoguen como ratas —increpó a su padre—. Ya sabes qué rápido crece el agua cuando llueve y el mar se embravece. ¡Es muy difícil escapar a tiempo!

Doug recordaba una tormenta que les había sorprendido a Akwasi y a él en el camino entre la playa y el caserío de los esclavos. Se habían salvado por los pelos subiéndose a un árbol. Habían permanecido dos emocionantes horas allí, hasta que el agua se había retirado. Ellos lo habían vivido más como una aventura que como un peligro, pero Adwea había creído que su hijo adoptivo y el hijo del backra se habían ahogado. Así que había rezado y dado las gracias a Dios y a todos los espíritus, antes de atizarles una tunda. «¿Es que no podíais haber vuelto a casa antes de que estallara la tormenta?», les había gritado.

—Y ahora imagínatelo con doble cantidad de agua y el doble de velocidad. La gente no podrá salvarse a tiempo.

Elias sacudió la cabeza.

—Tienes todo mi respeto, Doug —dijo entonces con sarcasmo—. No solo un jurisconsulto en ciernes, no, también un estratega militar y ahora un ingeniero en construcciones hidráulicas. ¿Qué no te habrán enseñado a ti en Inglaterra? ¿Y no podías haberte quedado allí y sacar provecho sensatamente de ello? Pero no, te vienes aquí a sembrar cizaña. No seré yo quien eche a perder el negocio del viejo Hollister porque un par de negros se mojen los pies. Pero bien, si insistes, hablaré con él. A ver qué dice.

Doug no fue invitado a participar en la conversación de los hacendados. Sin embargo, el constructor de diques y especialista en conducción de aguas inglés era muy persuasivo.

—No existe ningún peligro —dijo Elias cuando llegó a casa achispado del mejor ron de Hollister—. Ya lo había dicho yo. No puede pasar nada.

Doug volvió a frotarse las sienes.

—Doy por supuesto —dijo, igual de irónico que su padre el día anterior— que vuestro especialista inglés nunca ha visto un huracán, ¿me equivoco? Pero espero que se quede aquí hasta que se desencadene el próximo. Tal vez tenga algo que aprender.