—Tan equivocado no anda Truman, ¡claro que hay tipos que a veces se mutilan!
Nora había tenido suerte. Se reunió con Elias durante la cena, antes de que el vigilante pudiera darle su versión de los hechos, y el marido la escuchó sin interrumpirla ni montar en cólera. Aun así la reprendió, aunque suavemente para lo que era habitual en él.
—Esos diablos solo piensan en cómo zafarse del trabajo. Todavía no te haces una idea, Nora, no sabes de lo que son capaces con tal de engañarnos. Los mayores se dan machetazos en las piernas y los jóvenes solo piensan en escapar, y hay que encadenar a sus esposas cuando están preñadas. Prefieren librarse del niño antes que proporcionarnos nuevos trabajadores, y eso que sería mucho más fácil criarlos que tener que domesticar a otros nuevos. —Elias había concluido la cena y se sirvió una copa de ron—. Puede que Truman haya exagerado un poco con el castigo, pero en el fondo sabe lo que hace. Basta con que no mires cuando les pegue, hazme caso, él azota a quien se lo merece.
—Pero Toby lleva años aquí y siempre te ha servido fielmente —se obstinó Nora, pese a que la contestación de Elias la había dejado helada. Hombres que se dejaban morir de hambre, otros que se mutilaban o que se arriesgaban a sufrir horribles castigos para huir. Mujeres que preferían matar a sus hijos antes que ofrecerles una vida de esclavos… Y Elias hablaba de todo ello como si se tratase únicamente de que le escamotearan un servicio que le correspondía por ley. Nora tuvo que reunir todas sus fuerzas para mantener la calma. Nunca había amado a Elias Fortnam, pero hasta entonces le había tenido cierto respeto. En ese momento solo sentía repugnancia—. Dice que pisó un cuchillo, y el aspecto de la herida parece confirmarlo. Ha sido un accidente, Elias. Nadie es culpable.
Él resopló.
—¿Y quién dejó descuidado el machete? ¿Por qué no vigila Toby por dónde pasa? ¡Ya eso merece ser castigado!
La joven se obligó a respirar con calma.
—Tal vez merezca un castigo, pero no uno tan duro. Y tampoco hay razón para enviar a un trabajador al campo con semejante herida. Elias, me he informado de lo que vale un esclavo así. —Esperaba que no le preguntara con quién. De hecho se lo había preguntado a Máanu, quien le había detallado los precios por los esclavos domésticos y del campo. Los negros no eran tan tontos como para no saber lo que los blancos pagaban por ellos—. Un hombre como Toby cuesta lo mismo que un buen mulo. Y al animal no lo enviarías al campo si tuviera una pata lastimada, ni siquiera si se hubiera herido intentando saltar el cercado.
Elias rio.
—¡Así es como me gustas! —La elogió haciendo el gesto de acariciarle el cabello. Ya debía de haber bebido en la ciudad, pues el vasito de vino durante la cena y ahora la copa de ron no le habrían puesto tan petulante ni hablador. La mayoría de las veces se contentaba con insultar a los negros—. La hija de un comerciante. ¿Qué sugieres, bonita? Ya sé, ya sé, algunos de los grandes hacendados tienen un médico en su plantación. Pero ¡aquí costaría demasiado! Sin contar con que suelen equivocarse.
Nora respiró hondo.
—En el futuro yo seré quien examine al personal —declaró con firmeza—. Sé diferenciar muy bien entre quién quiere escabullirse de sus obligaciones y quién realmente no está en condiciones, y también conozco los tratamientos para que los enfermos se curen en breve tiempo. Como recordarás, en Londres trabajé asistiendo a los pobres, casi siempre con el doctor Mason, el único médico del East End. He hecho mucho y he visto mucho.
—Y también cuidaste de tu primer amor en su lecho de muerte, ¿no es así, bonita?
Elias volvió a reír. Debía de estar bastante borracho. A Nora le dolió la observación. Naturalmente, su marido debía de estar al corriente del escándalo protagonizado por su joven esposa, pero no se imaginaba que conociera los detalles. Salvo su padre, nadie podía habérselo contado… Pero tampoco eso iba a distraerla de sus intenciones ahora.
—Entonces ya sabes que soy competente —dijo tajante, al tiempo que se levantaba—. Si me permites, me retiro. Mañana temprano pienso ir a las chozas para comprobar los avisos de enfermedad.
Nora había esperado ahorrárselo, pero poco después, Elias apareció en su habitación para ejercer su derecho marital. Últimamente sucedía con mayor frecuencia después de que él bebiera, mientras que cuando estaba sobrio apenas se acercaba a ella. Pero en esa ocasión el acto le resultó realmente repugnante, le daban asco sus caricias. A la imagen de su marido se superponía la de los gusanos en la herida del pie de Toby.
Al día siguiente no se habló más sobre los planes de Nora y Elias tampoco le impidió que se marchara a las cabañas de los esclavos. Aun así, cuando examinaba a los primeros hombres, el hacendado pasó por su lado camino de nuevo a Kingston. Nora supuso que quería pedir opinión a otros terratenientes sobre las intenciones de su esposa. Era obvio que Elias Fortnam se encontraba en un dilema: por una parte sería más rentable para la plantación que se le muriesen menos esclavos por enfermedades sencillas; por la otra, nada podía ensombrecer la imagen de la dama perfecta que se había llevado de Inglaterra.
Por la tarde regresó de nuevo borracho, si bien sumamente sosegado. Al parecer, los demás propietarios habían aprobado las pretensiones de Nora —se decía que en las colonias americanas era corriente que las mujeres de los propietarios cuidasen a los esclavos, y cuanto más elegantes, más altruistas y solícitas.
Nora suspiró. Había decidido visitar las chozas a escondidas en caso de duda, pero la aprobación de su marido lo hacía todo más fácil. Sonrió y asintió a lo que este contaba alegremente sobre los chismes que corrían por Kingston. Pronto acabaría la cosecha y empezaría la vida social. Los días anteriores ya habían llegado las primeras invitaciones a reuniones y bailes. Elias había decidido aceptarlas todas para mostrar como era debido a su esposa.
—Y piensa en el mejor momento para celebrar también nosotros un baile —concluyó—. ¿O es mejor que antes organicemos un par de cenas? La semana próxima, cuando ya se hayan hecho los primeros envíos, podríamos invitar a los vecinos directos.
Nora volvió a asentir. Organizar ese tipo de invitaciones no le costaría ningún esfuerzo. A fin de cuentas, había personal en abundancia.
Toby se recuperaba despacio, mientras que las heridas de la espalda de Akwasi lo hacían relativamente rápido. Nora incluso había enviado al joven al campo al día siguiente, aunque con el corazón encogido. Habría preferido darle un día más de descanso, pero Truman seguramente se había quejado a Elias y le había desbaratado sus planes. En una cosa estaban de acuerdo el propietario y el vigilante: cuando un esclavo podía tenerse en pie y mover brazos y piernas, estaba capacitado para cortar caña de azúcar.
Akwasi aceptó sin pestañear la decisión de Nora, mientras Máanu dejaba entender que comprendía las razones de su señora. Desde que esta había abogado por Akwasi, la muchacha parecía completamente cambiada. Máanu se alegró mucho cuando Nora le pidió que la acompañara a las cabañas de los esclavos y la ayudase a cuidar de los enfermos. Nellie, la doncella inglesa de Nora, habría rehusado horrorizada tal pretensión y Máanu también sabía mostrar rechazo de una forma sutil. Pero poco importaba si el trato con enfermos o heridos la afectaba o no, lo aceptaba encantada si de ese modo veía con más frecuencia a Akwasi.
También el joven trabajador del campo parecía buscar su proximidad. Nora observaba que solía seguir con la mirada a señora y sirvienta cuando por las mañanas examinaban a los enfermos y por las tardes volvían a visitarlos. A veces también se ofrecía a hacerles pequeños servicios. Nora suponía que se comportaba así para estar con Máanu.
La doncella se mostraba tan agradecida hacia su señora por haber salvado a Akwasi que a Nora casi le resultaba incómodo. Por otra parte, esa entusiasta disposición a prestar sus servicios resultaba tan forzada como su reserva inicial. Así que Nora se alegró cuando poco después se consolidó entre ambas cierta confianza. Máanu por fin trataba con naturalidad a su señora, y también respondía diligente a sus delicadas preguntas.
—Pues claro que hay bodas —contestó con una pizca de su antiguo tono arisco cuando Nora se atrevió por fin a abordar la cuestión del amor en el mundo de los esclavos—. También entre nosotros hay amor entre hombres y mujeres que quieren compartir sus vidas… en la medida en que nos lo permiten.
—¿No es habitual? ¿No hay ceremonias para… para unir a dos personas?
Máanu se encogió de hombros.
—Depende. Algunos propietarios aprueban las fiestas de boda, otros no. A veces incluso ofrecen a la pareja un regalo o le dan una cabaña más grande. Si un hombre tiene esposa en la plantación, no se escapa tan deprisa.
Nora estuvo a punto de preguntar por los hijos, pero dejó ese tema aún más espinoso para más tarde.
—Pero… esas uniones… ¿no están bendecidas por Dios?
Era una pregunta complicada. Ya se había peleado con Elias a causa de la asistencia religiosa a los negros. Su esposo toleraba que el reverendo evangelizara a los negros, pero no quería que los bautizara. «De ese modo, querida Nora, les permitiría que tuvieran un alma inmortal. Y eso, ahí estamos todos de acuerdo, es cuestionable», había añadido.
—El hombre obeah puede bendecir a un hombre y una mujer —respondió tranquilamente Máanu—. Pero cuesta un pollo porque tiene que despertar a los espíritus. Y a los backras tampoco les gusta…
Nora frunció el ceño. Ya había oído con frecuencia la expresión «hombre obeah» y no era la primera vez que Máanu se refería a los espíritus. De todos modos, no parecía que se concediera mucha importancia a ese asunto. O quizá Máanu era simplemente prudente. ¿Porque eran asuntos que los backra no aceptaban? Nora recordó el comentario de lady Wentworth en Londres: «Ahí todavía perduran los rituales, hijita… ¡Es horrible! Cuando invocan a sus viejos ídolos… »
—Se diría que… no es tan importante para vosotros —señaló.
Máanu se encendió.
—Tampoco para usted lo sería, missis, si hoy se casara y mañana el backra vendiera a su esposo o su hijo. Para eso mejor dejamos las cosas como están, ¿sabe?
—Pero eso no debería ser así —susurró Nora—. Si pudierais casaros por el rito cristiano, entonces…
—¡Eso no lo permite ningún backra! —exclamó Máanu riendo—. Incluso si lo hiciera el reverendo. Aunque ni siquiera nos bautiza. A mí me da igual, pero Toby y el viejo Hardy creen que realmente se están perdiendo algo, que sus almas se salvarían si estuvieran bautizados.
—¿Y tú no lo crees? —preguntó Nora atónita. Al fin y al cabo, Máanu vivía en la plantación desde que había nacido, había crecido con los sermones del reverendo. Debería ser cristiana—. ¿Tú no crees que rezar te salve?
La chica resopló.
—Missis —contestó con dureza—, ¡a mí no me ha salvado de nada! Y tampoco a Akwasi. Las oraciones, missis, no ayudan. Mejor intentarlo con una maldición. Pero estas no son gratis, missis. Hay que robar un pollo y si el backra se da cuenta lo mata a uno a palos. No hay muchas maldiciones por las que valga la pena morir.
Máanu se dio media vuelta y dejó las habitaciones de su señora sin pedir permiso. Nora no la retuvo. Sus últimas palabras estaban tan cargadas de odio que mejor no insistir. Tampoco estaba segura de querer saber por qué clase de salvación se suponía que había rezado su esclava.
Por regla general, sin embargo, las conversaciones de Nora y Máanu se desarrollaban de modo menos tempestuoso y con frecuencia reían juntas o compartían pequeños secretos. Así fue como, en un día especialmente caluroso y húmedo, cuando regresaba a casa sudorosa tras la visita matinal a las cabañas, Nora se enteró por fin de un lugar donde bañarse.
—Missis, ¿quiere ir a… nadar? —preguntó Máanu. Parecía no recordar el verbo «bañarse».
—Bueno, lo que se dice nadar, no… —corrigió Nora—. Pero sí me gustaría meterme en el agua, sumergirme y lavarme de verdad, no solo frotarme. ¿Sabéis lo que es, Máanu? ¿Se hace algo así en… África?
La chica rio.
—Nunca he estado en África —le recordó a su señora—. Pero por aquí hay un lugar donde bañarse. Seguro que ahora no habrá nadie. ¡Si de verdad quiere ir, la llevo!
—¡Te lo ruego! —exclamó Nora risueña—. Me muero por refrescarme un poco.
Máanu lanzó una mirada escéptica a los frágiles zapatitos de seda de su señora antes de que giraran por un angosto sendero que se alejaba del caserío de los esclavos. La doncella, por el contrario, penetraba descalza y con paso seguro en la jungla, que iba espesándose a medida que se alejaban de las chozas de la plantación. Nora sintió miedo cuando la espesura verde casi la rodeó totalmente. Unos pájaros desconocidos emitían extraños sonidos al oír que se aproximaban, los insectos se arremolinaban alrededor y tras las gruesas hojas y flores de los matorrales y árboles se oían siseos, como si los reptiles intentaran huir. Los zapatos no aguantaron mucho las piedras y plantas trepadoras, así que Nora terminó quitándoselos y siguió audazmente descalza a su esclava.
—Se lastimará los pies —señaló Máanu.
Nora hizo un gesto de rechazo.
—Me pondré el ungüento de Adwea cuando lleguemos a casa. Y no tardaré en refrescarlos. ¿Queda mucho todavía?
Máanu sacudió la cabeza.
—Unos cincuenta pasos —contestó y pasó por debajo de unas plantas que colgaban similares a lianas—. ¡Mire esto!
Nora observó entre la penumbra verde —ahí, en el corazón de la jungla, el sol no traspasaba la cubierta de hojas— y distinguió que el sendero se ensanchaba lentamente hasta formar un claro. Discurría un trecho cerca de un arroyo oculto por los matorrales, pero cuyo sonido sí se oía. Pero Nora descubrió entonces un laguito alimentado por una pequeña cascada. Parecía como si un paisajista ingenioso hubiera construido una refinada fuente. El camino proseguía montaña arriba, pero ahí se había formado una especie de terraza. El agua descendía de lo alto, llenaba el lago y fluía por el arroyo que alimentaba Cascarilla Gardens con agua pura y cristalina.
—Aquí, missis…
Máanu se quitó su vestido y mostró a Nora su cuerpo perfecto. Su piel y su silueta eran tan armoniosas como su rostro. Era delgada pero musculosa, de pechos firmes, caderas femeninamente redondeadas, piernas largas y bien torneadas. Solo una fea cicatriz estropeaba la imagen: la huella de una quemadura. Nora arrugó el ceño.
—¡Usted también, missis! ¡Desnúdese, báñese! ¡Es lo que usted quería, missis, ahora tiene que hacerlo!
Y tras estas palabras Máanu corrió al lago y ¡se lanzó de cabeza! Nora, que había aprendido a introducirse en el agua como una dama, despacio y con mucha distinción, vio atónita cómo su sirvienta emergía a la superficie riéndose y nadaba ágilmente en medio del pequeño lago. Luego se abandonó flotando sobre su espalda… sin hundirse, para sorpresa de Nora.
—¡Sabes nadar! —exclamó estupefacta mientras se desprendía del vestido y la ropa interior.
Era la primera vez que se desnudaba totalmente al aire libre. Sentir el aire y el sol sobre la piel era una sensación maravillosa.
—¡Todo el mundo sabe nadar! —rio Máanu—. Al menos todos los negros.
Nora frunció el ceño e introdujo la punta del pie en el agua. Estaba maravillosamente fresca. Contuvo la respiración y se deslizó dentro.
—Eso no depende del color de la piel —objetó—. Aunque… ¡no te hundes! ¿Cómo lo haces?
Nora se avergonzó de pensar en una prueba para brujas. ¿No decían que solo ellas no se hundían en el agua? Por fortuna, Máanu no parecía conocer tal superstición.
Se acercó a Nora nadando complacida y le pidió que se tendiese en el agua. Con el corazón en un puño, Nora dejó que su sirvienta la sujetara y la pusiera en la posición correcta.
—Ahora hay que estirar los brazos y darse un poco de impulso con las manos. Y con los pies…
Nora dio un gritito cuando Máanu la soltó, pero notó que, en efecto, no se hundía. Se dejó llevar un rato, hasta que recuperó la vertical y se sobresaltó: para su horror, no tocaba el fondo del estanque. Máanu la empujó hacia un lugar menos profundo, antes de que se asustara de verdad y pudiera ahogarse.
—Nadar, missis —le indicó después—, se hace así. —Se lo mostró—. No como un perro, sino como una rana. Y no hay que tener miedo. El lago es tan pequeño que si pasa algo yo la saco enseguida. Tampoco es profundo, uno puede hundirse hasta el fondo y luego darse impulso hacia arriba. —Para espanto de Nora, la chica se sumergió a su lado y al punto emergió a la superficie—. Ahora pruébelo usted. Lo de nadar. ¡No es difícil!
En efecto, en un tiempo muy corto Nora aprendió a flotar.
A partir de entonces, las dos solían tomar un baño diario después de su visita matutina a las cabañas de los esclavos, de modo que Nora aprendió a nadar antes de que se le endureciera la planta de los pies. Los primeros días le aparecían pequeños cortes y heridas que se infectaban fácilmente. A veces le costaba disimular su cojera cuando bajaba a cenar y Elias la esperaba al pie de la escalera. Pero no hubo que aguardar mucho para que la joven se moviera por el sendero de la jungla casi con tanta desenvoltura como su esclava, y ya nadaba por encima y por debajo del agua como un pez.
Un día se atrevió incluso a plantear la pregunta que le rondaba desde su primera brazada.
—Esto es maravilloso, Máanu. ¿Resulta igual en el mar?