Capítulo 9

Máanu estaba muy lejos de confiar en la nueva relación con su señora o de ponerla siquiera a prueba. Si desaparecían alimentos de la cocina, eso seguía ocurriendo sin que nadie se percatara, y Máanu tampoco dejó de hablar aquel inglés elemental que tanto incomodaba a Nora. Hablaba con fluidez cuando estaba a solas con ella e intentaba responder a sus preguntas para complacerla.

Nora, a su vez, se contuvo un poco. Al principio tampoco tenía la intención de abrumar a Máanu con esa relación más próxima que acababan de iniciar. Así pues, no mencionó el tema de Akwasi en los días siguientes, aunque deseaba hacerle un montón de preguntas. Máanu sin duda sentía afecto por el joven trabajador del campo, era evidente que se preocupaba por él. Pero ¿y si él correspondía a ese afecto? ¿Se consumaban uniones matrimoniales entre los esclavos? Si la respuesta era afirmativa, ¿cómo se oficiaban? Si los esclavos se casaban según el rito cristiano, eso impedía que luego los vendieran por separado. La frase bíblica «Lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre» también incluía a los hacendados, a fin de cuentas.

Tampoco siguió informándose acerca de Toby y Hardy, pese a que los esclavos le preocupaban. Por lo que habían dicho Máanu y Akwasi, debían de estar enfermos. En tales casos, ¿quién se ocupaba de los trabajadores? La respuesta de Elias a esa pregunta consistió en una lacónica mueca de indiferencia.

—Bah, esos tipos son resistentes —contestó. Y ante la insistencia de Nora añadió—: Lo resuelven entre ellos.

Eso no la tranquilizó. Tendría que recurrir a la desconfiada Máanu si quería saber algo más.

Sin embargo, tres días después de que hubiera escuchado a Máanu y Akwasi en la cocina, ocurrió algo que sacudiría los cimientos de su hasta entonces apacible vida en la plantación. Y eso que el día se prometía tranquilo. Nora lo había iniciado con un largo paseo por la playa: ir a pie por el camino del bosque era cansado, sobre todo porque no tenía un calzado adecuado sino solo zapatos ligeros y a juego con sus vestidos. Pero algunas veces su deseo de contemplar el mar y sumergirse en el mundo que había soñado con Simon era demasiado intenso. En tales ocasiones, su encuentro con la arena y las aguas era agridulce. Se desprendía complacida de zapatos y medias para caminar por la orilla, y al final también se quitaba el vestido y se tendía en la arena caliente como entonces en los brazos de Simon.

Naturalmente, era una iniciativa osada, no se atrevía ni a imaginar cuál sería la reacción de Elias si se la encontraba medio desnuda tendida al sol. Pero, por lo visto, nadie de Cascarilla Gardens se acercaba a la playa durante las horas de trabajo, y tampoco consideraba verosímil encontrar vagando por ahí cimarrones o incluso piratas. Por supuesto, se cuidaba de no instalarse mucho rato en lugares demasiado expuestos, sino que pronto se cobijaba entre las sombras de las palmeras o las acacias, al agradable abrigo de las plantas. Ahí habrían estado también Simon y su cabaña… Nora se dejaba llevar por sus ensoñaciones, pero al final le provocaban más tristeza que alegría. Casi siempre abandonaba la playa llorando.

Ese día, ya entrada la mañana, estaba cansada y había pensado hacer una larga siesta después de una comida ligera. Elias se había marchado a Kingston a caballo para supervisar la entrega de unas mercancías, así que comería sola. Hasta entonces, pasaba el tiempo con un libro en su lugar favorito y escuchaba los poco melodiosos graznidos de los pájaros tropicales en los árboles.

Pero entonces oyó gritar a Máanu.

—¡Missis, por favor, missis! ¿Dónde está usted?

La muchacha corría por la terraza. Había en su voz una urgencia que pareció aliviarse cuando vio a su señora en la glorieta. Para sorpresa de Nora, la esclava, por lo general tan reservada, se arrojó a sus pies como si quisiera suplicarle por su vida.

—Por favor, missis, venga, ayude, haga algo. Lo está matando, lo mata a palos. Setenta azotes… nadie sobrevive a setenta latigazos… McAllister siempre da veinte y ya es terrible, pero…

Nora intentó ayudarla a ponerse en pie.

—Tranquilízate, Máanu, y explícame qué ha pasado. No sé nada…

—Ya han empezado, missis, si no viene enseguida, si no interviene, será… ¡será demasiado tarde! —Máanu sollozaba desesperada e intentaba coger a Nora por los tobillos.

Conmovida, Nora se puso en pie.

—De acuerdo, si no puedes explicármelo, enséñame qué pasa para que pueda entenderlo. ¿Adónde tenemos que ir?

—¡Ahí, a las cabañas, claro! —Máanu suponía que Nora la entendía perfectamente—. Delante de la cocina, donde… donde siempre lo hacen.

La «cocina» en el caserío de los esclavos era un cobertizo abierto. Por lo general se cocinaba un puchero en un fuego y luego se repartía entre los trabajadores. Podían llevarse la comida a las chozas o tomarla delante de la cocina. Una plaza abierta, con palmeras y caobas, invitaba a sentarse y charlar con los demás. También ahí se celebraba la misa de los domingos.

Nora siguió a su doncella a través de la cocina de la casa señorial, donde Adwea se las quedó mirando preocupada y moviendo la cabeza. También los rostros del personal de cocina estaban serios, si bien no reflejaban el horror de Máanu. La joven debía de haberse visto afectada en algo personal.

Máanu casi corría y Nora tenía que apresurarse para no perderla de vista. Pasaron por un bosquecillo claro que escondía la vista de las cabañas desde la casa y luego entre los alojamientos de los esclavos. Ya desde lejos, Nora observó que el lugar de reuniones delante de la cocina estaba repleto de trabajadores. Sin embargo, no se sentaban en grupos y relajados como cuando comían. Estaban de pie y en silencio. El único sonido que se oía era el restallido de un látigo.

—¡Veintitrés! —anunció una voz en la que se percibía esfuerzo. Otro chasquido, un gemido tenue—. ¡Veinticuatro!

Nora y Máanu se abrieron paso entre los esclavos.

—¡Sitio! ¡Dejadnos pasar! ¡Dejad pasar a la missis!

Máanu empujaba a los hombres a un lado, olvidándose incluso de volver a su balbuciente inglés infantil.

—¡Treinta!

Cuando Nora alcanzó por fin a ver el podio situado en el centro de la plaza, se estremeció. Atado al árbol que daba sombra al reverendo cuando pronunciaba la misa, colgaba Akwasi. Le habían atado las manos a una rama de modo que los pies tocaban el suelo. Al menos al principio había podido mantenerse en pie, pero ya no le quedaban fuerzas para ello.

—¡Treinta y uno!

Truman, el vigilante, levantaba otra vez el látigo. Le temblaba la voz y su torso desnudo estaba empapado de sudor por el esfuerzo.

Por el cuerpo de Akwasi resbalaba la sangre. Tenía la espalda cubierta de estrías y apenas si le quedaba un punto intacto. Nora entendió a qué se refería Máanu. Cuarenta latigazos más y los huesos de la columna vertebral quedarían al descubierto. La espalda se desgarraría y no habría posibilidad de curarla, el hombre moriría de gangrena si no perdía la vida con los azotes.

Akwasi gritó por primera vez cuando recibió el siguiente latigazo. Hasta entonces no había perdido el dominio de sí mismo.

Nora corrió al podio.

—¡Deténgase inmediatamente! —chilló al vigilante, que, sorprendido, bajó el látigo.

—Oh… señora Fortnam… ¿Qué hace usted aquí? Esto es… Bueno, no quisiera ser irrespetuoso, pero este no es lugar para una dama.

—¿Y para un caballero sí? —replicó Nora, mirando llena de espanto el látigo ensangrentado en la mano del hombre todavía joven. Hasta entonces, Truman no le había dado la impresión de ser un bruto. Cuando había tropezado con él, a caballo o con Elias, siempre había sido amable y cortés—. La cuestión es qué hace usted aquí. ¿Le ha dado permiso mi marido para matar a golpes a sus trabajadores?

Truman sonrió.

—Solo para azotarlos. Claro que para una joven dama debe de parecer muy brutal. Pero le aseguro que no estoy extralimitándome en mis atribuciones. Este negro es un agitador, debo imponerle un castigo ejemplar.

—¿Qué ha hecho para merecer este trato? —inquirió Nora.

Akwasi, un joven muy alto y fuerte, se agitó levemente en sus cadenas.

Truman rio.

—Oh, es una larga lista, milady. Sobre todo: incitación a la revuelta, a la insubordinación, al levantamiento, la mentira y la holgazanería. Ejerce una mala influencia sobre los demás, señora Fortnam. Y yo les estoy dejando claro en qué acaba todo eso. Es mi trabajo, señora. Así que, por favor, déjeme continuar.

—¡Ni lo piense! —replicó Nora envalentonada—. Este hombre está medio muerto y no creo que sea eso lo que pretende mi marido. Por lo que he oído decir, aquí la pena máxima consiste en veinte latigazos.

Los esclavos reunidos en la plaza escuchaban con atención. Truman deslizó la mirada por ellos.

—Considerando la gravedad del delito…

—Entonces explíquemelo con más exactitud —pidió Nora—. ¿A quién ha incitado este hombre a hacer qué cosa? Detalles, por favor, señor Truman, nada de acusaciones generales.

Truman soltó un suspiro teatral que a Nora le habría bastado para despedirlo por desvergonzado. De todos modos, era probable que ella no tuviera el derecho de hacerlo, y que a Elias no le hubiera gustado su comportamiento. Pero en ese momento le importaba un rábano, ya se enfrentaría con su marido más tarde.

—¿Tardará mucho, señor Truman?

El vigilante señaló a un esclavo que estaba en la primera fila con las manos atadas, sin duda a la espera de su propio castigo.

—¡Ese de ahí! —explicó Truman—. Esta mañana no se presentó a trabajar y cuando lo descubrí en la choza me contestó que Akwasi le había dicho que tenía que quedarse acostado. Y en cuanto saco de la cama a este tipo, viene nuestro amigo Akwasi de la cabaña de al lado y pretende convencerme de que hay otro enfermo. Ese sí que no le ha hecho caso y ya estaba camino del trabajo. Para su fortuna.

Nora siguió su mirada y creyó reconocer al «afortunado» esclavo, un anciano de rostro gris y delgado. Era evidente que apenas lograba mantenerse derecho.

—Yo diría que ese hombre sí está enfermo —replicó Nora, y luego se dirigió al que estaba atado—. ¿Y tú? ¿Por qué no querías ir a trabajar?

Mientras el esclavo buscaba las palabras para expresarse, Nora se percató de que tenía el pie envuelto en una venda sucia y que se apoyaba en un bastón. El vendaje no era más que un jirón y estaba casi negro de moscas, seguramente empapado de sangre o pus.

—¡Quítate esto! —ordenó la joven—. Máanu, ayúdale si no puede solo y, por todos los cielos, que lo haga sentado, no puede estar todo el rato en equilibrio sobre una pierna.

—Los hombres tienen que presenciar el castigo de pie —advirtió Truman.

Nora lo fulminó con la mirada.

—El castigo, señor Truman, ha terminado. Antes, al menos, he de… ¡Oh, Dios mío!

El hombre se había sentado en el suelo y Nora contempló la herida que Máanu había dejado al descubierto. Algo afilado, seguramente un machete, había penetrado en la planta del pie. La herida era larga pero no muy profunda, era probable que ni huesos ni tendones estuvieran dañados, pero se veía muy abierta y era obvio que nadie la había limpiado correctamente. Nora distinguió pus y sangre y también pequeñas larvas de gusano en la carne.

—¿Y con eso tenía que trabajar este hombre? —preguntó hecha una furia—. ¿Así lo ha enviado todo el día al campo? —El hombre debía de ser Toby, a quien Máanu y Akwasi se habían referido.

—Esta gente se hacen ellos mismos las heridas —afirmó Truman—. Para escaparse. Si los dejamos descansar, los demás los imitarán… Hágame caso, missis, se las saben todas estos…

—No hacer yo mismo… —gimió Toby—. Missis, no creer. Toby no negro malo…

—¡Ningún ser humano se provoca una herida así! —afirmó Nora—. Podría haberse quedado sin pie. Y poco importa cómo se causara la herida: flaco servicio se le hace a mi marido si… —pensó en evitar la palabra, pero luego la soltó— si un esclavo válido muere o pierde una pierna porque no se le ha curado una herida.

Truman se encogió. El argumento tenía su peso. Nora percibió que el hombre parecía dispuesto a ceder.

—Yo… bueno… no sabía…

La joven señora suspiró para sí aliviada.

—Es probable que usted no estuviera bien informado sobre la gravedad de la herida —dijo, detestándose por la componenda—. Y eso seguramente se ha debido a un error por parte de las personas afectadas. Toby, has descuidado informar a tu cuidador de la gravedad de tu herida, deberías haberle pedido que te la curasen y un par de días para recuperarte.

Toby iba a replicar, pero la mirada de Máanu le hizo callar. La doncella sabía mejor que los esclavos a qué obligaciones estaba también sometida su señora.

Si desacreditaba totalmente al vigilante, el backra la reprendería y se pondría del lado de Truman. Y entonces cabía la posibilidad de que el castigo se llevara a término.

Truman asintió dirigiendo al herido una mirada acusadora.

—Es cierto, señora —dijo—. Este hombre…

—Este hombre se ha castigado en cierto modo a sí mismo, seguro que sufre fuertes dolores. No veo necesario que se le siga sancionando, pero, naturalmente, debe aclarar este asunto con mi marido. —Nora suspiró. Solamente podía proteger a Toby de esa manera, y luego esperar que Elias fuera razonable—. Tú… —dirigió una mirada al otro hombre de aspecto enfermizo que estaba entre la multitud—. Ayuda a Toby a ir a la cocina de la casa grande. Que se siente y meta el pie en agua caliente con jabón de lejía. Enseguida voy yo y me encargo de eso. Y vosotros… —Señaló a dos jóvenes que estaban en el borde de la plaza. Para ayudar a Akwasi necesitaba hombres fuertes. El muchacho colgaba ahora inerte de sus ligaduras, posiblemente había perdido la conciencia—. Vosotros llevaréis a Akwasi a su cabaña. Hoy no podrá trabajar. También esta pérdida podría haberse evitado con un castigo más suave. —Otro reproche a Truman… Nora esperaba intimidarlo. Elias era partidario de infligir castigos duros a sus esclavos, pero también deseaba verlos a todos en el campo—. Los otros que vuelvan al trabajo. Señor Truman…

Nora supervisó cómo los hombres cortaban las ligaduras de Akwasi y lo conducían a su cabaña. Esperaba que estuviera limpia y que alguien lo vendara. Ya se posaban moscas en sus heridas. Pero también de eso se ocuparía más tarde… Nora se retiró con porte majestuoso y regresó con paso solemne a la casa, aunque habría preferido salir corriendo. Por dentro ardía de emoción, pero no podía alegrarse de su «victoria».

Ahí era donde siempre lo hacían, había dicho Máanu acerca de la plaza delante de la cocina. Así que atizar con el látigo a los esclavos era moneda corriente. Le repugnaba profundamente. Debería involucrase más si quería seguir viviendo en la plantación.

Nora Fortnam Reed había dejado de ser la chica pusilánime que había velado desamparada a su amado en el lecho de muerte. Dos años de trabajos de beneficencia en el East End la habían curado de espanto en lo que al cuidado de enfermos se refería. Acompañar a un hombre comprometido como el doctor Mason cuando ayudaba a los pobres había constituido una de sus más instructivas actividades. Y había tenido que echarle una mano cuando en una habitación contigua del comedor de los pobres se ocupaba de enfermos y heridos, un trabajo que solían evitar las demás señoras. Nora, por el contrario, no sentía repugnancia con tanta facilidad.

Ahora, limpió resueltamente el pie infectado del esclavo Toby y desprendió los gusanos de la piel con un cuchillo romo. Por último, recordó uno de los principios fundamentales de Mason: que la ginebra, tomada con mesura, lo curaba casi todo. En Londres nunca había suficiente agua limpia para limpiar las heridas y Mason también había recurrido en esos casos al aguardiente. Por lo que Nora había observado, eso aceleraba la curación en lugar de dificultarla. Así que regó la herida del pie con licor de caña de azúcar de las reservas de su marido y luego le aplicó el ungüento de Adwea y la vendó.

—Haremos lo mismo cada día hasta que la herida esté curada —informó al esclavo—. Con la ayuda de Dios no perderás el pie. Pero ahora no te levantes, deja que te lleven a la cabaña y pon la pierna en alto. Necesitas tranquilidad. Adwea te llevará la comida. Ah, y… ¿Hardy? —Lanzó al más anciano una mirada inquisitiva. El hombre asintió—. Hardy te cuidará, mientras no estés bien no irá a trabajar. Si entretanto se le cura la tos, pues mejor.

Nora despidió a los hombres y fue a lavarse a la casa. Necesitaba refrescarse antes de ocuparse de la espalda de Akwasi. Nunca se rendía, pero la visión de gusanos en una herida todavía le provocaba aversión pese a los dos años de asistencia a desvalidos.

Se miró en el espejo, se recogió los cabellos desprendidos de la coleta con una cinta de seda floreada y se empolvó el rostro enrojecido para darle una elegante palidez. No quería dar la impresión de estar agitada y confusa si tropezaba con algún vigilante en el camino hacia las cabañas. Ya tenía bastante con ir sudada y con los encajes de la blusa colgando tristemente por encima del vestido.

Sin embargo, exceptuando a Adwea y el personal de la cocina, no se encontró con nadie cuando acortó el camino pasando por el reino de la cocinera. Esta le entregó rápidamente un tarro de ungüento. Lo elaboraba con grasa de cerdo y determinadas hierbas o flores.

—Envía a un chico a la destilería para que reponga las provisiones de aguardiente —le encargó Nora.

Aguardiente no faltaría, dado que se destilaba ahí mismo. Nora solo esperaba que no hubiera que dejarlo reposar durante años como un buen whisky, pero Adwea disipó esos temores. Nora se asombró de que le respondiera al punto y en un inglés fluido. Desde que habían curado juntas a Toby parecía haber nacido una especie de complicidad entre la señora y la sirvienta. Nora se alegró de ello mientras se acercaba al caserío de los esclavos.

Akwasi yacía boca abajo en medio de una cabaña que compartía con otros dos jóvenes trabajadores del campo. Los hombres debían de haberlo llevado hasta ahí y dejado tal cual, sin duda siguiendo las indicaciones de Truman de que cumplieran lo más rápido posible las órdenes de la señora. Máanu lloraba arrodillada junto al cuerpo inerte. Entre sollozo y sollozo hablaba a Akwasi, le suplicaba que despertara e intentaba torpemente levantarle la cabeza para darle agua.

—Déjalo dormir, para él es mejor estar inconsciente hasta que le hayamos curado las heridas —señaló Nora. Máanu se levantó sobresaltada, pero se serenó al reconocer a su señora—. El jabón de lejía y el alcohol escuecen una barbaridad y bastantes dolores debe de estar sufriendo ya.

Máanu se tranquilizó y ayudó a lavar las heridas. Akwasi se despertó con un gemido cuando le vertieron aguardiente sobre la espalda desollada.

El joven no había vuelto a ver a la nueva señora de la plantación. Como trabajador del campo apenas coincidía con ella. Naturalmente, las mujeres comentaban acerca de Nora Fortnam, Máanu no cesaba de hacerlo, pero contaba tantas cosas a Akwasi que él apenas le prestaba atención. Se notaba que la muchacha iba tras él, pero para el muchacho no era más que una hermanita pequeña. Así y todo, lo último en que Akwasi pensaba era en buscar esposa y, si eso sucediera, no se decidiría por una esclava.

Akwasi era un joven airado que se mantenía lo más alejado posible de los blancos, simplemente para no tener que reprimir el impulso de trocear con el machete al vigilante o incluso al backra en lugar de la caña de azúcar. Habría tenido la fuerza para consumar ese acto, y en ocasiones se preguntaba si no valdría la pena morir por la satisfacción que ello le supondría. Pero después volvía a contenerse con entereza… no solo acabarían ahorcándole a él, sino a todos los de su grupo, y ninguno sabía si el castigo acabaría en la horca.

Los propietarios de las plantaciones tenían poder absoluto sobre los esclavos. Si bien existían leyes para regular los castigos, nadie se preocuparía de un esclavo que a ojos del backra se había comportado de forma imperdonable. Akwasi había oído hablar de hombres que habían sido quemados vivos o a los que mataban lentamente cortándoles un miembro tras otro. Él no quería morir así y tampoco que lo azotaran hasta la muerte. Había contado, por supuesto, con que lo castigarían por haberse ocupado de Toby. De hecho, este había irrumpido sin cuidado y furioso en el campo de trabajo y había pisado el machete de Akwasi, quien después se había sentido culpable del infortunio. Toby se había puesto nervioso cuando el vigilante había entrado en su cabaña y había delatado a Akwasi, en lugar de mostrarle las heridas como se le había dicho y de ese modo despertar tal vez los sentimientos o al menos a la razón de Truman. Hasta el hombre más tonto sabía que Toby podía perder la pierna o la vida si la herida se le infectaba. Pero luego, setenta latigazos…

Akwasi ya había recibido varias veces diez latigazos, una vez quince y otra veinte, y sabía que nadie sobrevivía a los cuarenta. Cuando Truman empezó a azotarle, se había despedido de la vida. Y todo había ocurrido como él preveía: primero un dolor lacerante que aumentaba más cuando el látigo recorría heridas abiertas, luego una especie de indiferencia y después un piadoso desfallecimiento del que esperaba no volver a despertar para morir lentamente de gangrena.

Pero algo se había interpuesto: cuando el espíritu de Akwasi se disponía a abandonar su atormentado cuerpo, había aparecido una especie de ángel. Akwasi lo recordaba vagamente, pero había sido una figura clara, un ser luminoso… y cuando ahora abrió los ojos, volvía a estar allí.

El joven se quedó mirando desconcertado el blanco rostro de Nora, enmarcado por una corona de flores y un cabello de brillos dorados. Los rasgos dulces, la calidez de sus extraños ojos verdes… Akwasi nunca había visto una criatura con ese color de ojos. A medias despierto, pensó que era una criatura celestial e intentó sonreír.

—Toma, bebe.

Una voz animosa y cordial se dirigía a él. Akwasi bebió un trago de la botella que la mujer le llevó a los labios. Saboreó un líquido fuerte que despertó completamente sus sentidos. Era incapaz de apartar los ojos de su benefactora. No era un ángel, claro, tampoco un espíritu, sino… ¡una blanca! La señora, la esposa del odiado patrón. Y pese a ello, su alma danzaba de alegría al verla. ¡Era la criatura más hermosa que jamás había visto! Una muchacha con la que nunca habría osado soñar.

Akwasi se avergonzó de sus sentimientos en cuanto germinaron, pero no pudo evitar seguir mirando a Nora. Ella le dedicó una sonrisa amable pero distante.

—Eh, no me mires como si te hubiera resucitado. Si a alguien tienes que dar las gracias por estar vivo es a Máanu. Ven, Máanu, ayúdame a enderezarlo un poco, y luego…

Akwasi se levantó a pulso.

—Puedo solo…

Buscó la botella, pero Nora le tendió un cántaro con agua.

—Primero apaga la sed, muchacho, pero no te preocupes, te dejaré aquí el aguardiente, te aliviará el dolor. Y ahora tenemos que…

Hizo el gesto de ir a extenderle el ungüento por la espalda, pero Akwasi rechazó a ambas mujeres.

—Déjenme tranquilo… Ya puedo solo.

—Pero ¿cómo vas a frotarte tú solo la espalda? —repuso Máanu.

El orgullo masculino, otra cosa más en que los negros no se distinguían de los blancos. Nora recordó lo difícil que siempre le había resultado a Simon aceptar su ayuda. A Akwasi debía de ocurrirle lo mismo con Máanu y, desde luego, no agonizaba. El joven esclavo era fuerte como un toro, no tardó en sobreponerse a la debilidad y soportó el dolor sin quejarse. Nora se acordó de que había gritado por primera vez al superar los treinta latigazos. Akwasi era fuerte y orgulloso, y tenía todas las razones para sentirse dichoso.

—Vámonos, Máanu —dijo Nora afablemente—. Y tú quédate un rato acostado, Akwasi. Adwea vendrá a verte más tarde… —El joven sin duda permitiría que la cocinera, mayor que él, lo ayudase—. De todos modos, tendrías que taparte las heridas. Las moscas…

Nora buscó en la pobre choza una camisa o una venda, pero Máanu ya había pensado en ello. Bajó la vista avergonzada cuando Nora distinguió las tiras de lino y las reconoció. La muchacha había cortado o desgarrado la falda que Nora le había regalado para poder poner una venda limpia a Akwasi.

—Missis no enfadarse —susurró intimidada.

Nora sacudió la cabeza y sintió una especie de ternura. Máanu debía amar verdaderamente al joven. Ojalá Akwasi correspondiera a los sentimientos de la doncella.

El joven negro, por su parte, se olvidó de Máanu en cuanto las mujeres hubieron abandonado la cabaña. Bebió un par de tragos de licor de caña, pero lo que realmente hizo acallar sus dolores fue evocar a Nora Fortnam e imaginarse que la estrechaba entre sus brazos.