Capítulo 3

Nora dejó que Elias Fortnam la acompañara a la velada de los MacDougal y luego la sacara a bailar. Como se trataba de su primer baile en dos años estaba un poco encogida, pero él, que ignoraba los pasos más recientes, no se percató de nada. La joven incluso se lo pasó bien moviéndose otra vez al ritmo de la música y disfrutó de las miradas de admiración masculinas que la seguían cuando entró en la sala junto a Elias. Para bien o para mal, había tenido que hacerse otro traje para el baile y ahí era imposible recurrir a colores apagados. Llevaba una seda verde manzana y la modista no había ahorrado en lazos y puntillas.

En el banquete que siguió, Elias Fortnam se reveló de nuevo como un conversador cortés y sumamente interesante; en cualquier caso, para alguien que ardía en deseos por conocer la flora y la fauna de las islas del Caribe. Fortnam había viajado mucho por los siete mares antes de establecerse en Jamaica, y con toda certeza no había llegado allí siendo un esclavo asalariado como el señor McArrow. Nora suponía que había amasado parte de su fortuna en los barcos corsarios, pero esto la desconcertaba tanto como el que tuviera esclavos en su plantación. Sabía que la sociedad londinense empezaba a hablar acerca de ella y Fortnam; Eileen MacDougal-Pearce ya intentaba que reconociese que sentía cierta inclinación por él. Pero en el fondo, Fortnam le daba igual. Lo único que le importaba era que había conseguido volver a dar vida a su isla soñada.

Antes de dormirse, Nora ya no veía la buhardilla oscura y sofocante en que Simon había muerto, una imagen que la perseguía desde que había dejado el East End. En lugar de ello volvía a soñar con la playa de su isla y buscaba el claro en que se encontraba su cabaña. Se consoló imaginando que Simon la esperaba allí. Bastaba con seguir el canto de los pájaros y el aroma de las flores que Elias Fortnam tan solícita y vívidamente describía. Así que disfrutó de la compañía del propietario de la plantación y lo echó en falta cuando se marchó a Oxford para reunirse con su hijo. Aunque ese encuentro familiar no se producía en las mejores condiciones. Elias le había revelado, cuando salieron de paseo a caballo el día antes de su partida, que iba a echar a Douglas una reprimenda.

—Lo envié a Inglaterra para que aprenda a comportarse conforme a su posición y a dirigir la plantación como un caballero. ¿Y qué hace él? ¡Vagar por media Europa como un gitano! Y ahora quiere irse a Roma y Grecia… ¡supuestamente en aras de su formación! Pero ¡ya puede olvidarse! Esto no lo financio yo con el dinero que he ganado deslomándome. ¡Ya puede ponerse a estudiar, para eso está aquí!

Este plan, sin embargo, no pareció llegar a buen puerto. Fortnam regresó a Londres bastante malhumorado. El joven Douglas no había hecho demasiado caso a los argumentos de su padre. Tampoco los compañeros con quienes proyectaba emprender el viaje disponían de mucho dinero. Los jóvenes aventureros estaban decididos a buscar trabajo por el camino y ganarse su subsistencia.

—Pero ¿qué ideas tendrán en la cabeza? —preguntó divertido Thomas Reed.

Estaban en la sala de caballeros de los Wentworth, quienes de nuevo se encontraban en Londres y ofrecían una fiesta. Había baile en el salón, pero Nora aprovechaba la noche para convencer a unas matronas que hiciesen donaciones para el comedor de los pobres. Últimamente había descuidado sus labores de beneficencia y ahora tenía mala conciencia.

Fortnam no ponía objeciones y no acaparaba a Nora, sino que conversaba de buen grado con el padre de la joven. Ambos fumaban y disfrutaban del excelente ponche preparado con ron de la plantación de los anfitriones.

Fortnam hizo un gesto de ignorancia.

—Descargar barcos en los puertos, picar piedras en canteras de mármol… lo que sea que se haga en el sur. Ahora el chico está fuerte como un toro, daño tampoco le hará. Pero de todos modos no me gusta que un Fortnam se preste a trabajar como un esclavo.

Thomas Reed chupó calmosamente su puro.

—Bah, no haga caso, volverá y se pondrá a estudiar con más ahínco. Los jóvenes solo quieren desfogarse, ver mundo.

—Pues sí, su hija también parece ansiosa por conocer tierras lejanas —observó Fortnam, volviendo a llenar las copas—. ¿Consideraría la idea de casar a Nora en las colonias?

Reed lo miró inquisitivo.

—¿Debo considerarlo como una petición de mano, señor Fortnam?

Elias Fortnam se reclinó en su butaca y exhaló el humo del cigarro.

—No he venido a Londres en busca de novia —respondió pausadamente—. Se lo digo con franqueza. Pero estos días… confieso que he pensado en ello. Nora es una joven encantadora y le he cogido cariño. Me gusta su interés por mi tierra, creo que no es una de esas damas que se casan en las plantaciones y luego no paran de quejarse. Que si el calor, que si los negros… Nora parece una muchacha enérgica. Eso me complace.

—Es mucho más joven que usted —objetó Reed.

Fortnam asintió. No parecía ofendido.

—No se lo discuto, pero creo que es ella quien debe decidirlo. Me parece que le gustan los hombres maduros. También me gusta su reserva en esas cosas.

Thomas Reed carraspeó.

—Eso… no fue siempre así —confesó a disgusto—. Si realmente quiere solicitar su mano, yo no puedo ocultarle que…

—¿Se refiere a ese escándalo? —Fortnam hizo un movimiento de rechazo con la mano—. Perdonado, no me importa.

—¿Ya… ya lo sabía? —preguntó atónito Reed.

Fortnam rio.

—Señor Reed, a partir de la segunda vez que aparecí acompañado de su hija a una reunión, me lo contaron confidencialmente tres veces como mínimo. Por lo general una dama desinteresada y en pro de la decencia, que a continuación quería presentarme a su hija, cuya reputación no se había visto mancillada por ningún escándalo o cuyo hijo pretendía invitar a Nora a bailar en ese momento. Nora se escapó con un escribiente de su despacho y permaneció tres semanas fuera. ¿Ocurrió así?

—¡Ni hablar! —respondió indignado Reed—. ¿Se lo han contado así? Parece como si… Pues bien, señor Fortnam, le aseguro que mi hija… humm… no estableció ninguna relación íntima con lord Greenborough. Se ilusionó con él (no puedo llamarlo «amor») y, por desgracia, el chico cayó gravemente enfermo, lo que impulsó a mi hija a velarlo como una madre. De hecho, Nora lo cuidó hasta que murió, en circunstancias no muy agradables, lamento decir. Pero su honor jamás fue mancillado. Nora es… —Se interrumpió, pues le costaba pronunciar la palabra «virgen» o «inmaculada».

—Y si no lo fuera me daría igual —señaló Fortnam sin inmutarse—. Sí, ¡no ponga esa cara! Ya no soy un joven sin experiencia, mis plantaciones producen dinero suficiente. Y no tengo necesidad de relacionarme con gente que exija que mi reputación, la de mi esposa y a ser posible la de mi perro de caza, se extienda sin tacha a lo largo de diez generaciones. Y lo que diga la gente de Londres no me interesa, yo vivo en Jamaica. Ahí, sin embargo…

—¿Sí? —preguntó Reed. ¿Iba a informarle Fortnam acerca de un escándalo propio?

Fortnam se encogió de hombros.

—Bueno, la gente murmura cuando un hombre vive solo en una plantación rodeado de hermosas esclavas… ya me entiende. Y en estos últimos años cada vez tenemos más inmigrantes de Inglaterra, se está consolidando una creciente vida social, hay bailes, cacerías, invitaciones… Pero sin una mujer en casa no puedo corresponder. Un casamiento sin duda me convendría. Su hija sería la persona ideal, con lo guapa y cultivada que es…

Reed asintió.

—Me duele separarme de ella —admitió—. Pero, a la postre, lo que deseo es verla feliz, y aquí ya no lo es desde que… desde aquella desdichada ilusión. Por otra parte, ella siempre ha soñado con viajar a las colonias. Si eso es lo que quiere… si ella acepta su petición, yo la bendeciré.

Nora se sorprendió cuando, pocos días después, Elias Fortnam pidió su mano. Las circunstancias fueron algo peculiares, habían vuelto a salir a pasear a caballo y Fortnam ni siquiera se tomó la molestia de desmontar. En lugar de ello, formuló la proposición como quien sigue charlando, con las mismas palabras que había utilizado con su padre. Así que habló de afecto y no de amor, mencionó sus obligaciones sociales y aludió al manifiesto deseo de Nora de vivir en las colonias.

—Le ofrezco una casa bonita, un servicio bastante bien adiestrado —dijo sonriente— y, naturalmente, un marido solícito por quien espero que pueda usted desarrollar el aprecio y la estima que yo ya le profeso. —Se inclinó hacia Nora.

Nora palideció y luego se ruborizó. No sabía qué decir y expresó la primera idea absurda que le pasó la cabeza.

—Yo… yo echaré en falta mi caballo.

Un instante después se hubiera abofeteado. ¿Qué iba a pensar ahora él de ella? La tomaría por una mujer infantil y superficial que…

Elias Fortnam estalló en carcajadas alegres, no burlonas.

—¡Puede llevárselo, Nora! —respondió complacido—. Y también dos o tres más, ya veremos cuánto espacio de carga puedo reservar. En la isla hay escasez endémica de caballos, la gente se pelea por ellos… y el suyo está especialmente bien criado y es de buena casta.

Por supuesto eso era verdad, pero Nora dudaba de que Fortnam realmente hubiese distinguido que la yegua Aurora era árabe. Su futuro esposo era un jinete corpulento, a duras penas habría resistido una cacería de zorro y era poco probable que supiera mucho de cría de caballos. Fortnam no era un par inglés y tampoco había crecido en la abundancia como Nora. Pensó de nuevo en la piratería… pero luego alejó esas ideas tan intempestivas. ¡Acababan de pedir su mano y ella pensaba en caballos, piratas y cacerías de zorro…! Sonrió para sus adentros. Debería haber pensado en Simon. Pero esa situación era tan irreal, tan… distinta. Nora era incapaz de imaginarse estrechando entre sus brazos, como antes a su apuesto y joven lord, a ese hombre robusto y mucho mayor que ella.

Pero tampoco necesitaba hacerlo. Sería él quien la estrechase entre sus brazos. En realidad, ella no tendría nada que hacer. Solo decir que sí. Y entonces él se la llevaría a la isla y vería todo lo que había soñado con Simon. Lo vería para su amado, con los ojos de él… Nora estaba a punto de aceptar la proposición de matrimonio de otro hombre, pero nunca se había sentido tan cerca de su verdadero amado desde que este la había dejado.

—Deme dos días para pensármelo, señor Fortnam —respondió—. Y… no venga a casa con flores.

Elias Fortnam se presentó con bombones y, naturalmente, Thomas Reed no lo recibió en la sala de caballeros como años antes a Simon, sino que Elias presentó formalmente su petición de mano en la sala de recepciones. Nora volvió a adoptar el aspecto de una muñeca de porcelana cuando aseguró cortésmente lo encantada que estaba y que aceptaba con agrado la solicitud. Se había arreglado de nuevo como era conveniente, lo que sorprendió bastante a su doncella. Nora solo se maquillaba y peinaba según los dictámenes de la moda cuando le tocaba asistir a eventos sociales. Ahora se planteaba si su futuro esposo ya la había visto con el cabello sin empolvar, pero por supuesto se había soltado el pelo al cabalgar y el traje de montar ceñido no disimulaba tampoco su silueta de adolescente. Fortnam tenía que hacerse al menos una idea de lo que le esperaba.

«Eres tan grácil como un elfo y tus cabellos son como la miel líquida… » Nora oía la dulce y cautivadora voz de Simon mientras hablaba de la boda con su padre y Elias. Este quería regresar a Jamaica en un mes a más tardar, lo que exigía que los preparativos del enlace se ultimasen con celeridad.

—¿Asistirá su… tu hijo a la ceremonia? —preguntó Nora una vez que los hombres se hubieron puesto de acuerdo en comunicar el compromiso a un círculo pequeño de conocidos con una cena y festejar el enlace tres semanas después con un gran baile y un banquete. No le preocupaba especialmente conocer a Douglas Fortnam, pero creyó que era su deber mostrar cierto interés. A fin de cuentas, ahora formaba parte de su familia… Se sentía un poco como una niña pequeña equipando su nueva casita de muñecas con padre, madre e hijos.

Elias hizo un gesto de ignorancia.

—No creo —respondió con sequedad—. A no ser que tenga una nueva dirección de correo y se muestre dispuesto a interrumpir su viaje por mí. Ambas opciones me parecen improbables. Tendrás que conocer a tu hijastro más tarde.

Thomas Reed se alegró de ello para sus adentros. En el ínterin había encargado que se investigara un par de temas. Douglas Fortnam tenía cuatro años más que su hija, por lo que seguramente era preferible que la sociedad londinense no conociera esos detalles. Así y todo, bastante se comentaría ya la diferencia de edad entre Nora y Elias.

Al despedirse, este depositó un cortés beso en la mejilla de Nora. Ella tuvo que poner atención y no apartarse asustada, pues desde la muerte de Simon ningún hombre se le había acercado tanto. Pero los labios de Elias estaban secos y rozaron su piel como de paso. Nora volvió a experimentar la desconcertante sensación de que él solo besaba a una muñeca. El contacto no despertó nada en ella, no sintió la menor excitación; aunque tampoco miedo.

También los preparativos del enlace transcurrieron ante la indiferencia de Nora. Parecía como si todos los que la rodeaban estuvieran más nerviosos y pusieran más entusiasmo que la misma novia. La muchacha complació a conocidos y sirvientes dándoles la libertad de actuar como les apeteciese. No puso ninguna objeción al esbozo que la modista había realizado del vestido de novia, sobrecargado de encajes, cintas y volantes, bajo cuyo fajín, cuello rígido y miriñaque apenas lograría moverse. Lady Margaret MacDougal organizó, emocionada y desbordante de alegría, el baile y el banquete… Nora tenía la sensación de que no bastaba una simple carta para la lista de los platos que iban a servirse, sino que necesitarían un rollo de papiro. Una pequeña orquesta tocaría durante el baile, se ensayaron algunas coreografías y se contrató a un maestro de danza.

En medio de todo esto, Nora tenía la extraña sensación de estar perdiéndose a sí misma, pero aun así de situarse en el buen camino. Como le sucedía con frecuencia, tenía la impresión de que Simon la llamaba y de que ella se limitaba a responder a su llamada.

Dos días antes del enlace, volvió a visitar la tumba de su amado. En silencio y desvalida, permaneció en pie ante la costosa lápida de piedra que su padre había encargado para la fosa. Como siempre, no sintió nada. El alma de Simon no estaba anclada allí. Si ella quería estar cerca de su espíritu, tenía que buscarlo en otro sitio. Al abandonar el cementerio, sintió más esperanza que dolor.

Ese mismo día se quitó del cuello la cinta de terciopelo con el anillo de Simon. No podía seguir llevándolo, Elias le haría preguntas al respecto. Así pues, dejó su preciado recuerdo en una bolsa de terciopelo y lo escondió en su costurero. Elias nunca lo encontraría allí, pero ella accedería a él siempre que quisiera. También se llevaría los libros de Simon, la sirvienta ya los había empaquetado. Pasaban desapercibidos entre los suyos, el servicio no sabía leer y su padre hacía tiempo que había olvidado el legado de Simon Greenborough.