Las declaraciones de Máanu enturbiaron la relación de Nora con su hijastro, lo que ella lamentó profundamente. Douglas le había parecido muy simpático, y por primera vez se lo había pasado bien en una de esas fiestas. A partir de entonces se mantenía reservada cuando él la invitaba a salir juntos a caballo o descubría alguna planta extraña cuyo nombre, para admiración de ella, conocía. Al principio la joven había abrigado la esperanza de haber encontrado por fin a un aliado. La actitud del muchacho frente a los esclavos era claramente distinta de la de su padre; fuera lo que fuese que hubiese ocurrido entre él y Akwasi, eso pertenecía al pasado. Durante las primeras semanas, Doug había acompañado a su padre en las salidas a caballo, la primera vez justo el día después de Navidad, cuando Elias envió a sus esclavos de nuevo a los campos.
—¿Solo un día? ¿Les das un único día libre para que celebren la fiesta cristiana más importante? ¡No me extraña que vayan tan a disgusto a misa y que perseveren en sus prácticas obeah! ¡Y los esclavos domésticos no disfrutaron ni de un día de vacaciones!
Elias, sin embargo, fue implacable. Había que sembrar los plantones y punto, como si la conservación de sus propiedades dependiera de que las plantas, que necesitaban dos años para madurar, se sembraran ese día o el siguiente.
Doug se enfureció y Nora se resignó. Tampoco había creído en el éxito de la intervención, pero le llamó la atención que se mencionara la palabra obeah, que por vez primera escuchaba en boca de un blanco. Solo se había pronunciado en su presencia cuando acababa de llegar a la plantación y, si recordaba bien, en relación con la asistencia médica. Desde que ella misma se ocupaba de los enfermos de sus propiedades, tanto Máanu como el resto de los esclavos se cuidaban de no aludir al hombre obeah. Nora no sabía por qué, pero hasta el momento no se le había presentado la oportunidad de informarse al respecto. Tampoco le mencionó a Douglas el asunto, igual que evitaba hablar con él de asuntos referidos a los esclavos. Y puesto que era difícil hablar de algo en Jamaica sin abordar el tema de los negros libres o los esclavizados, sus conversaciones se mantenían, al menos al principio, en un nivel bastante superficial.
De todos modos, Nora no podía evitar observarlo y muy pronto lo compadeció. Era evidente que a Doug le costaba volver a adaptarse a la plantación. Fuera lo que fuese lo que emprendiese, no había ninguna ocupación apropiada para el joven patrón, pese a que estaba dispuesto a realizar cualquier tarea que Elias le encomendase. Por el momento, sin embargo, no se requerían sus conocimientos sobre negociaciones y derecho mercantil. Habían cosechado la caña de azúcar, la habían cocido y vendido, y hasta el próximo año no se establecerían nuevos acuerdos con compradores y armadores. Además, Doug no tenía experiencia práctica para colaborar realmente en la plantación. De todos modos, Nora no dejaba de sorprenderse de la cantidad de datos sobre el cultivo de la caña de azúcar y su explotación que el joven recordaba pese a haberse ausentado tantos años. No obstante, en la práctica le resultaba difícil determinar el momento exacto en que había que segar un campo o decidir si ya era hora de cambiar una vela del molino.
Elias no hacía nada por ayudarlo, al contrario, se mofaba de su ineptitud.
—Demasiado vago para estudiar y demasiado tonto para ser hacendado. Tendremos que comprarte un escaño para sacar algún provecho de ti.
Doug, con una imperturbabilidad sorprendente, hacía caso omiso de tales burlas. Acompañaba tercamente a su padre en sus salidas a caballo para inspeccionar la plantación, al principio con la esperanza de aprender algo. De hecho, sin embargo, siempre acababan en peleas. El joven no sabía demasiado sobre las condiciones del viento, cuándo soplaba demasiado fuerte o demasiado flojo para accionar de forma correcta los molinos. No obstante, él mismo había conducido yuntas de bueyes alrededor de una almazara y sabía que el negro que la dirigía no era el responsable de que los animales trabajaran con desgana al calor del mediodía y que incluso se escapasen.
—La culpa es de las moscas, vuelven locos a los animales —explicó mientras Elias descargaba su cólera sobre dos jóvenes negros que intentaban desesperadamente remendar los arreos después de que los bueyes se hubiesen desprendido de ellos, derribaran la cerca del área circular en que trabajaban y escaparan al establo—. Se los puede frotar con hojas de calabaza o atar estas a los arreos, o preparar una tintura con aceite de eucalipto, vinagre y hojas de té hervidas. Pero no hay nada que funcione al cien por cien, lo mejor es que a mediodía los bueyes se queden en el establo.
Naturalmente, Elias reaccionaba frente a esas observaciones con renovados arrebatos de ira contra su hijo. No estaba previsto que ni hombres ni animales hicieran un descanso de varias horas al mediodía. Elias insistió en que los esclavos volvieran a enganchar los bueyes y que siguieran obligándoles a dar vueltas en ese día de calor abrasador en que no soplaba ni una pizca de viento. Por la tarde ya se encargarían de reparar las cuerdas rotas. Además impuso un castigo de cinco bastonazos.
Doug soportaba en silencio los reproches de su padre, cuya insensatez le desconcertaba e indignaba. Tenía que contenerse para no ir a quejarse a Nora, cuyo compromiso a favor de los esclavos hacía tiempo que le impresionaba. De hecho, la joven esposa de su padre cada vez le gustaba más: a su indiscutible atractivo físico se sumaban su entusiasmo por la naturaleza y sus esfuerzos por mantener buenas relaciones con los trabajadores. Sus conocimientos médicos eran sorprendentes y nunca se cansaba de observarla cuando por las mañanas se ocupaba de los enfermos, aunque también eso fuese motivo de disputa. Máanu y, curiosamente, también Akwasi, quien siempre andaba ayudando a las dos mujeres en alguna tarea y por eso solía llegar tarde al trabajo, lo miraban con mala cara cuando la observaba mientras los vigilantes intentaban que declarase que ese o aquel negro no estaba tan enfermo como afirmaba la señora. Doug siempre le daba la razón a Nora, lo que no parecía despertar la menor gratitud en ella, ni aumentaba precisamente el aprecio que los vigilantes le profesaban.
Así y todo, no tardó en darse cuenta de que Nora tampoco sentía ninguna simpatía por los Truman, los McAllister e incluso su esposo Elias. Se preguntaba por qué esa muchacha rica y bonita se había decidido justo por un hacendado de las colonias mucho mayor que ella, pero sí sabía que no había sido por amor. Doug reconocía la repugnancia y a veces algo similar al odio en los ojos de la joven cuando debía presenciar un castigo que su marido imponía con toda tranquilidad. A continuación, casi siempre se producían unas desagradables escenas entre los cónyuges, ya que Nora insistía en curar las heridas de los hombres y a veces también de las mujeres. Elias se contenía delante del servicio, pero en la cena le hacía oír sus reproches. Ella los soportaba con calma y luego hacía lo que quería.
Nora fascinaba a Doug, aunque para él era un libro cerrado bajo siete llaves, sobre todo porque ella se negaba obstinadamente a abrirse. Evitaba cualquier conversación personal y la mayoría de actividades comunes. Doug no lo entendía, pero tampoco quería forzar la situación. A fin de cuentas, establecer una relación más estrecha con ella solo causaría complicaciones, y complicaciones era lo último que necesitaba en ese momento.
Por su parte, Nora era cada vez más consciente de que vivir con su hijastro era como bailar sobre un volcán. Sabía por propia experiencia lo rápido que Elias Fortnam era capaz de explotar cuando las cosas no sucedían a su gusto, y en esos momentos se hallaba a punto de sufrir un fuerte estallido frente a su descastado hijo. Sin embargo, Nora encontraba razonables las sugerencias que el joven aportaba de vez en cuando a las horas de las comidas. Por ejemplo, no llenar toneles de zumo de azúcar para después acarrearlos fatigosamente al establecimiento donde se hervían, sino conducirlos allí directamente desde el molino por medio de un canal de madera.
—Se tarda una semana como mucho en construirlo y después todo avanza más deprisa, se ahorra mano de obra…
—¿Otra vez con el mismo tema? —replicó Elias—. Para proteger a tus queridos negros y que no trabajen más de lo que toca, ¿verdad? Lo que más te gustaría sería ponerlos entre algodones, tal como Nora haría con sus enfermos. Pero ella al menos hace algo de provecho, desde que se ocupa de este asunto hay menos absentismo laboral. Deberías tomar ejemplo. Pero tú…
Ante tales monsergas, Nora no podía hacer más que bajar la cabeza y concentrarse en su plato. Odiaba las encendidas discusiones entre padre e hijo, hacían que las comidas, que hasta el momento había soportado con indiferencia, le resultaran repulsivas. Y se odiaba a sí misma por no defender a Doug. Algo que, naturalmente, no habría servido para nada. Al contrario, Elias todavía se habría enfadado más y habría reñido también a su esposa por defender a los esclavos. Sin embargo, ella seguía legitimando su ayuda a los negros con el argumento de la hija del comerciante, como solía decir Elias entre el orgullo y la ironía: cuando la asistencia médica era mejor, morían menos esclavos y no debían sustituirse gastando un montón de dinero.
Doug no conseguía argumentar con la misma habilidad. La terquedad de su padre lo sacaba de quicio, pero solía callar antes que gritar. Sin embargo, Doug tenía facilidad de palabra y la carrera de Derecho le debía de haber preparado también para el debate. Pero su padre siempre conseguía intimidarlo con tres palabras. La situación fue agravándose de verdad y el estallido se produjo precisamente delante de todos los vigilantes de la plantación.
Elias había comprado nuevos esclavos y en ese momento se explayaba sobre lo tontos y vagos que eran los africanos y cómo había que hacer para conseguir la efectividad acostumbrada en la siguiente cosecha. A Doug le desesperaba la cerrazón de los escoceses y de su padre.
—¿Cómo van a trabajar correcta y rápidamente si ni siquiera entienden de qué se trata? —preguntó al final—. Hasta ahora no han aprendido a decir nada más que «Sí, backra», y lo dicen cuando se les azota con el látigo. Es probable que ni siquiera sepan que significa lo contrario de «No, backra», la respuesta correcta a «Tú, negro idiota que no mueves ni un dedo, ¿estás sordo o qué?». Es una observación, señor Truman, que ayer le oí decir veinte veces en sus diversas variantes. También el trabajador, pero no le entiende.
Un par de vigilantes rieron, pero Truman se ofendió y Elias tampoco fue capaz de entender.
—¡Pues si tanto sabes, hazlo tú mismo, pedazo de listillo! —increpó a su hijo—. Dele un látigo, McNeil, y cédale una cuadrilla de negros. ¡Mañana ya veremos cuántos plantones ha sembrado!
Doug no apareció en la cena, pero Elias, entre indignado e irónico, le contó a Nora que lo había humillado.
Ella decidió poner por vez primera una objeción.
—¿Ha sido una medida inteligente, Elias? Pensaba que los miembros de la familia no nos peleábamos delante de los vigilantes. Son… Cielos, no seré yo quien tenga que decirte que la mayoría son tipos agresivos que aprovechan cualquier debilidad. Incluso del backra.
Elias quitó hierro al asunto.
—Y qué más da, en algún momento hay que bajarle los humos al chico. Se reirán un poco de él y luego…
—Nunca más lo tomarán en serio —objetó Nora.
Elias resopló.
—Cuando herede la plantación —respondió— podrá despedirlos a todos y que los negros hagan lo que quieran. Pero mientras sea mía, hará lo que yo decida.
A la mañana siguiente, Doug se convirtió en el hazmerreír de todos cuando se inclinó para sembrar un plantón, al tiempo que iba explicando con palabras sencillas a qué profundidad había que colocarlo y cómo se distribuía y apretaba la tierra alrededor. Los nuevos esclavos observaron interesados y comprendieron a la primera. Pero los vigilantes se reían del nuevo plantador e incluso los trabajadores experimentados sonreían burlones.
Hardy, el anciano esclavo de campo, quiso echarle una mano a su señor:
—No es correcto, backra. No crecerá, cortar muy corto el tallo. Un nudo no suficiente, tiene que ser dos, mejor tres, mejor cuatro. Y no tan cerca uno de otro.
Doug se irguió con la cara como un tomate y Hardy dio un paso atrás, asustado.
El muchacho forzó una sonrisa.
—¡Muchas gracias, Hardy! Pero ¿no podías haberlo dicho antes? Ahora tenemos que enseñar a los nuevos que también su backra se equivoca. —Hardy compuso una expresión contrita y Doug volvió a respirar hondo—. Lo mejor es que lo hagas tú ahora. Hoy no tienes que sembrar ningún plantón. Ocúpate de que los demás lo hagan bien y, si es preciso, enséñales hasta diez veces con el ejemplo.
Doug se esforzó por defender su dignidad mientras Hardy adiestraba con afán a los nuevos. Al acabar la jornada, la cuadrilla tenía el trabajo por la mano, los nuevos esclavos trabajaban casi tan deprisa como los otros y además sabían contar hasta cuatro en inglés.
Aun así, Elias Fortnam se enfureció cuando se enteró de las dificultades iniciales de Doug y volvió a privarle de su nueva tarea.
Nora, que soportó una vez más en silencio el arrebato, encontró a su hijastro al mediodía del día siguiente en el jardín. Quería evitarlo con un breve saludo, pero él la siguió. El joven parecía desanimado, casi presa de la desesperación.
—Nora, ¿no puede decirme qué le he hecho yo? ¿Tiene celos mi padre y le ha prohibido que hable conmigo? ¿O cuál es la causa? Pensé que al menos podría hacerle algo de compañía, ya que no tengo nada en que ocuparme, pero…
—¿Es cierto que ya no quiere que usted siga con ese trabajo? —preguntó Nora—. Creí que se tranquilizaría. Al final tuvo usted éxito. Los esclavos dicen que ayer su cuadrilla fue la mejor de las formadas por los nuevos.
Doug hizo un ademán de indiferencia.
—Aquí no importa tanto el resultado, sino la disciplina, lo que para mí es un error. Los hombres no trabajan mejor con el miedo al látigo. Al contrario. Se escapan en cuanto pueden, huyen cuando ven la mínima posibilidad.
Nora asintió con disgusto. Pero las palabras del joven rozaban un asunto que en las últimas noches le había quitado el sueño. Necesitaba pedirle información.
—¿Sabe algo de los esclavos de los Hollister? —preguntó—. ¿Los han atrapado?
Un par de días atrás, dos negros se habían escapado de la plantación del vecino. Un hombre y una mujer a la que Nora conocía. La había ayudado después de su último «aborto» y sabía que los dos vivían juntos. Ahora habían osado fugarse, posiblemente porque ella volvía a estar embarazada. Nora no se atrevía a pensar en las consecuencias.
—Todavía no —respondió Doug—. Pero es cuestión de tiempo. Han ido a buscar los perros de Keensley y ya están siguiéndoles el rastro. Según mi padre, ahí podría haber hecho algo «de provecho». Buscaban más hombres para la cacería.
—Pero usted no quería…
El joven sacudió la cabeza.
—Eso no. A mí no se me caen los anillos. Pero eso…
—Ojalá no tuviésemos esclavos —soltó Nora de repente; tenía lágrimas en los ojos—. ¿Por qué no se contentan con traer trabajadores blancos y pagarles como en Europa? ¿Dijo usted que había estado en la vendimia?
Doug asintió y la condujo a su lugar favorito: la glorieta.
—Tranquilícese, Nora. O tranquilízate. Somos parientes próximos y creo… creo que nos entendemos bastante bien. Deberíamos tutearnos.
—Tanto si nos tuteamos como si no, no deberíamos tener esclavos. ¡No es cristiano! —Nora quería saber cuál era la postura del hijo de Elias y heredero de la plantación respecto a ese asunto.
Él suspiró.
—Nadie vendría —respondió—. Ningún trabajador de Europa, quiero decir. Se intentó al principio. Tal vez hayas oído hablar de «esclavos recompensados»; se engatusó con eso a unos escoceses e irlandeses que estaban tan desesperados que lo habrían hecho todo por un pedazo de tierra.
La muchacha asintió y buscó su pañuelo. En ese instante sus ojos se humedecían por otras razones. Pensaba en Simon y en su esperanza naciente cuando McArrow, el lord de Fennyloch recién salido del horno, le había hablado de ello.
—Pero el intento fracasó —prosiguió Doug—. Y no solo porque los hacendados no querían deshacerse de ningún terreno, sino también porque ninguno de los esclavos recompensados sobrevivió a los cinco años de trabajo en los campos. Ni hablar de siete años. Los blancos son incapaces de trabajar con este clima. Caen como moscas.
—¡Tampoco los negros viven mucho más tiempo! —protestó Nora.
El joven gimió.
—Es cierto. Pero eso podría cambiarse. Por ejemplo, no obligándoles a trabajar hasta que desfallecen. A grandes rasgos tienen mejor predisposición que los blancos. Son fuertes, están acostumbrados al clima desde pequeños. El sol no les quema tanto la piel.
—¡Pues razón de más para pagarles! —insistió Nora—. Entonces a lo mejor vendrían voluntariamente de África.
Doug rio.
—No lo creo. Tampoco creo que allí trabajen por un sueldo, la esclavitud no es ajena a los negros. Al contrario, en África hay pueblos enteros que viven a costa del comercio de esclavos. Por eso los blancos no tienen que secuestrar ellos mismos su mano de obra, ya lo hacen entre ellos. Y así, sucede que algunos de los que ahora gimen bajo el látigo se habían dedicado antes a cazar aplicadamente a otros negros para venderlos o hacerlos trabajar como bestias en sus propios campos. En ese sentido podrían conformarse con el cautiverio, ¡si no les priváramos de toda la alegría de vivir! Pero no tal como lo manejan mi padre y los otros. No pueden casarse, un hombre y una mujer no pueden convivir abiertamente, ¡por el amor de Dios, no pueden crear una familia! No tienen tiempo libre, no celebran fiestas, no tienen religión… Asisten a las ceremonias obeah, o como se llamen, por las noches, cuando el backra duerme. El asunto debería plantearse de una forma totalmente distinta. Si en las plantaciones estuvieran bien, entonces… entonces tal vez se quedaran de forma voluntaria.
Nora lo dudaba. Ella misma nunca había acabado de conformarse con la esclavitud. Pero la forma de concebirla de Doug era mejor que la de su padre, desde luego. Y de nuevo le pudo la curiosidad.
—¿Qué son las ceremonias obeah? —preguntó.
Doug se encogió de hombros.
—Una especie de… vudú.
Nora frunció el ceño. Había oído hablar y leído acerca de esta palabra, pero no sabía su significado.
—La gente se reúne para invocar a los espíritus —explicó Doug.
—¿Algo parecido a una… misa negra? —preguntó horrorizada Nora.
El joven sonrió.
—En el sentido más amplio de la palabra. Pero creo que no se excluye a Dios Padre, el Espíritu Santo y Jesucristo. En África rezan a muchos dioses y espíritus, no les importa uno más o menos. En cualquier caso, es todo un espectáculo.
—¿Alguna vez lo has visto? —Tenía horror a tal sacrilegio, pero, por otra parte, la idea de conjurar a los dioses la atraía como un hechizo.
Doug asintió.
—De niño… a escondidas… —respondió. Acto seguido se levantó—. En cualquier caso, Nora, quería preguntarte si quieres salir a caballo conmigo. Hoy tal vez sea un poco tarde, pero ¿qué tal mañana, después de que hayas atendido a los esclavos? Los dos tenemos mucho tiempo… —Sonrió con tristeza—. Naturalmente, siempre que… bueno, si realmente lo quieres. Si no tienes nada contra… contra mí, porque siempre… —De repente parecía muy joven y vulnerable.
Nora hizo un gesto negativo.
—Te acompañaré de buen grado —dijo decidida y apartando de su mente a Máanu. Sus decisiones no debían depender de lo que pensara su doncella.