La boda se desarrolló en un ambiente festivo. La buena sociedad londinense acogió de forma inesperadamente amable el enlace entre Nora y el hacendado que tantos años le llevaba. Los chismorreos no se pasaron de la raya y todos aquellos con nombre y posición acudieron al baile. Lady Margaret se encargó de los recibimientos como representante de la madre de la novia y Thomas Reed aceptó las felicitaciones y mejores deseos para su preciosa hija.
Nora se deslizaba entre los invitados a pasitos, como una muñeca. No le quedaba otro remedio. En cuanto se moviera con naturalidad, se le caería el tocado —una diadema de cintas y finas piedras— y el miriñaque y la cola del vestido rozarían los muebles. Abrió con Elias el baile al compás de un minueto y luego tomó asiento tranquilamente y dejó que los acontecimientos discurrieran. Al final le dolía la mandíbula de tanto reír y los hombros de esforzarse por mantener recta la espalda pese al molesto tocado; además, con el estómago encorsetado no había logrado digerir la comida.
Elias tenía un aspecto muy elegante. Para adaptarse al vestido de la novia, había optado por el estilo francés y vestía pantalones hasta las rodillas, zapatos de hebilla y chaqueta de brocado color crema. Nora pensó que parecían una pareja real. ¿O la formada por el rey y su amante? La idea le provocó una sonrisa maliciosa que hasta Elias percibió.
—¿Qué te resulta tan gracioso, Nora? —preguntó, mostrando de este modo que probablemente se aburría tanto como su joven esposa.
Ella no se mordió la lengua.
—Tengo la impresión de que me parezco a Madame Pompadour —le susurró—. ¿También tengo que ir así por Jamaica?
Elias sacudió la cabeza.
—No, ¡qué va! Las damas se confeccionan los vestidos siguiendo la moda del momento en la metrópoli, pero no utilizan prendas tan pesadas como tu traje de novia ni tantas enaguas y colas… ¡Allí hace demasiado calor! Claro que no tienes que moverte demasiado, hay criados, pero aun así…
—A mí me gusta moverme —advirtió Nora, pero un invitado la interrumpió y de nuevo tuvo que sonreír y asentir.
La joven se alegró cuando por fin pudo escapar de la reunión. Elias la condujo hacia el carruaje evitando las pretensiones de los alegres invitados de acompañar a la pareja a sus aposentos. Durante su estancia en Londres había alquilado una casa al propietario de una plantación caribeña. Allí pasarían los días previos a la partida y también la noche de bodas.
Peppers, el viejo cochero, sostenía abierta la portezuela del vehículo negro con las iniciales de Reed, tal como había hecho antes para Simon. Nora tragó saliva cuando recordó la forma en que se habían besado en el carruaje.
—Mi más sincera enhorabuena, señorita… ¡señora Fortnam! —Peppers hizo una reverencia.
Nora oyó por vez primera su nuevo apellido y la sensación de irrealidad volvió a acrecentarse en su interior. No era ella, eso no le estaba sucediendo a la traviesa muchacha que a veces había garabateado en el cuaderno de apuntes «Nora, lady de Greenborough». Recordó el anillo de Simon que solía colgar de su cuello… Lo echaba en falta, lo había llevado tanto tiempo que casi formaba parte de su cuerpo. Pero ahora tenía que sonreír a su flamante marido, quien subía al vehículo tras ella, no sin antes haber depositado en la mano de Peppers una buena propina; sabía comportarse. Nora se preguntó si también Peppers pensaría en Simon.
Elias no se sentó junto a su joven esposa —era imposible a causa del miriñaque—, sino enfrente, y la contempló satisfecho.
—Eres realmente una novia preciosa —la elogió una vez más—. Pero necesitarás ayuda para desprenderte de tantas prendas. Tu doncella ya debe de estar esperándote en nuestros aposentos, tu padre ha insinuado que la muchacha está muy vinculada a ti. —Eso ya no era así, pues desde la muerte de su amado Nora no solo se había apartado del mundo, sino también de los sirvientes. La relación con su doncella Nellie era amistosa, pero ya no íntima—. Señaló que tal vez quisieras llevártela contigo a Jamaica. Naturalmente, eso no es posible. —Nora asintió indiferente. Pensaba en la noche de bodas que se avecinaba y no en quién iba a vestirla o desvestirla mañana o dentro de un mes—. Me alegro de que no te lo tomes a mal. Haré todo lo que esté en mi mano para que seas feliz. Pero una doncella blanca… eso solo causaría malestar entre los negros. Además, esas criaditas suelen tener miedo de los hombres negros. De todos modos, como es natural, tendrás una esclava, tú misma puedes optar por instruir a una de las nuestras o comprar una que ya esté formada.
Nora se sobresaltó.
—¿Qué tendré que hacer? —preguntó atónita.
En ese momento, Peppers se detuvo a la entrada de una casa señorial. No tan aristocrática como la de los Reed, pero también decorada con columnas y estatuas de mármol.
—¡Mira, Nora! —le dijo Elias cuando Peppers abrió la portezuela y la ayudó a salir.
La puerta de la casa estaba iluminada, era evidente que el personal los estaba aguardando. Nora aceptó de forma mecánica los deseos de felicidad de las doncellas, mayordomos y sirvientes y respiró aliviada cuando Elias la condujo al primer piso. Nellie la esperaba en un vestidor elegantemente decorado con alfombras y tapices de seda.
—Enseguida iré a verte —anunció Elias, besando la mano de su esposa.
Nora se dejó caer en la butaca del peinador. Nellie le desabrochó el vestido, le quitó el tocado del cabello y empezó a cepillarlo una vez que hubo ayudado a su señora a desprenderse de su pesada vestimenta.
—¡Ha sido una boda tan bonita! —parloteaba la muchacha—. ¿Y ahora? ¿Está… está nerviosa, miss… humm… missis?
Nora se encogió de hombros. Lo que sí estaba era cansada, y también prevenida contra el dolor. Lo que hasta ese momento había oído sobre la noche de bodas era contradictorio. Las canciones y poesías glorificaban el amor, y los círculos sociales en que se movía Nora no eran mojigatos en relación con los hábitos de la corte francesa. Eileen y otras jóvenes hablaban entre risitas sobre las noches con sus amados, y la misma Nora había disfrutado de los besos y caricias de Simon. Pero algunas esposas jóvenes también enmudecían cuando se hablaba de hacer el amor, y, al despedirse, lady Margaret le había susurrado que fuera valiente esa noche. La dama de compañía no había podido reprimir unas lágrimas.
—Mira, Nellie, ahora me pones guapa y ya veremos la que nos espera —indicó a su doncella.
Tal vez Nellie la encontró algo rara, pero así estaban las cosas y no se podían cambiar. La muchacha se calló ofendida, mientras peinaba a su señora y la ayudaba a ponerse un camisón de puntillas.
—La cama también está preparada —anunció fríamente.
Nora asintió y se deslizó entre las sábanas de seda. Al menos, nada en ese lecho suntuoso, tan ancho y con cortinas de encaje, recordaba al estrecho camastro de la buhardilla de Simon. Relajada, esperó la llegada de Elias y volvió a sonreír cuando él entró. Ya tendría tiempo de que se le agarrotaran los músculos…
Elias Fortnam se acostó a su lado sin mediar palabra. También él llevaba un camisón, sobre el que solo arrojaban una luz mortecina un par de velas. En tales circunstancias, Nora no distinguió demasiado el cuerpo del hombre, pero pronto sintió su peso encima. No obstante, Elias se comportaba de modo sumamente respetuoso. Paseó los labios por los pechos de la joven y las manos por los hombros, la espalda y las nalgas. Nada de eso era desagradable, Nora lo dejó hacer sin decir nada y se preguntó si se suponía que también ella debía participar de forma activa. Para hacer algo, pasó los brazos alrededor del cuello del hombre cuando se colocó encima de ella y la penetró. Hacía daño pero era soportable, y enseguida pasó. Elias se movió un poco dentro de ella, se olvidó entonces de ser cuidadoso y dejó caer su voluminoso cuerpo sobre el frágil de la muchacha, lo que por un momento la asustó. Pero pronto volvió a erguirse, la besó en la frente y se tendió a su lado. Acto seguido, estaba durmiendo.
Nora esperó un poco antes de moverse. Luego se ovilló junto al hombre e intentó evocar su isla. Sentía que la ingle le escocía y parecía sangrar un poco, pero ya se ocuparía de eso por la mañana. Tras ese día, necesitaba un sueño hermoso.
Poco después corría por una playa dorada junto al océano, sintiendo la arena caliente bajo los pies y la frescura del agua azul. El mar de sus sueños limpió el sudor y el recuerdo de ese día de su piel y su pensamiento.
Los días previos a la partida transcurrieron volando. Las visitas de despedida y las compras mantuvieron ocupada a Nora. Elias la animaba a que se llevara todas las cosas de consumo diario, sobre todo artículos de lujo, que fuera posible. Él, a su vez, compró cuadros y esculturas para la casa, si bien no consultó a su esposa a la hora de elegirlos, sino al padre de esta. Tampoco a él le importaba la belleza como tal, ni su gusto personal o el de su esposa, sino solo la inversión y la apariencia.
Nora, por su parte, no sabía con exactitud qué debía llevarse. Lady Wentworth le aconsejó que comprara telas ligeras, ropa interior de seda y todo lo que respondía a un ajuar.
—Dime, corazón, ¿el ajuar está realmente completo? Seguro que no, habiendo sido una boda tan precipitada. No, no, hijita, no lo digo con mala intención, las decisiones intempestivas son corrientes entre los hacendados, nadie la mirará mal porque no haya estado prometida durante tres años… Pero debería ir bien equipada. ¿Quiere que la acompañe?
Nora consintió con un suspiro de alivio y lady Wentworth la acompañó los días siguientes a comerciantes de paños y plateros, vendedores de porcelana y vidrieros. El ajuar acabó llenando tres arcones, pese a que no habría necesitado ni una mínima parte de su contenido en la buhardilla de Simon. No obstante, la visita al orfebre dio pie a que se le ocurriera una idea.
Dos días antes de su partida fue a visitar sola al platero y le enseñó el anillo de sello de Simon.
—¿Podría usted… transformarlo? —preguntó en voz baja y con el corazón encogido—. ¿Tal vez en un… en un broche o un colgante?
El orfebre observó el anillo.
—Un trabajo exquisito… antiguo y sin duda de oro puro. Puedo convertirlo en el objeto que desee, señora. Aunque no acabo de entender por qué. Es una pieza heredada, ¿verdad?
Nora asintió.
—Sí, pero yo… Bueno, no lo necesito para sellar las cartas con él. Se trata más de un… recuerdo que de un anillo… Me va demasiado grande.
—Podría ajustárselo —se ofreció el orfebre.
La joven sacudió la cabeza.
—No, no, ya no… ya no tiene que ser un anillo, no ha de parecer como si… Debe parecer como si hubiera pertenecido… a una tía.
El artesano lanzó a Nora una mirada escrutadora.
—¿No estuvo usted aquí hace unos días comprando plata para su ajuar? —preguntó—. ¿Con una dama un poco mayor?
Nora apretó los labios.
—Sí, mi… mi… eh… mi tía.
El hombre sonrió.
—Esperemos entonces que su tía responda al nombre de… humm… Geraldine. O Genevieve. ¿O acaso hay que cambiar también la G del anillo?
Nora se ruborizó.
—No, no, la G no, por favor. Cambie lo menos posible. Consiga… consiga simplemente que lo pueda llevar sin… Quiero llevarlo abiertamente, sin que despierte la curiosidad de nadie.
Se irguió. ¿Qué más daba si el hombre sospechaba algo? En dos días partía a las colonias y nunca más volvería a Inglaterra.
Pero el orfebre era un hombre discreto. En su mirada no había ni gusto por el escándalo ni arrogante desdén cuando examinó el anillo dándole vueltas.
—¿Quiere esperar? —preguntó amablemente.
Nora se sintió aliviada. No habría soportado alejarse demasiado de su único recuerdo de Simon. De hecho, no tuvo que aguardar mucho tiempo y el resultado le encantó. El platero había cincelado con esmero el oro que rodeaba el sello, creando de esa forma una especie de piedra que se podía llevar colgada del cuello con una cinta de terciopelo. Con esa nueva forma oval no se sabía que había sido un anillo. Y la G en relieve podía ser una inicial.
Nora sonrió al orfebre.
—La tía Geraldine se habría maravillado —dijo, y sacó su monedero dispuesta a pagar generosamente al orfebre.
El hombre se inclinó.
—Me alegro de haber podido honrar su recuerdo.
Nora escondió el colgante en su bolsa y más tarde en el costurero. Ahí descansaría hasta que estuvieran en el mar, lejos de la penetrante mirada de su padre, quien sin duda habría reconocido el sello. Elias no lo había visto: pese a las protestas de Nora, Nellie se lo quitaba cuando la arreglaba para asistir a una velada o una fiesta. Cuando Nora se pusiera la cinta de terciopelo negra con la piedra, él pensaría que se trataba de un adorno más.
Elias Fortnam había cumplido su palabra y reservado espacio de carga suficiente en una goleta que zarpaba directa hacia Jamaica. Se destinó un sitio bajo cubierta para Aurora, la yegua de Nora, y para dos caballos más que Elias había comprado. El esfuerzo que comportaba el transporte de los animales se vería más tarde recompensado. La embarcación, compacta y de casco ancho, servía sobre todo para el transporte de mercancías, por lo que la pareja no contaba con disfrutar de muchas comodidades. Salvo ellos, solo había dos pasajeros más, un joven reverendo que iba a dirigir una comunidad en Kingston, y su esposa. Nora se quedó atónita cuando el primer oficial del barco le mostró la cabina que ambos matrimonios iban a compartir. El tamaño de la estancia era ridículamente diminuto. En cada lado había dos literas, una encima de la otra.
—¿Aquí vamos a dormir… los cuatro? —preguntó Nora sin dar crédito.
El reverendo rio.
—Buena mujer, he oído decir que en estos aposentos se llegan a alojar hasta ocho personas. Antes, cuando la Iglesia enviaba misioneros a Hawái…
A Nora le importaba bastante poco en qué condiciones sus compatriotas habían evangelizado Polinesia, tal vez se tratara de cierta forma de martirio. Así que se quejó a Elias, pero este se encogió de hombros.
—Querida, puedo comprender que en estas condiciones quieras evitar durante un par de semanas nuestras… humm… relaciones. A mí, en cualquier caso, no me importa renunciar a acostarme contigo en presencia de nuestros jóvenes amigos, así que podemos ocupar cada uno una litera cómodamente. No puedo ofrecerte un aposento propio o camas más espaciosas, este camarote ya se considera un lujo en un barco.
Nora entendió a qué se refería cuando fue a ver los caballos y echó un vistazo a los alojamientos de la tripulación. Allí descubrió lo que eran las hamacas, tras lo cual, durante la siguiente visita a su isla imaginaria prefirió soñar con una colcha en la arena caliente. Los hombres dormían por tandas en recintos estrechos e infestados de insectos. La esposa del misionero mantenía muy pulcra la cabina, hasta que justo después de dejar el canal y entrar en el Atlántico cayó víctima del mareo. A partir de ese momento, Nora se encargó de tenerlo todo ordenado y limpio. Lo cierto es que no tenía ningunas ganas de coger las legiones de pulgas que el reverendo atrapaba cuando se ocupaba o fingía ocuparse de los tripulantes enfermos. En realidad su entrega a la tripulación se limitaba a leerles la Biblia, y tampoco se lo veía ansioso por ayudar a su esposa cuando esta sufría fuertes vómitos.
—Hace días que no como nada, no tendría que pasarme esto —se quejaba la joven cuando Nora al final se ocupó de ella, la lavó y, por consejo del capitán, le administró ron como «medicina».
El reverendo Stevens solo se ocupaba vigorosamente de su esposa por las noches. Nora no tenía ni una hora de tranquilidad mientras él intentaba entre resoplidos y gemidos hacerle un hijo a Ruth. A Elias eso no parecía molestarle y roncaba en su camastro, encima de su joven esposa, lo que de por sí era suficiente para desvelarla. Con quien mejor se entendió Elias Fortnam durante el viaje fue con el capitán, el contramaestre y el primer oficial. Los hombres bebían hasta bien entrada la noche, después de que Nora y los ruidosos Stevens ya llevaran tiempo acostados. Nora envidiaba a veces a su esposo por divertirse así. También a ella le habría gustado atontarse con ginebra, ron, láudano o lo que fuera… o mezclarlo con el té del reverendo sin que este se percatara.
Pese a todo, disfrutaba de la travesía. No se mareaba; únicamente los primeros días, de fuertes tormentas, sintió un vago malestar que desapareció enseguida cuando Elias le indicó que no se quedara en el camarote. Le aconsejó que subiera a cubierta y mirase el horizonte, lo que ella hizo de buen grado. Le encantaba estar al aire libre y sentir el viento, contemplar las olas y a los tripulantes cumpliendo con sus tareas. Le fascinaban en especial las arriesgadas maniobras que realizaban para trepar a los tres mástiles de voluminosas velas. Los hombres pronto cogieron confianza y presumieron ante la observadora joven del armamento con que estaba equipada la embarcación. Con un ligero estremecimiento, Nora examinó los cañones. Al reservar los pasajes, Elias había tenido en cuenta aquellos cañones de nueve libras. Le interesaba la capacidad de defensa del velero, pues en esas aguas todavía había piratas activos y, aunque Inglaterra y España ya no estaban en guerra, a veces se producían escaramuzas.
Nora prefería no pensar en ello. Optaba por embelesarse con las ballenas y delfines que acompañaban el barco. Se había quedado maravillada cuando ante sus ojos surgió la primera y majestuosa aleta dorsal de una ballena casi tan grande como una casa, mientras que Ruth Stevens había huido al camarote corriendo y gritando.
También el reverendo sentía miedo, y provocó las risas de la tripulación cuando contó que el animal que se había tragado a Jonás era una ballena con barbas.
—Ah, no, reverendo, eso sí que no, ¡si ni siquiera tienen dientes! —se mofó un tripulante que antes había trabajado como cazador de ballenas—. Esos animales solo comen peces pequeños, y son inofensivos si no se les molesta.
El reverendo Stevens replicó solemnemente que Jonás había llegado entero al estómago de la ballena gracias a la voluntad divina. Y de todos modos, si Dios decidía que ese u otro monstruo se tragara a uno u otro misionero, la ausencia de dientes no representaba un obstáculo.
Cuando Nora se lo contó a Elias, este corrió a divertir a los hombres de la mesa del capitán con la historia y brindó complacido con los oficiales a la salud de Jonás, la ballena y los espíritus del más allá.
Un par de días después, cuando el barco se aproximaba a las islas Canarias y el clima invernal centroeuropeo cedía paso a temperaturas más agradables, las frecuentes estancias de Nora en la cubierta provocaron las primeras desavenencias en su joven matrimonio. Al principio, Nora siempre había llevado una sombrilla de puntillas cuando paseaba por la cubierta, pero después le pareció absurdo y afectado andar por ahí como una dama de paseo por St. James Park. Primero se deshizo del miriñaque, algo que no suscitó comentarios. La señora Stevens tampoco solía llevarlo y todos sus vestidos eran muy sencillos. Nora ignoraba si era debido a la escasez de recursos o a que, como esposa de un religioso, debía renunciar al lujo, pero su vestimenta apenas se diferenciaba de la de las mujeres del East End. No obstante, siempre llevaba una sombrilla cuando hacía buen tiempo. Nora, por el contrario, dejaba la suya en el camarote. No era más que un engorro cuando se inclinaba sobre la borda para descubrir delfines y ballenas, y cuando soplaba el viento había que pelearse con ella para que no saliera volando. En el Atlántico soplaba una fuerte brisa, y a Nora le gustaba dejar sus cabellos sueltos y que el viento jugueteara con ellos en torno a su rostro. Su tez blanca no tardó en broncearse con el aire marino y el sol.
Al principio, Elias no pareció percatarse de ello, prácticamente solo veía a Nora a la hora de las comidas, que los pasajeros compartían con el capitán y los oficiales. La mesa de los oficiales, bajo cubierta, siempre estaba en penumbra y Elias no parecía encontrar a su joven esposa lo suficientemente atractiva como para dedicarle una mirada. Sin embargo, un día la sorprendió en la cubierta, el cabello agitado por el viento y el rostro expuesto al sol sin ninguna protección.
—Nora, ¿te has vuelto loca? —exclamó. Ella se sobresaltó al oírle hablar de forma tan ruda—. ¿A quién se le ocurre andar así por aquí? Coge inmediatamente la sombrilla y el sombrero o, mejor aún, vete bajo cubierta como corresponde a una dama.
Ella frunció el ceño.
—¿Piensas que ando coqueteando con los hombres? —replicó ofendida.
En realidad solo había tres marinos faenando cerca de ella y ya tenían suficiente trabajo con los aparejos, ni siquiera parecían haber advertido la presencia de la joven.
Elias hizo un gesto de rechazo con la mano.
—Eso no me preocupa —repuso—. El capitán es un tipo duro, si sorprende a un marinero tonteando con una mujer, lo tira por la borda… Pero tú… ¡Por todos los cielos, no me he traído a una dama inglesa para que se me ponga morena como una mulata! —Nora no entendió el tono despectivo con que pronunció «una mujer». No entendía del todo qué quería Elias, pero él la cogió bruscamente por el brazo y la arrastró hacia la cubierta inferior—. Baja inmediatamente y hazte algo en la cara. Ponte un blanqueante o lo que sea para tener un tono elegante, no quiero que llegues a Kingston como si fueras una negra.
Nora, que durante la travesía no había dispuesto de ningún espejo, empezó a entender. Nunca habría imaginado que la refinada palidez que en Inglaterra se valoraba tanto fuera importante para el propietario de la plantación jamaicana, así que en adelante tuvo más cuidado. Si bien encontraba exagerada y ofensiva la reacción de Elias, no tenía la menor intención de causar una impresión negativa en la buena sociedad de su nuevo hogar. Sin embargo, no entendía cómo iba a evitar que a la larga la piel se le bronceara si estaba expuesta al intenso sol del Caribe. Ya le había sucedido en sus paseos y cabalgadas por St. James Park, pero a Simon no le había importado.
«La piel se te pone dorada como el cabello —había dicho maravillado—, ámbar claro y oscuro… Tienes razón, es una pena cubrirla con polvo».
No obstante, Nora hizo precisamente eso durante las últimas semanas a bordo. Se maquillaba al salir y se acordaba de coger el sombrero que lady Wentworth le había recomendado vivamente que adquiriese en Londres. Ante el intento previo de pedir prestada una cofia a Ruth Stevens, quien también se protegía el rostro, Elias había reaccionado tan irasciblemente como al hecho de que no llevara la sombrilla.
—¡Ni hablar de cofias de criada, Nora! Me llevo a una dama a Cascarilla Gardens, y como tal quiero que te vistas y muestres.
A regañadientes, Nora pensó que su marido no la había engañado. Elias Fortnam había querido una muñeca representativa, no a una mujer de carne y hueso. Y ella había estado de acuerdo con el trato, así que haría lo posible por contentarlo.
Y entonces, después de más de sesenta días de navegación, apareció Jamaica en el horizonte. El capitán convocó a los pasajeros en cubierta para ver la isla por primera vez y Nora de buena gana se habría precipitado escaleras arriba, pero bastó una penetrante mirada de Elias para reprimirla. Tan rápido como pudo, se maquilló, se empolvó el pelo, se metió en el miriñaque y se puso el sombrero.
Estaba enfadada y casi un poco triste cuando siguió a Elias al exterior, pero al ver la isla se quedó fascinada. Nunca antes había visto algo tan precioso, apenas si podía contener su entusiasmo. El barco avanzó con movimientos suaves sobre un oleaje ligero. Ese día, el mar estaba de un verde intenso y las brillantes olas rompían mansamente contra una playa blanca como la nieve. Detrás se elevaba una muralla de un verde frondoso, los prometidos bosques de manglares. Selvas espesas, prometedoras, inquietantes y casi desconocidas. Nora lo habría abrazado todo, quería reír y cantar, pero Elias esperaba que ella se mantuviera digna. Ya estaba mirando despreciativamente a Ruth Stevens, quien, sin dar crédito a lo que veía, tenía una expresión horrorizada.
—Pero, John, ¡si eso es la jungla! Solo hay playa y… y árboles… Seguro que hay indígenas… Yo… yo creía que Kingston era una ciudad…
El reverendo trató de tranquilizar a su esposa mientras Elias miraba con apacible orgullo a Nora, que, erguida y hermosa como una reina, contemplaba su nuevo imperio. La muñeca de Elias Fortnam esbozaba una sonrisa distante, pero el alma de la amada de Simon Greenborough brincaba de alegría. Tanteó buscando el colgante que no se quitaba desde que habían zarpado. De repente, su amado estaba a su lado, creyó notarlo, volver a sentir su felicidad.
Nora lo había conseguido. Había encontrado la isla y recuperado el espíritu de Simon.