Capítulo 7

Las habitaciones a través de las cuales Máanu conducía a su señora no sorprendieron a esta última. La distribución del interior de la casa también se correspondía en cierto modo con la de una residencia inglesa: había un gran vestíbulo que llevaba a un salón de baile, salas más pequeñas y una ancha escalinata que ascendía a los dormitorios del primer piso. El mobiliario le pareció tosco y pesado; los carpinteros de Kingston no sabían imitar a la perfección los muebles exquisitamente concebidos y algo juguetones de la época del Rey Sol, hacia la cual todavía seguía orientada la moda. No percatarse de ello era muy propio de Elias, ya que no tenía educado el gusto por el arte y la cultura.

De ahí que le sorprendiera la decoración de sus propios aposentos en el primer piso, donde penetró atónita en una especie de pequeño Versalles. Había frágiles mesitas con una pátina de lámina de oro, un escritorio con patas elegantemente onduladas, escabeles acolchados, sillas tapizadas de rosa viejo y una cama con un cabezal de medallón y suntuosos volantes. Seguro que esos muebles no habían sido construidos en Kingston; Nora pensó que los habían importado de Francia directamente o a través de Londres. Con un ligero estremecimiento tomó conciencia de que aquellos aposentos habían sido amueblados con primor por la primera señora Fortnam, un refugio totalmente europeo. Nora se preguntó por vez primera quién habría sido esa mujer. Su gusto exquisito respondía al de una dama. ¿La habría llevado Elias también como un trofeo cuando se hubo hecho rico y pretendió codearse con la buena sociedad?

La misma Nora habría preferido una habitación más sencilla, pero en el fondo le daba igual. Lo importante era que tenía su propio espacio: un pequeño salón y un dormitorio con vestidor. Estaba segura de que Elias Fortnam no se quedaría en la cama decorada con cortinas floreadas y encajes más tiempo del necesario para cumplir sus deberes de esposo. Nora se preguntó cómo serían las dependencias personales de Elias, pero tampoco eso le importaba especialmente. Se dirigió hacia las ventanas y se olvidó de todo lo relativo al mobiliario. Corrió a un lado con determinación las cortinas plisadas y disfrutó por fin de la tan anhelada vista sobre la playa. Si bien entre la casa y la costa había jardines y un bosque, desde el primer piso la mirada se perdía en la lejanía y se divisaba una cinta de arena y, detrás, la superficie infinita del mar.

—¡Qué bonito! —exclamó casi con devoción—. ¡Es maravilloso!

—Sí, missis. —Máanu no parecía tan eufórica, pero para ella no era una novedad—. ¿Poder hacer algo por usted? ¿Cambiar ropa, peinar pelo? Antes hacerlo para visitas. Doncella de lady Hollister enseñar a mí.

Nora se sentó a su pesar en la frágil silla del tocador que Máanu le señalaba. Habría preferido salir a pasear por la casa y el jardín, pero de una dama se esperaba que se repusiera tras un largo viaje. Saldría a explorar por la tarde, una vez inspeccionados la cocina y el sótano, si es que tenía que hacerlo. Eso era lo que esperaría una servidumbre inglesa de una nueva señora. Luego ya vería qué rumbo tomaban las cosas.

—Déjame el cabello suelto, Máanu, y cepíllalo. Después ya veremos si encontramos en la maleta alguna bata que no esté húmeda y arrugada. Puedes llevarte el resto y lavarlo. Las prendas llevan tres meses sin airearse como es debido. Hoy por la tarde ya habrán llegado los arcones, ¿no?

—Sí, missis —dijo Máanu, y se dirigió a un armario pintado de rosa y azul claro y guarnecido con adornos de hierro. Sacó una bata de seda estampada con flores grandes—. ¿Gusta a missis? —preguntó.

Nora no supo qué contestar. El armario estaba lleno de vestidos, seguro que ninguno confeccionado para ella. Era evidente que formaban parte del legado de su antecesora. No le agradaba recurrir a esa prenda, pero no olía, como ella había supuesto, a enmohecido, sino a flores de azahar.

—Nosotras lavar para missis —respondió Máanu a su muda pregunta—. ¿Gusta?

Conmovida por los desvelos de su nueva doncella, Nora se rindió, y no se arrepintió. La seda se deslizó fresca sobre su piel y el perfume la acarició tras la larga travesía oceánica. Recordó el olor repulsivo de Elias en la última noche. Era probable que ella tampoco oliera a rosas.

—¿Podrías prepararme un baño, Máanu? —pidió vacilante.

No era habitual que la gente de la buena sociedad se bañara con frecuencia, pero la idea de que eso era perjudicial iba cambiando poco a poco, hasta el punto de que ese año Thomas Reed había mandado instalar en su casa de Mayfair una bañera de cobre. Pero ¿lo habría considerado la primera señora Fortnam un lujo o un peligro?

Máanu frunció su frente lisa y negra.

—¡Señores blancos no bañan! —replicó categórica.

Nora suspiró. Tendría que instruir un poco a la chica. Sin embargo, la observación de Máanu arrojaba un rayo de esperanza: los sirvientes conocían lugares donde bañarse. Nora se prometió encontrar un lago o un río donde zambullirse. El frío no representaría ahí ningún problema.

A continuación, pidió una jofaina con agua y un guante de tocador. Máanu se los trajo y luego observó con interés cómo Nora se frotaba el cuerpo con el guante mojado y la ayudó a restregarse la espalda. Después volvió a rebuscar en los armarios de la anterior señora Fortnam y sacó una camisa. Nora se la puso a disgusto, pero Máanu tenía razón: era más cómoda que la ropa interior de la maleta, que había lavado varias veces durante el viaje con agua no demasiado limpia.

—¿Cuánto… cuánto tiempo hace que tu… humm… tu anterior missis…? ¿Cuándo murió? —se atrevió a preguntar. La cuestión le resultaba penosa, pero aún peor habría sido planteársela a Elias.

La chica se encogió de hombros.

—No sé, missis. Pero hace mucho, mucho. Máanu así de pequeña.

Aludió con un gesto a un niño de uno o dos años. La señora Fortnam debía de llevar al menos quince años muerta.

—Bien, ya puedes marcharte —zanjó Nora—. Lo has hecho todo muy bien, creo que serás una buena doncella… ¿Te gustará serlo, Máanu? ¿Te gustaría ser mi sirvienta personal?

Nora era consciente de que la pregunta sorprendería a la esclava, pero quería plantearla. La conducta de Máanu todavía le resultaba difícil de comprender. La muchacha era servicial y se ocupaba de ella. También era hábil con el peine y el cepillo y parecía tener un poco de experiencia. Pero cuando Elias le había ofrecido el puesto se había mostrado reticente y desganada.

—Claro, missis —respondió, pero con un extraño desinterés en su tono—. Máanu hacer lo que missis quiere.

Nora no insistió.

—Estupendo. Ahora vete y dile a tu madre que estoy muy contenta contigo. Y que esta tarde pasaré por la cocina… bueno, si le parece bien… Tal vez pueda enseñarme las zonas de servicios.

Máanu hizo una reverencia y se retiró, mientras Nora presentía que esa petición también le resultaría extraña a la muchacha. Adwea no era una gobernanta como la señora Robbins en la casa de los Reed. Era una esclava y no esperaba que le pidieran algo, sino que se lo ordenasen.

Sin embargo, la cocinera se mostró sumamente amable cuando Nora se presentó en su reino. Para su sorpresa, la cocina daba al lado del mar del edificio. Las ayudantas de cocina podían desembarazarse fácilmente de las basuras, coger agua clara de un arroyuelo que fluía por el jardín y disfrutaban trabajando en el exterior. En cualquier caso, esa cocina se veía más aireada que las áreas de servicio londinenses. Nora lamentó no poder pasar más tiempo allí. Pero luego advirtió que por encima de esa zona y el huerto colindante había una construcción de madera similar a una terraza. ¿Acaso se accedía desde la casa principal y conducía al jardín de la propiedad? Desde la habitación, Nora había comprobado que Cascarilla Gardens reposaba en una colina. El terreno descendía en terrazas al bosque y luego a la playa. Ese trozo de jardín se había cubierto y servía como ampliación de la zona de servicios. Algo alejadas de la casa, entre los árboles, descubrió unas cabañas. Eran las cabañas de los esclavos, que no se apreciaban desde el portal y el jardín de la casa señorial. Contaban con un sencillo acceso a la entrada de la cocina.

—¿Vivís… ahí? —preguntó.

Adwea asintió con una sonrisa.

—Sí. ¿Querer ver, missis? Todo limpio y ordenado. Como cocina.

En efecto, las dependencias de la cocina estaban impecables, todos los cazos y sartenes se veían inmaculados y el cobre brillaba. La cocina estaba bien amueblada y equipada, siguiendo también el modelo inglés antiguo. Nora se preguntó qué cocinaría ahí Adwea. ¿Quién le habría enseñado la cocina inglesa a esa mujer africana? Sobre una mesa vio por vez primera un cuenco con frutas tropicales, y la sonriente y nada cohibida Adwea le enseñó a pelar un plátano.

—¿Bueno, missis? —preguntó.

Nora nunca había probado algo tan sabroso. Cuando más tarde siguió a Adwea a través de la casa —la cocinera le enseñó con toda naturalidad los salones y salas de recepción, todos tan limpios como la zona de servicios—, se tocó el colgante del anillo de Simon. Se había quitado la alhaja antes de lavarse, pero había vuelto a ponérsela con el vestido de seda de la tarde que Máanu le había llevado a la habitación por propia iniciativa tras el descanso de mediodía. Algún miembro del personal doméstico había vaciado los arcones y aireado y planchado la ropa. Máanu había adornado el cabello de su señora con flores de azahar que combinaban con el estampado del vestido. Nora no podía dejar de pensar en Simon. Aquello era su sueño hecho realidad. Incluso había fantaseado con las manos de color de las indígenas cuando en sus sueños de los mares del Sur se permitía tener una sirvienta o una amiga. Aunque, por supuesto, nunca se había imaginado a una esclava…

Nora pensó en la posibilidad de hacerle un pequeño obsequio a Máanu, y eligió un par de cintas de colores; aprovechó la oportunidad para pasar una tira de satén rosa claro por su colgante. De forma espontánea, había decidido que el tiempo de las cintas de terciopelo negro había quedado atrás. Bien, solo le quedaba inspeccionar la casa para después salir a pasear por el jardín tropical acompañada del espíritu de Simon. Elias no la importunaría. Según le comunicó algo mohína Máanu, su esposo se encontraba en algún lugar de la plantación. Nora se percató de que el rostro de su nueva doncella se contraía cuando se mencionaba a Elias, el backra. La muchacha debía de estar resentida con él y por eso había dudado en ponerse al servicio de Nora.

Los salones y las salas de recepción se ampliaban en el extremo sur de la casa con dos terrazas de madera que, como Nora ya había supuesto, formaban una especie de puente sobre el huerto de la cocina. Adwea pretendía hacer una breve visita, no esperaba que la nueva señora quisiera dar un paseo por el jardín. Sin embargo, Nora quería poner punto final a la excursión por su original residencia inglesa y tropical.

—Voy a salir un poco, Adwea. No hace falta que me acompañes, gracias, puedo arreglármelas sola. Necesito un poco de aire fresco… si no puedo… si no salgo creeré que estoy soñando…

Sonrió a la esclava, que no entendió bien a qué se refería la nueva señora pero no preguntó. Ya había visto entre los patrones blancos cosas todavía más raras que salir a pasear al jardín con un sol abrasador de mediodía. Así pues, se retiró a su cocina, no sin antes invitar a Nora a que visitara los alojamientos de los esclavos.

Por fin, Nora penetró en el maravilloso mundo del jardín tropical. Aspiró el húmedo aire colmado de fragancias florales. Contempló la diversidad de arbustos y flores, descubrió flores y hojas rojas, blancas y lilas.

Allí, en la zona de la terraza y el jardín, el arquitecto de Cascarilla Gardens había recuperado el estilo caribeño. Había balcones y porches decorados con tallas de madera y pintados de colores, una glorieta con forma de pagoda: Nora supo en ese momento que ese sería su sitio favorito. En el jardín había numerosas palmeras, además de arbustos de flores amarillo dorado y otras, poco vistosas, con hojas en forma de corazón. Nora arrancó una y vio que el envés emitía un brillo plateado: la cascarilla, la planta que daba nombre a la plantación. Según Elias, se extendía por todo el terreno antes de que lo hubiesen roturado para plantar la caña de azúcar. Entre los arbustos y árboles había arriates de césped, si es que se podían llamar así. Comparados con los ingleses, producían un efecto extraño, si bien se los veía más carnosos y llenos. Nora no se cansaba de contemplar todo ese verdor. Había también surtidores y fuentes como en los parques europeos. Elias estaba en lo cierto: Jamaica no sufría escasez de agua. Probablemente el arroyuelo, que también suministraba agua a la cocina, proporcionaba a los surtidores un líquido más claro y limpio (nada que ver con el caldo del Támesis). Con el corazón desbocado, Nora se inclinó sobre una fuente y bebió. El agua estaba fresca, casi dulce. La joven no pudo evitar humedecer con ella su colgante.

Lamentablemente, no había ninguna salida posterior que condujera del jardín al bosque. Si quería ir a la playa tendría que ser a caballo, dando la vuelta a la casa por fuera. Pero ahora iría a visitar los alojamientos de los esclavos. Adwea parecía orgullosa de su casita y quería enseñársela de inmediato.

La cocinera, sin embargo, estaba ocupada, pronto sería la hora de la cena: pescado, seguramente muy fresco. A Nora se le hizo la boca agua. Al final fue la pequeña Mansah quien la condujo a las casas de los esclavos.

—¡Aquí, missis! ¿Bien, missis?

También Mansah parecía considerar el interés de Nora por su casa como una especie de examen de orden y limpieza. A ese respecto, en la cabaña de Adwea no había nada que criticar; pero Nora la consideró diminuta para toda una familia. Solo había sitio para dos colchones, una mesa muy burda y tres sillas. Delante había un fogón. Nora, que recordó lo que había contado Elias sobre los huracanes y las mareas vivas, echó un vistazo a la construcción: pilastras angulares de madera, muros de obra firmes pero sencillos hasta la altura de la cintura, y paredes de adobe. Los pilares se habían apuntalado con barro endurecido por el sol. El tejado era de hojas de palma y el suelo, impecable, una mezcla de cal, piedra y barro. En general esa vivienda se parecía más a la cabaña de Nora y Simon en la isla de los sueños que a la casa de Elias Fortnam. Eso sí, no aguantaría un huracán.

—Después de huracán volvemos a construir —explicó Mansah tranquilamente cuando Nora se lo comentó.

No parecía importarle. En realidad, el alojamiento no contenía objetos personales, salvo un par de vestidos de corte sencillo y con estampado de colores y unos pañuelos con que las mujeres se envolvían la cabeza a guisa de turbantes. En una estantería, formando un primoroso lazo, descansaban las cintas que Nora había regalado a Máanu por la tarde. Así que la chica debía de haberse puesto de verdad contenta por el obsequio. Pero la madre y las dos hijas que compartían la cabaña no poseían nada más.

—¿No tienes padre? —preguntó a Mansah.

La niña hizo un mohín.

—Sí, missis, pero ser de lord Hollister. Antes cochero, ahora trabaja en el campo. No verlo mucho.

Por lo visto, el padre de Mansah y Máanu debía de haber sido degradado. Tal vez a su patrón no le había gustado que se buscara una mujer en la plantación del vecino. Pero no deseaba hacer más preguntas a la niña. Tal vez más tarde se presentara la oportunidad de sondear a Elias o a los propios Hollister.

Cuando Nora regresó a sus aposentos, Máanu ya había acabado de ordenar la ropa en los armarios. Había sacado los vestidos de la antigua señora Fortnam y los había metido en los arcones.

—Qué pena de ropa —se lamentó Nora—. ¿Quieres llevarte algo? Te iría un poco ancho… —También Nora era más menuda que su predecesora—. Pero el largo te irá bien. Podrías hacerle algún arreglo. Y también para tu hermana.

En Inglaterra, Nellie siempre se había alegrado de que Nora le regalara algún vestido usado. Pero Máanu sacudió la cabeza.

—No para negros —contestó escuetamente.

Nora suspiró.

—Pero te sentarían bien —insistió, rebuscando en el montón de ropa hasta encontrar un par de faldas y blusas sencillas. Seguro que la esposa de Elias se las había puesto bajo los abrigos tradicionales—. ¡Este! Mira qué vestido de domingo para ti. Cógelo, Máanu, le diré al backra que te lo he regalado.

Máanu aceptó al final con un seco agradecimiento, ante lo cual Nora se preguntó si había domingos para los esclavos. A esas alturas, no le habría extrañado que no les dieran ningún día libre.

Elias sacudió la cabeza cuando se lo preguntó más tarde.

—No seas boba, Nora, claro que tienen días libres. En Navidad. Y en Pascua medio día. Los segundos domingos de mes, el reverendo oficia una misa, ahí también descansan. De todos modos, en cuanto oscurece, se deja de trabajar en los campos, no hacen horas de más.

Tales normas horrorizaron a Nora. ¿Un único día de fiesta al año? ¿Y los esclavos de los campos trabajaban desde el amanecer hasta el anochecer? Ahora el sol se ponía relativamente pronto, pero ¿y en pleno verano?

—Por cierto, mañana podría enseñarte las plantaciones —señaló Elias—. Si tu caballo ya está lo bastante recuperado tras el viaje.

Sonrió burlón y Nora suspiró. Al parecer, Aurora y los demás caballos habían llegado sanos y salvos. Asintió encantada. Ya sabía el aspecto de los campos de caña, pero tal vez pasaran por el camino a la playa.

Al día siguiente, Elias le mostró por primera vez el camino a los establos. Estos se encontraban al otro lado de la casa, construidos de forma similar a la cocina, aireados y frescos. Habían instalado la elegante yegua de Nora conforme a su rango y se la llevaron brillante de tan limpia y ya ensillada. El mozo de cuadras negro le hacía la competencia a Peppers, quien siempre era muy meticuloso en cuanto al cuidado del pelaje y los arreos se refería. Después de colocar a Aurora junto a un taburete para montar, el hombre sostuvo con habilidad el estribo. Elias montó en un castrado negro.

—Bien, primero vamos a los campos —anunció—. Aquí cultivamos trescientas cincuenta hectáreas, de las cuales no todas están ocupadas por plantas crecidas, sino que todavía utilizamos una parte para los plantones y otra para las plantas jóvenes. El año pasado ampliamos el terreno. Hasta el momento obtenemos unos trescientos veinte mil kilos de azúcar al año, lo que aumentará con el tiempo porque la caña de azúcar sigue creciendo incluso pasados los veinte años. Tenemos doscientos cincuenta negros en el campo, y veinte más en los establos, la casa y el jardín. Quince caballos (muy difíciles de obtener, como ya te he dicho), cincuenta mulos, setenta bueyes…

—¡Y un molino de viento! —exclamó Nora sonriendo. Disfrutaba del paseo a caballo por los campos, aunque volvía a haber bochorno y ni asomo de brisa—. ¿Qué hacéis con él?

Señaló una construcción de piedra en cuyas aspas había unas velas atadas. El molino estaba en una colina. Probablemente podría verse desde una de las ventanas de la casa.

—Pone en marcha la prensa. Cuando hay viento, si no sopla…

Los jinetes habían llegado al molino y Nora averiguó cómo funcionaba cuando no había viento suficiente: un joven negro daba vueltas en un corral con una yunta de bueyes, manteniendo así en movimiento las piedras molares. Tanto el chico como los animales estaban empapados de sudor.

—¡Mira esto! —señaló Elias sin hacer caso del esclavo—. Zumo de caña de azúcar.

En efecto, un arroyuelo de líquido marrón dorado fluía desde el molino hasta una cuba. Los esclavos transportaban otras a una casa.

—Lo hierven y luego llenan con él unas sartenes planas. Cuando se seca, cristaliza y recibe el nombre de muscovado. Se embarca a Inglaterra para que lo refinen y obtener con él cristales blancos de azúcar. Y de la destilación del sirope de caña de azúcar (una especie de producto secundario) obtenemos el ron.

Nora lo escuchaba a medias, le interesaban más los seres humanos que se deslomaban allí trabajando. Hasta el momento apenas había registrado el número de esclavos del campo, pero ahora veía los mulos de tiro y los trabajadores que cargaban la caña. En total, doscientos setenta esclavos, era más que la población de Greenborough… un pueblo normal. ¿Quién se ocupaba de toda esa gente? ¿Había escuelas? ¿Un médico?

Decidió que era mejor no preguntar. No tenía ganas de enturbiar la buena sintonía que había entre su marido y ella. Elias le enseñó otros edificios de la granja, cobertizos y establos para mulos y bueyes, y finalmente le mostró el camino a la playa.

—No hay pérdida posible —dijo mientras giraba su caballo en dirección a la plantación—. Pero que te acompañe un mozo. Esta zona es segura, pero nunca se sabe que les puede pasar por la cabeza a esos granujas de las Blue Mountains. Y es posible que todavía quede algún pirata vivo.

La risa con que Elias expresó tal observación hizo que Nora no se la tomara del todo en serio. Bien, más adelante no podría evitar que la acompañaran al salir a pasear a caballo; tampoco a su padre le gustaba que se machara sola a St. James Park, un lugar más que seguro. Pero ese día volvería a explorar su isla sin nadie al lado que la importunase.

Dejó que Aurora avanzara con brío y la yegua negra avanzó por el ancho camino que habían abierto en el bosque. Nora percibió las huellas de la tala: Elias vendía algunos ejemplares de caoba y, por consiguiente, la jungla ya no era tan densa. Pero cuando el camino desembocó de improviso en la playa, Nora se olvidó de golpe de los árboles. Ante sus ojos se extendía la arena blanca y brillante y detrás el mar, ese día de un azul intenso. La imagen la dejó sin respiración, pero Aurora dio muestras de inquietud. La yegua retrocedía y no deseaba abandonar la frescura del bosque para exponerse a un sol deslumbrante. Nora trató de azuzarla, pero luego desistió y desmontó.

Ató el caballo a un árbol mientras ella se sumía como en trance en la fantasía que había compartido con Simon. Se sacó las botas de montar y sintió la arena bajo sus pies desnudos. No se la había imaginado así, siempre había pensado que sería más blanda, que se hundiría más en ella… Vacilante, casi incrédula, corrió como una niña hacia el agua por la playa caliente. Cuando llegó a la orilla, se dejó caer de rodillas sin preocuparse por su vestido. Sintió la frescura del agua, introdujo las manos dentro y jugó con las olas que suavemente rompían en la orilla. Fue grandioso, pero no sintió alegría.

Rompió a llorar amargamente.