Capítulo 2

Doug se sorprendió del bullicio reinante en el establo. Había pensado que se encontraría con un criado como mucho, por si había alguna urgencia, pero los otros tendrían fiesta ese día, como los esclavos del campo. Sin embargo, el caballerizo y los mozos de cuadra llevaban librea y todos los compartimentos y postes de atar los caballos estaban limpios y listos para recibir visitas. El caballerizo enseguida se dirigió hacia Doug, a quien nadie conocía allí.

—Yo guardar caballo, señor, backra. Usted seguro querer refrescarse. —Deslizó la mirada, casi despectivamente, por los pantalones de montar de Doug, que desmerecían frente a su elegante uniforme—. Georgie guiar a casa para cambiarse… —Señaló a un jovencito que servía de mozo de recados.

Doug sacudió la cabeza risueño.

—¿Tan elegante vas, Peter? —preguntó burlón al esclavo. Peter ya era caballerizo cuando Doug y Akwasi hacían travesuras entre risas en las cuadras—. Casi no te conozco con esa peluca. ¿A quién se le ha ocurrido?

En efecto, el esclavo llevaba una ostentosa peluca blanca como los mayordomos británicos cuando sus señores celebraban una fiesta.

Peter miró molesto.

—¿Backra conocerme? —preguntó inseguro.

Doug asintió.

—Claro, Peter, ¿tú a mí no? ¡Piensa un poco! ¿Quién puso bardanas al caballo del viejo Hollister debajo de la manta de la silla para que lo derribase al montar?

Peter observó a Doug y poco a poco el rostro se le contrajo en una sonrisa irónica.

—Backra Douglas…

Doug hizo el segundo intento del día de abrazar a un viejo amigo y, en esta ocasión, no lo rechazaron. El viejo caballerizo contestó al saludo con cierta timidez y torpeza, pero de corazón.

—¡Yo no saber que venía a casa, backra Doug! ¡Backra Elias no decir nada!

Doug rio.

—Conque no te has puesto así de elegante para mí, ¿eh? Estoy decepcionado… ¿O es que vais así todo el día desde que mi padre se ha casado con una vanidosa lady inglesa?

Miró divertido el rostro negro del empleado vestido con librea azul y plata.

Peter negó con un ademán.

—¡Qué va! ¡Missis buena, missis un ángel! —Ninguno de los trabajadores permitía que se hablara mal de Nora—. Pero hoy Navidad, gran fiesta en casa, muchos backras y missis, música, baile… todos elegantes, también los negros. —Giró sobre sí mismo delante de Doug.

—Bien, pues entonces tened cuidado, no vayáis a ensuciaros —se despidió Doug—. Ocúpate de mi caballo, ¿quieres? No está tan loco como parece. —Amigo había empezado a hacer escarceos cuando un mozo de cuadra lo cogió—. Pero tiene miedo del hombre negro.

—Igual el caballo de missis —respondió Peter—. Pero cambiar con un poco de avena.

Tranquilo con esa respuesta, Doug se encaminó hacia la casa, preguntándose si debía alegrarse de aparecer en medio de un banquete o más bien debía preocuparse. En cualquier caso, su padre no tendría la oportunidad de someterlo a un minucioso interrogatorio y después de esa velada la mitad de Jamaica sabría que Douglas Fortnam había regresado. Elias no podría meterlo en el próximo barco y enviarlo a Inglaterra. Esto último le infundió valor y se preguntó si debía utilizar la entrada principal o introducirse en la casa por la cocina, pero optó por el camino oficial. Ya saludaría más tarde a Mama Adwe, seguro que en esos momentos estaba muy ocupada.

Otro criado también con librea guardaba la puerta de entrada.

—¿A quién debo anunciar? —preguntó, envarado y hojeando nervioso la lista de invitados. Sin duda conocía a todos los invitados, pues era imposible que supiera leer—. No saber si…

—En realidad no me han invitado —respondió Douglas, sacándole del apuro—. Pero, por favor, avisa al backra que ha llegado su hijo Douglas Fortnam.

Elias se presentó de inmediato en la entrada, al parecer sin dar crédito a lo que le habían comunicado.

—¡Douglas! —Se quedó mirando a su hijo—. A ti sí que no te esperaba. ¿Cómo es que vienes…?

El joven intentó sonreír.

—¿No vas a saludarme primero, padre? Tanto no puede sorprenderte. Siempre acordamos que regresaría cuando finalizara mis estudios.

El enfado de Elias se trocó en una expresión radiante.

—¡Así que tengo ante mis ojos a un auténtico jurista! ¡Felicidades, hijo mío!

Doug se rindió al abrazo de su padre, pese a que esta vez habría preferido salir huyendo.

—Más o menos —respondió, mientras seguía a su padre a la sala de los caballeros. Por fortuna no había ningún invitado presente.

Elias cogió una jarra de ron.

—¡Vamos a celebrarlo! ¿Qué significa… más o menos?

Doug tomó un buen trago pese a la temprana hora. Habitualmente no bebía antes de la puesta de sol.

—¡Por mi feliz regreso! —dijo.

—¡Como abogado graduado en Oxford! —exclamó Elias resplandeciente. Pero se detuvo al ver el rostro de Douglas—. ¿O no? —preguntó receloso.

Doug se encogió de hombros.

—Bueno, más bien como especialista en derecho marítimo y mercantil —precisó—. Puedes estar seguro de que en todo lo que pueda hacer aquí en Jamaica por los hacendados, en todos los contratos que haya que negociar, representaré de forma óptima a Cascarilla Gardens.

Doug se sentó y bebió otro trago de ron antes de que la tormenta le estallara encima.

—¿Quieres decir que has abandonado? ¿Que no has acabado la carrera? —Al decirlo se le hinchó la vena de la frente.

—Sé todo lo que tengo que saber —se defendió Doug—. Pero para obtener el título debía quedarme un par de años más en Oxford. No valía la pena, padre. Yo quería volver a casa.

—¡A casa! —Elias se paseó iracundo por la habitación—. Pareces un crío pequeño. ¡Dices que ya sabes lo suficiente! ¡Como si de eso se tratara!

—¡Podría dirigir una plantación! —afirmó el muchacho.

Elias soltó un bufido.

—Con vigilantes experimentados, hijo mío, podría hacerlo cualquiera —objetó con dureza—. Pero no un establecimiento comercial en Londres, una representación en el continente, ahora que tenemos esa casa allí y contactos. El rey no recibirá a ningún estudiante bohemio sin los estudios acabados. A un abogado de prestigio, por el contrario…

—El rey recibirá como mucho a un lord —se defendió Doug, pero una sensación de frío se iba apoderando de él. Así que de eso se trataba… Su padre no quería que regresara a Jamaica después de licenciarse. Tenía proyectos de altos vuelos, sin duda maquinados con el padre de su joven esposa. ¿O es que no les había regalado una residencia en Mayfair? Allí tendría que establecerse Doug y realizar el trabajo de lobby para los propietarios de las plantaciones de caña de azúcar de Jamaica. ¿Tal vez incluso comercio a distancia? Por lo que Doug sabía, Thomas Reed no tenía ningún heredero varón. Quizá Doug tenía que guardar el sitio para el niño… ¿Estaría esa tal Nora embarazada?—. Y nos habíamos puesto de acuerdo en que un Fortnam nunca se haría con un rotten borough, un burgo podrido, para no deshonrar su nombre comprando votos.

—¡También un título adquirido honestamente te habría allanado el camino! Pero no, tú tenías que conocer mundo en lugar de…

Elias se interrumpió. De todos modos, ya era demasiado tarde, no podía encadenar a su hijo y meterlo a la fuerza en el próximo barco que zarpara hacia Inglaterra. De poco habría servido, además. A fin de cuentas, el chico no había vuelto de ese maldito viaje por el continente muerto de hambre, al contrario, tenía muy buen aspecto. Elias recordaba casi con nostalgia aquella fortaleza física y la risa traviesa de cuando era un joven marinero. Si ahora no acogía a Doug, este intentaría labrarse la felicidad por su cuenta. Y por añadidura acababan de llegar dos carruajes. Lord Hollister y Christopher Keensley, otro vecino más. No debía seguir peleándose con su hijo delante de los invitados. Elias se dio por vencido.

—De acuerdo, Doug, ve y que te den una habitación. Enviaré a mi ayuda de cámara para que te eche una mano. Espero que dispongas de ropa de fiesta adecuada.

El joven asintió aliviado, pese a que no las tenía todas consigo. La mayoría de sus prendas de vestir estaban gastadas. Y, ¿qué significaba «arreglarse»? ¿Se seguía allí la moda francesa que obligaba a los caballeros a maquillarse y perfumarse como una mujer? Daba igual, ya se ocuparía más tarde de ello. Pero la necesidad de arreglarse explicaba al menos la ausencia de la señora de la casa. Sin duda, se tardaban horas en preparar a una dama para tales festejos.

Nora permaneció pacientemente quieta mientras Máanu le trenzaba el cabello y lo adornaba con flores de azahar. La muchacha había adquirido en el último año una destreza considerable, instruida por la doncella de lady Hollister, especialmente adiestrada para ello. Y no faltaban oportunidades de practicar. Elias no había exagerado cuando, justo después de la llegada de Nora a Jamaica, había hablado de una intensa vida social. Esta solía paralizarse durante la cosecha, pero el resto del año estaba lleno de invitaciones, desde comidas campestres hasta grandes bailes. Los propietarios de las plantaciones representaban incluso cacerías en las que un par de esclavos jóvenes interpretaban el papel de zorros. Al principio, Nora lo había encontrado horrible, pero en realidad los chicos se divertían dilatando todo lo posible su desenlace y reían alegres cuando al final los perros los descubrían. Los cazadores, complacidos y en su mayoría ya algo achispados a horas tempranas, recompensaban a los buenos corredores con dulces y peniques en abundancia. Nora se sintió decepcionada cuando Máanu mostró su antigua reserva mientras la acicalaba para el baile que seguiría a la cacería.

—Ahora no es más que un juego, missis, y nadie se hace daño. Pero cuando el próximo negro huya, los perros lo perseguirán del mismo modo. Y entonces los cazadores llevarán fusiles, missis, y el «zorro» tendrá pocos motivos para reír.

A partir de ahí, Nora se mantuvo alejada de las cacerías, lo que no le costó demasiado. Elias, quien siempre había sido un jinete mediocre, tampoco era muy partidario de ellas. Sin embargo, la joven debía participar en los demás eventos sociales sin excepción, a lo que ella consentía aunque no se divirtiera. Nora conocía a muchos de los propietarios de las plantaciones, pero no tenía amigos, no le gustaban ni esos hombres fanfarrones ni sus aburridas y afectadas esposas, capaces de pasar horas hablando de cómo mantener la tez blanca pese al sol del Caribe. Criticaban a sus esclavos domésticos por ser torpes y perezosos en lugar de tomarse la molestia de instruirlos, y se quejaban del calor y la falta de actividades culturales. Nora odiaba sus arrogantes elogios respecto a su labor en el barrio de esclavos: «¡Te digo que yo nunca podría hacerlo, tesoro! ¡Con ese calor y esa suciedad! ¡Si es que esa gente suda, oye!» No obstante, ella ponía al mal tiempo buena cara y seguía con su empeño de ayudar a los esclavos. En los últimos meses cada vez llegaban más llamadas de las otras plantaciones, en general a través de Máanu o Adwea. Cuando en las propiedades vecinas se hería un hombre o una mujer sufría calambres o hemorragias, los esclavos, sin saber adónde recurrir, enviaban mensajeros a la plantación de Fortnam. Los chicos y las chicas se arriesgaban a que los prendiesen como fugitivos y a que los castigasen, y antes de acompañarlos a sus cabañas Nora tenía que pedir permiso al hacendado.

Las pocas veces que no lo había hecho, Elias había montado en cólera, aunque con el tiempo las cosas se habían normalizado. Nora, quien ya tenía práctica en pedir donativos, había convencido a las señoras Hollister y Keensley de que colaborasen recibiendo a los preocupados amigos y familiares de los enfermos y enviándoselos a Nora. No siempre funcionaba y era frecuente que el paciente ya hubiese muerto cuando la avisaban: durante la noche, por ejemplo, las damas no querían que las molestaran. Sin embargo, a veces lograba salvar una vida. Desarrolló mayor destreza en la asistencia a las mujeres, sobre todo una vez que hubo averiguado el motivo de esas hemorragias y calambres tan frecuentes. Casi todas sus pacientes sufrían complicaciones tras un embarazo interrumpido a la fuerza.

Los comentarios mal intencionados de Elias respecto a que las orgullosas mujeres ashanti preferían que sus hijos muriesen en el vientre materno a criarlos como esclavos se demostraron ciertos. También en las otras plantaciones había muy pocos niños y los nombres de las mujeres que interrumpían los embarazos eran un secreto a voces. Pese a que el asunto le repugnaba, Nora no traicionó a las esclavas. Si hubiese intervenido habría perdido la confianza de las mujeres, y al final eso no le habría servido a nadie. Los hacendados habrían ahorcado a las mujeres que practicaban los abortos y las embarazadas se habrían dirigido a curanderas menos experimentadas.

De todos modos, Nora escribió al doctor Mason y le pidió consejo y manuales de medicina acerca de las enfermedades corrientes y las complicaciones en el parto. El médico comprendió. Tampoco en el East End acababan llegando al mundo todos los niños que eran concebidos en un arrebato de ginebra y desesperación. Adwea aportó un par de recetas caseras y Nora siguió estudiando y probando, hasta alcanzar cada vez mayores conocimientos y reunir una colección de remedios eficaces. En conjunto, no podía hacer gran cosa, pero al menos ya ayudaba al enfermo el hecho de que las señoras abogaran ante sus esposos para que les dejaran reponerse un par de días. Las trabajadoras en especial solían recuperarse sin más tratamiento. Elias también tenía razón a ese respecto: quienes habían sobrevivido a una travesía en un barco negrero y a varios años en las plantaciones de caña de azúcar eran resistentes.

Fuera como fuese, Nora se alegraba por cada paciente que se curaba y el reconocimiento que se le concedía en los caseríos de esclavos la reconfortaba. Ello contribuyó asimismo a acrecentar su libertad de movimientos y su satisfacción: ningún mozo de cuadra le contaba a Elias que salía a pasear sola a caballo, nadie hablaba de sus excursiones a la playa. En los últimos meses, Máanu casi se había convertido en una amiga para ella.

Nora tenía también más labores en las que ocuparse. Pidió los libros de sir Hans Sloane sobre Jamaica y acometió el estudio de la flora y la fauna de su nuevo hogar. Pese a todas las contrariedades, Nora amaba la isla y cuanto más tiempo pasaba en ella menos tristeza sentía al pensar en Simon. Sin embargo, no olvidaba su promesa de mantenerse abierta al espíritu de su amado y a veces creía sentirlo. Halló consuelo en la idea de contemplar para él todas esas maravillas, de ser la vista, el oído y el olfato de Simon para que él también formara parte de la isla. Nora ya no lloraba en la playa, sino que disfrutaba del mar, el sol y la arena con los cinco sentidos.

En cuanto a Elias, este no perturbaba sus fantasías ni su sueño. Ya en las semanas posteriores a la boda su interés por la joven esposa había descendido notablemente y, tras medio año de convivencia, muy pocas veces la visitaba por las noches, por lo general cuando estaba borracho, lo que ocurría cuando debían pernoctar después de una cena en casa de otros propietarios o en Kingston y se veían obligados a compartir lecho. En tales ocasiones, Nora adoptó la táctica de dirigirse confiadamente a la anfitriona y simular, relativamente temprano, que sufría unas jaquecas espantosas. La señora de la casa solía ofrecerle una habitación individual en la que Máanu pudiese ocuparse de ella. A nadie le extrañaba que la esclava también durmiera ahí, aunque tampoco ponían a su disposición ningún colchón o camastro. Máanu tenía que acurrucarse en el suelo. Pero después de la segunda o tercera vez siempre llevaba su esterilla para dormir.

Jamás salió una queja de labios de Elias ni parecía molestarle que su matrimonio no fuera bendecido con descendencia. No había mentido cuando contó al padre de Nora que se casaba sobre todo por razones sociales. A la joven eso ya le iba bien, aunque a veces se preguntaba de qué modo satisfaría su marido sus necesidades. A fin de cuentas, ¡no era normal que un hombre viviera como un monje! Nunca intentó averiguarlo, pues le resultaba indiferente, siempre que no apareciera por la plantación el hijo de una esclava con los mismos rasgos de Elias.

—¡Listo! —exclamó Máanu, sosteniendo el espejo con destreza para que Nora admirase el trenzado en la parte posterior de la cabeza—. ¿Bien?

La señora asintió y se enderezó resignada para que le ciñeran el corsé. Antes Máanu la ayudó a ponerse unas costosas medias de blonda. Nora suspiró al pensar en el apretado calzado con que iba a pasar esa larga noche. Hacía tiempo que se había acostumbrado a ir descalza como las esclavas, y Elias se había puesto como una furia las pocas veces que la había sorprendido así. Nora sospechaba que eran los vigilantes quienes se lo habían contado. Máanu le llevó el miriñaque, ahora de forma oval, conforme a la última moda, y reforzado con relleno adicional en las caderas. Todavía pasaría más calor. Pero Nora conocía sus deberes para con Elias y su posición en la plantación. Dócilmente, aguantó la respiración para que le ciñeran el corsé, se dejó poner el corpiño y la enagua y, por último, el vestido.

La imagen en el espejo la recompensó en cierto modo. Estaba bonita, sería el centro de las miradas de la fiesta. ¡Si al menos hubiera alguien por el que valiera la pena todo ese esfuerzo! Esa noche tenía que ponerse un collar de perlas, pero metió el recuerdo de Simon en un bolsillito invisible entre los pliegues de su vestido de noche. Nora todavía no era feliz, pero mientras tuviera ese colgante consigo no se sentiría verdaderamente sola.

Doug dejó que el ayuda de cámara de su padre se ocupara de su aspecto e hizo oídos sordos a sus lamentaciones de que su llegada tardía no le dejaba tiempo suficiente para concluir correctamente su trabajo. El mejor traje de que disponía no estaba a la altura de las circunstancias, pues ni siquiera contaba con una chaqueta de brocado y la camisa de encajes dejaba mucho que desear… El mismo Doug tuvo que reconocer que más bien parecía una sepia muerta que un adorno en la pechera. Al final, el desesperado criado consiguió reunir una legión de costureras que rápidamente adaptaron una levita, un chaleco y un calzón de Elias para su hijo. El arreglo provisional no duraría demasiado y Doug esperaba que las muchachas no cortaran las prendas demasiado ceñidas al cuerpo, incluso si así lo dictaba la moda.

Por fin acabaron mientras los últimos invitados entraban en la casa. Doug casi encontró lamentable su reflejo en el espejo: un pisaverde con chaleco forrado, la chaqueta con mangas cortas y abiertas con lujosas vueltas y unos fruncidos recogidos en la cintura. Por añadidura, en un chillón color burdeos.

—¡Y ahora la peluca, backra! —señaló el criado de Elias.

Pero en eso Doug no cedió.

—Tengo el cabello claro, Terry, no necesito blanquearlo ni teñirlo de gris. También es abundante y me falta mucho para quedarme calvo. ¿Para qué voy a colocarme ese artefacto en la cabeza? ¡Y encima con este calor! Hazme una trenza, por el amor de Dios, Terry, seguro que te sale mejor que a mí. De lo contrario me presentaré ante los invitados como Dios me hizo. Así al menos me reconocerá la gente cuando mañana me vea por la calle. ¡Y no, no pienso empolvarme ni el pelo ni la cara, desde luego! ¡Esa palidez cadavérica es absurda! ¡No soy un espectro!

Terry pareció preocupado, seguro que su señor se enfadaría con él. Pero Doug quería reunirse ya con los invitados y estaba impaciente por ver si alguno lo reconocía.

Llegó a punto para presenciar la aparición de Elias y Nora Fortnam. Los invitados se habían reunido en el gran salón, conectado al salón de baile y al comedor, y en ese momento se anunciaba la llegada de los anfitriones.

—¡Lords and ladies, mesdames et messieurs… el señor y la señora Fortnam!

Elias descendió la escalinata con unos pantalones claros hasta la rodilla y una levita de seda azul, una peluca perfectamente peinada y un tricornio bajo un brazo. Cogida del otro, bajaba una mujer delicada que pese al ostentoso miriñaque se movía con suma elegancia. Sobre una falda verde claro llevaba un abierto vestido blanco con estampado de flores grandes y pequeñas. Las medias mangas caían como alas y asomaba el adorno de encaje de la enagua. Tenía la cintura de avispa y el escote sugería unos pechos pequeños y firmes. Y el rostro… A Doug se le cortó la respiración al mirar aquel rostro apenas empolvado y fino por segunda vez ese día. Y aquel cabello ambarino… Por la tarde había revoloteado en torno a su rostro, ahora caía sobre su espalda en un elaborado trenzado adornado con flores. Doug no supo cuándo la había encontrado más perfecta, si a orillas del mar o ahora en el esplendor de la ceremonia.

Nora Fortnam sonrió a sus invitados. La joven de la playa… Doug tenía la impresión de que la habitación giraba en torno a él. Fuera como fuese tenía que volver en sí antes de presentarse ante su madrastra. Buscó una vía de escape, pero era incapaz de apartar la vista de Nora. La falda y las enaguas jugueteaban alrededor de sus tobillos mientras, llevada por Elias, pasaba de un invitado a otro. Hasta ese momento, Doug había encontrado amanerados esos movimientos. No entendía qué veían de erótico sus amigos y compañeros en que las pantorrillas de una mujer se dejasen entrever por fracciones de segundo. Él prefería contemplar a las campesinas que, descalzas y con las faldas más cortas, se abrían camino con garbo por la vida. Sin embargo, ahora los encantos de Nora lo cautivaron. Cuando su padre la condujo hacia él, esperó que no se notara demasiado su arrobo.

—Nora, ya te he informado de nuestro… humm… invitado sorpresa —dijo Elias envarado—. Mi esposa Nora, Doug. Nora, Douglas Fortnam, mi hijo.

Nora miró al joven y le sonrió. Él vio que tenía los ojos verdes. De un verde intenso y fascinante… ¿O eran de incontables matices de verde? Los ojos de Nora reflejaban los exuberantes colores de la jungla de Jamaica y la calidez que emitieron ante la presencia de Doug no era fingida.

—¿Cómo le llaman? ¿Doug? ¡Bienvenido a casa!