Thomas Reed se ocupó efectivamente de todo, y la ayuda de Bobby resultó de un valor incalculable. El niño pasó con su patrón y la llorosa Nora junto a la señora Paddington, que no cesaba de quejarse, y con el dinero que Reed le dio antes de subir al carruaje se encargó en primer lugar de liquidar las cuentas del alquiler. Acto seguido corrió a casa del doctor Mason, a quien Nora insistía en pagar urgentemente por razones incomprensibles para su progenitor. El médico, sin embargo, no pidió nada por su última consulta. Afirmó que no había podido prestar ningún servicio. Pese a ello, Bobby le instó a aceptar un chelín y también le pagó para que visitara a los Tanner, cuyos pequeños, moqueando y tosiendo, se habían agarrado llorando a las faldas de Nora cuando esta salía con su padre.
—A lo mejor puede hacer algo para que no cojan la tisis —señaló Bobby, aunque no muy optimista.
El mozo también se habría ocupado de encontrar sepulturero, pero Reed insistió en que Simon Greenborough no fuera enterrado en el cementerio de los pobres. Conocía las sencillas tumbas donde solían colocar de cinco a siete cadáveres juntos, por lo que había que esperar a que se llenaran para cubrirlas de tierra. En lugar de ello, adquirió una sepultura en el cementerio que acababan de construir junto a la iglesia de Saint George, en Mayfair; encargó un ataúd y se ocupó de que se celebrara un sepelio decente.
Informó a la madre y hermana de Simon del luctuoso suceso, y les envió una respuesta negativa cuando ellas preguntaron ansiosas por los posibles ahorros del difunto y un anillo de sello.
—¿Qué iba a ahorrar el chico? —rezongó Reed moviendo la cabeza. El mismo día de su llegada, había enviado a Wilson al East End para que vaciase el modesto hogar de Nora y Simon antes de que la señora Paddington empezara a vender sus escasas pertenencias. No encontraron nada de valor, aunque sí facturas cuidadosamente archivadas sobre giros bancarios a distintos acreedores, así como a lady Greenborough y la hija de esta. Reed se quedó impresionado—. Lo exprimieron como un limón. Y yo que pensé que era un avaro porque siempre iba como un pordiosero…
Nora dispuso que la familia Tanner se quedara con los objetos domésticos, y Wilson se puso manos a la obra. La señora Tanner dio las gracias entre lágrimas, pero luego corrió a empeñarlo todo para comprar ginebra. La señora Paddington exigió una indemnización por las sábanas que Nora había tomado prestadas y que ella, después de que Simon hubiera muerto ahí, ya no quería. Wilson hizo tranquilamente caso omiso de su palabrería: también él tenía una casera gruñona.
—Esa bruja ya ha ganado suficiente dinero con su sucia buhardilla —explicó a Reed, ascendiendo así en la estima de su jefe. El comerciante apreciaba que no tirasen su dinero.
Nora era incapaz de reprimir las lágrimas. Lloró tres días en silencio, sentada en su amplia cama, acuclillada, abrazándose las piernas y con la cabeza apoyada en las rodillas. No hablaba con nadie y solo respondía escuetamente cuando se dirigían a ella.
Su padre tuvo que rogarle que acudiera a la misa de difuntos de Simon y lo acompañara a la iglesia. Lo hacía con ciertas reticencias, pero lady MacDougal, su vieja amiga de confianza y consejera en asuntos sociales, quien se encontraba en Londres pese a ser temporada de caza, se lo sugirió.
—Claro que no es adecuado, pero medio Londres ya está hablando de que su hija se ha escapado con un lord venido a menos. Así que es mejor que se sepa oficialmente que se trata del difunto prometido de Nora. Tal vez pueda salvarse algo, si explica de forma creíble que la joven pasó las últimas semanas con la familia del fallecido para ayudar a su madre a cuidarlo.
Thomas Reed, menos preocupado por la reputación que por el estado anímico de Nora, gruñó enojado.
—El funeral solo volverá a agitar sus sentimientos.
Lady MacDougal sacudió la cabeza.
—Tonterías, Thomas, la ayudará a superarlo de una vez. Se despedirá, tal vez siga llorando un par de días más, pero pasará página. Esto… ¿se sabe ya… humm… si sigue… virgen?
Reed lo negó casi indignado. Nunca se habría atrevido a abordar ese tema, pese a que, por supuesto, le interesaba.
Eileen MacDougal, la alegre hija de lady Margaret, que había armado su propio escándalo con el mozo de cuadra poco tiempo antes, no tenía reparos en cuanto a esta cuestión. Lady Margaret le había encargado que «animase un poco» a Nora mientras ella conversaba con Thomas. Naturalmente, no lo consiguió. Nora se quedó llorando en su rincón, sin hacer apenas caso de las preguntas con que la abrumaba la curiosa muchacha. Solo cuando Eileen le preguntó directamente si la había poseído y cómo había ido, mostró una breve y brusca reacción.
—No —pronunció Nora con voz ahogada—. Ni una sola vez.
La muchacha ya no lloraba cuando siguió a su padre al nuevo cementerio situado cerca de la iglesia. También vistió debidamente el traje de luto que la doncella le había preparado: habían tenido que estrecharlo, pues había perdido peso en las últimas semanas. La modista que rápidamente lo había solucionado cobró un chelín.
—Se ganaban solo tres por todo el vestido en el mercado del Cheapside —señaló Nora casi indiferente cuando el ama de llaves protestó por ese precio abusivo—. Y dos por el miriñaque… ¡Qué poco prácticos son esos miriñaques!
La empleada, que habría dado su vida por salir a bailar con una de esas prendas, cuidadosamente maquillada y con el cabello empolvado, no hizo ningún comentario.
El párroco de Saint George pronunció unas palabras conmovedoras y Wilson, que como la mayoría de empleados del despacho había asistido al sepelio, mantuvo a la señora Paddington apartada de Nora. La casera no se había perdido el funeral y pretendía lanzarse sobre la joven para reclamarle más cosas. También los Tanner estaban presentes, con lo que Nora sospechó que su padre les había compensado las pérdidas de ganancias sufridas ese día. Los dos parecían compungidos, pero ya por la mañana olían a ginebra.
Nora aguantó las exequias con expresión imperturbable. Al día siguiente tampoco lloró, incluso salió de casa, como informaron al señor Reed los sirvientes.
A pesar de ello, Peppers no la condujo, tal como se esperaba, a una de las mejores calles comerciales para completar su guardarropa, sino a un prestamista del East End. Nora recuperó el anillo de sello de Simon y, en cuanto notó el metal en su mano, se sintió mejor. No se ajustaba a ninguno de sus delgados dedos; tampoco Simon había podido llevarlo, debía de haber sido confeccionado para uno de los antepasados más gordos. Nora le pasó al final una cinta negra de terciopelo y lo llevó en el cuello. A continuación asumió de nuevo su duelo sin lágrimas. Pasaba horas sentada en su cama con la mirada perdida ante sí. Buscaba la isla del Sur donde había perdido el alma de Simon, pero no hallaba el camino.