El hombre obeah se hallaba sentado delante de su cabaña cuando Máanu, envuelta en las sombras del anochecer, se acercó a él. Como era habitual, Kwadwo estaba ocupado, removiendo con sus manos negras y fuertes el contenido de un cazo en el que calentaba grasa de cerdo como base para elaborar un ungüento. No le había hecho falta encender el fuego a escondidas, Kwadwo no necesitaba robar los ingredientes de sus pócimas y masas. Lo que no podía reunir o cultivar él mismo, se lo facilitaba gustosamente el backra. A fin de cuentas, oficialmente era en provecho de los caballos del establo: los blancos conocían al hombre obeah, Kwadwo, por el nombre de Peter, el cochero y caballerizo.
Entre sus semejantes, no obstante, Kwadwo insistía en hacerse llamar por su verdadero nombre, aunque unos cazadores blancos lo habían capturado en Costa de Marfil siendo muy joven. Desde luego, los negros no habrían osado tocar al hijo del curandero. En aquel entonces, Kwadwo todavía no era muy poderoso. Su padre había empezado a transmitir al niño sus conocimientos arcanos, al igual que había hecho su propio padre muchos años atrás. Los miembros de la familia de Kwadwo hablaban con los espíritus desde el origen de los tiempos y él estaba convencido de que ni siquiera en cautiverio podría romperse esa tradición.
Encontró muy pronto a un hombre obeah que le enseñara. Proceso en que al principio se había sentido desconcertado, pues en la isla los espíritus tenían otros nombres y muchos conjuros diferían de los que realizaba su padre. Sin embargo, era evidente que el barco de los blancos lo había conducido muy lejos de su tierra natal. Tal vez cada país tuviera sus propios espíritus. En cualquier caso, Kwadwo lo aceptaba así y desde la muerte de su maestro hacía las veces de sacerdote obeah para los esclavos de la plantación de los Fortnam. Escuchaba las necesidades de los hombres, daba consejos e intentaba curar sus dolencias, si bien en esto último tenía más éxito con los caballos que con los esclavos. En el fondo, Kwadwo se alegraba de que la señora se ocupara de ese ámbito, él prefería hablar con los espíritus antes que preparar bebedizos y ungüentos.
Aun así, no era partidario de celebrar imprudentemente rituales para invocar a los espíritus. Según su propia experiencia, había muchas cosas que podían salir mal, y así se lo dijo a la muchacha que le insistía en que realizara un encantamiento después de haber depositado ante él un saco con un pollo que protestaba cacareando.
—¡Los dioses han de conseguir que Akwasi me ame! —La pequeña esclava no se andaba con rodeos. Sabía lo que quería.
—No es tan sencillo —advirtió Kwadwo—. Es imposible forzarlo.
—¿Pides un pollo pero no ofreces ninguna garantía? —replicó Máanu airada.
Kwadwo hizo un gesto de impotencia.
—Podemos realizar el ritual, ya ha llegado el momento. Llevamos mucho tiempo sin reunirnos para invocar a los espíritus. Llamaré a un duppy que comparta tu anhelo. Se reunirá contigo, y si consigues fijar un encuentro con el joven después de la ceremonia, ocupará su cuerpo. El muchacho arderá de amor… al menos por una noche.
—¿Solo una noche? —inquirió Máanu con desconfianza. Para eso no hubiera necesitado arriesgarse a robar un pollo. Seguramente habría conseguido el mismo resultado con una botella de aguardiente de caña de azúcar—. Pero yo quiero que me ame eternamente… en cuerpo y alma.
Kwadwo sacudió la cabeza.
—No te lo puedo prometer, muchacha. Únicamente puedo obligar a un espíritu ansioso de amor que entre en el cuerpo de tu amigo y te satisfaga. Pero solo los dioses saben si encontrará allí morada para siempre, o si el alma del hombre se inflamará después de que su cuerpo haya conocido el tuyo.
Máanu gimió. No parecía muy prometedor, aunque ofrecía un rayo de esperanza: Akwasi se fijaría en ella y al menos por una vez experimentaría el amor que ella sentía por él. ¡Y la muchacha lo haría todo para que él nunca la olvidara! ¡Máanu lo conseguiría, tenía que conseguirlo!
—Está bien —aceptó—. ¿Cuándo lo haremos?
Kwadwo sonrió.
—El sábado. El backra pasará el fin de semana en Kingston, sin la missis. Es una reunión de caballeros o algo así.
Kwadwo solía estar al corriente de los planes de los señores. En su puesto de caballerizo se enteraba de muchas cosas, y los cocheros todavía recibían más información. Además, el hombre obeah hablaba tan bien inglés como Máanu y Akwasi, si bien no lo demostraba delante de los blancos. Mantenía en secreto dónde había aprendido el idioma, y eso imponía respeto a muchos esclavos. A Máanu no la sorprendía. Kwadwo había llegado de África siendo un niño, era posible que hubiera crecido en la casa de su primer backra y antes, cuando había menos esclavos en Jamaica, los hacendados no eran tan severos. Por lo demás, el hombre obeah escuchaba atentamente cada domingo al predicador cristiano. Prestaba atención reconcentrada cuando el reverendo leía en voz alta la Biblia, y era de los pocos que tras la misa se sentaban a sus pies y le hacían preguntas. Máanu se preguntaba si lo hacía como camuflaje —a nadie se le habría ocurrido pensar que el piadoso Peter realizara por las noches rituales obeah— o porque realmente sentía interés. Kwadwo habría confirmado esto último: todo lo concerniente a dioses y espíritus le importaba, y Dios Padre y Jesucristo parecían espíritus poderosos.
—La missis no es problema —señaló Máanu—. No nos espía y tampoco nos delataría. Pero el joven backra…
—Acompañará a su padre —dijo Kwadwo—. No harán más que pelearse, pero el backra no puede dejarlo de lado sin que los otros le interroguen al respecto. En esa reunión, los señores hablarán de los cimarrones. Quieren apresar a la Reina Nanny. Y necesitan a todos los hombres.
—No lo conseguirán —replicó sonriendo Máanu—. Entonces, de acuerdo, el sábado. Se lo diré a los criados de la casa.
Poco después de que Máanu se marchara, Akwasi se acercó a la cabaña del hombre obeah. Era tarde, la mayoría de los esclavos ya estaban en las cabañas, así que había aprovechado el amparo que le brindaba la oscuridad para sacar el saco con el pollo de su escondite. Por fortuna, el animal seguía vivo.
—Gran hombre obeah, señor de los espíritus, desearía que celebraras un ritual —pidió Akwasi respetuosamente.
Kwadwo frunció el ceño.
—Nadie domina a los espíritus —contestó—. Pero puedo invocarlos para ti si presentas un animal de sacrificio. ¿Vas a darme a conocer tu deseo?
Akwasi asintió con vehemencia.
—Muero de amor por una mujer —dijo—. Pero ella está ciega, parece que no me ve. Quiero destruir ese encantamiento. Quiero que me ame.
Kwadwo casi sonrió.
—No es tan sencillo —explicó también a este solicitante—. No puedo forzar nada. Pero llamaré a un duppy que también se consuma de deseo. Te acompañará, y si consigues fijar una cita con la joven tras la ceremonia, se apoderará de su cuerpo. La muchacha arderá de amor por ti… al menos por una noche.
Akwasi asintió.
—Es suficiente —concluyó—. Si me siente una vez, si está conmigo en la intimidad, entonces quedará a mi merced. ¡Estoy seguro!
Kwadwo sonrió satisfecho esta vez. Ese corpulento esclavo del campo tenía seguridad en sí mismo, al menos. Pero en este caso no se vería decepcionado. Era muy extraño que la muchacha y él no se hubiesen encontrado sin ayuda de los espíritus.
Kwadwo lo consideró obra del destino: los espíritus querían un conjuro, ya hacía tiempo que estaba pendiente. A pesar de ello, Kwadwo no convocaba en secreto a los esclavos para que se reunieran hasta que uno de ellos presentaba un animal de sacrificio. Él mismo no robaba pollos.
—El sábado por la noche —dijo.
Akwasi mostró su acuerdo.
—Se lo diré a los negros del campo.