Capítulo 2

Nora comprobó con desgana la decoración de la mesa del gran comedor. Las sirvientas la habían preparado para siete personas, Thomas Reed la presidiría y los comensales serían dos matrimonios y un tal señor Fortnam, un cliente al que Nora nunca había oído mencionar a su padre. Bien, tendría que hablar con él todo el rato, pues sin duda sería su compañero de mesa. La joven suspiró y observó uno de los platos de porcelana de Meissen; la vajilla había costado una fortuna que hubiera sido más razonable invertir en el comedor de los pobres… Y también había tenido que comprarse un vestido nuevo, su padre había insistido en que se pusiese ropa más femenina. Nora todavía era delgada como una adolescente, lo que se debía, según lamentaba la cocinera, a que comía poco. Pese a todo, carecía de formas femeninas, sostenían Eileen y lady MacDougal.

Las dos no se cansaban de animarla para que sacara más partido de su físico, pero a ella le daba igual su aspecto. Prefería la ropa más llevadera a las prendas caras, si bien el nuevo vestido de brocado color burdeos era sin duda precioso. La modista había insistido en realzar su pequeño pecho con unos voluminosos encajes en el escote y adornar el traje con cintas y volantes dorados en lugar de con aplicaciones en negro como habría deseado Nora.

—¡Es usted tan preciosa que no puede ir por ahí como una corneja! —objetó la mujer, y Nora al final se rindió.

Era probable que su padre hubiese dado instrucciones a la modista, quien, por sí misma, no se habría atrevido a expresarse de forma tan drástica.

Echó un breve vistazo al fuego que ardía en el hogar, alrededor del cual se habían colocado pantallas protectoras para que ninguna chispa saltara a las valiosas alfombras de seda o a las estatuas de mármol dispuestas en los flancos de la chimenea. Nora suponía que representaban algunas divinidades romanas. Eso a su padre le resultaba indiferente; había seguido los consejos de los arquitectos para comprar los objetos de arte de su casa y él simplemente los consideraba inversiones.

En cualquier caso, ya estaba todo listo y ella debía ir a cambiarse. La doncella ya estaría esperándola, ocupada en la inspección de todas las polveras y cajitas de maquillaje que su padre había insistido en comprar. Nora tenía que presentar el aspecto de cualquier muchacha de su clase social. Ella sabía que ardía en deseos de casarla en un tiempo no muy lejano y cumplir su deseo de tener nietos. Pero en eso no transigía. Le resultaba inconcebible prestar oídos a esos jóvenes caballeros que no cesaban de presentarle. Además, todos tenían la misma apariencia, con sus chaquetas ricamente adornadas y de vistoso colorido, que dejaban a la vista una pechera que desbordaba de encajes; con sus calzones ajustados; los zapatos de hebilla y las ostentosas pelucas blancas que ocultaban un cabello rubio y liso o negro y ondulado como el de Simon… Nora nunca llegaría a averiguarlo, y le daba igual.

Sin el menor entusiasmo, dejó que su doncella la transformara en una figura artificial empolvada de blanco. Aun así, su tez era uniforme, los labios carnosos y los ojos de un verde tan llamativo que resultaba inconfundible. Al final tuvo la impresión de ser una muñeca de porcelana. Ciertamente bonita, pero también sin vida.

No fue esa la opinión de Thomas Reed. Al verla bajar por la ancha escalinata al vestíbulo, se quedó embelesado. También lady Margaret y su esposo, que en ese momento estaban saludando a Thomas, expresaron su admiración.

—¡Qué vestido tan bonito, Nora! ¡Ya es una mujer hecha y derecha! —dijo la dama afablemente—. Tengo tantas ganas de volver a verla bailar… Celebramos un baile el mes que viene. Para el bautizo del hijo de Eileen. Ya ha sido madre…

A Nora no le pasó inadvertida la expresión de dolor en los ojos de su padre cuando felicitó por enésima vez a lord y lady MacDougal por el nacimiento de su primer nieto. Por su parte, se forzó a decirles un par de cosas, pero unos golpes en la puerta distrajeron la atención de todos. La sirvienta recibió al siguiente invitado. Nora vio a través de los vidrios de colores que separaban la entrada del vestíbulo que recogía el abrigo de un hombre corpulento.

—No, no, las flores no, muchacha, yo mismo se las daré…

Era una voz potente y acostumbrada a impartir órdenes. El hombre tampoco esperó a que la sirvienta le precediese. Él mismo cruzó con toda naturalidad las puertas de vidrio y Nora palideció bajo los polvos de maquillaje cuando vio las flores que portaba.

Era absurdo, pero desde aquella ocasión en que Simon había pedido su mano, nadie más le había ofrecido un ramo de flores. Lo habitual era que las sirvientas recogieran los regalos de los invitados en la entrada y que los arreglaran antes de llevarlos a la sala en que Nora y su padre hablaban con sus visitas. Ese hombre, por el contrario, sostenía el ramo frente a sí mientras deslizaba brevemente la mirada por las mujeres presentes y llegaba a la conclusión de quién era la anfitriona. Se inclinó delante de Nora y le tendió las flores.

—¿Miss Reed? Le agradezco la invitación.

Thomas Reed sonrió al recién llegado.

—Nora, lady Margaret, lord MacDougal, ¿permiten que les presente al señor Elias Fortnam?

Por primera vez, Nora se alegró de que la gruesa capa de polvo de maquillaje ocultase primero su palidez y luego su rubor. Consiguió dar cordialmente las gracias y observó con mayor detalle al hombre, que en ese momento saludaba a lady Margaret y lord MacDougal. Aliviada, confirmó que su sensación de déjà-vu la había engañado. Elias Fortnam no tenía nada, realmente nada, en común con Simon Greenborough. Exceptuando quizá que él tampoco llevaba peluca, aunque se había empolvado generosamente de gris el cabello, por lo que no se reconocía su color natural, pero la abundante melena era sin duda auténtica. Fortnam también había renunciado a empolvarse el rostro, tal vez porque era imposible recubrir totalmente su tez tostada por el sol. Un extraño tono oscuro para un diciembre londinense… Pero Elias Fortnam también llamaba la atención por otros aspectos. En lugar de llevar los habituales pantalones hasta la rodilla, vestía unos largos y oscuros, además de una camisa y un chaleco corto de lana de colores neutros. Las botas de montar sustituían a los zapatos de hebilla. Nora sabía que llamaban a ese estilo mode à l’anglaise y que cada vez disfrutaba de más seguidores, especialmente en Inglaterra, pero todavía no se había impuesto en el círculo de conocidos de su padre. La indumentaria del recién llegado resultaba novedosa y original.

—El señor Fortnam ha llegado a Londres hace un par de días —informaba Thomas Reed a los MacDougal—. No obstante, ya llevamos tiempo haciendo negocios juntos. El señor Fortnam es propietario de una plantación de caña de azúcar. Viene de Jamaica.

Nora se lo quedó mirando. Desde que había conocido a los Wentworth de Barbados, nunca había vuelto a reunirse con alguien que tuviera propiedades en las colonias. Desde la muerte de Simon, tampoco había buscado ese tipo de relaciones y su padre no había invitado a nadie que pudiese hablarle de las islas. Quizá fuera casualidad, aunque tal vez había actuado de forma consciente para no seguir alimentando sus sueños de emigrar.

—¿De verdad? —Lady Margaret enseguida fingió interés.

Entretanto, Nora dio la bienvenida al resto de los invitados, el señor y la señora Roundbottom. El señor Roundbottom saludó a Fortnam como un viejo conocido. Naturalmente, también él era comerciante y se relacionaba con los hacendados. Elias Fortnam se volvió hacia Nora cuando llegó el momento de acompañarla a la mesa.

—Espero que me conceda el honor —dijo galante.

Nora apoyó cortésmente la mano en el brazo del hombre y lo condujo al comedor. Eso le dio tiempo para observarlo mejor. Fortnam era un hombre alto y fornido, fuerte sin duda, de rostro ancho y labios algo finos. Bajo las pobladas cejas unos ojos despiertos y azules miraban a Nora con amable interés, no inquisitivos como los de la mayoría de los hombres que la abordaban. Con toda certeza, nunca había oído nada sobre el escándalo en que había estado envuelta dos años antes ni acerca de la reclusión y falta de vida social que solía comentarse cuando salía a colación la hija de Thomas Reed.

—Jamaica debe de ser bonita —señaló ella cuando hubieron tomado asiento y los criados sirvieron el primer plato.

Fortnam le sonrió.

—¡Oh, sí! Al menos cuando no se tiene nada en contra del calor y la humedad. Durante todo el año las temperaturas son muy altas y de vez en cuando los huracanes causan estragos. No nos importaría renunciar a estos últimos: hace dos años uno me destruyó media cosecha. Y el calor… A muchos blancos no les gusta, y las damas en especial suelen quejarse. Pero es necesario, pues sin él no crece la caña de azúcar. La vegetación es abundante, también en el interior. Donde no roturamos, crece la selva.

—También llueve mucho, ¿no? —preguntó lord MacDougal—. A lo que usted volverá a contestar que eso también le gusta porque permite que crezca la caña de azúcar.

Fortnam contrajo los labios.

—También podríamos regar sin lluvia —observó—. Abundan los arroyos y ríos que brotan en las montañas. De ahí justamente procede el nombre de la isla. Jamaica proviene de Xaymaca: la isla de las fuentes.

—Pero Xaymaca no es español, ¿verdad? —preguntó Nora.

Fortnam hizo un gesto de sorpresa.

—¿Cómo se le ha ocurrido? Ah, de acuerdo, porque en su origen la isla era propiedad de los españoles, pero eso fue hace mucho. El almirante Penn se la arrebató en 1655. No, el nombre debe de proceder de los indígenas; había una especie de indios…

—Los arahuacos —recordó Nora. Simon había leído acerca de ellos—. Eran… eran muy… pacíficos.

Fortnam soltó una sonora carcajada.

—Sin duda una de las razones de su extinción. Pero nadie lo sabe en realidad, la mayor parte de ellos ya se había ido cuando llegaron los españoles, y Colón y los suyos se encargaron del resto. Sea como fuere, ahora ya no hay indios, solo nosotros y los negros… que ya fastidian suficiente.

—Tienen problemas con los negros libres, ¿no es así? —preguntó el señor Roundbottom.

Fortnam se encogió de hombros.

—Problemas es decir mucho… Hay unos pocos en las montañas. Y si quiere saber mi opinión, yo hace tiempo que los habría sacado de allí. No entiendo por qué nadie lo ha conseguido todavía. Así que hay que ir siempre con un poco de cuidado, suelen saquear las propiedades. Pero mi plantación, Cascarilla Gardens, se encuentra junto al mar, cerca de Spanish Town. Ahí no corremos peligro, son raras las ocasiones en que se atreven a alejarse tanto de las montañas. Prefieren asaltar a propietarios de pequeñas plantaciones del interior.

—Pero ofrecen asilo a los esclavos huidos, ¿no? —insistió Roundbottom.

Fortnam se sirvió vino y también llenó la copa de Nora antes de contestar.

—A veces sí, a veces no. En ocasiones también los entregan. A cambio de dinero, claro. Los negros tampoco forman una feliz familia. Lo mejor es ocuparse de que ninguno se escape.

Nora decidió cambiar de tema. No quería hablar de esclavos, prefería saber más sobre la isla.

—Todavía quedan manglares en Jamaica, ¿verdad? —preguntó con suavidad.

Fortnam rio.

—Es cierto, miss Reed, hablemos de cosas más agradables. Jamaica es un paraíso si le gustan las plantas tropicales, los pájaros, flores, mariposas… Tenemos las más grandes del mundo, ¿lo sabía?

Nora no lo sabía, pero estaría encantada de que una gran mariposa con alas de pájaro viviera en su isla soñada.

—Los manglares suelen crecer a lo largo de la costa. El mar, la playa y justo detrás empieza la jungla.

Nora asintió. Eso mismo sucedía en la isla de Simon y ella.

—¿Palmeras? —preguntó curiosa.

Fortnam asintió.

—Pues claro. De varias clases. Se dice que las introdujeron en la isla los españoles. Los helechos y los cedros son realmente autóctonos, incluso nuestra cascarilla, un arbusto o también árbol, de cuya corteza se extraen valiosos aceites. También la caoba, el campeche… muchos arbustos de flor. Todavía quedan extensas zonas vírgenes en las Blue Mountains; en ocasiones nos visitan botánicos que siempre descubren nuevas plantas.

Nora lo escuchaba con los ojos brillantes.

—¿Y qué le trae por aquí, señor Fortnam? —preguntó el marido de lady Margaret—. Deje que lo adivine, va usted en busca de un bonito, pequeño y olvidado condado para luego defender su isla en el Parlamento.

Fortnam soltó una carcajada.

—No, lord, eso seguro que no. Tengo buena reputación y quiero conservarla. Mientras ustedes aquí deberían cuidarse de que a la buena y vieja Inglaterra todavía le queden escaños en el Parlamento. Esa gente de Barbados pronto se comprará el título real si no le van parando ustedes los pies.

Nora sonrió tímidamente. No le gustaba que su nuevo conocido tuviera esclavos, pero al menos no se daba lustre con títulos nobiliarios ajenos como hacían muchos hacendados.

—En cualquier caso, el cártel del azúcar está suficientemente representado aquí, los precios son justos.

—¡Los precios son abusivos! —intervino MacDougal, mirando de reojo a su esposa, que removía una generosa cantidad de azúcar en el café que acababan de servir—. Si esto sigue así, lo intentaré con invernáculos.

Fortnam sonrió burlón.

—Adelante, caballero. Pero piense en lo altas que crecen esas plantas. Les tendrá que construir medio palacio de cristal. ¿Vale la pena? ¿Y repartirá machetes entre sus empleados en lugar de guadañas? ¿O va usted a importar negros? ¡Eso también cuesta, querido amigo, no se engañe! Al final se alegrará del precio que nos paga.

El lord contrajo un poco el rostro, pero encajó con buen humor las risas de los demás. Lady Margaret acabó invitando al recién llegado a una velada en su casa.

—Nos complacería presentarle a otros miembros de la sociedad londinense —dijo cortésmente—. Quién sabe, a lo mejor se encuentran interesados en la idea del invernadero de mi marido y usted puede obsequiarnos con unos valiosos consejos.

Fortnam aceptó sonriente.

—Sin embargo, echaré en falta a mi encantadora compañera de mesa —observó, lanzando una mirada a Nora, que de nuevo enrojeció bajo el maquillaje.

—¡A miss Reed puede llevarla con usted! —respondió lady Margaret, sumamente complacida—. Si Nora desea acompañarle, estaremos muy contentos de recibirla. Naturalmente, también está invitado usted, Thomas.

La muchacha se mordió el labio, no podía negarse sin ofender al señor Fortnam. ¡Y no sabía si quería hacerlo! Era la primera noche en meses que casi había disfrutado. Casi creía tener ante sus ojos de nuevo la jungla y la playa de su isla; las historias sobre Jamaica de Elias Fortnam habían dado vida al recuerdo.

—Será un placer acompañarle —dijo serenamente.

Elias Fortnam le dedicó una galante sonrisa.

—¡En serio, hacía años que no veía a Nora tan alegre como anoche! —Lady Margaret estaba tan excitada y sentía tal curiosidad que al día siguiente se presentó en el despacho de Thomas Reed—. ¿Será posible que algo germine? ¿Quién es ese Fortnam?

Thomas Reed frunció el ceño.

—¿Qué algo… humm… germine? Se lo ruego, Margaret, ese hombre podría ser su tío. Estoy seguro de que no tiene ningunas pretensiones en relación con Nora.

—Claro, por eso la miraba con tanto interés —se burló la dama—. Y lo de «encantadora compañera de mesa» ¡era una indirecta! No, en serio, Thomas. Y la edad… De acuerdo que no encajan al cien por cien, pero Nora es muy madura. ¿Es un hombre sin… vínculos?

Reed mostró su ignorancia con un gesto.

—Por lo que sé, es viudo desde hace años. Tiene un hijo que estudia en Inglaterra. Quiere visitarlo, o a saber lo que quiere hacer aquí. En cuanto a su negocio no hay nada especial, su plantación es grande, evidentemente bien dirigida, sus ganancias son enormes…

La dama sonrió.

—Bien, todo pinta muy prometedor. Sí, lo sé, preferiría usted tener a Nora cerca. Lo que más le habría gustado es construirle un nido aquí mismo en Londres. Pero es difícil de contentar y, por lo visto, todavía no ha abandonado el sueño de viajar a ultramar. De modo que todo puede precipitarse una vez esté allí. Lo he visto muchas veces. Las jóvenes se casan en las colonias; los hacendados codician a las hijas de vizcondes y baronets, que suelen llevar con ellas el título y el escaño en el Parlamento. Al principio se entusiasman con las flores, las palmeras y no sé qué cosas más. Pero luego llega la estación de las lluvias y a las chicas se les cae la casa encima. Esas plantaciones suelen estar en lugares apartados y durante semanas no ven más que a sirvientes negros. Entonces empiezan a persuadir a sus maridos de que también podría ser bonito tener una propiedad en la campiña de Essex… y una casa en Londres.

Thomas Reed se frotó las sienes.

—¿Y aceptaría algo así un hombre como Elias Fortnam?

Lady Margaret arqueó una ceja.

—Si Nora se lo pidiera con gracia… Dinero no le falta, y tampoco tendrá nada contra Inglaterra si ha enviado a su hijo a estudiar aquí. ¡También usted puede aportar algo! ¡Regáleles la casa en la ciudad cuando se casen! Así Nora tendrá un pie en Inglaterra. Y si lo piensa más a fondo… él es mucho mayor que ella. No cabe duda de que ella vivirá más que él y tendrá la oportunidad de casarse por segunda vez. Ya libre de esos viejos escándalos y sueños, y seguro que en Inglaterra.

Thomas Reed calló unos instantes.

—Tengo que pensarlo, lady Margaret. Todo esto ha surgido tan… tan de repente… Aún no sabemos qué piensa Nora al respecto.

La dama asintió paciente.

—No tiene que decidirse hoy mismo. Esperemos hasta reunirnos en mi casa, después habrá baile junto a los Batterfields… Veremos qué sucede. Pero que no le pille por sorpresa que un pretendiente llame a su puerta.