Capítulo 5

Naturalmente, el desembarco en la isla de Jamaica no se desarrolló como la llegada al paraíso que Nora soñaba. Ni los indígenas remaban en canoas junto a la orilla ni el capitán arrió unos botes en la bahía de sus sueños. Simplemente, pasó de largo. Todos los perfiles de la costa daban testimonio de su hermosura y la joven habría deseado desembarcar en cualquiera de ellos. No obstante, la goleta puso proa a Kingston, un puerto natural en torno al que se había fundado una población. Tras un incendio que había destruido el asentamiento original, la ciudad se había reconstruido con arreglo a un proyecto urbanístico y no había tardado en convertirse en un centro económico. Ahora relegaba a la capital, Spanish Town, a las sombras.

Nora todavía recordaba lo que Simon le había contado tanto de Kingston como de Spanish Town. Justo ahí habría podido imaginarse una sucursal de la casa comercial de Thomas Reed, y Elias le confirmó que muchos comerciantes europeos dedicados a los negocios de importación y exportación tenían sucursal en Jamaica. El puerto de Kingston era grande y poblado; las casas de la ciudad, coloridas y alegres. Pero Nora sabía que esa impresión era engañosa. Muchas ciudades del Caribe se consideraban antros de perversión, y no solo eran los incendios, huracanes y terremotos lo que amenazaba las poblaciones mayores, sino también las epidemias que en aquel clima húmedo y tórrido solían propagarse velozmente por los centros populosos apenas algún marino enfermaba. Tal peligro, sin embargo, ya parecía haber sido considerado al esbozar la nueva ciudad de Kingston. Las calles eran amplias y las casas se veían cuidadas, hasta había menos basura que en Londres.

Pese a ello, a Ruth Stevens no le gustó su nuevo hogar. Ya al bajar del barco empezó a quejarse del calor y la humedad.

—Cielos, es como estar respirando agua —gimió.

Su vestido oscuro de paño tampoco era adecuado para ese clima. Nora, por el contrario, agradecía el consejo de experta de lady Wentworth. En Londres había pedido que le confeccionaran unos ligeros vestidos de seda, y ahora la seguían las miradas admirativas de los comerciantes y trabajadores portuarios mientras Elias la conducía por la rampa para bajar a tierra.

—Habrá que reforzarla para los caballos —observó Nora.

Su esposo no pareció oírla. Descendía por la pasarela como si ambos fueran a un baile en Londres: orgulloso de presentar su nueva adquisición a la sociedad de Kingston.

Nora decidió no enfadarse por ello. Ese nuevo mundo que se abría ante ella era demasiado emocionante para desperdiciar el tiempo pensando en Elias. Naturalmente, las faenas que se ejecutaban en aquel puerto apenas se diferenciaban de las que tantas veces había visto en los Docks de Londres. No fue la diversidad de artículos que se cargaban y descargaban lo que impresionó a Nora, sino la diversidad de seres humanos que allí pululaban. Ya solo el color de la piel de los trabajadores del puerto iba desde el negro hasta el marrón café con leche. Trabajaban con el torso desnudo, la mayoría descalzos y cubiertos tan solo con anchos pantalones de algodón de color claro. Los vigilantes solían ser blancos, aunque bronceados por el sol en general, y Nora se sobresaltó al ver que, efectivamente, portaban látigo. La mayoría parecía llevarlos por simple formalidad y Nora deseó tranquilizarse al respecto; sin embargo, vio cómo un latigazo caía vertiginosamente sobre la espalda de un negro. El restallido le penetró en el cuerpo. Muy distinto al golpe casi inaudible de Peppers cuando azotaba las ancas bien acolchadas de los caballos. Ahí no había pelaje que amortiguara el golpe, el látigo caía sobre la piel desnuda.

Entre trabajadores y vigilantes pasaban imperturbables comerciantes, cuyo aspecto —pelucas, pecheras y calzones hasta las rodillas— semejaba al del padre de Nora. Capitanes y oficiales conversaban de asuntos profesionales. Los vendedores de melones —la mayoría negros— iban de un lado a otro con carros llenos de fruta, ofreciendo refrescos. Los miembros de la tripulación liberados de sus labores bajaban complacidos a tierra sonriendo pícaramente a las jóvenes con vestidos de colores. Algunas eran casi blancas de piel, pero de labios más llenos, ojos y cabello oscuros; otras eran de un negro intenso, de nariz ancha y cabello crespo. Nora sabía que eran putas y que ella debería estar mirando hacia otro lado, pero no podía evitar disfrutar con todos sus sentidos de aquel caleidoscópico bullicio. El olor a especias y fruta flotaba en el aire, pero también el de podredumbre, grasa rancia y humo que ascendía de los tenderetes de comidas. Las tabernas estaban abiertas a los muelles, los bebedores holgazaneaban en su interior y en todas partes se servía, en lugar de la ginebra omnipresente en Londres, sobre todo ron, cuyo aroma se mezclaba con los demás olores del puerto.

—¡Nora! ¿No me oyes?

Fascinada por aquel ambiente abigarrado, la joven no había oído que Elias se dirigía a ella. Se percató en ese momento de que estaba hablando con uno de los comerciantes. Nora sonrió educadamente cuando se lo presentó, pero enseguida olvidó el nombre. Mucho más interesante le pareció el joven que iba tras él. ¡Le resultaba increíble lo negra que podía llegar a ser la piel de una persona! El joven tampoco parecía tan sudado y acalorado como su patrón. Tenía la piel seca y brillaba aterciopelada al sol. Nora prestó atención cuando el comerciante se volvió hacia él y le encargó una tarea, pero con el ruido general no llegó a entender de qué se trataba. El sirviente se inclinó sumisamente y luego se puso en camino alejándose del puerto.

—El señor Frazer ha tenido la amabilidad de informar a lord Hollister de nuestra llegada —dijo Elias a su esposa—. Hollister es un colega de trabajo, nos enviará un carruaje y esta noche dormiremos en la casa que tiene en la ciudad.

Nora asintió, casi un poco decepcionada. Había esperado viajar de inmediato a Cascarilla Gardens. Claro que también la estimulaba explorar la ciudad, pero antes de nada anhelaba contemplar la bahía de sus sueños. Se suponía que la plantación de Elias estaba cerca del mar. Nora apenas si podía esperar para ir a la playa y sentir la arena caliente en los pies. Además, Cascarilla Gardens no estaba muy lejos, la plantación se hallaba a ocho kilómetros al sureste de Spanish Town y otros tantos al suroeste de Kingston. Esas poblaciones debían de estar unidas por caminos agradables, así que sería posible llegar a las propiedades de su marido en menos de medio día. Nora lo habría conseguido fácilmente en una hora a caballo, pero era consciente de que no podía ensillar y salir a galope con Aurora justo después de que el animal hubiera permanecido tanto tiempo sin moverse en un barco en continuo balanceo. ¡Sin contar con lo que Elias habría opinado al respecto! Quería exhibir a su lady inglesa y para ello lo más apropiado era, sin la menor duda, una carroza abierta. Por ese motivo probablemente quería pasar un día en la ciudad.

Nora suspiró. Esperaba que no estuviera planeando organizar una gran cena enseguida; todavía no habían descargado todos sus vestidos. Incluso tendría que pedir a lady Hollister que le prestara una sombrilla si habían de permanecer más rato al aire libre. Durante la travesía, el viento había desgarrado la suya y, aunque disponía de otras más —las sombrillas de seda se llevaban a juego con los vestidos—, estaban en los baúles en la bodega del barco. Era posible que tardaran más de un día en bajarlo todo a tierra. Nora gimió impaciente. Soportaría una estancia breve, pero al día siguiente quería marcharse a Cascarilla Gardens.

Elias rio cuando ella le comentó su deseo.

—¡Vaya, estás impaciente por ver tu nuevo hogar! Muy bien, muy significativo, mi primera esposa tenía lágrimas en los ojos cuando vio desde el barco las playas desiertas y no quería irse de la ciudad. —Era la primera vez que mencionaba a su difunta esposa y Nora se sintió algo molesta cuando la comparó sin el menor reparo con su antecesora. Parecía además como cuando se comprueba el impulso de un caballo para superar un obstáculo en una cacería—. Pero no te preocupes, mañana seguiremos la marcha, no tengo que vigilar cómo descargan las cosas. Tampoco quiero que Hollister me preste carros de transporte ni landós. Hoy mismo enviaremos un mensaje a Cascarilla y mañana tendremos los coches aquí. Para entonces los caballos ya estarán en tierra y podremos llevárnoslos.

Nora se mordió el labio.

—No creo —objetó—. No iremos todo el tiempo al paso, ¿verdad? Y cabalgar un trecho tan largo después de que hayan pasado dos meses inmóviles en el barco…

—Como quieras —respondió Elias, sin discutir—. Mejor que lo hayas dicho ahora. Ordenaré que envíen a dos negros para que los lleven…

Nora frunció el ceño.

—¿Qué los lleven? —preguntó—. ¿Todos esos kilómetros? Tendrán que ir a pie junto a ellos durante horas, con este calor… ¿No los pueden dejar en el establo de tu amigo hasta la próxima vez que volvamos a la ciudad? Seguro que lo haremos con frecuencia, entonces montaré en Aurora para llevarla a casa.

Elias soltó una carcajada.

—Hazme caso, Nora, pasar un par de horas con un caballo en lugar de estar cortando caña de azúcar es para los chicos un regalo. ¡Y no irás a pensar que voy a poner un coche a su disposición! No te preocupes, todos los negros tienen buenas piernas.

Nora lo encontró extraño. Si de todos modos iban a enviar un carro de transporte, ¿por qué no los llevaban simplemente en él? De repente vio algo que la inquietó mucho más que la mera idea de que los sirvientes caminaran un par de kilómetros: un barco atracado en el muelle abrió su compuerta para descargar mercancía y de su interior salió tambaleándose una fila de hombres. Sorprendida, Nora se quedó mirando a los aproximadamente sesenta negros —la mayoría hombres jóvenes, además de algunas mujeres— que arrastraban con fatiga los pies engrilletados. El sol los deslumbraba. ¿Los habrían tenido todo el viaje encerrados bajo cubierta?

—¿De dónde vienen? —preguntó con voz ahogada.

Elias miró hacia donde ella señalaba.

—De Costa de Marfil o del Congo, habría que preguntárselo al capitán. Pero no los mires, no tienen un aspecto muy agradable cuando llegan a tierra firme. —Rio burlón—. Como tú misma has dicho, tu caballo tiene los músculos entumecidos tras pasar dos meses sin moverse. A ellos les sucede lo mismo.

Nora lo miró escandalizada.

—¡No… no puedes compararlos! Cuando colocamos a los caballos en compartimentos es… para protegerlos durante la travesía. Pero ellos… ellos son seres humanos, Elias, a ellos no se les puede encerrar como… como…

—Son esclavos —respondió él sin inmutarse—. Y si el patrón los encierra es para protegerse a sí mismo. ¡Imagínate que se amotinan en el barco! ¡Cuarenta tipos jóvenes y fuertes!

No cabía duda de que eran jóvenes, pero tras la fatigosa travesía no tenían nada de fuertes. En sus ojos, Nora vio agotamiento, desesperanza y vergüenza, la misma expresión que tenía Simon cuando le despojaron de su casa y su posición social. Nora puso el entendimiento y la compasión por delante del color de la piel. Negros o blancos, ¡eran seres humanos y tenían sentimientos como ella!

—Están enfermos —balbució—, o heridos. —Se apreciaban huellas de sangre en su piel oscura. No a primera vista, pero la joven era una observadora perspicaz—. Y no deberían… no deberían ir desnudos…

Se sintió estúpida al decir esto último y Elias se burló de ella. Habían separado a esas personas de sus familias, las habían encadenado y maltratado, así que privarlos de sus ropas no tenía importancia. Sin embargo, Nora encontró que esta última humillación casi era la peor. Los hombres del puerto, negros y blancos, miraban con lascivia los pechos de las muchachas que llegaban a tierra. Y ni siquiera eran bonitas. Las mujeres estaban tan agotadas que sus pechos colgaban como ubres vacías. También los hombres estaban en los huesos.

—¿No… no les dan… de comer? —preguntó Nora turbada.

Empezó a percibir el mal olor que desprendían los cuerpos de los esclavos, que no se habían lavado durante semanas. Elias se llevó un pañuelo a la cara y le tendió otro a Nora.

—No seas boba, Nora, claro que les dan de comer. Son artículos de valor, nadie tiene interés en que se mueran de hambre. Pero estos son ashanti. No tardarás en aprender a distinguirlos. Los de otras razas son más pequeños y fornidos. No rinden tanto, pero son más fáciles de manejar. Estos hombres y mujeres de Costa de Marfil, por el contrario, saben exactamente cómo evitar que el tratante saque provecho de ellos. Ayunan de forma voluntaria hasta la muerte. —Elias miró a los esclavos iracundo.

—Pero… pero entonces se mueren —replicó Nora, consciente de lo absurda que sonaba su observación—. Entonces… entonces tampoco ellos se benefician de haber arruinado el negocio del tratante. Ellos, ellos…

—Ellos llevan la maldad en la sangre —farfulló su marido entre dientes—. Siempre mueren algunos en el transporte, y las mujeres matan a sus crías si están embarazadas en cautiverio. Por supuesto, los capitanes les obligan a comer. No es un trabajo agradable…

Nora observó cómo entregaban los esclavos a un comerciante. El hombre indicó a unos vigilantes que echaran unos cubos de agua a la «nueva mercancía» para eliminar la suciedad más visible y el hedor más desagradable. La orden pasó a unos esclavos negros que la cumplieron impertérritos.

Nora temblaba. Se lo contaría a su padre cuando le escribiera. Era inhumano, era…

—Backra Fortnam, señor… —Se oyó a sus espaldas una voz grave y tímida.

Elias se dio media vuelta.

—Ah, aquí está nuestro cochero. Sube, Nora… ¿Qué haces ahí parado, chico? ¡Aguanta la portezuela a la dama! Vaya, he estado demasiado tiempo en Londres… Aquí, desde luego, uno no puede contar con personal adiestrado.

El joven de piel morena del pescante se apresuró a bajar de un salto y abrir las puertas del carruaje. Por desgracia, tampoco los caballos estaban tan bien adiestrados como los del tiro de Peppers. Los dos ejemplares blancos piafaban inquietos y Nora se habría sentido más segura si el cochero hubiera sostenido las riendas en la mano. Al menos esto desvió su atención de la triste hilera de esclavos que eran conducidos en ese momento hacia la ciudad. Nora no preguntó adónde exactamente, pero antes o después lo averiguaría. En ese momento era el cochero quien reclamaba todo su interés.

—¿El… chico… «pertenece» a lord Hollister? —preguntó en voz baja—. Me refiero a si es también…

—Todos los negros pertenecen a alguien —respondió Elias tranquilamente, aunque esta vez en su rostro apareció una mueca—. Y está claro que a este Hollister no lo ha pedido prestado.

Nora pensó en cómo lo reconocía, pero no se detuvo en ello porque esa no era su pregunta más urgente.

—Pero… pero deja que vaya de un lado a otro en libertad —prosiguió—. Aquí… en el coche… Podría simplemente cogerlo y escapar. —Nora sonrió vacilante al joven del pescante que acababa de mirar hacia atrás. Al parecer se tomaba ahora más en serio las funciones de un cochero de casa noble y quería comprobar que sus pasajeros estaban cómodamente sentados y no necesitaban nada.

Elias rio.

—Podría. Pero al intentar salir de la ciudad le pedirían su pase. Y entonces tendría problemas… problemas graves.

—¿Le pegaría lord Hollister? —insistió Nora.

—Eso sería lo de menos. Antes que nada lo degradaría. Y créeme, lo último que querría este es ser un negro del campo. Como cochero lleva una vida de rey. No, Nora, los negros del servicio doméstico no se escapan, y si lo hacen es en ocasiones muy, muy raras. Hay que tener más cuidado con los de los campos.

—¿Todo bien, backra? —preguntó solícito el cochero.

Nora asintió.

—Estupendamente —tranquilizó al joven—. ¿Cómo…?

Quería preguntarle cómo se llamaba, pero no sabía cómo hacerlo. ¿Tenía que tutearlo o hablarle de usted? En Inglaterra probablemente habría tuteado a un sirviente tan joven. Pero entonces sintió un escalofrío. ¿Tendrían esas personas nombre?

—¿Lady?, ¿missis? —preguntó el joven, temeroso.

Nora tomó aire.

—Creo que la señora quiere saber cómo te llamas —la ayudó Elias. Nora casi se sintió agradecida.

El joven sonrió.

—Jamie, missis, ¡a su servicio! —Su rostro resplandeció al cumplir correctamente las formalidades.

Nora sonrió aliviada. Pero ¿se llamaría realmente Jamie de nacimiento? ¿Llamaban las familias paganas a sus hijos James, Paul y Mary?

—Este sí —respondió Elias. Nora había planteado la pregunta cuando Jamie estaba concentrado guiando los caballos y no les escuchaba—. Este no viene de África, es mulato. Ya lo ves.

—¿Los mulatos son… mezcla de negros y blancos? ¿Cómo… cómo sucede esto? Me refiero a que… los patrones no se casan con sus esclavos, ¿verdad?

Su marido sacudió la cabeza.

—Nora, ¡no pases por más tonta de lo que ya eres! —la reprendió con dureza—. Reflexiona cómo puede suceder. En cuanto se trata de esclavos se diría que se te bloquea el entendimiento. Por supuesto que los matrimonios entre negros y blancos son imposibles. ¡Menuda ocurrencia!

Ella ya iba a replicarle que la idea de esclavitud superaba el entendimiento de cualquier ser pensante. Pero en ese momento el coche se detuvo delante de la residencia de los Hollister, una bonita casa de madera pintada de blanco y naranja, con adornos tallados y un buen número de torrecillas y miradores. Nora la encontró similar a las de Inglaterra, pero cuando acto seguido conoció a lord Hollister se quedó de nuevo sobrecogida. El hombre se mostraba jovial y hospitalario, pero bastaba un primer vistazo para comprender cómo había llegado al mundo Jamie. Salvo por el color de la piel y la nariz un poco más ancha, el esclavo era idéntico a su patrón. A Nora solo le quedó esperar que en su propia plantación no la esperasen sorpresas de ese tipo.

Mientras Elias saludaba cortésmente a lord y lady Hollister, la joven tuvo la sensación de que la señora de la casa mostraba cierta frialdad. Daba la impresión de que no había una estrecha amistad entre las familias, pero eso no la sorprendió. También entre su padre y sus colegas de trabajo había, pese a la amistad, cierta competencia que impedía un sentimiento más cálido. Las esposas solían ser más abiertas, Nora esperaría a que los hombres se retirasen a la sala de caballeros.

En efecto, lady Hollister salió de su reserva cuando, tras una ligera y sabrosa comida, se quedó a solas con Nora. Los Hollister no habían contado con recibir visita, pero aun así la cocinera sirvió tres platos. Nora probó por vez primera las frutas tropicales. Lady Hollister observó divertida cómo su joven invitada las probaba con prudencia y luego las comía con avidez. A diferencia de muchos recién llegados, el clima de Jamaica no le había quitado el apetito. Al contrario, el calor la hacía florecer. Como era habitual, refrescó por la noche y Nora miró fascinada el cielo estrellado una vez que la señora de la casa la hubo acompañado a una galería abierta y servido café, así como también zumos de frutas.

La muchacha que llevó los refrescos era idéntica al patrón. Nora intentó no mirarla a la cara. Por lo visto, eran cosas que debería aceptar en su nuevo hogar. Aun así, tenía muchas preguntas sobre Jamaica que formular a lady Hollister, quien, a su vez, estaba ansiosa por que la informaran sobre su antiguo hogar. ¡Y sobre la boda de Nora! Al principio preguntó acerca de Londres y luego, como de paso, intentó averiguar todo lo posible sobre el repentino casamiento. La joven, muy ducha en el manejo del cotilleo, la informó concisamente y trató a su vez de sonsacar a la dama, de forma discreta, algunos datos sobre Cascarilla Gardens y la situación de su esposo en la sociedad de Kingston.

Al final, una cosa le quedó clara tras pasar la primera hora en su nuevo país: su marido le había hablado extensamente acerca de la flora y la fauna de Jamaica, así como de la historia y la economía de la isla, pero no le había dicho una palabra sobre lo que le esperaba en esa sociedad de negreros y de aspirantes a lores y ladies y en Cascarilla Gardens.