Esa noche, Nora y Elias compartieron dormitorio y él aprovechó que estaban solos para, tras la larga travesía, volver a hacerle el amor a su mujer. Nora dejó que se consumara: ya no sentía molestias, como poco después de perder la virginidad, pero no experimentó ningún placer. Las caricias de Elias previas al acto eran tan fugaces que apenas la excitaban, y después se quedaba dormido enseguida. En realidad, su presencia durmiendo a su lado le resultaba más fastidiosa que hacer el amor con él. Al fin y al cabo, Elias no dedicaba a su mujer más que unos minutos. Sus ronquidos, su olor y sus movimientos perturbaban los sueños de la joven, sobre todo porque no la dejaban conciliar el sueño. No obstante, abrigaba la esperanza de que su marido prefiriese pasar las noches en habitaciones separadas una vez se hubieran instalado en su casa. En la residencia que habían compartido en Londres tras la boda, Elias siempre había ido a su habitación para consumar el acto y luego se había retirado a sus aposentos. Era probable que en la plantación obrara del mismo modo.
Por la mañana, los esclavos domésticos de los Hollister sirvieron bacalao y ocras, una combinación al principio peculiar pero que se reveló deliciosa cuando la joven se hubo acostumbrado a la consistencia gelatinosa de ese fruto cocinado como en una especie de guiso. A continuación tomaron fruta fresca y, una vez concluido el desayuno, el matrimonio esperó sus coches. Los conductores debían de haberse puesto en camino al amanecer. Nora divisó un bonito carruaje de dos ruedas con un conductor negro con librea y un carro de transporte con un vigilante blanco y cuatro esclavos a los que, al parecer, no habían obligado a ir a pie. No se los veía agotados y dos de ellos daban de comer a los caballos siguiendo las instrucciones del cochero negro, que parecía su superior; el vigilante no tenía que intervenir. La tarea de este último había consistido más bien en supervisar que el equipaje y las diversas adquisiciones de Elias se descargaran del barco y se colocasen en el carro. En ese momento, los esclavos transportaban al carruaje de dos ruedas las bolsas de viaje que los Fortnam se habían llevado a casa de los Hollister, disputándose la tarea con los sirvientes de los anfitriones, que habían recibido el mismo encargo. Elias presentó el vigilante a Nora antes de ponerse a hablar con él.
—Nora, este es el señor McAllister, uno de los caballeros responsables de los negros que trabajan en el campo. McAllister, mi esposa la señora Nora Fortnam.
Ella le dirigió una pequeña inclinación, estrecharse las manos no debía de ser el saludo habitual. Se diría que McAllister ocupaba en la plantación un puesto similar al de un empleado en la casa o el despacho de los Reed. El trato mutuo era cordial, pero cada uno era consciente de su rango y situación. Elias no pareció ni siquiera ver a los esclavos, solo saludó con un escueto movimiento de la cabeza al conductor del vehículo ligero.
—La nueva señora, Peter —presentó a Nora, a lo que Peter reaccionó con una inclinación extremadamente sumisa.
—Sea usted bienvenida —saludó amablemente.
Nora le sonrió. El hombre hablaba un inglés muy básico y el color de su piel señalaba que su origen era africano.
—No se llama Peter de nacimiento, ¿verdad? —dijo a Elias cuando el vehículo se puso en marcha.
Avanzaron por las cuidadas calles de Kingston, pero al poco de salir de la ciudad tomaron una carretera que bordeaba la costa.
Elias hizo un gesto de ignorancia.
—Cuando lo compré ya se llamaba así —se limitó a responder—. Pero tienes razón, se les suele dar nombres nuevos. Sobre todo a los negros del servicio doméstico, para poder llamarlos sin dislocarse uno la lengua. ¡Mira, ahí tienes tus palmeras!
En efecto, en la playa había algunas y la joven las contempló con ávida curiosidad. También el mar la cautivaba, ya había comprobado durante el viaje que sus brillos y fluorescencias cambiaban cada día. Esa mañana el azul era intenso y las olas, algo más altas que el día anterior. En contraste con la espuma blanca como la nieve, la arena tenía un tono amarillento. Y el bosque que bordeaba la carretera mostraba miles de matices de verde. Nora intentó identificar los árboles y arbustos, y creyó distinguir caobas. Elias lo confirmó y le señaló un campeche.
—Mira, el árbol de la majagua azul, es el característico de Jamaica. Tenemos uno en el jardín, aunque crece mayormente en el interior de la isla. La madera tiene una tonalidad azul muy peculiar. Espero que también te guste la caoba. Hice construir los muebles con esta madera. A mi primera esposa no le gustaban mucho, ella habría preferido que los hubiese traído todos de Inglaterra.
Nora volvió a sentirse molesta pero no dijo nada. El mobiliario de la residencia de los Hollister no se diferenciaba del que ella solía ver en Londres; tal vez procedían de Inglaterra.
—Los muebles… pesados no encajan en este país —señaló—. De ningún tipo. Creo que aquí, originalmente… se debía de vivir mucho fuera de casa y…
Elias la fulminó con la mirada.
—¿Qué te imaginas, una cabaña de bambú? ¿Con esteras en el suelo como en las habitaciones de los esclavos? —le espetó con la misma rudeza que en el barco, y ella se encogió—. Nora, ya te lo he advertido una vez: eres una dama, ¡compórtate como tal! Como cabe suponer, nuestra casa está amueblada como una casa inglesa civilizada. Lo único es que no me parece necesario transportar la madera a la metrópoli para que construyan los muebles y luego traerlos aquí solo para impresionar a los vecinos. Hay ebanistas buenos en Kingston y Spanish Town que imitan cualquier mueble inglés que uno les enseñe.
Nora no respondió y se imaginó un mobiliario tan macizo y aburrido como el que había en la casa de su padre. Y, por añadidura, Elias también quería distribuir las estatuas y colgar en las paredes los cuadros que había adquirido en Londres. Se preguntó qué opinarían las personas que llegaban a esas tierras procedentes de África.
Después de una hora larga alcanzaron Santiago de la Vega, que los ingleses habían bautizado con un escueto Spanish Town. Fundada por los españoles, todavía era oficialmente la capital de la isla, aunque Kingston iba ganando en relevancia a causa del puerto. Santiago se hallaba en el interior y durante el trayecto Nora vio las primeras plantaciones de caña de azúcar y cacao. Hasta el momento solo las había visto en reproducciones y le extrañó su tamaño.
—Pero ¡si casi son árboles! —exclamó, asombrada de las cañas.
Elias rio.
—Desde el punto de vista botánico son gramíneas —le explicó—. Lo que es una ventaja para nosotros pues, a diferencia de los árboles, vuelven a crecer. Un árbol cortado deja de existir; la caña de azúcar, en cambio, se puede cortar año tras año. También es fácil de plantar siempre que se disponga de la mano de obra necesaria.
Nora distinguió la mano de obra en las primeras plantaciones. Docenas de esclavos daban machetazos a las plantas maduras en un campo y colocaban plantones en otro. Todos sudaban a chorros, lo que no era de extrañar dado el sol de justicia que caía sobre ellos. Un vigilante blanco, en general a la sombra, estaba a cargo de veinte o treinta esclavos. Nora se preguntó por qué los negros no lo atacaban, a fin de cuentas eran muchos más y tenían machetes. Pero no quería seguir planteándose interrogantes, y a esas alturas ya podía deducir por sí misma la respuesta: los castigos por intentar huir debían de ser tan severos que los esclavos preferían no probarlo.
Spanish Town era más colorida y menos ordenada que Kingston, se percibía claramente la influencia española. Sin embargo, el punto central de la ciudad era la recién construida catedral de Sainte Catherine. En ella, la arquitectura colonial se manifestaba solo en detalles sin importancia y, salvo por ellos, esa primera iglesia anglicana de Jamaica era inglesa en su totalidad y, en teoría, también habría podido estar en Londres.
Ese primer día, Nora solo obtuvo una pequeña impresión de la ciudad y la iglesia, pues Elias no quería detenerse. Faltaban pocos kilómetros para Cascarilla Gardens y el camino discurría entre campos de caña de azúcar.
—Creía que nuestras tierras estaban junto al mar —señaló Nora, decepcionada.
Tras la sorpresa inicial, las inacabables plantaciones resultaban aburridas y sofocantes, y los caminos que las surcaban eran tristes y polvorientos.
Elias asintió.
—Así es, pero no hay ninguna carretera costera. Se accede desde el interior. Tampoco nos hemos instalado justo al lado del mar, no es recomendable, hay huracanes y olas enormes que podrían arrastrar la casa si estuviera en la playa.
Nora se estremeció al evocar la cabaña que Simon y ella habían construido en sus sueños. Había sido poco prudente emplazarla junto al agua. Pese a ello, sería fácil volver a construir una choza de ese tipo si se la llevaba el mar. Sonrió.
Su marido se enderezó.
—Ya estamos llegando —anunció—. Acabamos de pasar el límite. Hasta aquí, las tierras pertenecen a los Hollister. A partir de este campo, son mías. ¡Bienvenida a Cascarilla Gardens!
Nora tomó nota de ello: los Hollister no solo eran amigos, sino también vecinos. ¿Y no tenían casa ahí? Eso era poco probable, si uno imaginaba el estilo de vida de otros propietarios como los Wentworth. Tenían una residencia en la ciudad de Londres, una casa de campo que había heredado lord Wentworth con su título de nobleza y, naturalmente, la plantación de las islas Vírgenes. Dinero no les faltaba. Según Thomas Reed, Elias Fortnam era dueño de una de las plantaciones con más beneficios de la isla.
Nora miraba alrededor con expectación, pero no veía más que hileras interminables de caña de azúcar… hasta que giraron por una especie de paso, flanqueado de caobas, cedros, campeches y palmeras. Parecía como si a veces hubiesen respetado la selva y a veces plantado árboles. Fuera como fuese, formaban el acceso umbroso a una casa señorial que a Nora casi la decepcionó. Se trataba de una pesada casa de piedra de una planta, de cubierta abuhardillada y columnas que bien podrían haber estado en Inglaterra. Y como en Inglaterra, el cochero detuvo también el carruaje ligero ante la entrada principal y los servidores salieron presurosos a recibir al señor. Eran negros y llevaban uniformes muy anticuados, seguramente elegidos por la primera esposa de Elias. Al menos el personal de cocina no parecía ponérselos siempre, pues no se veían muy gastados. Nora pasó la vista brevemente por los rostros de aquellos hombres y mujeres. Sus peores sospechas no se confirmaron: ninguno de ellos se parecía a Fortnam y ninguno era tan claro de piel como aquel Jamie.
Nora estaba acostumbrada a que en Inglaterra la presentaran al servicio, pero Elias no se había adaptado tanto a las costumbres de la metrópoli. Solo se repitió la misma escena que con Peter. Elias pasó brevemente revista a la hilera de sus esclavos domésticos y luego les presentó a Nora como su nueva señora. No mencionó el nombre de ellos.
—Ya irás conociéndolos —le dijo a Nora—. Dirígete a Addy para todo.
Señaló a una negra alta y fornida, con delantal de cocinera, situada junto a dos esbeltas muchachas. Una de ellas, de unos diecisiete años de edad, dio un paso al frente.
—Ella Máanu, missis… humm… Kitty —dijo la cocinera—. Mi hija. Yo pienso puede doncella de missis.
Elias asintió.
—Buena idea, Addy —la elogió—. La chica ha crecido en casa y está bien educada. Pero, por supuesto, la misiss será quien decida. Kitty… —La joven mantuvo la mirada baja recatadamente… ¿o acaso tenía miedo?—. Creo que lo primero es que lleves a la señora a su habitación y la ayudes. Si le gustas, te quedarás con el puesto.
El ancho rostro de Addy, la cocinera, resplandeció, pero Kitty más bien parecía enfurruñada, como constató Nora cuando por fin la chica levantó la cara. Pese a ello, la belleza de la muchacha la fascinó. Siempre había imaginado que la reina Cleopatra sería así: de una exótica aristocracia, aunque quizá no tan negra. Kitty tenía la frente alta, rasgos delicados y despejados y una nariz fina y pequeña en comparación con los demás esclavos. Sus labios eran carnosos y tenían el color del mirtilo, y los ojos, muy grandes, algo rasgados y sorprendentemente claros. La mayoría de los negros tenían los ojos castaño oscuro, pero los de Kitty eran de color avellana con reflejos dorados. Tampoco tenía el cabello crespo como la mayoría, sino que le caía, de un negro resplandeciente y casi liso, hasta la cintura.
—¿Qué, a qué esperas, Kitty? —gruñó Elias.
Ya tenía ganas de acabar con el desfile de bienvenida. Nora pensó que había llegado el momento de tomar la iniciativa.
—Muchas gracias por el recibimiento —dijo cordialmente—. Seguro que tardaré un poco en aprender sus… vuestros nombres, pero, a pesar de todo, ¿podríais presentaros brevemente? ¿O tal vez se encargará de ello Addy?
Sonrió a la cocinera. Parecía haber dirigido la casa hasta entonces y Nora no tenía intención de modificar la situación de inmediato, siempre que no tropezara con algún inconveniente serio. Por el momento era mejor que no surgieran conflictos de competencias dando a alguien la posibilidad de ascender gracias a su facilidad de palabra. No obstante, los esclavos no parecían interesarse por ello. Al contrario, dieron muestra de sentirse aliviados de no tener que dirigir la palabra a la nueva señora.
La cocinera no puso ningún reparo. Presentó orgullosa al servicio doméstico y a los mozos, a las doncellas y las asistentes de cocina. Entre estas últimas se hallaba la jovencita que estaba junto a Kitty, una niña en realidad, comprobó Nora. Mandy tendría ocho o nueve años como mucho. No era un hecho insólito. También en Inglaterra solía emplearse a doncellas de corta edad.
Concluidas las presentaciones, los criados —Boy y Joe— se apresuraron a coger las maletas del carruaje y llevarlas a la casa. El carro de transporte con los arcones todavía no había llegado, pero se las apañarían con el contenido de las maletas. Nora ya tenía ganas de perderlas de vista. Le bastaba con haber pasado más de dos meses con ellas en aquel estrecho camarote.
—¿Me indicas el camino, Kitty? —preguntó afablemente a su nueva doncella.
Estaba dispuesta a contar con los servicios de la muchacha, aunque resultaba un poco extraña. No parecía alegrarse especialmente del privilegio de asistir a la señora.
La muchacha la condujo educadamente, a un paso por detrás de ella. Pero en cuanto traspasaron el enorme portal de entrada, abandonó su modélica conducta. Kitty dirigió la palabra a su nueva señora sin que se lo hubiesen pedido, y Nora se sorprendió. Le habría parecido algo totalmente normal si lo hubiera hecho Nellie, pero los esclavos únicamente parecían hablar cuando no tenían otro remedio.
—Yo no Kitty, yo Máanu —explicó la chica—. Y mi mamá no es Addy, la llamamos Mama Adwe. O Adwea. Mi hermana Mansah…
—Es la chica que me han presentado como Mandy, ¿verdad? —preguntó Nora a Kitty (o Máanu). Mejor no comentar el arrebato de la joven—. Pero ¿por qué no me lo habéis dicho enseguida? Habría sido mejor, así me aprendería los nombres correctos.
—Backra dice no se pueden pronunciar —respondió Máanu, traspasando claramente con esta crítica sus límites—. Todo tiene que ser inglés.
Nora se encogió de hombros.
—Está bien, que él te llame como quiera —dijo, poniendo en su sitio por primera vez a la chica—. Pero yo estaré encantada de llamarte por tu nombre original. Máanu es bonito. ¿Significa algo?
La chica se encogió de hombros.
—No saber, missis. Preguntar a Mama Adwe. Ella seguro conocer.
Nora renunció a hacer más preguntas, pero reflexionó. Fuera cual fuese la lengua africana de donde procedían las palabras Adwea, Máanu y Mansah, era evidente que Máanu no la hablaba. No venía entonces de África, sino que había nacido allí.
Y entonces, ¿por qué demonios hablaba un inglés tan básico?