Capítulo 1

Douglas Fortnam había concluido su viaje por Europa y ahora también ponía punto final a su carrera en Oxford. Había disfrutado de lo primero, pero Inglaterra le había resultado odiosa desde el primer día. Lo habían enviado a un internado junto a Banbury cuando tenía diez años, pero nunca había conseguido adaptarse a la metrópoli. Había temido la oscuridad del invierno inglés y el verano nunca le había parecido lo suficientemente cálido. Doug añoraba el reluciente sol del Caribe, las playas y el mar azul intenso. El Atlántico estaba lejos de serlo. La costa inglesa le decepcionó cuando visitó a un compañero de estudios en Blackpool. Por añadidura, el agua estaba helada. Doug no era pusilánime y no evitaba ir a bañarse con sus amigos a la playa de Blackpool o nadar en el Támesis, que a la altura de Oxford todavía fluía limpio y acogedor. Pero el mar que recordaba solo había vuelto a encontrarlo en el viaje que emprendió contrariando la voluntad de su padre. Cuánto le costaba alejarse de las playas de España, Italia y Grecia…

Sin embargo, ni los países mediterráneos lograron realmente acallar la añoranza que sentía hacia su isla natal. A Doug le aburría ese paisaje con frecuencia pobre, las montañas en que no crecía nada más que algún cactus, plantas aromáticas y hierba dura. Al parecer, en Europa solo se podía escoger entre los países fríos con un verdor abundante y las regiones cálidas, que casi respondían a su concepción del desierto. En ningún lugar crecían el tabaco, el cacao y la caña de azúcar, en ningún lugar la jungla llegaba hasta la playa. En ningún lugar estaba el aire cargado de la humedad tropical, ni de sus olores densos y dulces.

Aunque su padre había cumplido la amenaza de no enviarle más dinero, Doug había dilatado lo máximo posible el viaje por el sur de Europa. De ahí que participara en la vendimia francesa, picara en las canteras de mármol de Italia y se matara a trabajar en una almazara española. Algunos de los caballeretes vecinos en Jamaica o compañeros de Oxford habrían considerado que tales actividades no estaban a la altura de su estatus, pero Doug se alegraba de haber adquirido practicándolas una recia musculatura. Siempre se le habían dado mejor los trabajos manuales que los intelectuales, y en la universidad había destacado más como hábil espadachín y remero que como aplicado estudiante.

Así pues, también abandonaba en esos momentos la universidad sin haber concluido la carrera de Derecho. Tras pasar tantos meses en el sur, ya no soportaba el paisaje inglés, la lluvia pertinaz y el frío. A esas alturas llevaba catorce años fuera de Jamaica. Se le había terminado la paciencia y sabía mucho más sobre el derecho marítimo y mercantil de las distintas naciones de lo que jamás necesitaría conocer para la distribución de la caña de azúcar del negocio de su padre. Había llegado al límite, ¡quería volver a casa!

No previno a su padre de que tenía intención de abandonar Oxford. Elias Fortnam era capaz de embarcarse de nuevo rumbo a Inglaterra para meter en cintura a su hijo, y era probable que su joven esposa ya quisiera regresar a su país. En cualquier caso, Doug se propuso dar una sorpresa a su padre y su nueva madrastra en Jamaica. No le pasó por la cabeza pedir dinero a su padre, sino que se dirigió a Liverpool y se enroló en un buque de tres palos. Durante casi tres meses luchó con los bichos del camarote, se aburrió fregando la cubierta y disfrutó de buenos momentos trepando por las jarcias. Doug no tenía vértigo y amaba los retos: no tardó en ser el primero en subir a los mástiles para recoger las velas, y prefería pasar una noche de guardia en la cofa de vigía que ahogándose de calor en el interior del barco.

Cuando la goleta llegó a Jamaica el día de Navidad de 1732, había disfrutado tanto en el mar que barajaba enrolarse en el siguiente barco. Pero bastó la primera visión de la costa para rechazar de inmediato tal idea. Las playas blancas iluminadas por el sol naciente, la jungla, las montañas… ¡Ahí, justo ahí, era donde él quería estar! ¡Solo podrían volver a sacarlo de esa isla utilizando la violencia!

La travesía finalizó en Kingston y el joven disfrutó de la animada ciudad portuaria que tanto había crecido durante su ausencia. Aun así, tendría que acostumbrarse de nuevo a ver tantos negros, en los últimos años debían de haber llegado miles. Su corazón latió con fuerza al pensar en Akwasi y la pequeña Máanu. A esta última era posible que volviera a verla; en cuanto al primero, no lo creía. Catorce años atrás, su padre había gritado que le impondría un castigo ejemplar. Seguramente lo había vendido. Al recordar esa escena, un ya conocido sentimiento de culpa se apoderó de Doug. Intentó desecharlo. Todo eso había ocurrido hacía mucho tiempo. Ya era pasado.

Vagó por las instalaciones portuarias. Tal vez tuviese suerte y pudiera comprar un caballo en algún buque que descargara animales. Sin embargo, solo encontró barcos de esclavos. Podría conseguir un palanquín y seis porteadores en un santiamén, pensó sarcástico, pero todavía seguían faltando caballos en todo el país. Al final buscó a un tratante y pagó un precio desorbitado por un pequeño semental bayo que había desembarcado pocos días antes. El animal procedía de España y Doug prefirió no preguntar cómo lo había conseguido el tratante o el marino que se lo había vendido. Los barcos ingleses y españoles todavía libraban combates navales, aunque oficialmente la guerra había concluido y se suponía que casi se había logrado erradicar la piratería. El precio fijado por el tratante consumió toda la paga de Doug, y el hombre accedió de mala gana a proveerle de la silla y los arreos cuando el joven le convenció de que ya no tenía más dinero. El muchacho se desprendió con reparos de sus últimas monedas, pero luego se dijo que su padre no le echaría de casa. Ensilló el caballo con buen ánimo, lo bautizó como Amigo —orgulloso de las pocas palabras que había aprendido de español— y se dirigió hacia Spanish Town.

El semental avanzaba diligente y Doug gozaba del sol matinal reflejado en el mar y de los caminos sombreados que atravesaban los campos de tabaco y de caña de azúcar. Le resultó extraño que estos últimos estuvieran desiertos. Por lo general nunca pasabas por ahí sin encontrarte al menos con una cuadrilla de esclavos trabajando. Pero recordó que era Navidad. Claro, era la fiesta cristiana más importante, el único día en que tradicionalmente los propietarios de las plantaciones eximían de sus labores a los esclavos. Doug lo tomó como un buen augurio. En primer lugar, avanzaría más rápido si no se encontraba con carros tirados por mulos o bueyes ni con ningún vigilante a lomos de un caballo en medio del camino. Además, la festividad contribuiría a que su padre estuviera de buen talante.

En efecto, los kilómetros fueron quedando atrás bajo el trote brioso de Amigo. Todavía faltaba bastante para el mediodía cuando llegó al linde que separaba las tierras de los Hollister y los Fortnam. Detuvo indeciso el caballo. Si iba directo a la casa pasaría el resto de ese día soleado y prometedor entre cuatro paredes. Tendría que informar a su padre de las decisiones que había tomado —algo que casi le asustaba un poco— y conocer a su extraña madrastra, una mujer más joven que él mismo. Doug no comprendía por qué razón se había casado Nora Reed con su padre. Seguramente había sido un acuerdo entre Elias Fortnam y el señor Reed, y la chica debía ser una dócil desabrida si había aceptado tal cosa. Posiblemente aprovecharía cualquier oportunidad para quejarse sobre el clima de su nuevo hogar, la falta de vida social, arte y cultura… La mayoría de las esposas de los propietarios de plantaciones sufría de aburrimiento e insatisfacción crónicos. Doug no tardaría en hartarse de escuchar sus quejas.

De pronto recordó que por allí había un desvío a la playa. Si seguía el estrecho camino que separaba las plantaciones Hollister y Fortnam llegaría a la jungla y desde ahí accedería a la bahía de Cascarilla Gardens. Doug anhelaba ver la playa. Había soñado con ella incontables noches, evocando las horas que había pasado allí con Akwasi, sus juegos, sus carreras, sus risas y sus peleas en la arena. El agua del mar siempre estaba tibia, el sol siempre brillaba… Doug sonrió y tomó resuelto el camino. Ya tendría tiempo más que suficiente para ver a su progenitor. Ahora regresaba al hogar, a su playa.

Llegó a la bahía por el extremo oriental y apenas logró contener el júbilo. Tuvo la sensación de haberla abandonado el día antes. ¡No, no había nada en absoluto comparable en Europa! No había arena tan blanca, no había jungla de un verde tan intenso, no había mar tan azul. Doug sintió la urgente necesidad de dar rienda suelta a su alborozo. Puso a Amigo al galope y fue como si el pequeño semental compartiera su entusiasmo. Sus cascos marcaban la tierra como un arado cuando, de repente, levantó las orejas y se detuvo de forma tan abrupta que Doug casi se cayó de la silla. Siguió la mirada del animal y distinguió otro caballo aproximadamente en mitad de la bahía, atado a un mangle. El propio Doug tal vez ni se habría percatado, pues quedaba casi oculto entre las gruesas ramas y el follaje del árbol, pero Amigo lo había olido, por supuesto, y acto seguido se acercó audazmente a él con la cabeza levantada. Una yegua, qué duda cabía. ¡Y extraordinariamente bonita! Doug contempló maravillado las finas patas del animal, con toda seguridad era la silueta de un caballo de carreras.

Amigo pretendía aproximarse más, pero el instinto ordenó a Doug tirar de las riendas.

—Déjalo, chico, es mejor que nos retiremos discretamente a un segundo plano —susurró a su montura, apartándolo de la playa para guiarlo hacia la jungla.

Enérgicamente prohibió al caballo que relinchara para no delatarse, sintiendo que se comportaba casi como un niño. Claro, ahí era donde siempre jugaban con Akwasi a indígenas y piratas o patrones y cimarrones, pero los piratas no llegaban a caballo hasta ahí y los cimarrones no ataban sus caballos junto a la playa. Los negros libres del interior eran conocidos por sus acciones relámpago. Llegaban corriendo a una granja, mataban al propietario y la mayoría de las veces también a los esclavos domésticos, robaban y se marchaban tan deprisa como habían llegado. Los esclavos de los campos solían unirse a ellos, un ataque de cimarrones era la ocasión más segura para huir. No obstante, eso sucedía raras veces, y en la playa y cerca de las ciudades casi nunca.

No obstante, Doug observó con curiosidad al caballo. Entonces algo se movió entre la maleza, junto al animal, y, para gran sorpresa de Doug, de la espesura salió una mujer. Relajada, segura de sí misma, resuelta y… ¡totalmente desnuda! Lo primero que pensó fue que se trataba de una esclava que había aprovechado su día libre para bañarse en el mar, pero desechó la idea de inmediato: esa mujer no tenía la estatura de una ashanti o baulé, era más menuda y muy delgada y, desde luego, no era negra. ¿Mulata, entonces? ¿Una esclava con mucha sangre blanca? Pero resultaba claro que la joven era la propietaria del caballo, y ¿qué criolla tenía un animal tan valioso?

Y entonces… —Doug no daba crédito a sus ojos— lo distinguió con toda claridad: la mujer que se dirigía al mar y que sin vacilar se lanzaba a las olas ¡era una blanca! Y no una de aquellas criaturas dulces que había conocido en el sur de Europa y aprendido a apreciar. Tampoco una de las campesinas que trabajaban en los campos de sus padres y que, con la cara bronceada por el sol, después de la jornada se iban risueñas a refrescar a un río o un estaque a las afueras del pueblo.

La mujer que se bañaba en el mar, por el contrario, tenía la tez de un blanco inmaculado, debía de llevar normalmente vestidos de manga larga y protegerse el rostro del sol del Caribe. Doug observó fascinado cómo nadaba audazmente mar adentro y luego, en medio de la bahía, se tendía boca arriba dejándose mecer por las aguas. Su cabello, largo y de un castaño dorado, flotaba cercando su cara como una aureola. Doug sentía curiosidad por ver ese rostro y no quedó decepcionado cuando la joven volvió a la orilla. Era un semblante bonito y delicado, de labios carnosos que esbozaban una sonrisa relajada, de mejillas suavemente sonrosadas por el esfuerzo y unos ojos grandes cuyo color no logró distinguir a contraluz. La muchacha alzó los brazos, se recogió el cabello en la nuca y lo escurrió; un gesto que Doug había visto hacer a las esclavas. Por supuesto, no era de buena educación estar espiándola desde un escondite, pero era incapaz de apartar la mirada de aquellos pechos pequeños y firmes. La joven tenía una cintura tan fina que él pensó que podría rodearla con las dos manos, y unas caderas suavemente redondeadas. Era menuda y, sin embargo, de una perfecta belleza.

Doug se preguntó de dónde provendría y pensó en seguirla, pero seguramente no sería sencillo. En ese momento la bañista se había internado de nuevo entre los arbustos, estaría vistiéndose y pronto volvería a montar en su caballo. El joven esperaba que lo hiciera en la playa para verla una vez más, pero sus deseos no se cumplieron. El caballo desapareció sin más entre los árboles. La mujer debía de ir por el sendero que llevaba a la plantación Fortnam, luego a las propiedades de los Hollister y después a tres o cuatro plantaciones más. Un caballo como el suyo era rápido y una nadadora tan osada también debía de ser una intrépida amazona. Debía de sentirse muy segura, o no se habría desnudado de una forma tan natural y sin recato alguno.

Qué extraño. Él mismo había pasado la mitad de su infancia en esa playa y nunca nadie los había molestado a él y Akwasi. En realidad, la playa estaba prohibida para Akwasi. Los esclavos tenían permiso, como mucho, para pescar un poco para la mesa de los señores y bajo vigilancia. Dirigirse a solas allí se castigaba severamente, ya que sería muy fácil salir a nado de la bahía, dejarse llevar por la corriente lejos de Kingston y perderse en algún lugar de la jungla. Naturalmente, fuera de la bahía había tiburones, pero los esclavos asumían riesgos con tal de escapar de su penosa condición. Además, en la jungla había madera suficiente para construir una balsa en pocas horas. Akwasi y Doug también lo habían hecho. Sonrió al recordar la choza que habían construido de hojas y ramas y el intento de vaciar el tronco de un árbol para convertirlo en canoa.

Doug hizo callar a Amigo, que soltó un gruñido triste ante la partida de la yegua negra, y lo guió hacia la playa de nuevo. Pero se le habían pasado las ganas de galopar. Prefería regresar a casa. A lo mejor conseguía volver a encontrarse con aquella belleza y hablar con ella.

Amigo pareció estar de acuerdo con el cambio de planes y trotó alegremente.

El día de Navidad era el único que Akwasi tenía libre en todo el año, y lo dedicó a lo mismo que dedicaba cada minuto de que disponía desde que había conocido a Nora Fortnam: a seguirla. Sabía que era una locura y que, además, pretender a una mujer blanca podía costarle la vida, pero no lograba contenerse. Daba igual cuánto hubiese trabajado y lo agotado que estuviese, daba igual cuántas veces se repitiese que era la esposa del odiado backra que lo esclavizaba: cada noche soñaba con ella y su mente no se aclaraba hasta que la veía. Por las mañanas le hacía feliz cruzársela cuando ella iba a visitar a los enfermos. Hacía un par de semanas que incluso se atrevía a saludarla. Al fin y al cabo, Máanu siempre estaba con ella, así que un día se había limitado a añadir al habitual «Hola, Máanu» un «Buenos días, missis». El vigilante le había increpado por ello, pero la señora pareció alegrarse del saludo y le contestó con un «Buenos días, Akwasi». El joven se había visto invadido por una oleada de felicidad que lo había acompañado durante todo aquel día de calor insoportable que había pasado colocando plantones de caña de azúcar. Una tarea todavía más ímproba que la de cosechar, pues se trabajaba en condiciones deplorables bajo un sol de justicia, mientras que las largas cañas de azúcar proyectaban algo de sombra mientras se cortaban.

A partir de entonces, Máanu y la señora siempre respondían con una sonrisa al saludo de Akwasi, y él se extasiaba al oír la dulce voz de Nora. Esta tampoco parecía objetar que el chico se ofreciera a ayudarlas en el cuidado de los enfermos por la tarde. Entonces el esclavo osaba abrigar la esperanza de que de ese modo ella respondía a su afecto. Era imposible que ella amase al backra. Era totalmente inconcebible que una criatura tan angelical sintiera algo por el hombre que catorce años atrás había arrojado a Akwasi al infierno.

Pero ese día de Navidad los dioses le tenían reservado un obsequio especial al joven. Estaba convencido de que no vería a Nora. Los Fortnam ofrecían una velada por la noche y la señora debía supervisar los preparativos. Dado que los esclavos del campo tenían libre —en cuanto a los domésticos, se había anulado su día de vacaciones hasta nueva orden—, por la mañana no había visitado las cabañas. Por eso Akwasi se había acercado a la cocina de la casa señorial. Tal vez lograra ver a Nora unos segundos al menos, y si no era así, quizá sobrara alguna exquisitez de la mesa del backra. Máanu siempre estaba dispuesta a mimarlo cuando podía, y también esta vez se llevó un dedo a los labios y lo condujo lejos de la agitación de la cocina hasta el arroyo. Allí sacó un trozo de pastel de miel de los pliegues de su vestido.

—Aquí tienes, ¡que te aproveche! —dijo riendo—. Es increíblemente dulce, la missis tenía la receta y mi madre lo ha preparado hoy por primera vez. Es imposible dejarlo una vez que lo has probado…

A Akwasi le interesaba todo lo que tuviese que ver con Nora Fortnam y disfrutó especialmente del pastel porque a ella también le gustaba.

—¿Dónde está la missis? —preguntó como de paso.

Máanu respondió sin recelos.

—Ah, se ha tomado una hora libre mientras el backra revisa las reservas de vino, rellena las botellas de ron, prepara los puros y cumple las demás obligaciones de un señor distinguido en una cena de Navidad, sean cuales sean. Quería sacar su caballo y salir a pasear sola, pues los mozos tienen libre. Ha dicho que sabe ensillar ella misma. ¡Y yo la veo capaz!

Casi no había nada de lo que Máanu no creyera capaz a su idolatrada señora. Ya hacía tiempo que se había desprendido de sus prejuicios iniciales.

—¿Y adónde irá sola? —preguntó Akwasi, pese a que ya imaginaba la respuesta.

Nunca había podido seguir a Nora hasta la playa —era imposible escapar de la cuadrilla de trabajadores—, pero sabía que solía pasear por allí. De lo contrario, salía a montar en compañía de un mozo, aunque la playa era lo que más le gustaba. Sin duda aprovechaba ahora esa hora libre para visitar su lugar favorito antes de que llegasen los invitados. Y Akwasi por fin tendría la oportunidad de ver qué hacía allí.

Así pues, el joven esclavo fue hasta la playa, guardándose de que nadie lo viera. Los vigilantes patrullaban mayormente los lindes de la plantación, no la orilla del mar. En esa época, la de la cosecha, los esclavos estaban agotados y no tenían fuerzas para planificar una huida, sobre todo cuando el riesgo era tan grande, incluso sin vigilantes al acecho. A fin de cuentas, esos días los backras se visitaban unos a otros casi de continuo y era fácil tropezarse con lord Hollister o algún otro vecino. Pero Akwasi no se amilanó, aunque apenas recordaba el camino a la playa. Y eso que antaño había ido con Doug casi cada día… Se permitió recordar con afecto algunos de sus juegos y aventuras en la bahía.

Cuando por fin llegó, descubrió a la yegua Aurora y trepó ágilmente a una palmera cercana. El esclavo ardió de deseo al ver a su señora quitarse el vestido y la ropa interior, soltarse el cabello y zambullirse totalmente desnuda en el agua. No había contado con algo así… Eso era más propio de Máanu. La mujer blanca nadó hacia el centro de la bahía, donde flotó y jugó con las olas como… bueno, como una mujer normal. Akwasi había visto a menudo hacer lo mismo a las jóvenes esclavas. A escondidas, claro, o sin que se percataran de él, al menos en apariencia, porque luego las esclavas se reían y atraían hacia sí al joven de su misma edad para juguetear. ¿Estaría haciendo Nora eso para deleitarle? ¿Le bastaba con aquella representación, se consumía tanto por él como él por ella? Observó cómo su señora se secaba el cabello y se dejó llevar por la fantasía de que abandonaba su escondite y ella lo abrazaba.

Era evidente que Nora tenía prisa tras el baño. Subió diestramente al caballo, sin ayuda para encaramarse a la silla. A continuación puso el animal a trote rumbo a la plantación. Akwasi la siguió despacio, siempre oculto entre las sombras de los árboles. Ese día ya no volvería a verla y por la mañana ella tendría probablemente que ocuparse de los invitados que pernoctaran en la casa. Máanu iría sola al caserío de los esclavos. Akwasi suspiró, la chica era una pesada. Aparecía por iniciativa propia e iba a verlo a su cabaña. Los exquisitos manjares que llevaba siempre era bien recibidos, naturalmente, pero los chicos con los que Akwasi compartía el alojamiento parecían interpretar de forma errónea ese asunto. Recogían a toda prisa y con pretextos manidos la cabaña, mientras sonreían a Akwasi o murmuraban maliciosamente. Y entonces él tenía que apañárselas para pasar el tiempo charlando hasta marcharse a trabajar, mientras Máanu se esmeraba en seducirlo. Era evidente que iba tras él, pero Akwasi no podía rechazarla drásticamente. A fin de cuentas, era la única razón por la que podía aparecer en la casa sin que la señora desconfiara.

Sumido en sus pensamientos, Akwasi se dirigía hacia la plantación cuando oyó sonido de cascos a sus espaldas. Alarmado, se agazapó entre la maleza. ¿Un control? ¿Algún vigilante se habría olido algo? ¿Habían convocado a los hombres y se habían percatado de que él faltaba?

Doug Fortnam probablemente no habría visto al hombre oculto en la maleza: también él iba absorto en sus asuntos, oscilando entre el agradable recuerdo de aquella mujer en el mar y la creciente inquietud previa al encuentro con su padre. Amigo, sin embargo, sí vio al negro y se asustó. Doug ya lo había advertido en Kingston: el pequeño semental no estaba acostumbrado a las personas de piel oscura. Era posible que hiciera poco tiempo que había llegado de España. Doug escudriñó el bosque con la mirada.

Akwasi dudaba entre huir o permanecer tranquilo. En sentido estricto no había cometido ninguna falta, nadie le había prohibido salir a pasear por el bosque en su día de fiesta. Únicamente debía evitar que lo vieran en la playa.

—¡Sal, no tengas miedo, no voy a hacerte nada!

Algo en aquella voz le llamó la atención. En cualquier caso, el acento no era escocés, no era un vigilante. El esclavo volvió al camino conservando toda la calma posible. El caballo del blanco hacía escarceos.

Akwasi miró al hombre a lomos del inquieto bayo. De estatura media, fornido y rubio, no llevaba el cabello largo recogido en una coleta como estaba de moda. El rostro despejado y anguloso estaba muy bronceado y destacaban en él unos ojos azules y vivaces. Un rostro que a Akwasi no le gustó, pese a que en general podía catalogarse de sumamente agradable. Pero recordaba demasiado… recordaba demasiado al odiado backra…

Doug no habría reconocido a Akwasi. Ya no recordaba a la madre de su compañero de juegos y tampoco tenía conciencia de haber visto nunca a su padre. Sin embargo, cuando el fuerte joven negro se expuso a la luz del sol, distinguió la cicatriz en la mejilla, debajo del ojo derecho. Había curado bien, pero a Doug le llamó la atención porque aquella herida la había causado él mismo. Naturalmente, había sido un accidente, los niños habían practicado una lucha con espadas de madera y a Doug se le había resbalado la suya, desgarrando sin querer la mejilla de Akwasi. Doug todavía recordaba cuánto se había avergonzado y lo mucho que se había preocupado por su amigo.

—Ak… ¿Akwasi? —susurró.

El esclavo levantó la vista, pero su rostro no mostró la esperada sonrisa del reencuentro. Contuvo toda emoción.

—Backra Douglas —saludó lacónico, haciendo una inclinación.

Doug desmontó de un salto.

—¡Akwasi! ¿Qué pasa? ¿No te alegras de verme? ¡Cielos, qué sorpresa encontrarte aquí! Pensaba que mi padre… ¡Oh, querido Akwasi! —E hizo el gesto de ir a abrazar al negro.

El esclavo dio un paso atrás.

—Negro muy contento volver a ver backra —respondió, pero la expresión de odio de sus ojos desmentía esas palabras.

Doug se detuvo y frunció el ceño.

—Pero ¿qué pasa, Akwasi? ¿Por qué hablas así? ¿Te has olvidado de tu inglés? —Intentó esbozar una sonrisa.

—Negro no bien en lengua de backras —contestó Akwasi, volviendo a inclinarse. Pero sus ojos miraban a Doug fulgurantes—. Backra saber: negros tontos.

—¡Akwasi, esto es absurdo! —Doug miraba desconcertado a su viejo amigo. Cuando los habían separado eran los dos de la misma altura, pero ahora Akwasi lo superaba en media cabeza—. ¡Qué alto estás! —A lo mejor aflojaba la tensión si cambiaba de conversación—. ¡Ahora ya no te ganaría luchando!

—Negros no luchar con backras.

—¡Akwasi! —Doug se frotó la frente, perplejo—. Akwasi, ¿qué tengo que hacer? ¿Por qué estás enfadado conmigo? Sí, he estado mucho tiempo ausente, pero te aseguro que no fue por propia voluntad. Y ahora he regresado… Me alegro de volver a estar aquí… En ningún otro lugar he sido tan feliz. Y tú…

Akwasi resopló.

—Como yo decir, bienvenido, backra —farfulló entre los labios apretados—, al lugar más feliz del mundo.

Dicho esto, dio media vuelta para marcharse. Doug se quedó mirando cómo su antiguo compañero de juegos le daba la espalda. Descubrió horrorizado las cicatrices y las heridas recientes. Debían de haberle atizado con el látigo pocos días antes.

Doug fue tras él.

—Akwasi, ¡esto es espantoso! Yo… yo no lo sabía…

El joven esclavo soltó una risa sardónica.

—¿Y? ¿Qué haber hecho el backra si haberlo sabido? ¿Subirse a las nubes, volar hasta aquí y caer con la espada sobre el vigilante como el espíritu del cuadro?

Doug recordó el horrible cuadro que colgaba sobre su cama cuando ambos eran niños: un ángel custodio que con su espada en llamas protegía de la injusticia a un niño. A un niño blanco, claro…

—¡Habla bien, Akwasi! —exclamó Doug afligido.

Ya casi habían llegado a la plantación. Se distinguían las cabañas de los esclavos a la luz del atardecer.

—Yo ya no hablar más, backra —anunció Akwasi—. Negro del campo no tener permiso para hablar con backra… y para un backra hablar con un negro significa rebajarse.

La última frase le salió casi correcta gramaticalmente, pero en ese momento se le presentó la oportunidad de escabullirse. Un sendero se desviaba hacia una cabaña algo alejada a cuyos inquilinos Akwasi apenas conocía, pero a los que ahora visitaría. ¡Solo para alejarse del camino principal, para alejarse de Doug!

Douglas no lo siguió, estaba demasiado alterado y hablar enredaría aún más las cosas. Además, había llegado el momento de cabalgar hacia su casa. No obstante, ya no temía el encuentro con su padre. No podía ser peor que el que acababa de tener.