—Dele un par de días más —recomendó lady MacDougal cuando, una semana después del sepelio, Nora seguía sin intentar reintegrarse a la vida normal. La joven pasaba los días sola en su habitación—. Ha sido una experiencia turbadora… seguramente necesite más tiempo para superarla.
Reed se quedó más tranquilo, pero luego ese «par de días» se convirtió en un «par de semanas», «un par de meses» y al final en: «Dele un año más».
Nora no acababa de superar el duelo. Con el tiempo, obviamente, abandonó su inmovilismo. Primero su padre la obligaba a reunirse con él para compartir las comidas, pero después ella lo hacía por propia iniciativa. Ya no callaba de forma obstinada, sino que respondía a sus preguntas y parecía escucharle amablemente cuando él le hablaba de trabajo. Thomas daba gracias al cielo de que su hija no le guardase rencor. Sin embargo, Nora ya no reía y no se dejaba convencer para participar en ninguna actividad. Rechazaba todas las convocatorias: a las cacerías en otoño, a los bailes en invierno y a las comidas y fiestas campestres en primavera y verano, aunque no la invitaban tanto como antes, pues era obvio que el escándalo había dañado su reputación.
—¡Y es fácil que vaya a peor! —suspiró lady Margaret—. Por todos los cielos, no permita que se recluya del todo. Llévela al menos a la iglesia o a alguna cena. Organice usted mismo reuniones, así no podrá rehusarlas. Y ¡esmérese en que la vean! De lo contrario, las señoras empezarán a sacar sus conclusiones.
Lady Margaret hizo un expresivo gesto dibujando un vientre abombado.
—Creo que no ha… —murmuró Thomas.
Ella puso los ojos en blanco.
—No querrá anunciarlo con un pregón, ¿verdad? —repuso—. Pero incluso así, alguna gente podría no creerle.
Thomas Reed forzaba a su hija a salir de casa tanto como le era posible, pero Nora ya no disfrutaba con las conversaciones, la buena comida, la música y el baile. Había dejado de tocar su antes tan querida espineta, y cuando Thomas le compró una magnífica yegua árabe, sacaba a pasear al animal por St. James Park cumpliendo con su obligación, mas no mostraba ni una pizca del placer que antes había sentido galopando veloz y saltando complicados obstáculos en las cacerías.
Ni siquiera el último consejo de lady Margaret había surtido efecto: Nora no se enamoró del apuesto jinete que Thomas Reed, en su desesperación, le había presentado como compañero de paseos a caballo. Ni siquiera parecía percatarse del joven. Pese a todo, la actividad al aire libre consiguió borrar al menos la palidez espectral de sus mejillas. Aunque la tez blanca como la nieve se correspondía con el ideal de la moda del momento, una mujer joven y sana solía tener suficiente con empolvarse en lugar de evitar el sol.
Llegó el día en que se celebró el segundo aniversario de la muerte de Simon Greenborough y Thomas Reed estaba casi resignado a aceptar la melancolía de su hija. Nora evitaba todas las distracciones con que antes había disfrutado y rechazaba las propuestas, más numerosas en los últimos tiempos.
En el primer período que siguió al «escándalo», la buena sociedad se distanció un poco. A fin de cuentas, nadie sabía si la hija de Thomas Reed acabaría siendo una muchacha caída en desgracia. Sin embargo, una vez que se hubo confirmado que su paso en falso no tendría consecuencias, y que las diligentes lady Margaret y su hija Eileen dejaran caer sagaces alusiones al amor, sin duda platónico, de la hija del comerciante por el par, la gente estuvo dispuesta a aceptar de nuevo a Nora Reed. En algunas familias hasta llegó a considerársela como candidata a esposa de uno de sus hijos. La muchacha no carecía en absoluto de hermosura y era además única heredera. Desde que Nora había cumplido diecinueve años, se acumulaban las visitas de cortesía de damas de mediana edad que «por casualidad» pasaban por ahí y le hablaban sugerentemente acerca de sus hijos. Las madres solían acabar encantadas con Nora y el escándalo que la rodeaba quedaba relegado al olvido. ¿Cómo iba a hacer una joven tan modesta y reservada todas esas locuras que los rumores le atribuían? Nora Reed era amable, bien educada y vestía con elegancia. Prefería colores apagados, solía evitar cintas y volantes, y cuando hablaba no era acerca del próximo baile o la mejor modista, sino casi siempre de sus obras de beneficencia. Esto era un poco extraño en alguien de su edad, pero que una muchacha tan joven fuese así de caritativa reflejaba una madurez inhabitual.
En efecto, repartir alimentos y suministrar medicamentos a los pobres del East End constituía la única actividad que había devuelto a Nora su estímulo original y mostrado a sus nuevos conocidos sus atractivos y aspiraciones. Pedía donativos con gracia y destreza, y ella misma iba a las zonas más deprimidas de la ciudad para controlar su distribución. El desencadenante se había producido en una de esas veladas que Thomas Reed se esforzaba por organizar poco después de que Nora hubiese regresado a casa. Una de las matronas invitadas, la señora Anne Wendrington, se había referido a un orfanato que ella subvencionaba.
—Pero esos pobres críos no siempre son huérfanos, los hay cuyos padres se desentienden de ellos y se dan totalmente a la ginebra. Es terrible esa tendencia a emborracharse, ¡el alcohol hace que esa gente se olvide de todo! —La señora Wendrington bebió complacida un sorbo de su copa de vino.
Para sorpresa de los demás invitados y espanto de su padre, Nora tomó la palabra acto seguido.
—La razón es que la ginebra en esas zonas es más barata que el agua. Y con frecuencia más sana, ¿o le gustaría a usted beber el agua sucia que se saca del Támesis?
La señora Wendrington frunció el ceño.
—¿Más barata que el agua? ¿Cómo es posible? En todo caso, habíamos pensado en si deberíamos preparar sopas y tés… sí, para niños y padres, junto con una educación religiosa. El reverendo de Saint George…
Nora rio burlona.
—Más vale que les envíe un médico, la Biblia no ayuda a esa gente cuando los niños sacan los pulmones por la boca de tanto toser. Pocas veces se mueren de hambre. Hacen un caldo con un par de huesos, un poco de col y, si hay, los restos de las carnicerías o los puestos del mercado: todo eso es barato. Y si la madre bebe, las niñas crecen más deprisa y las hermanas suelen cocinar para los más pequeños. Más complicado resulta obtener la leña o el carbón para atizar el fuego. Si se preocupa por eso y si reparte agua limpia… En realidad, habría que demoler todo el East End y construir las casas de nuevo —concluyó Nora.
—¡Nora! —la reprendió Thomas Reed.
La señora Wendrington tragó saliva, pero el que reflexionase sobre lo dicho hablaba en su favor.
—Deberíamos poner punto final a este desagradable tema —decidió—. Pero tenemos que volver a hablar, miss Reed, es muy posible que nuestra sociedad de beneficencia precise de una observadora tan penetrante como usted y una joven dama con su ímpetu.
En efecto, poco después invitó a Nora y, desde entonces, la muchacha daba todo el dinero que antes se gastaba en vestidos y entretenimientos para mejorar las condiciones del East End. Organizaba comedores para pobres e involucró sobre todo al dinámico doctor Mason para que realizara consultas periódicas incluso para pacientes sin medios. Naturalmente, eso no era más que una gota en el océano: solo unas pocas esposas de comerciantes o de la nobleza se atrevían a penetrar en ese barrio de mala fama y apenas conocían cómo vivían los pobres. Así pues, no llegaban demasiados donativos. Pero, al menos, esa actividad sacó a Nora de su ensimismamiento.
Thomas Reed no estaba seguro de si debía alegrarse de ello.
—Se convertirá en una solterona —se lamentaba a lady Margaret, que acababa de casar felizmente a su hija Eileen—. Si sale de casa, es únicamente para ir con las matronas al East End y luego huele a los ungüentos que receta ese médico al que por lo visto ayuda personalmente. O se pone a galope tendido con el caballo por el parque y el pobre mozo casi no consigue seguirla. Estoy buscando uno nuevo que no sea tan bien parecido pero que monte mejor a caballo. A veces Nora regresa con señales de haber llorado, aunque el chico jura que no ha ido al cementerio. Por fortuna apenas lo hace, no quiero ni pensar en cómo estaría si todavía visitase la tumba del chico… Pero ya no le gusta bailar ni ir al teatro ni participar en salidas campestres. Si la fuerzo a que me acompañe a un evento social, se queda charlando con las señoras e intenta despertar su interés por los actos benéficos. No ve hombres jóvenes, y eso que es preciosa y los chicos se pelearían por ella. Y también sus madres, cualquier matrona de esta ciudad estaría contenta de presentarle a su hijo. Alguna vez, cuando esto sucede, Nora se contenta con decir que está encantada de conocerlo y pasa toda la velada haciendo caso omiso de su compañero de mesa. Así nunca habrá boda. Y ya es hora. Me gustaría tener un par de nietos, tal vez un niño dispuesto a dirigir el negocio.
Lady Margaret hizo un gesto de impotencia.
—Debería hacerla ver por un médico —dijo al final—. También hay remedios contra la melancolía.
Thomas Reed no creía que Nora estuviese enferma, pero la llevó diligente al doctor Morris, que le recetó láudano.
El remedio olía como el jarabe de amapola que le había suministrado a Simon, y cuando Nora lo probó por primera vez sospechó que su efecto era el mismo que el de la ginebra en mujeres como la señora Tanner. Nora se sentía tranquila y en paz, pero no quería sentirse así. Vivía con su dolor y su pena por Simon. Lo buscaba en los senderos apartados de St. James Park, seguía las huellas de su espíritu en el East End y en las páginas de los pocos libros que había tenido y que Wilson había recuperado de la buhardilla. En ellos era donde encontraba el mayor consuelo. Leía las palabras que Simon había leído y soñaba sus sueños, pues, cómo no, los libros giraban en torno a islas lejanas y sus descubridores. Siempre llevaba la cinta de terciopelo con el anillo de su amado al cuello, otra pequeña ayuda para sentirlo cerca. Pero sus almas se habían unido realmente en aquella isla, la de sus sueños, y ella no lograba evocarla sola. El láudano no la ayudaba. Esperó un par de días y luego se deshizo de él.
Y entonces, un día, su padre invitó a una de sus veladas a Elias Fortnam.