Capítulo 8

Nora ignoraba si eran imaginaciones suyas o si tenía algo que ver con esa extraña y alterada percepción que creía tener desde que Doug la había besado, pero cuando llegó a Cascarilla Gardens notó algo extraño en el ambiente de la casa. Los sirvientes parecían atolondrados y sin concentración y de nuevo se callaban cuando ella pasaba. Al final decidió tomar cartas en el asunto. Despidió a Máanu y pasó la tarde en el jardín, pero no en su lugar favorito, en la glorieta, donde a veces oía por azar retazos de palabras o alguna conversación procedente de la cocina. En lugar de ello, se dirigió a la terraza que cubría la entrada a la cocina y escuchó con atención. No tuvo que esperar mucho. En efecto, algo tenía nerviosos a los sirvientes, que bajaban la voz al referirse a ello y empleaban alusiones.

—Tú enviar maldición a Jimmy si él no preguntar a ti si ir contigo —bromeaba entre risas una de las chicas de la cocina.

—Bah… yo enviar encantamiento a Jimmy y luego venir conmigo —respondió la otra.

—¡Para buen encantamiento necesitar pollo!

—¡Haber pollo!

—¿Sabes quién llevar pollo?

—¡No sé, a lo mejor Jimmy llevar pollo para casarse conmigo!

Nora oyó risas. Frunció el ceño. Maldiciones y pollos, también Máanu había mencionado algo así en una ocasión. Y magia. ¿Estaba por fin sobre la pista de una de esas misteriosas ceremonias obeah de las que Doug le había hablado? ¿La celebrarían ahora? A fin de cuentas, el backra estaba fuera y Doug, de quien al menos Máanu y Akwasi desconfiaban, también se había ausentado.

De la conversación entre dos criados Nora creyó poder deducir la hora: «Cuando la luna esté sobre el mar». Naturalmente, la luna estaría ahí la mitad de la noche y Nora tampoco llegó a discernir cuál sería el lugar del encuentro. Pero eso daba igual, tan solo tenía que seguir a los esclavos. No podía ser tan difícil, se limitaría a fingir que quería acostarse temprano y dejaría marchar a Máanu en cuanto le hubiera soltado y cepillado el cabello para la noche. Luego bastaría con que volviera a vestirse y se dirigiese sigilosamente al caserío de los esclavos. Los arbustos y árboles que ocultaban las cabañas de la casa ofrecían suficiente protección incluso si alguien pasaba por allí. No era algo imposible. Si la reunión se celebraba en el caserío, los mozos de cuadra que dormían en los establos tendrían que pasar junto a la casa.

De todos modos, Nora pensaba que la asamblea se efectuaría en otro lugar. Si la sesión obeah guardaba alguna semejanza con las misas cristianas, se cantaría y se rezaría en voz alta. En el caserío, en el límite del cual vivían los vigilantes, eso era demasiado arriesgado. Los descubrirían enseguida.

Nora pasó el resto de la tarde y la noche con los nervios en tensión, y diría que lo mismo le sucedía a Máanu. La joven estaba torpe y descuidada, se le caían las cosas, y fue tal la impaciencia con que pasó el peine y el cepillo por el largo cabello de su señora que hasta le hizo daño. Nora tuvo que dominarse para no increpar a su doncella, pero no deseaba disgustarla. Tal vez necesitara su ayuda para colarse furtivamente en la reunión.

Al final, ambas respiraron aliviadas cuando Máanu se despidió con un amable «Buenas noches, missis». Nora esperó hasta estar segura de que la joven había abandonado la casa. Luego se recogió el cabello en la nuca y se puso un cómodo vestido de andar por casa. Nada de corsés ni de blusas de puntillas, tenía prisa y necesitaba moverse con la mayor libertad posible. De todos modos, necesitaba un chal, mejor uno oscuro. El vestido era verde oscuro, pero la luna tal vez le iluminara el cabello. Cogió un chal de seda granate. Tras pensarlo un momento, renunció al calzado. Echaría a perder las finas zapatillas de seda si tenía que internarse en la jungla, y los pesados zapatos de montar probablemente harían ruido.

Salió por la cocina y disfrutó por un momento del aire nocturno en el huerto de la cocina. Olía a tomillo, romero y albahaca, y en el aire húmedo y cálido las fragancias embriagantes se mezclaban con el perfume de las orquídeas y rosas. Después se internó en la oscuridad del bosque, que le ofreció otros aromas telúricos y densos, al tiempo que insinuaba el olor salado del mar. Avanzó en paralelo al camino por la vegetación poco densa y no le resultó difícil orientarse. La luna llena brillaba sobre el mar que se entreveía tras la espesura de los mangles y las palmeras. No había viento, pero tampoco silencio: los grillos cantaban, el monte bajo crujía y las aves nocturnas emitían sonidos singulares. Nora sabía que eran lechuzas, pero nunca las había visto.

Sin embargo, no tenía miedo; antes al contrario, disfrutaba de la aventura. Tampoco era un trayecto largo. En pocos minutos alcanzó el caserío de los esclavos, que a la luz de la luna parecía espectral y desierto. Por el momento, ahí no ocurría nada. Todo estaba oscuro y en silencio, y la joven se preguntó con un ligero estremecimiento cómo sería tener que vivir sin velas ni lámparas. Ningún esclavo podía convertir la noche en día, como hacían los blancos en sus fiestas y también en los días corrientes con las lámparas de aceite y los candiles. A lo sumo podían encender una hoguera delante de las cabañas o iluminar un camino con antorchas. Nora creyó recordar que así lo hacían con frecuencia.

En cualquier caso, esa noche la luna era la única fuente luminosa y de ninguna cabaña surgía el menor sonido. Tras esperar unos minutos en el bosque contiguo a las cabañas, temió que la gente ya se hubiera marchado. Pero entonces se abrió la puerta de la primera cabaña. Silenciosamente, como esos zombis de los que hablaban los relatos de fantasmas, los esclavos de la plantación Fortnam salieron de sus casas y se alejaron en pequeños grupos. Tomaron el camino que recorrían para trabajar en los campos, de modo que el lugar de la reunión debía hallarse en los campos de caña de azúcar. Nora aguardó todo el tiempo que fue capaz. Adwea y Máanu, así como la pequeña Mansah, cuya choza divisaba perfectamente desde su escondite, se habían marchado con uno de los primeros grupos. Al final, siguió a Toby y al viejo Hardy, sorprendida de que ambos participaran en ese ritual pagano. Hasta el momento los había considerado, así como al caballerizo Peter, unos cristianos sumamente fervientes.

Nora había temido que si mantenía demasiada distancia los esclavos se perderían de vista entre los campos, pero pronto comprobó que era sencillo seguirles la pista. No se extraviaban en los interminables senderos, entre los extensos e idénticos campos de caña de azúcar, sino que avanzaban sin vacilar por el sendero, tan transitado durante el día, que conducía al molino de viento y desde ahí descendía a los cobertizos donde se hervía y destilaba el azúcar. También se encontraban allí los establos de los bueyes y mulos, y un gran pajar en el que se almacenaba el heno. En la actualidad estaba casi vacío, Nora recordaba que el día anterior Elias había ordenado de malas maneras al caballerizo que repusiera el heno.

«Cuando backra volver, lleno», había contestado Peter.

Nora se había preguntado por qué el anciano sirviente se había arriesgado a recibir una reprimenda. Habitualmente, Peter era un esclavo de extrema confianza y jamás habría permitido que se agotara el forraje de ningún animal. Ahora descubría la razón. El pajar era esa noche la sala donde se celebraría la ceremonia obeah y el caballerizo había contribuido a ello.

Nora encontró el lugar perfectamente elegido, incluso para sus propios objetivos. Les tenía algo de miedo a los bueyes, que a veces coceaban al asustarse, pero los mulos no le producían ningún temor. Así pues, se encaminó hacia los establos y se escondió en un cobertizo donde había dos mulos mascando heno. Si bien desde ahí no veía nada, oía las voces que se filtraban del pajar. Hasta entonces, los esclavos habían permanecido callados, pero ahí se sentían más seguros y hablaban con nerviosismo, casi histéricos. Para ellos era una aventura peligrosa. El backra no los haría azotar ni los vendería si los descubría, naturalmente, pero los castigaría. Y al hombre obeah, o como se llamara el sacerdote, lo echarían de la plantación.

Nora esperó pacientemente a que todos se hubieran reunido y tranquilizado. Abandonó entonces su escondite y se dirigió a hurtadillas a la puerta que unía el establo con el pajar. No había contado con ello, pero, por desgracia, estaba cerrada. ¡Nadie cerraba una puerta entre un establo y un pajar! Accionó la manivela y sacudió la pesada puerta con la esperanza de que al otro lado nadie se percatara.

Sin embargo, la puerta se abrió de repente como si el cerrojo se hubiese roto. La presión con que estaba empujando la catapultó al granero y casi cayó en los brazos de la cocinera Adwea.

Las dos mujeres se quedaron mirando, paralizadas por el susto. Sin duda Adwea había pensado que se trataba de uno de los suyos; por lo visto estaba sentada delante de la puerta, bloqueándola. Al notar que alguien la sacudía, se había levantado y dejado libre el acceso. La mujer se habría esperado a cualquiera, pero ¡no a la señora blanca!

—Missis… por favor, missis… —titubeó.

Nora se llevó el dedo a los labios.

—¡Chis! No te preocupes. No diré nada, solo quiero mirar.

Adwea frunció el ceño, pero luego una amplia sonrisa se dibujó en su semblante.

—¿Missis curiosa? —Era una mezcla de pregunta y reproche.

Nora le guiñó el ojo.

—¡Terriblemente curiosa! —susurró—. No os molestaré. Deja que me siente a tu lado. Nadie me verá.

—¡Los espíritus ver! —objetó Adwea.

La joven señora arqueó las cejas.

—No me harán nada —contestó.

La cocinera lo confirmó.

—No. No hacer nada, espíritus buenos. Normalmente, Kwadwo llamar espíritus buenos.

Dicho esto, señaló el lugar libre a su lado y Nora se envolvió cuanto pudo en el chal. Con la oscuridad no llamaría la atención en el rincón más alejado del pajar. Se preguntó por qué razón Adwea, quien gozaba de un rango elevado entre los esclavos, se había sentado tan al fondo. Máanu y Mansah no estaban con ella, sino en el centro del círculo que habían dibujado los esclavos en torno a un espacio despejado. Máanu se había buscado un lugar frente a Akwasi. No apartaba la vista de él.

En el centro del pajar había una hoguera y dos hombres cerca de la entrada sostenían antorchas para señalar el camino a la gente.

Ambos cerraron la puerta del recinto detrás de los últimos rezagados y uno de ellos comenzó a cantar. Nora se sobresaltó cuando Adwea se sumó con voz alta y grave, al igual que los demás esclavos. Era una melodía conmovedora y triste, pero la joven blanca no entendía las palabras. Tampoco era inglés, debía de ser una canción en lengua africana.

—¿Qué significa? —susurró Nora cuando Adwea y los demás repitieron varias veces una sucesión de sílabas.

La cocinera hizo una mueca.

—Yo no saber, nadie saber, llamar espíritus… Lengua de espíritus.

Nora supuso que en su origen esas palabras debían de haber tenido un significado, pero ahora, escuchando con mayor atención, comprobó que cada cantante pronunciaba algo distinto y que algunos improvisaban. Nadie sabía qué estaba cantando, pero los versos se entonaban cada vez más alto y con un creciente matiz suplicante. En ese momento resonaron unos tambores.

Y entonces un hombre se colocó en el centro del pajar, junto al fuego. Alto y corpulento, iba desnudo salvo por un taparrabo y entonaba conjuros. El hombre obeah. Nora se quedó atónita al reconocer a su diligente caballerizo. Peter, quien cada domingo estaba pendiente de las palabras del reverendo…

—Kwadwo —dijo Adwea.

—¿Ese es su nombre verdadero? —preguntó Nora.

La cocinera asintió.

—Hechicero poderoso. Hijo de curandero.

Nora se frotó la frente, sin percatarse de que estaba imitando el gesto de Doug. Kwadwo arrojó más madera al fuego. No era extraño que hubiera evitado prudentemente almacenar más paja en el pajar. Colgó una marmita sobre las llamas y vertió en su interior un líquido claro de una calabaza. A continuación bebió un trago de la calabaza y se la tendió a los esclavos sentados cerca de él. Sus ayudantes pusieron en circulación más recipientes, uno de los cuales llegó a Adwea. Nora percibió el olor del aguardiente de caña de azúcar. La cocinera se llevó el cuenco a los labios y luego, tras una breve vacilación, se lo tendió a su señora. La joven dudó. ¿Haría bien en beber con los esclavos? En Inglaterra nunca se habría reunido así con los sirvientes.

—Acercar a los espíritus —le explicó Adwea.

Nora se mordió el labio y a continuación bebió un buen trago. Tal vez era un ritual similar al de las comunidades cristianas cuando compartían el pan y el vino. Y, tradicionalmente, los señores y el servicio celebraban juntos la misa.

Los cánticos aumentaron de volumen y se volvieron más suplicantes cuando los cántaros, botellas y calabazas circularon por segunda y tercera vez. Los presentes se balanceaban al ritmo de los cánticos y los tambores parecían imponer su ritmo. Nora tenía la sensación de que le golpeaban directamente en la cabeza. Algunos jóvenes de delante bailaban, al igual que el hombre obeah, pero Nora se sobresaltó al distinguir un machete en su mano. La melodía iba in crescendo, pero el grito de Kwadwo la superó cuando sacó un pollo de un saco, lanzó el animal al aire y con un machetazo veloz y certero separó la cabeza del cuerpo. Un surtidor de sangre se derramó sobre los que se hallaban más cerca. El cuerpo del animal todavía se agitaba, tal vez habría corrido unos pasos como en las truculentas historias de fantasmas que Nora había leído, pero el hombre obeah lo levantó rápidamente y lo lanzó en medio de los creyentes. Nora creyó que en dirección a Máanu. En efecto, la joven levantó el ave decapitada, la sostuvo encima de la marmita y dejó que se desangrara. Del recipiente ascendió un olor apestoso cuando el hombre obeah removió y echó unas especias.

Esto pareció excitar a quienes estaban sentados cerca del fuego, que se pusieron a cantar, gritar y bailar con más frenesí. Adwea volvió a tender a su señora el cántaro con el aguardiente. Nora lo recibió como en trance. Nunca había bebido tanto, pero no se sentía cansada, sino más bien excitada. Sin embargo, ese ritual debería haberle repugnado, y le repugnó cuando el hombre obeah repitió el sacrificio con un segundo pollo y lanzó el animal agonizante hacia Akwasi. También el joven lo agarró y dejó que la sangre se derramase en la marmita acompañado por los cánticos y los conjuros del hechicero.

Por un momento, Nora se preguntó asqueada si tal vez estaba asistiendo a una ceremonia de matrimonio. ¿Había conseguido Máanu por fin que Akwasi pidiera su mano y los prometidos se unían de esa forma sangrienta? Máanu mostraba una expresión más de estupefacción que de novia feliz. Parecía sorprendida de que hubiera un segundo pollo y de que Akwasi participara en la ceremonia. Pero luego cantó y bailó de manera tan extasiada como el resto de los esclavos. Por el pajar se extendieron el humo y el hedor de la sangre y las especias. A Nora esto le impedía respirar y pensar. Solo era sentimiento, cántico y tambor, parecía encontrarse fuera de su cuerpo. Adwea volvía a pasarle el cántaro.

El hombre obeah sacó del fuego su brebaje, metió una especie de escoba de ramas y salpicó a los creyentes. Algunos se retorcieron convulsamente en el suelo.

—Espíritus en ellos. Tomar posesión de ellos —explicó Adwea con serenidad.

La vieja cocinera observaba lo que acontecía con bastante indiferencia, no parecía tener interés por entrar en contacto con el líquido mágico. De todos modos, se bebía el aguardiente de caña de azúcar como si fuera agua.

Nora vio con ojos desorbitados, sin moverse, cómo uno de sus criados domésticos caía al suelo aullando y una de las chicas de la cocina lloraba histérica. La joven estaba como paralizada, desgarrada entre la curandera que quería poner punto final a eso y ocuparse de las personas que estaban sufriendo y el ser incorpóreo que estaba pendiente de los labios del hombre obeah y aceptaba la locura de la gente como algo natural. Y una tercera parte de ella buscaba desesperada a su propio espíritu, aquel al que había invocado tantas veces. Simon había prometido permanecer junto a ella. Pero ¿dónde estaba ahora que lo necesitaba? Era evidente que a los otros muertos les resultaba fácil materializarse delante de los vivos. Algunos hombres y mujeres parecían ver los duppies de sus familiares muertos. Los saludaban en trance después de haberse frotado los ojos con algo y de mirar por encima del hombro izquierdo.

—Agua del ojo del perro —explicó Adwea sin inmutarse.

A Nora le pasó por la cabeza pedirle un poco a alguien, pero luego se le escapó una risa histérica. Estaba loca, tenía que estar loca. Era demencial invocar a los espíritus, y todavía era peor no poder apartar de su mente el rostro de Doug Fortnam… Bebió otro sorbo del cántaro que Adwea le tendía y se percató de que lloraba.

—¡Ahora! —dijo el hombre obeah, acercándose a Máanu—. Ahora, muchacha, di tu deseo a los espíritus.

—¡Quiero que Akwasi me posea! —susurró Máanu—. Quiero ser suya.

Kwadwo se dirigió a Akwasi.

—¡Di qué anhelas, joven!

—¡Quiero poseer a Nora Fortnam! —declaró Akwasi con resolución, esperando que, por encima de los gritos y cánticos, los espíritus lo oyeran—. Tiene que ser mía hasta en la muerte.

Los presentes todavía danzaban y cantaban, pero los sonidos de los tambores, los ruidos y rumores se iban apagando lentamente. Las llamas se consumían, los posesos se enderezaban mareados mientras los espíritus abandonaban sus cuerpos. Todos, salvo los que Akwasi y Máanu habían invocado. Ahora llegaba su momento.