Capítulo 8

Elias se enfadó cuando supo que Nora había ido a la playa sin un acompañante.

—Ya sé, ya sé, aquí no parece haber ningún peligro —le reprochó—. Pero están los cimarrones, y Hollister dice que hace poco, algo más arriba de Kingston, se han producido asaltos. Sin contar con que no es propio de una dama salir sola de paseo a caballo.

—¿Cimarrones? —preguntó Nora sin atender a la cuestión del decoro—. Son esclavos libres, ¿verdad? Pero…

—Son los descendientes de los malditos negros que los españoles dejaron aquí —contestó Elias—. Un regalito para los conquistadores ingleses. Antes de marcharse, los españoles liberaron y ¡armaron! a sus esclavos. Todavía me resulta incomprensible.

Nora no lo consideró tan incomprensible, sino un tipo distinto de estrategia bélica. Los conquistadores españoles se habían vengado de quienes les habían arrebatado la tierra y era probable que sus descendientes todavía hoy se alegraran de ello.

—Pensaron que los negros lucharían —prosiguió iracundo Elias—, pero se equivocaron. Se retiraron enseguida a las montañas y ahí siguen. Qué chusma… Son demasiado cobardes para librar una guerra abierta, pero continúan fastidiando, un robo por ahí, un saqueo por allá… A veces esconden a esclavos huidos, otras veces los entregan a cambio de una recompensa. No hay que confiar en ellos, ni siquiera cuando se llega a acuerdos o convenios.

—¿Y bajan hasta nuestra playa? —preguntó Nora sorprendida.

Elias hizo un gesto de ignorancia.

—Pueden estar por todas partes —afirmó—. Así que llévate a un mozo cuando salgas a caballo. Y a ver si te proteges la cara, otra vez has estado mucho rato al sol.

Así pues, Nora pidió a un esclavo que la acompañara durante su siguiente excursión, pero no se lo pasó tan bien. A los mozos solo se les permitía coger mulos y nadie les había enseñado a montar. El chico resbalaba desvalido por el lomo del mulo sin ensillar y cuando Nora trotaba o galopaba corría el peligro de caerse. En el bosque que precedía la playa, le indicó que desmontase y cuidase de los caballos, pero con el esclavo a sus espaldas se sentía controlada y observada. Protegerse el rostro al cabalgar era casi imposible, la incidencia de la luz variaba demasiado. Y así, a los pocos días, su tez había adquirido un ligero tono dorado. En la playa eso sucedía con más rapidez que en el jardín, como si la arena y el mar reflejasen la luz del sol con más fuerza. La muchacha redujo entonces sus visitas a la bahía de sus sueños. Cuando acudía, iba a pie, lo que le llevaba más tiempo pero evitaba que la descubriesen. Siempre que dejara el caballo en el establo, nadie la vigilaría ni saldría en su busca.

Al parecer, la esposa del hacendado no tenía que realizar ninguna tarea ni en casa ni en el campo. Se la eximía de toda obligación, desde ordenar la ropa hasta cuidar del jardín, una actividad a la que las damas inglesas solían dedicarse de buen grado. La señora de la casa era un bello objeto de decoración al que se mimaba y cuidaba como un perro faldero. Nora se sentía como una muñeca cuando Máanu la peinaba y vestía por las mañanas. La joven aprendía cualquier operación con rapidez y era sumamente diestra. Puesto que Elias ya solía estar fuera cuando el sol que entraba en la habitación de Nora la despertaba, le llevaban el desayuno a la cama. Tan solo tenía que sentarse a esperar.

Durante los primeros días, Nora se encargó de distribuir elegantemente por la casa las esculturas y cuadros que Elias había adquirido, pero esa tarea pronto estuvo concluida. Buscó algo en lo que ocuparse hasta que pronto se dio cuenta de que era inútil. Si no había que organizar fiestas y reuniones —y Elias todavía no se lo había pedido—, la joven no tenía nada que hacer salvo absurdos trabajos manuales, leer y escribir cartas. Por fortuna, la casa disponía de una biblioteca y parecía incluso que Elias había leído, o al menos ojeado, un par de ejemplares. Nora se interesó por los libros de sir Hans Sloane acerca de la flora y la fauna de Jamaica y se los llevó a la terraza. La glorieta adornada con tallas de madera sobre la cocina era muy acogedora y Nora pronto optó por pasar allí varias horas al día. No solo leía y escribía, sino que espiaba al personal que trajinaba en la zona de servicios, debajo de su lugar favorito. No es que tuviera malas intenciones, simplemente le gustaba participar, aunque fuera marginalmente, de la vida de la plantación. Escuchaba las canciones de las cocineras que cantaban mientras limpiaban la verdura o el pescado, se reía del estricto mando que ejercía Adwea en su cocina, así como de sus fingidos enfados cuando los sirvientes y las chicas hacían chistes o intercambiaban algún beso en lugar de coger la escoba o los cucharones. Sorprendentemente, los negros también hablaban entre sí ese inglés básico que ya le había llamado la atención en boca de Máanu y Adwea. ¿Les estaría prohibido hablar en su propia lengua?

Máanu volvió a encogerse de hombros cuando Nora se lo preguntó. Un gesto característico que también había advertido en otros esclavos. El personal de servicio parecía cultivar las virtudes de los tres monos: ni oír ni ver ni, Dios nos libre, admitir que sabían algo.

—No lo sé —respondió Máanu—. No sé si prohibido. Pero sí saber que no entenderse.

—¿La… la gente de África —Nora insistía en hablar de los esclavos— ya no entiende su propia lengua? —inquirió sorprendida.

—Sí, missis, la suya sí, pero las otras no. En África muchas lenguas… muchas tribus.

Nora asintió. Ahora comprendió. Al parecer, los negros de las plantaciones constituían un abigarrado grupo de personas de distintas zonas del continente. Claro, ¡África era muy grande! Hasta entonces no había pensado en ello, pero allí también debía de haber países como Inglaterra, España, Francia y Flandes, con distintos idiomas y no mucho en común. Eso explicaba por qué se producían tan pocos levantamientos. Para los blancos, todos los negros eran iguales, pero entre los esclavos había diferencias y tal vez el hombre junto al cual uno había sido encadenado era un enemigo en su tierra.

Este descubrimiento aumentó la desagradable sensación que experimentaba siempre que le describían la posesión de esclavos como una práctica permitida por Dios y a los negros casi como si fueran animales. África no podía ser tan diferente de Europa: distintas lenguas, países enfrentados. Todo ello no hacía honor a la inteligencia y el espíritu pacífico de las tribus, pero tampoco a que se considerase a los negros seres inferiores.

Nora pensaba acerca de esto con frecuencia cuando permanecía indolente en su glorieta, sumida en sus ensoñaciones, hasta que una vez oyó algo que la inquietó. Anochecía, pronto servirían la cena y el momento de mayor actividad en la cocina había pasado. Una parte de las muchachas que trabajaban ahí ya se había ido a las cabañas, otras ponían la mesa y llevaban los platos. Nora, que, como tan frecuentemente solía hacer desde su llegada a la isla, oía nostálgica el canto de los grillos y contemplaba soñadora la puesta de sol, se levantó suspirando. Debía marcharse para no llegar demasiado tarde a la mesa. Elias daba mucha importancia al hecho de comer juntos en una mesa bien servida. Los primeros días había reprendido a Nora porque las copas no tenían un brillo perfecto y los cubiertos estaban en el lugar equivocado. Su esposa tenía que estimular a las esclavas para que desempeñaran correctamente sus tareas: con qué objeto, sino ese, había llevado una dama a su casa.

Sedienta de actividad, Nora había reunido al día siguiente a los empleados alrededor de la mesa para repasar la colocación exacta de los platos, los cuencos de la sopa y los cubiertos a fin de que no se cometiera ningún error. Los negros aprendían más rápidamente que el personal de Inglaterra, pero estos últimos no tenían ningún látigo amenazándolos, claro. Nora solo tuvo que explicar una vez a los sirvientes la forma correcta de servir; a partir de ahí todo transcurrió sin problemas. Elias, al menos, no advirtió ningún desatino y ella evitaba corregir en la mesa equivocaciones leves. Esperaba a señalárselas más tarde al personal, un detalle que los sirvientes sabían valorar. En realidad no había nada concreto en que se apoyara tal suposición, pero Nora tenía la impresión de que el personal doméstico empezaba a apreciarla. En cualquier caso más que a su marido, frente al cual la mayoría albergaba un temor oculto, pese a su obediencia… O un sentimiento de odio, como se intuía en Máanu.

Nora se había encaminado al comedor para controlar cómo estaba puesta la mesa. Tal vez tendría que recordarles cómo se hacía la decoración floral; apenas el día antes había enseñado a las sirvientas cómo arreglar las flores con gusto. Pero entonces oyó voces en el jardín de la cocina.

—¿Akwasi? ¿Estás ahí? Sal, ya no hay nadie.

Nora reconoció la voz de Máanu… hablando inglés con fluidez.

—Acabo de llegar, hemos estado trabajando en el límite con los Hollister. Con ese Truman de vigilante. Hardy está agotado y Toby…

Nora nunca había oído esa voz masculina. Ese esclavo no debía de pertenecer al servicio doméstico.

—Tiene el pie mal, ¿verdad? ¿Qué dice Kwadwo? —Máanu parecía preocupada.

El joven resopló.

—Lo de siempre. Hay que invocar a los espíritus y quizá lo curen o quizá no. El ungüento de tu madre tampoco ayuda mucho. Pero no es extraño, con una herida tan abierta…

Máanu gimió.

—Llévate esto, le dará fuerzas. Y no es necesario que acuda al rancho. Mi madre dice que tiene que quedarse acostado y con el pie en alto. Eso le ayudará más que cualquier medicina. Y aquí está el caldo de carne para Hardy. Tiene que volver a ponerse fuerte o Truman lo llamará al orden, o le dará de latigazos. ¿No hay ningún sitio para él en la destilería, o para refinar el azúcar?

Nora se quedó pasmada ante la elocuencia de su esclava, y sobre todo la de su interlocutor, el supuesto trabajador del campo. Pero ahora tenía que marcharse urgentemente. Mejor no pensar en qué sucedería si Elias salía a buscarla y descubría a esos dos ahí abajo. Nora no sabía qué pasaba con el idioma, pero estaba segura de que Adwea y Máanu tenían prohibido coger comida de la mesa de los señores para dársela a los trabajadores del campo.

No pensaba delatar a la pareja. Pero ¡esa noche Máanu tendría que hablar con ella y responder a sus preguntas!

—¡Por favor, no decir al backra, missis! ¡Por favor, no decir al backra! —Por primera vez desde que la conocía, Máanu perdió su actitud digna y su aparente indiferencia. Había palidecido y su piel negra había adquirido un tono grisáceo—. Él castigar a Akwasi… y Toby… —La muchacha parecía sufrir más por su amigo que por sí misma—. Y a mí…

Máanu se frotó agitada la frente como si quisiera ahuyentar de su mente las posibles consecuencias de sus faltas. A Nora le habría gustado tranquilizarla, pero estaba decidida a mostrarse firme. Ese día quería que respondiera a un par de preguntas.

—¡Habla bien, Máanu! Sé que sabes, y también ese Akwasi. ¡Y deja de tomarme el pelo!

—Máanu, Kitty, no burlarse de missis…

Era evidente que la chica estaba aterrorizada.

—¡Contrólate y habla bien, Máanu! —insistió Nora—. Entonces no te pasará nada. No voy a delatarte, pero estoy harta de que me engañes.

—Yo no la estoy engañando, missis —susurró abatida—. Yo no miento si…

—¿… si finges no hablar nuestra lengua aunque en realidad hablas inglés mejor que mis sirvientes en Londres?

Máanu bajó la cabeza.

—Mi madre me dice que he de pasar inadvertida. Y Akwasi también. Eso solo nos causa problemas a los esclavos domésticos, y aún más a los del campo. Bastante tiene ya Akwasi.

Nora no comentó nada al principio.

—¿Significa que los señores blancos prefieren hablar con vosotros en esta especie de idioma de… de niños?

Máanu asintió.

—Pero no todos saben tan bien el inglés —añadió—. Solo unos pocos, aunque yo creo que algunos entienden más de lo que simulan.

Tesis que apoyaba el rápido éxito de la clase de Nora sobre cómo poner correctamente una mesa. Pero Máanu se expresaba de forma sorprendentemente elaborada.

—¿Y quién te ha enseñado todo lo que sabes?

—Doug… el señor Douglas, missis. El hijo del backra. Mi mamá se ocupó de él, sobre todo cuando falleció su madre, y también de Akwasi, fue en el mismo período…

—¿La madre de Akwasi también murió?

De repente Nora cayó en la cuenta de los pocos niños que había en la plantación. Claro que los hijos del personal de servicio de las casas inglesas tampoco andaban correteando de un lado a otro, pero o bien los sirvientes no estaban casados y vivían en la casa, o se reunían por la noche con su familia como Peppers. Por el contrario, los esclavos vivían ahí y era obvio que nadie controlaba quién compartía cama con quién. Al menos el caserío de los esclavos debería estar lleno de negritos, pero nunca se veía a un niño ni se oía un llanto como en casa de los Tanner en Londres.

Máanu apretó los labios.

—No… exactamente. Pero mamá Adwea cuidó de los dos niños, ellos jugaban juntos y yo con ellos cuando nací. Pero yo soy mucho más joven. Doug… el backra Douglas quería que Akwasi fuera su boy, y el backra se lo permitió. Por eso se quedó con él cuando tuvo un profesor particular y una institutriz blanca. Y yo los seguía a los dos cuando podía. La nanny blanca (miss Carleon) me encontraba graciosa.

Nora asintió.

—Entiendo. Y en algún momento Akwasi cayó en desgracia y acabó en los campos, y temes que si me doy cuenta de que hablas correctamente quizá te pasará lo mismo. No lo creas, Máanu. Me gusta tener una doncella que construya bien las frases, y también prefiero que no responda a todas mis preguntas con un «no sé». Así que comportémonos como personas normales.

—¿Personas, missis? —preguntó Máanu con dureza.

En cuanto hubo superado el miedo, resurgían su espíritu de contradicción y su tendencia a la ironía. Nora suspiró y se quitó la cofia de dormir que Máanu ya le había colocado. Era probable que Elias pasara a verla y él prefería que llevara el cabello suelto. Por otra parte, tenía que dar por concluida esa conversación antes de que su marido las sorprendiese.

—No quiero tenerte de enemiga, Máanu —declaró con voz cansada—. Al contrario. No puedo cambiar nada relativo a tu posición ni a la mía. Pero yo no te trataré como un animal, y deseo que tú no me trates como una muñeca a la que vas cambiando de vestido. Como muestra de mi buena voluntad, no te preguntaré ahora por Toby y Hardy, ni sobre lo que Adwea y tú les habéis enviado por medio de ese Akwasi. Entiendo que todos actuáis con buena intención y que no queréis perjudicar a nadie. ¿Es así?

Máanu asintió con expresión de alivio.

—Solo queremos ayudar —dijo secamente.

Nora cogió el cuenco de fruta que siempre había en su vestidor.

—Entonces toma esto para Toby y Hardy, sean quienes sean. Y di a Adwea que a partir de ahora no controlaré las cantidades de carne y verdura, o lo que sea que cocine en el puchero; dicho sea de paso, tenía un aroma estupendo, tal vez nos sirva algún día algo parecido.