El doctor Mason no pidió más que dos peniques por la visita domiciliaria, algo que casi avergonzó a Nora. El boticario, en cambio, cobró un chelín y seis peniques por el jarabe. Esto, junto con el alquiler, se llevó todo el dinero que la muchacha había obtenido por el vestido. No obstante, el remedio surtió efecto. Los dolores de Simon se aliviaron un poco y por la noche, después de tomarse una cucharada, se durmió tranquilamente en brazos de su amada. Esta pasaba ahora más tiempo en la cama del joven también durante el día, haciendo caso omiso a la advertencia del médico.
Nora ya dominaba sus improvisadas labores domésticas, limpiar la buhardilla, encender la chimenea y cocinar no le robaba mucho tiempo. Había adquirido todo lo necesario para llevar una vida más o menos ordenada y, de hecho, solo salía para realizar compras menores. Con el fin de reunir el dinero que precisaba, había empeñado el abrigo y las horquillas de plata, a lo que también siguió el sello con el escudo de los Greenborough que Simon tan celosamente había conservado hasta entonces. Ya no ponía ningún reparo, ni tampoco Nora se preocupaba de lo que sucedería cuando hubieran gastado el último penique. Si bien intentaba mantener la esperanza, veía que él cada vez estaba más débil y que el pronóstico no era bueno. Y pese al desesperado optimismo con que había reaccionado a la visita del médico, conocía lo que era la tisis. Sabía que la gente moría a causa de esa enfermedad, y no solo ahí, en el East End. Cuando los miembros de las clases acomodadas la padecían su avance no era tan rápido, solían sufrirla durante años y nunca llegaban a curarse.
En cuanto a los peligros del contagio, se obstinó en ignorar las advertencias del médico. Fuera lo que fuese que pensaran en la lejana Venecia, Nora consideraba imposible que su amado supusiera un peligro para ella. Y así, no se cansaba de acariciar a Simon, se abrazaba a él siempre que lo necesitaba y ambos se entregaban durante horas a sus sueños. Antes había sido él quien, con ojos brillantes, describía los mares del Sur. Nora todavía recordaba con detalle su primer encuentro. Había llegado al despacho cuando Simon se entrevistaba con su padre para pedir colocación. Ella había tenido que esperar delante de la oficina, pero ya antes de ver al joven, se había enamorado de su voz cálida y oscura: «Sí, hablo con fluidez francés y algo de alemán y flamenco. Cuando… cuando me libere de las obligaciones familiares que de momento me retienen en Inglaterra, espero encontrar un puesto en las colonias. Jamaica… Barbados… »
Nora había oído resonar en su voz toda la nostalgia que ella misma experimentaba cuando veía imágenes de las playas del Caribe, cuando oía hablar a las familias de los propietarios de las plantaciones acerca de las cálidas noches y los relucientes y soleados días, de los pájaros y mariposas de colores y de las enormes flores de perfume embriagador.
Simon había pasado por alto la respuesta algo ruda de Thomas Reed, quien señaló que en ultramar no era oro todo lo que relucía. Al igual que Nora hacía oídos sordos cuando su padre se burlaba de sus propios sueños sobre los mares del Sur. En algún momento el joven había salido de la oficina y ella había visto el sol en sus ojos. Él, por su parte, reconoció el libro sobre los viajes de Cristóbal Colón que la muchacha sostenía. A partir de ahí, habían entablado conversación y los días que siguieron Nora había tenido que pasar frecuentemente, por casualidad, por el despacho de su padre. Con el tiempo ambos empezaron a citarse en secreto en St. James Park. Al principio paseaban por la orilla del lago, luego buscaban senderos cada vez más apartados y acabaron besándose tras los frondosos sauces llorones y soñando con su cabaña en la playa. Simon le hablaba del descubrimiento y colonización de las islas del Caribe, de los escondites de piratas y de las plantaciones de tabaco, de batallas navales y relaciones comerciales. Sabía mucho de la historia de la zona y Nora lo admiraba por ello.
Ahora, sin embargo, era ella quien, en la temprana penumbra otoñal, hablaba, construía castillos en el aire y contaba historias.
—¡Por supuesto, nosotros no tendremos esclavos! —afirmó categórica. Todavía recordaba el breve desencuentro con lady Wentworth—. No necesitamos tanto personal. —Se sentía plenamente satisfecha con su modesta vida en esa diminuta habitación. Claro que había labores muy pesadas y duras, y que hubiera renunciado gustosa a la señora Paddington. Pero por otro lado, se movía libremente sin la mirada curiosa del servicio y sin tener que contenerse, ser bien educada y «un modelo de conducta», como su padre le había inculcado desde su infancia—. Una doncella como mucho —reflexionaba en ese momento—. Por mí, también una negra…
—Nunca he visto a una —la interrumpió Simon en voz baja—. A un negro sí, una vez, en los Docks. Pero nunca a una mujer…
—No te resultarán más guapas que yo, ¿verdad?… —se preocupó Nora.
La sonrisa de Simon le provocó un nuevo acceso de tos.
—¡Nunca encontraría a una mujer más bonita que tú! —protestó con voz casi inaudible—. Igual si es negra, blanca o roja.
Nora lo miró fingiendo enfado.
—Creo que vas a tener que besarme si quieres que te crea.
Pese a la espada de Damocles que pesaba sobre ellos, ambos eran felices esos días. Compartían una extraña actitud despreocupada, apartaban a un lado los pensamientos en torno a la muerte y la separación, y cerraban la puerta al mundo exterior en su diminuto cuarto bajo el tejado. Pero Simon empeoraba sin pausa. Pasaba horas sumido en un sueño febril, aunque gracias a los abrazos de Nora, a su dulce voz y al jarabe de amapola, le acompañaban unos hermosos sueños. Ahora se entremezclaban la fantasía y la realidad, y el enfermo creía que estaban de verdad en una playa al sol cuando Nora se acostaba junto a él en su estrecha cama.
La muchacha abandonó apenada la esperanza de que él la hiciera su mujer, pero se dio por satisfecha siendo la reina de los sueños de su amado.
—Nos amamos en la arena cálida y sobre nosotros flota la luna llena. Una luna tan grande, Simon, como nunca había visto, y hay tanta luz… Te veo, Simon, y tú a mí. Me… me he quitado el vestido y tú…
—Eres preciosa… —susurró él—. Tu cuerpo desprende brillos plateados a la luz de la luna y las estrellas se reflejan en tus ojos. Te beso, te amo, y una ligera brisa seca nuestro sudor…
Diez días después de la visita del médico, la realidad salió al encuentro de los enamorados. Había que pagar de nuevo el alquiler y, esta vez, la señora Paddington no se dirigió a Nora, sino que aprovechó que ella estaba fuera para visitar a Simon. Quería saber qué hacían sus extraños inquilinos en la buhardilla y, naturalmente, le urgía dar su opinión al respecto. En cuanto vio a Simon medio dormido en la cama, soltó una observación burlona.
—Vaya, aquí tenemos a su ilustrísima señoría, en la cama… ¡en pleno día! Ya tendría que haberlo intuido… Así que deja que lo mantenga su damita. Pues sí, a vosotros la gente fina no se os da bien lo de trabajar… ¡Qué bonito sería que el dinero creciera en los árboles! ¿A que sí, milord? Pero ¿qué pasará cuando no tengáis nada más que empeñar? ¿Enviará el señor vizconde a la chica a hacer la calle?
Nora ya hacía tiempo que había aprendido a no hacer caso de la casera, pero Simon se sintió ofendido. Se enderezó trabajosamente.
—Absténgase de estos comentarios, señora Paddington. Mientras paguemos el alquiler, no es de su incumbencia de dónde proviene el dinero, y no permito que ofenda a miss Nora. Ella…
La mujer soltó una risotada.
—¡Que no permite! —se mofó—. ¿Pues qué piensa hacer entonces su excelencia? ¿Es que me va a retar a un duelo con espada o pistola?
El joven trató de incorporarse.
—Haga el favor de abandonar mi habitación, señora Paddington. Nora regresará en cualquier momento y no deseo que la importune con sus groseras palabras.
La mujer rio por lo bajo.
—¿No será más bien mi habitación? ¿Acaso no sabe que nada de aquí es suyo, ni de aquí ni de ningún otro lugar de la tierra creada por Dios? Ay, ya caerá en la cuenta la damita cuando se haya acabado el dinero… ¿Se quedará todavía aquí? Tampoco es usted ¡taaaaaaaan guapo!, si me permite decirlo, milord. A ver si los voy a echar a los dos… No me gusta que me traten con insolencia.
Simon se sentía mareado, ofendido y avergonzado. La mujer tenía razón, no tendría que haber sido insolente… Pero ahora había reunido todas sus fuerzas. ¡No iba a seguir escuchando esas cosas!
—¡Entonces pónganos de patitas en la calle, por el amor de Dios! —dijo respirando con dificultad—. ¡Ya encontraremos otro agujero similar! —Un ataque de tos lo sacudió, pero se recompuso—. ¡Y ahora, fuera de aquí, señora Paddington! ¡Fuera, antes de que Nora venga y vea cómo mancilla usted nuestro hogar!
El hedor de la vieja le impedía respirar. El olor a aguardiente y sudor anegaban el aire, y la ropa sin lavar de la señora Paddington hacía el resto. Pero la mujer emprendió en ese momento la retirada. El arrebato del joven debía de haberla asustado, ¿o acaso pasaba algo en casa de los Tanner que había llamado su atención? Simon la oyó refunfuñar cuando salió por la puerta. Quería cerrar tras ella, pero sintió que le abandonaban las fuerzas. Se apoyó en el borde de la cama para levantarse y buscó sostén en el respaldo de la silla, pero entonces tuvo un nuevo acceso de tos. Ya hacía tiempo que esporádicamente escupía sangre, pero hasta el momento solo habían sido indicios que podían esconderse en el pañuelo. Ahora, sin embargo, brotó de sus pulmones un chorro de sangre clara y espumosa, que parecía ahogarlo. Buscó desesperadamente aire. Se tambaleó, intentó volver a la cama y al final se desplomó encima de ella. El ataque se emperraba en continuar, el pecho parecía que iba a reventarle mientras no dejaba de toser y ahogarse. Cuando por fin consiguió respirar hondo, estaba tan extenuado que era incapaz de moverse. Hundió la cabeza en las almohadas y se rindió a una benévola impotencia.
Cuando Simon despertó, volvía a estar tendido en la cama y Nora había limpiado las manchas más visibles de sangre. Se había quedado horrorizada al encontrarlo, pero ya había oído hablar de los vómitos de sangre. Hasta entonces había procurado no pensar en todo lo que sabía sobre la tisis, pero eso ya no funcionaba. Aun así, no se rendía.
—Tranquilo, querido, estate tranquilo y no digas nada… El hijo de los Tanner ya ha ido a buscar al doctor Mason. Vendrá enseguida. Esta vez tendrá que venir enseguida, estás…
—No puede hacer nada —susurró Simon.
Miró alrededor abrumado y advirtió que Nora también le había quitado la camisa manchada de sangre. Cómo había conseguido hacerlo todo sola… ¿O acaso había adelgazado tanto que hasta una frágil muchacha era capaz de levantarlo? Pero no, era sábado, el día de pago del alquiler, y los vecinos llegaban antes de trabajar. Simon oyó la sonora voz del señor Tanner en el pasillo.
—¿Va todo bien, miss Nora? ¿Quiere que la ayude en algo más?
El vecino debía de haberla asistido en desnudarlo y meterlo en la cama.
Nora le dio cordialmente las gracias y le dijo que el doctor llegaría pronto.
—¡Seguro que puede hacer algo! —consoló a Simon, mientras le ayudaba a ponerse un camisón nuevo—. ¿Cómo estás? ¿Te duele? ¿Te encuentras mal?
Simon sacudió la cabeza.
—Solo estoy cansado, Nora, muy cansado… No necesito al doctor Mason, solo… solo te necesito a ti…
Nora lo atrajo hacia sí y no lo dejó cuando se oyeron voces procedentes de la escalera. La señora Paddington criticaba a voz en grito la nueva visita del médico. Mason abrió la puerta de la buhardilla.
—¡Justo lo que le había prohibido! —exclamó al ver a su paciente en brazos de Nora—. Señorita, suelte a su prometido.
Tampoco el doctor parecía saber qué más hacer. Pese a ello, examinó a Simon a fondo. Nora ayudó al enfermo a sentarse, pero al final este cayó de nuevo exhausto entre los cojines.
El médico dejó escapar un profundo suspiro mientras lo arropaba con el edredón hasta el cuello.
—Bien, vizconde, miss Nora… esto… un vómito de sangre así acelera el… derrumbe. —El médico hizo un esfuerzo. Ya no podía tener en cuenta los tiernos sentimientos de la asustada muchacha que permanecía sentada en el borde de la cama—. Usted sabe, vizconde, que está llegando el final.
Simon asintió.
—Yo no le habría molestado —contestó disculpándose.
Mason sacudió la cabeza.
—No se preocupe, de todos modos tenía que venir por esta zona. Pero, dadas las circunstancias, sería de más ayuda un religioso que un médico.
—¿No… no puede hacerse nada? —preguntó Nora con la voz ahogada por las lágrimas.
El doctor se encogió de hombros.
—Sí, claro que sí. Quédese junto a él, ocúpese de que no pase frío ni se excite, intente mantener alejada a la bruja que tienen ahí abajo… y llame a un sacerdote si su prometido lo desea.
Mason estrechó la mano del enfermo antes de marcharse y acarició el hombro de Nora en un gesto de consuelo.
—Dele el opio, señorita, lo hará todo más llevadero.
—Tienes que pagarle… —musitó Simon al ver que ella no hacía ningún gesto de acompañar al médico.
Estaba hundida en el borde de la cama, dando la espalda al joven, con las manos entre las rodillas y la cabeza gacha. Por un par de segundos se dejó dominar por la pena. No tardaría en reunir fuerzas, pero ahora… ahora…
Las palabras de Simon la sacaron de su inmovilismo.
—Iré… iré más tarde —respondió vagamente. Ya no habría alcanzado al médico—. Ahora… ahora tengo…
Simon sacudió la cabeza.
—No quiero ningún sacerdote —susurró—. No tienes que hacer nada ni ir a buscar a nadie. Yo solo quiero… solo te quiero a ti…
El cochero Peppers se sintió sumamente aliviado de no ser él quien debía informar del paradero de Nora al patrón.
De hecho, el señor no le preguntó nada, solo le indicó escuetamente que lo llevara directamente al despacho cuando Peppers fue a recogerlo ese lunes por la mañana al muelle. Reed había arribado procedente de Hamburgo en un mercante, lo que sin duda no era la forma más cómoda de viajar; pero cuando le llegó en Lübeck la noticia de la desaparición de su hija había aprovechado lo que tenía más a mano para regresar. En ese momento se hallaba de pie, tras pasar la noche sin dormir, con la peluca desgreñada y la ropa arrugada, delante de sus empleados, escribientes y contables. El señor Simpson le informó de la escena de Nora en el despacho, pero Reed lo interrumpió enseguida.
—Naturalmente, usted no le facilitó la dirección del joven, Simpson, y usted tampoco, Wilson, no es necesario que me lo confirmen por tercera vez. Pero mi hija la averiguó a pesar de todo. ¿En qué otro lugar puede haberse metido estas tres semanas si no en casa de su presunto prometido? Así que…
Paseó la mirada por sus empleados y todos bajaron la cabeza, confusos. Al final estaba Bobby, que enrojeció sabiéndose culpable cuando Reed lo miró.
—¡Tú! —Reed se percató de su reacción—. ¿Llevaste a mi hija al East End? Sé sincero, soy consciente de que no podías negarte en tu situación. Y ninguno de los previsores señores aquí presentes te lo había prohibido, ¿verdad?
Bobby sacudió la cabeza.
—Prohibírmelo, no me lo prohibió nadie —confirmó, y acto seguido confesó—. Por eso llegué tarde a los Docks para entregar la carta —reconoció, mirando vacilante con el rabillo del ojo a Simpson, que lo observaba iracundo—. Pero al East End, en los alrededores del Támesis… Ahí no se puede dejar ir sola a una dama tan joven. Cuidé de ella, señor, se lo aseguro. También después…
—¿Estás en contacto con ella? —preguntó Reed. Su voz fue de la indignación al alivio.
—En cierto modo —murmuró Bobby—. En cualquier caso… está bien…
Thomas Reed se frotó las sienes.
—Bien, pues vamos a confirmar que es así. Señores, ustedes vuelvan a sus quehaceres. Y tú, Robert, te vienes conmigo y le enseñas al cochero el camino, visto que te desenvuelves tan bien por el East End.
Nora y Simon habían desterrado al resto del mundo de su buhardilla una vez que el doctor Mason se hubo marchado. El joven agonizaba, pero la muchacha ahuyentaba el pensamiento de la muerte con ayuda de la fuerza de voluntad y de sus sueños. Sus fantasías los conducían a ambos definitivamente hacia la playa de su isla del Caribe. Ella pidió con dulzura una hamaca que tejieron con hojas de palma. Yacían bajo los árboles tropicales, mecidos por la brisa, acariciados por el sol que se abría camino entre las hojas y pintaba claroscuros en sus cuerpos desnudos.
Nora solo se levantaba para avivar el fuego de la chimenea. Sostenía continuamente a su amado entre sus brazos, desplegaba sus sueños y susurraba canciones de amor mientras lo mecía. El joven dormía la mayor parte del tiempo, pero cuando ella lo acariciaba, le cogía la mano y se la besaba. Nora no contaba ni los días ni las horas, ya no escuchaba temerosa su respiración ni se estremecía cuando él tosía. Nada era más importante que permanecer junto a él, solo existían ellos dos, su isla y las olas rompiendo en la playa.
Pero entonces, la noche del domingo, cuando Nora iba a apagar las últimas velas, Simon la devolvió de nuevo a la realidad.
—¿Qué vas a hacer después? —susurró—. Cuando yo… cuando yo… ¿Volverás a Mayfair? ¿Crees que tu padre te perdonará… nos perdonará?
—Eso nunca pasará —respondió decidida Nora, y besó la arruga que el esfuerzo y las preocupaciones dibujaban en la frente del joven—. Siempre estarás conmigo. Todo irá bien… tiene que ir bien… Te quiero tanto…
—Debes olvidarme. —Sus ojos reflejaban un dolor infinito, pero pronunció las temidas palabras—: Me muero, Nora. Pero tú vives y todavía eres muy joven. Amarás a otro.
Ella sacudió la cabeza.
—Nunca. Estaremos siempre juntos… Te retendré en este mundo, cariño mío… No te dejaré marchar… No tengas miedo.
—No tengo miedo… —musitó él—. Y si pudiera… nunca te abandonaría, Nora, siempre te amaría.
Ella le acarició el rostro, primero con los dedos, luego con los labios, como si así pudiese impregnarse de él para siempre.
—No me abandonarás —dijo con ternura—. ¿Te acuerdas de la historia de los espíritus? Los negros de la isla los llaman loas… o duppies…
Simon sonrió débilmente.
—Se forman… se forman del humo que asciende de las tumbas… —Había encontrado la historia en uno de sus libros y en los días felices habían temblado de miedo cuando se la contó a Nora.
—¡Eso es! —exclamó Nora—. Volverás. Estaremos siempre juntos, en nuestros sueños, en nuestra isla…
Él le apretó la mano.
—Pues llévame allí, Nora —musitó—. Llévame allí…
Nora dormía cuando Simon exhaló su último suspiro y soñaba con su paraíso junto a la playa. Tomó a su amado del brazo y Simon se dejó llevar por las olas. El jarabe de amapola que Nora le había suministrado por la noche le ahorró la batalla final.
Cuando la muchacha despertó, abrazaba su cuerpo todavía caliente, pero no oía ni su tos ni su fatigosa respiración. El rostro de Simon era hermoso y reflejaba paz, liberado al final de los dolores y preocupaciones. Nora sabía que era el fin, pero no sintió ni dolor ni duelo. Los ojos del joven estaban cerrados y ella besó sus párpados. No podía, no quería soltarlo. Todavía lo retendría un poco más entre sus brazos. Sentir una última vez su cuerpo, aunque fuera para no olvidar nunca la sensación de acariciar a su amado.
Pero la magia se rompió. La muerte de Simon también había librado el alma de Nora del capullo que habían tejido alrededor de ambos. La isla de sus sueños se había desvanecido, y Nora percibió de nuevo la triste habitación en la que caía la pálida luz de la mañana. Y por primera vez en dos días oyó lo que sucedía fuera de la buhardilla: los conocidos gruñidos de la señora Paddington, quien al parecer saludaba a un visitante.
—Otro señor de los finos… Seguro que va a ver al lord y a la lady, ¿eh? —Su risita irónica subió hasta los oídos de Nora—. Pero un poco pronto para una visita de cortesía, ¿no? ¿Es por un asunto de dinero, señor? ¿Ujier? Pero ahí no pillará nada, ya se lo digo yo. Y yo le precedo, el alquiler lleva tres días de retraso. Dos chelines, señor, que…
—¡No los vale el agujero que tiene ahí arriba!
Nora se levantó precipitadamente. Conocía esa voz impertinente. Bobby, el niño de los recados. Así que realmente tenía visita. Ya se oía subir a alguien por la escalera, ¿o eran varios? Nora depositó el cuerpo de Simon suavemente sobre los cojines y se echó un chal sobre el camisón. Pensó en cubrir el rostro de su amado con una sábana, pero no se vio con arrestos para ello.
Llamaron a la puerta y, por un segundo, la muchacha pensó en no abrir. Necesitaba tiempo, todavía no tenía fuerzas para enfrentarse con el mundo exterior.
Pero Bobby nunca había esperado a que reaccionaran a sus llamadas. Y Thomas Reed no lo hizo en absoluto. Abrió la puerta de par en par y miró horrorizado la buhardilla en penumbra que su hija había preferido a la casa señorial de Mayfair.
El comerciante examinó las paredes torcidas y el penoso mobiliario. Pero también distinguió que el suelo estaba barrido, aunque no fregado, ardía un fuego en la chimenea y en una estantería torpemente construida se ordenaban unas pocas ollas y sartenes, tazas y platos de barro cocido. Vio las ropas dobladas con esmero sobre una silla tambaleante… y reconoció la pena y el agotamiento en la mirada de su hija, que se había colocado delante de la cama de su amado al abrirse la puerta. Había montado en cólera cuando le comunicaron que la muchacha le había desobedecido, indignado de verse forzado a interrumpir por esa razón el viaje y preocupado por las posibles consecuencias de su imprudencia juvenil. Pero esa no era una niña mimada que se había escapado para jugar a matrimonios. Era obvio que la joven que estaba delante de él, con el cabello suelto y enmarañado, un chal deshilachado cubriendo un camisón barato, había madurado. Y lo que había hecho de ese agujero… A pesar suyo, Reed sintió respeto.
Pero ¿qué había sucedido con Greenborough? El comerciante adivinó una figura delgada bajo el edredón, pero le extrañó que siguiera dormido con el alboroto que se había producido en la entrada.
—Nora…
Se había imaginado en muchas ocasiones el reencuentro con su hija, pero nunca había esperado que llegara a sentirse tan desarmado. Vacilante, abrió los brazos.
Al principio, Nora lo miró como si fuera un espíritu. Sin embargo, al oír su voz y ver su gesto tierno y desamparado, todos sus sentimientos se desataron.
—¡Papá!
La muchacha se echó en sus brazos. Sollozaba sin cesar mientras Reed miraba por encima de ella hacia el camastro junto al fuego. Bobby, que había entrado detrás del hombre e inspeccionaba el cuarto con toda frescura, confirmó sus peores sospechas.
—Está muerto —observó, haciendo la señal de la cruz—. Dios se apiade de su alma.
Nora volvió a oír los gruñidos de la casera en la entrada como muy lejanos. Seguía insistiendo en que le pagaran el alquiler.
—¡Ya le he pagado! —Entre sollozos, la joven empezó a pronunciar palabras incoherentes—. El… el alquiler, quiero decir… Pero esta vez no he tenido tiempo porque Simon… Pero al doctor tampoco le he pagado, tengo…
Al recordar la dulce advertencia de Simon, se avivó su llanto.
—Bueno, eso es lo de menos —refunfuñó su padre, desconcertado y estrechando consolador el frágil cuerpo de su hija—. Nora, yo no lo sabía… No sabía que fuera tan grave… que estuviera tan enfermo…
Ella sacudió la cabeza.
—Nadie lo sabía —murmuró—. Pero yo… él… ¿qué hago ahora?
—Ahora vienes a casa. Peppers espera abajo, iremos…
—Pero Simon… —Se volvió hacia la cama.
—Bueno, por él no podemos hacer nada más —intervino Bobby para confortar a Nora, pero sus palabras reavivaron el llanto de la muchacha—. Él…
—Yo me ocuparé de todo —dijo Reed con entereza—. Pero en primer lugar te vienes conmigo, Nora, nada de objeciones. Tienes que descansar. Lo que podías hacer, ya lo has hecho.