—¡Tiene que contármelo todo acerca de sus viajes! —pidió Nora en tono alegre a Doug cuando él la condujo a la mesa después de haber sido presentados.
La joven había modificado rápidamente el orden de los invitados en la mesa cuando se había enterado de la llegada de su «hijastro» y colocado a este entre Elias y ella como su compañero de mesa. Después del largo viaje y de la cabalgada desde Kingston, el joven debía de estar cansado. Además, no conocía a los demás blancos, como mucho recordaría sus nombres. Seguramente tendría pocas ganas de entablar conversación con una vecina de mesa que quizá no tendría mejor ocurrencia que ofrecerle a su hija como futura esposa.
—Estuvo en Italia y España, ¿no es así? Las costas deben de ser preciosas y también hace calor, ¿verdad? ¿Es como aquí? Pero no se cultiva la caña de azúcar, ¿o sí? —Nora parecía realmente interesada.
Doug le sonrió. Notaba su pequeña y cálida mano sobre el brazo y contemplaba su rostro atento y despierto. Pocas veces se había sentido tan a gusto y al mismo tiempo tan turbado.
—No es como aquí —respondió—. Nada en el Viejo Mundo es como aquí. Pero por lo demás, tiene usted razón, también los países mediterráneos tienen sus atractivos. Y en lugar de caña de azúcar, allí se cultivan viñedos. Supongo que prefiere el vino al aguardiente de caña de azúcar, ¿me equivoco?
Y se dispuso a coger él mismo la jarra de vino que estaba en la mesa delante de ellos. Nora alzó la mano e hizo un gesto apenas perceptible con la cabeza. Doug entendió. Esperó a que se acercara un sirviente negro y los sirviera a ambos.
—Ya no estoy acostumbrado al protocolo —se disculpó.
Nora sonrió.
—No tardará en adaptarse de nuevo. Uno se acostumbra a las comodidades antes que a renunciar a ellas. A mí también me resultaba extraño al principio que aquí me evitaran todo esfuerzo. Pero coma ahora, debe de estar hambriento después de la cabalgada y la travesía… por no mencionar lo que habrá tenido que comer cuando estaba de viaje.
Doug se sirvió colas de cangrejo de río de la bandeja que el criado le sostenía, poniendo atención en no mostrar demasiada avidez o en no llevarse la comida a la boca como un marinero. Estaba delicioso… El arte culinario de Adwea no tenía nada que envidiar a la cocina francesa o italiana.
—Todavía me acuerdo de la carne en salazón y del bizcocho que comíamos durante la travesía —prosiguió Nora. Percibía lo hambriento que estaba su compañero de mesa y se dispuso a eximirle de tener que darle conversación—. Incluso si el cocinero se tomaba la molestia de que no supieran a carne en salazón ni a bizcocho.
Doug levantó un momento la vista del entrante.
—Con nosotros nunca se tomaron la molestia —señaló—. La diferencia de sabor solo se conseguía según el grado de descomposición. El bizcocho, por ejemplo, estaba más o menos enmohecido.
Miró al criado, pero no quiso llamar la atención repitiendo. Era de suponer que seguirían dos o tres platos más.
—¿De verdad? —preguntó Nora con el ceño fruncido—. Vaya, nosotros nos habríamos quejado. ¡Me refiero a que uno paga por el viaje, y eso incluye comida decente!
Hizo una discreta señal al sirviente, que se acercó y sirvió a Doug.
El joven le sonrió.
—Viajé como miembro de la tripulación —le confió—. Así que no podía quejarme.
Nora se lo quedó mirando con los ojos abiertos de par en par.
—¡Se burla de mí!
Reaccionaba como una dama, pero parecía un niño al que acaban de contarle un buen chiste.
—No, es cierto —repuso Doug, y tragó un bocado más—. Supongo que usted sabe que… Bueno, del dinero que mi padre me asignaba cada mes no pude ahorrar nada para pagarme el viaje. Y además… —sus ojos se encendieron de repente— me habría aburrido de muerte durante la travesía sin nada que hacer. Pero no se lo cuente a mi padre, se enfadaría.
—Vaya, pero Elias fue marino durante años —se sorprendió Nora—. Pero da igual. Usted podrá responderme a una pregunta urgente: ¿qué tal se duerme en una hamaca?
Doug pocas veces se había divertido tanto como en esa velada al lado de su joven madrastra. Ninguno de los dos prestó atención a Elias, quien, de todos modos, bastante tenía con dar conversación a la mujer que lo flanqueaba. Todos sabían que lady Keensley era difícil y daba bastante trabajo a sus acompañantes de mesa.
Tras la comida, Elias y Nora abrieron el baile con un minueto, y luego ella bailó con algunos caballeros más: en las colonias todavía escaseaban las damas. En general, el entusiasmo por el baile pronto remitió entre los invitados, hacía tanto calor esa noche de Navidad que nadie tenía ganas de moverse más de lo necesario. Unos pocos jóvenes ejecutaron algunas danzas que les habían enseñado sus profesores de baile y a Doug no le pasaron por alto las miradas furtivas que le lanzaban las muchachas. Aun así, esa noche no emprendieron ninguna ofensiva, como tampoco sus madres: la sorpresa por la repentina llegada del hijo de la familia Fortnam era demasiado grande. Y al final, ya nadie evolucionaba por la pista de baile. Los invitados disfrutaban de la música de la pequeña orquesta como fondo de sus conversaciones. Se sirvió café, té o cacao a las damas y a Doug se le hizo la boca agua con el aroma de las infusiones espolvoreadas con pimienta y otras especias. ¡Cuánto hacía que no las probaba! Pero, naturalmente, no podía ir a reunirse con las señoras, así que siguió a su padre y los demás hombres que se retiraron a la sala de caballeros a fumar y beber. Doug evitó las bebidas fuertes y se limitó al ponche de ron. Estaba cansado y los licores empeorarían su estado. Escuchó sin interés las conversaciones de los hombres, que giraron al principio en torno a los negocios —los eficientes representantes de los propietarios de las plantaciones en Londres habían conseguido subir un poco más los precios de la caña de azúcar— y se desviaron luego hacia el tema de los cimarrones.
Doug prestó atención.
—¿Una mujer? ¡Qué cosas dice! —Lord Hollister respondió riendo a lo que había contado un hacendado del interior de la isla—. ¿Una mujer al frente de los asaltos?
—Una mujer ashanti —puntualizó Elias, como si eso lo explicara todo—. Se comenta que ella misma traficó en África con esclavos.
—Es lo que hacen todos los ashanti —señaló Keensley desdeñoso—. Al menos es lo que se cuenta. Los ashanti son algo así como los jefes de la Costa de Oro británica. Pero ¿estuvo realmente implicada en ello la Abuela Nanny? Debe de andar ahora por los cuarenta, cuando la trajeron era todavía una niña. Si alguien estuvo involucrado en el comercio de esclavos debieron de ser los hermanos, aunque ellos también eran muy jóvenes. Con lo que… da igual. En cualquier caso, en cuanto llegaron aquí se escaparon a las montañas. Hay que reconocer que son un pueblo resistente. Y desde entonces nos están fastidiando. Al principio ese Cudjoe, sobre todo, pero actualmente esa mujer que se deja ver sobre la grupa de un caballo.
Doug intentaba comprender algo de lo que contaban, pero poco podía deducir de un par de retazos de conversación. Así que preguntó quién era la mujer.
—La llaman Abuela Nanny y recientemente también Reina Nanny —contestó el propietario de una plantación del interior—. Menuda para ser una ashanti, pero fuerte. Fue hecha cautiva con sus hermanos en Costa de Marfil y los llevaron a una granja en la costa norte, donde pasaron un par de años. Así que no escaparon enseguida, como dice Keensley. Pero luego algo ocurrió y huyeron: un asunto feo. Mataron a tres vigilantes y, un año más tarde, en un asalto, a toda la familia del dueño de la plantación y luego quemaron la granja. Así que ya ve qué fama precede a los llamados cimarrones de Barlovento. Los hermanos y la chica (debe de haber desempeñado un papel importante en convencer a todos esos canallas) han reunido a todos los que merodeaban por la montaña, así como a grupos ya existentes. Se supone que tienen auténticas ciudades ahí arriba, en las Blue Mountains, y se han repartido la región. Nanny ocupa Portland Parish o Nanny Town, como la llaman ahora, con su hermano Quao. El otro con ese nombre raro…
—Accompong —apuntó Keensley.
—Ese el suroeste, y Cudjoe, el más canalla de todos, Saint James Parish. Operan desde allí: asaltos, asesinatos, saqueos. La Abuela Nanny parece tener debilidad por los negros del campo y ya ha liberado a ochocientos esclavos.
Doug estaba sorprendido.
—Pero si se sabe con exactitud dónde están instalados, ¿por qué no se les aplica un escarmiento? —preguntó, más por interés que por ganas de que se emprendiera ninguna acción. De niño había considerado indómita y romántica la vida de los cimarrones, pero sabía que su padre y los demás hacendados los combatían de forma rigurosa e inmisericorde cuando conseguían apresarlos.
—Ya me gustaría a mí —repuso el propietario del norte—. De acuerdo, no está usted al día, ha pasado mucho tiempo fuera. Pero la situación tampoco ha cambiado tanto en los últimos años. La jungla es espesa en el interior y las montañas inaccesibles. Cualquier avance es arriesgado y además esos tipos se conocen la región como la palma de su mano. Y por añadidura son listos. Esa Nanny Town… Sí, sí, se sabe dónde está. Junto al río Stony, con mayor exactitud por encima del río, en una cresta de la montaña. Desde ahí pueden ver cuándo se acerca alguien. Son prácticamente invencibles.
—Entonces, ¿se ha intentado alguna vez? —inquirió Doug.
El propietario soltó una risa sarcástica.
—¡Y que lo diga, joven! Más de una vez, siempre que han devastado de forma especialmente violenta una plantación. Debería verlo, todo lo que no resulta devorado por el fuego flota en sangre. Pero por ahora no hemos salido airosos. La mayoría de las veces ni siquiera llegamos al lugar. Un par de patrullas cayeron en una emboscada y fueron aniquiladas.
A Doug todo eso le resultaba extraño, pero al parecer una especie de guerra hacía estragos en su isla. Tal vez habría que enfrentarse a ello en algún momento. Si bien él habría intentado negociar antes que luchar. Siempre había habido blancos razonables que negociaban con los cimarrones. Era inútil pretender aniquilarlos, lo más sensato era plantear una convivencia pacífica. Y lo mejor sería que los negros no llegaran a encolerizarse como era evidente que lo estaban la Abuela Nanny, Accompong, Quao y Cudjoe.
Antes de meterse por fin en la cama, Doug tuvo un encuentro más que reavivó su propio problema con un esclavo encolerizado. Cuando se disolvió la reunión en la sala de fumadores y Nora Fortnam también hubo despedido a las señoras, tropezó con Máanu en el pasillo de los aposentos de la familia. La joven quiso evitarlo, pero Doug ya la había reconocido. Después del banquete había ido a hurtadillas a la cocina para saludar a Adwea y esta, naturalmente, no solo lo había abrazado como a un hijo pródigo entre sollozos, sino que le había referido breve y rápidamente las principales novedades de los últimos catorce años. Doug no había retenido demasiado, pero sí que su hija Máanu trabajaba como doncella de la nueva señora. Adwea estaba orgullosa de ello y el joven no se sorprendió del ascenso de la muchacha. Ya de niña, Máanu había sido espabilada. Además se había convertido en una belleza.
Doug la detuvo.
—¡Máanu! ¡No te escapes! Deja que te vea al menos una vez, si no quieres hablarme. Sabes… sabes quién soy, ¿no?
Máanu asintió frunciendo el ceño.
—Claro que sí, backra Doug, todo el mundo habla de su regreso. Y si tal es su deseo, hablaré con usted. —Hizo una reverencia.
El muchacho se rascó la frente. La misma actitud que Akwasi. Pero al menos Máanu hablaba un inglés correcto.
—Máanu, pero ¿qué os pasa? Antes me he encontrado con Akwasi y… y se ha comportado como…
—¿Qué esperaba, la danza de la amistad? —preguntó la muchacha con aspereza—. ¿Después de lo que hizo?
A Doug le hubiera gustado zarandearla.
—Yo no hice nada, yo…
—¡Justamente! Y si ahora quiere hacer algo por Akwasi, ¡déjelo en paz! Bastante difícil lo tiene.
—Pero ¿por qué se quedó aquí? —preguntó Doug desconcertado—. Yo había pensado… Bueno, nosotros siempre habíamos pensado que él… que él se uniría a los cimarrones. ¿Por qué no huyó?
Pensó en la espalda desfigurada. El muchacho que había conocido no habría tolerado algo así.
Máanu lo fulminó con la mirada.
—¡Quizá porque no quería que además le cortaran el pie! Ese es el castigo habitual cuando alguien escapa, backra Douglas. Cuando pillan a alguno, y casi siempre lo pillan. ¡Dios mío, sigue siendo el mismo niño bobo que entonces enviaron al extranjero!
Máanu dio media vuelta y se marchó corriendo… directamente hacia el descansillo donde Nora se hallaba escuchando. En el último momento la joven señora logró esconderse detrás de una columna, y Máanu no la vio mientras descendía presurosa las escaleras. Tenía que ir a buscar agua, la fiesta había concluido y debía desvestir a su señora y prepararle la cama.
Nora ya estaba sentada delante del tocador cuando Máanu entró. Una vez más, señora y sirvienta tuvieron que esconderse mutuamente sus emociones cuando la doncella le soltó el cabello y la liberó por fin del corsé.
Nora meditó acerca de si sería mejor hablar con su doncella o con su hijastro acerca de la conversación que había espiado. Claro que podía olvidarse del asunto, pero sentía curiosidad. Máanu y Doug se habían peleado, pero también se tenían confianza, demasiada confianza entre un patrón y una esclava. Y también Akwasi tenía algo que ver en todo aquello. Por supuesto, los tres se habían criado en la cocina bajo la dulce tutela de Adwea. Nora había presenciado el cariñoso reencuentro entre su hijastro y la cocinera, quien debía de haber sido algo más que una simple niñera para el joven. Y Akwasi hablaba tan bien el inglés como Máanu. Ya hacía tiempo que Nora se preguntaba por qué ella formaba parte del servicio doméstico mientras que él trabajaba en los campos. En general, los hacendados no actuaban así: los hijos espabilados, que habían nacido en las plantaciones y hablaban inglés mejor que sus padres, solían emplearse como sirvientes domésticos o mozos de cuadra. Normalmente se enviaba a los campos a los nacidos en África.
Pero entonces sucedió algo que desvió la atención de Nora de su hijastro y su relación con los esclavos. Habían pasado dos días desde la fiesta, los últimos invitados se habían ido y Doug y Elias se habían marchado a Kingston. Nora aprovechó la ausencia de su marido para dar un paseo a caballo hasta la playa y acto seguido se presentó en la cocina para acordar con Adwea el menú. En sí era un acto carente de importancia, nunca se entrometía en las tareas de la cocinera y se habría dejado simplemente sorprender por los platos de la cena. Sin embargo, parecía que Adwea apreciaba su atención y le gustaba explayarse sobre cada uno de los platos mientras Nora deslizaba por el jardín de la cocina una mirada ociosa. Esta se detuvo al borde de un parterre en una orquídea diminuta. Nora seguía descubriendo nuevas maravillas en el jardín y esa flor pequeña y de filigrana la cautivó.
—¡Mala hierba! —se limitó a decir Adwea cuando Nora le preguntó por la flor, e hizo ademán de ir a arrancarla.
La muchacha se lo impidió.
—¡No la destroces! Si tú no la quieres aquí, la plantaré en mi jardín. Pero primero tenemos que averiguar cómo se llama. Máanu, ¿puedes ir a la glorieta a buscar el libro de sir Sloane?
Ella misma no quería marcharse de ahí, Adwea podía ser muy rigurosa si una mala hierba aparecía entre las plantas de su huerto.
Máanu levantó la vista del cazo que estaba removiendo y lo sacó del fogón.
—¿Cuál, missis? —preguntó—. ¿El que hablar de animales o el que hablar de tiempos antiguos? —Seguía hablando ese inglés básico cuando no se encontraban a solas.
—Flora y fauna —respondió Nora—. Lo he dejado en el jardín.
Solo cuando Máanu se hubo marchado, cayó en la cuenta de que, en efecto, también había estado leyendo en el jardín el libro sobre la historia de Jamaica. Máanu le llevaría los dos libros, tampoco pesaban tanto… Pero entonces apareció Máanu con el libro correcto.
—¿Ha sido casualidad o es que sabes leer? —comentó Nora con ligereza. En realidad no esperaba respuesta, debía de haber sido casualidad, o que Máanu había ojeado los libros y comparado las imágenes.
Pero antes de que la doncella abriese la boca, Adwea se colocó bruscamente entre ambas jóvenes.
—Ella no saber leer —dijo—. Claro que no. Es negra, una negra tonta. Solo saber mirar las imágenes. Tú nada más mirar imágenes, ¿verdad, Kitty?
Nora paseó una mirada confusa entre madre e hija. Adwea nunca la llamaba Kitty cuando Elias no andaba cerca. Pero en ese momento parecía asustada y turbada. Y Máanu había palidecido.
—Yo solo comparar imágenes —confirmó.
Nora asintió. Pero no se lo podía creer. La encuadernación de ambos libros casi era igual y sin imágenes. Claro que Máanu podría haberlos hojeado y comparado las ilustraciones del interior, pero había regresado demasiado pronto. ¿Y por qué se habría tomado la molestia? Los dos libros eran ejemplares finos, podría haberlos cogido y llevárselos.
Pero no era el momento de hablar de ello, en especial porque Adwea parecía fuera de sí. En un principio, Nora se dio por satisfecha con la explicación de Máanu y postergó la discusión sobre este asunto. Cuando por la noche al desvestirse estuvo a solas con la chica, le tendió un libro sobre Barbados.
—Toma, Máanu. Léelo en voz alta. ¡Y no quiero oír ningún pretexto!
Máanu bajó la mirada.
—B… Ba… rrr… No sé hacerlo muy bien, missis. De verdad. Tan solo un par de signos y palabras. Akwasi lee bien, pero yo… yo todavía era muy pequeña… —Empezó a temblar—. ¡Por favor, por favor, no decir al backra!
Máanu recurrió de nuevo al lenguaje básico, pero esta vez por puro miedo. Nora nunca la había visto tan asustada desde que le había suplicado que salvara la vida de Akwasi.
—Pero si no es nada malo, Máanu —intentó tranquilizarla—. Sí, ya sé, los propietarios no quieren que aprendáis para evitar que escribáis cosas animando a los demás a la revolución y la revuelta. Pero ¡eso es absurdo!
Elias compartía esa opinión con prácticamente todos sus colegas, pero Nora conocía demasiado bien el estado de las cosas en los caseríos de esclavos para creerse sus temores. ¿De dónde iba a sacar papel esa gente? ¿Y plumas? ¿Cómo iban a reproducir las pancartas e imprimirlas y cómo iban a entenderlas unos africanos que no sabían ni palabra de inglés? Por el contrario, la información oral se propagaba muy rápido entre los esclavos, también de una plantación a otra. A nadie se le habría ocurrido escribir una carta.
Nora veía otros motivos para esa rígida prohibición: si se permitía que los esclavos aprendieran a leer y escribir, habría que admitir que tenían entendimiento. Leerían la Biblia como cualquier cristiano y no se contentarían con los fragmentos que prescribían que debían conformarse con su condición de siervos. Exigirían el bautismo y que se los reconociera como seres humanos. Ya no se podría pretextar que no eran superiores a animales.
—¿No lo dirá? ¿No lo delatará? Si lo cuenta, el… el backra también me enviará a los campos como… —Máanu no dejaba de temblar.
—¿Como a Akwasi? Tranquilízate, Máanu, no voy a decírselo a nadie. Pero ahora tienes que contármelo todo. ¿Cómo aprendisteis Akwasi y tú? ¿Y qué tiene que ver con ello el joven backra? Os escuché, Máanu, a ti y a él, cuando os peleasteis…
La joven doncella gimió. Necesitó un momento para recuperarse y luego respondió.
—Backra Doug y Akwasi siempre estaban juntos. Con Mama Adwe y también después, cuando Doug tuvo profesor particular. El profesor no se preocupaba, consideraba idiotas a todos los negros, y Akwasi siempre encontraba algo en que ocuparse, le abanicaba o iba a buscar refrescos. Y mientras tanto observaba por detrás de Doug lo que hacía. Yo también después, cuando fui un poco mayor, admiraba a los chicos y corría detrás de ellos como un perrito. Así yo también aprendí un poco, claro que no tanto como Akwasi. Él acompañaba a Doug cuando hacía los deberes. Akwasi era bueno en matemáticas y Doug en escritura.
Nora se lo imaginaba. El joven había hecho la mitad de los deberes.
—La dependencia era mutua, ¿verdad?
Máanu asintió.
—Eran amigos, eran como hermanos. Y entonces, cuando Doug cumplió diez años, el backra le regaló a Akwasi.
—¿Que hizo qué? —preguntó horrorizada Nora.
—Un regalo, missis, Akwasi era el negro de Doug.
—Pero… pero ¡eso es horrible!
Nora se frotó las sienes. Era inconcebible, regalarle a un niño otro niño en su cumpleaños. ¡Un niño que sería propietario de su amigo!
—A ninguno de los dos les pareció mal —contestó Máanu—. Al contrario, estaban encantados. Dijeron que entonces serían hermanos de verdad y nunca se separarían. Y todo lo que iban a hacer juntos… Estaban muy contentos.
—Pero luego se pelearon —aventuró Nora.
Máanu sacudió la cabeza.
—No, nunca se pelearon. Pero fueron imprudentes. El backra descubrió que Akwasi sabía leer y escribir. Por suerte yo no estaba allí, Mama Adwe me retuvo en la cocina. De lo contrario, también me habría castigado. Así que no sé exactamente qué ocurrió, pero Doug se marchó muy pronto a Inglaterra. Y a Akwasi… lo encerraron y le pegaron. En un cuarto oscuro, solo y sin agua. Todavía recuerdo que pasó toda la noche gritando y llorando. Llamaba a Doug, porque nunca los separaban, incluso dormían en la misma habitación. Suplicó a su amigo que le ayudara…
Nora apretó los labios.
—Pero Doug no lo hizo, ¿verdad?
Máanu lo confirmó con un gesto negativo.
—Dejó a Akwasi en la estacada —respondió con desdén—. Lo traicionó.