Capítulo 6

Nora corrió de vuelta al East End; el encuentro con Peppers había sido un poco desagradable. Lamentaba que el anciano sirviente la hubiese visto con un vestido que ni una criada de los Reed habría llevado jamás. Pero en el fondo, la conversación la había aliviado. El cochero le había confirmado lo que ella había rogado todo ese tiempo: todavía podían pasar días, cuando no semanas, hasta que su padre recibiera la carta del furioso jefe de oficina. Y luego tenía que emprender el viaje de vuelta. Si todo iba bien, Simon ya estaría curado cuando regresase, habría encontrado un nuevo trabajo y Nora habría demostrado a su padre que su relación iba en serio. Seguro que la mitad del círculo de comerciantes andaría cotilleando acerca de la fuga de la hija de Thomas Reed. No le quedaría más remedio que bendecir la unión entre ella y su antiguo escribiente.

La llegada a casa la sacó de sus cavilaciones. La señora Paddington la aguardaba impaciente para recordarle que tenía que pagar el alquiler de la semana. No era mucho, pero Nora tendría que reunir el dinero sola ya que a Simon seguramente hacía tiempo que no le quedaban ahorros. Debería empeñar alguna cosa más. ¡De lo que estaba segura era de que no iba a enviar nada de dinero a los acreedores de Simon y a su insaciable familia! ¡Que viera lady Samantha dónde estaba viviendo!

Esa idea le volvió a levantar los ánimos, pero luego la realidad la abrumó. Fue a echar un vistazo a los hijos de los Tanner antes de subir a la buhardilla y se inquietó al ver que la pequeña Sarah sorbía mocos y tosía. El fuego de la chimenea de los vecinos llevaba tiempo apagado y Nora no encontró leña para volver a encenderlo. Como se disponía a preparar una infusión de hierbas para Simon, bajaría un poco a la niña. La señora Tanner todavía tardaría horas en llegar; la tejeduría cerraba tarde, y si bien el señor Tanner no trabajaba tanto tiempo, solía acabar la jornada con un par de ginebras en el pub. Nunca se preocupaba de sus hijos.

Ver a Simon la devolvió totalmente a la realidad. Tenía mal aspecto, todavía parecía más débil y demacrado que el día anterior y no quería probar bocado. Cuando Nora insistió en que tomara al menos unos sorbos de infusión de hierbas, se quejó de que le dolía el pecho. Su respiración era irregular y acelerada.

Nora se prometió que a la mañana siguiente sí iría en busca del doctor a primera hora. Se ocupó de la pequeña Tanner y luego se tendió junto a Simon. El cuerpo le ardía de fiebre, pero consiguió abrazar a la muchacha. Felizmente apoyada en su hombro, ella le contó su encuentro con Peppers y a continuación empezó de nuevo a soñar.

—Seguro que mi padre cambia de parecer. Y como lo que ha sucedido habrá provocado un escándalo, pensará que es una buena idea enviarnos un par de años al extranjero. ¿Tú qué opinas, cariño, a Barbados? Allí todo el año hace calor y no llueve demasiado. Y las flores florecen. Lady Wentworth dice que aquí no podemos ni imaginarnos lo colorido que es. Tanto las aves como las flores. Hay colibríes, unos pajarillos multicolores y con un pico largo, y se quedan suspendidos en el aire como si estuvieran quietos…

—Y absorben el néctar de las flores —concluyó en voz baja Simon—. Lo he leído en tu libro.

Tan solo había echado un vistazo al ejemplar en el carruaje, pero el chico leía deprisa y era listo. Sin duda todavía recordaba la imagen de las palmeras junto a la playa.

—Imagínate que ya estamos allí —susurró con voz cansada y anhelante, y Nora se extasió en su oscura melodía—. Estamos tendidos en nuestra choza junto a la playa, oímos romper las olas y nos gustaría bailar a la luz de la luna, pero no podemos salir para no molestar a las tortugas, que están enterrando sus huevos en la arena.

—Y cuando las pequeñas tortugas salgan del cascarón, las llevaremos corriendo al agua para que ni las gaviotas ni las garzas las vean —sonrió Nora—. Y veremos cómo se alejan nadando. Nos despediremos de ellas y nos besaremos. Y tus besos sabrán a mar.

Simon fue el primero en dormirse, pero su sueño era agitado y lleno de sobresaltos, y Nora temía que fuera a dañarse los pulmones de tanto toser. Apenas se movió cuando ella volvió a lavarlo por la mañana y le cambió la camisa. La joven intentaba bromear mientras hacía su primer intento de afeitarlo.

—Mejor lo hago antes de ir a buscar al médico. Así, si te corto el cuello nos ahorramos sus honorarios…

Simon emitió una débil sonrisa. Parecía como si le costase entenderla. Fuera como fuese, su aspecto era limpio y aseado cuando ella lo dejó para ir a buscar al doctor. La joven miró complacida las almohadas y sábanas recién lavadas entre las que su amado dormía: el médico se llevaría una buena impresión. Nora recordaba que su niñera siempre había puesto cuidado en que su pupila tuviera un aspecto pulcro cuando el doctor Morris acudía a tratarle unos dolores de garganta o de barriga.

El doctor Mason se hallaba esta vez en casa, pero ya a tan temprana hora del día olía a ginebra. Por fin partió con Nora para visitar a Simon, tras haber cogido la petaca para echar un último trago.

—Es solo por cuestiones de salud… —informó a Nora cuando vio que ella lo miraba con desaprobación—. Aquí hay que evitar el agua, y el aguardiente más bien parece impedir la enfermedad. En cualquier caso, hasta ahora no he cogido ni la tisis ni el cólera.

Nora se fijó en que su aspecto no era el de un bebedor empedernido. Tras pasar unos pocos días en el East End, los reconocía por la nariz roja, los ojos vidriosos y sus andares inseguros. También se los veía hinchados pese a la escasa alimentación de que disponían en el barrio de los pobres. El doctor Mason, por el contrario, era alto y enjuto, y su voluminosa peluca —muy pasada de moda y tan raída y descuidada que se diría que anidaban pájaros en ella— parecía ahuecarse en su cabeza como la cresta de un pollo de seda. También su chaqueta había conocido días mejores, pero tal vez era que simplemente se despreocupara de su aspecto exterior. En cualquier caso, estaba acostumbrado a las callejuelas del East End y sus zapatos de hebilla, algo anticuados y de tacón alto, esquivaban las inmundicias como por propia iniciativa.

—Así pues, ¿se trata de su marido? —preguntó a Nora, quien no sorteaba los charcos con tanto garbo. Era un día frío y ventoso y ella se envolvía bien en su abrigo. Mason había dedicado un vistazo breve y asombrado a la prenda. Pocas veces se veía en esa parte de Londres un abrigo de lana tan caliente.

—Mi prometido —precisó ella—. Es un resfriado pertinaz. Lleva meses padeciéndolo, pero ahora yo estoy aquí y me ocupo de atenderlo… Queremos casarnos pronto.

El doctor arqueó las cejas y puso una mueca, pero no hizo comentarios sobre tal confesión.

—Mi… mi prometido es un lord —prosiguió Nora vacilante mientras abría la puerta del ruinoso edificio—. Solo que… ha caído en la pobreza porque su padre…

—¡Vaya, nuestra damita ya ha vuelto!

La señora Paddington asomó la cabeza como un buitre. Esa mañana su aspecto era especialmente malévolo y desastrado, y olía a aguardiente. Era probable que los Tanner hubiesen pagado el alquiler el día antes y que la mujer lo hubiese invertido en alcohol.

—¿Ha pensado la princesa también en el alquiler? ¿Y a quién nos trae esta vez? ¿Otro galán? Esto no puede ser, jovencita, esta es una casa decente. Aunque seguro que así logra ganarse algún penique…

Nora enrojeció, pero el doctor Mason solo apretó los labios. Parecía acostumbrado a gente como la patrona y solo miró a Nora algo receloso cuando se mencionó que no había pagado el alquiler.

—Ahora le pago, señora Paddington. Tengo que ir después al prestamista. Y usted tampoco tiene que preocuparse, doctor, tengo su dinero.

—Pues si tiene dinero, señorita, págueme a mí primero —insistió la mujer, pretendiendo cortarles el paso.

La joven la empujó decidida a un lado.

—¡Le daré el dinero más tarde! —aseguró con firmeza—. Venga, doctor Mason, mi prometido está muy enfermo.

Si la habitación limpia, las sábanas inmaculadas y el fuego en la chimenea realmente sorprendieron al doctor, no lo dejó ver. El enfermo estaba adormilado, pero intentó incorporarse y saludar al médico.

Nora lo vio agotado pero guapísimo. Por la mañana, le había soltado y cepillado el pelo negro, que ahora reposaba ondulado sobre las blancas almohadas enmarcando el delicado y aristocrático rostro de Simon.

—Ha empeorado —murmuró el chico cuando el médico le levantó la camisa para examinarlo—. La tos. Y me duele al respirar… —Señaló con un movimiento inseguro el pectoral izquierdo.

—¡Suele empeorar justo antes de mejorar! —afirmó Nora para darle ánimos—. Y una cosa así dura mucho.

El doctor Mason le indicó que callara con un gesto de la mano. Había dejado al descubierto el torso del joven y lo auscultaba dándole golpecitos en los dos costados. Luego suspiró y le bajó la camisa antes de taparlo. Simon tosió.

—Pues sí, señor… vizconde Greenborough.

Era muy amable por su parte que utilizase el título, pero Nora puso sus objeciones.

—¿Ya ha acabado? No tiene que… Me refiero a que cuando yo estaba resfriada el médico también me daba golpecitos en la espalda y…

Mason se enderezó la peluca e hizo un ademán pidiendo paciencia.

—Sin duda, señorita… Sé qué tratamiento necesita su prometido. Pero si ahora le pido que se vuelva, todavía le costará más esfuerzo y ya no le quedan fuerzas. Vizconde, padece usted una especie de infección pulmonar aguda. Por eso le duele al respirar… Lo siento, pero he de diagnosticarle tuberculosis pulmonar aguda…

Simon permaneció inmóvil, pero el médico creyó ver un leve gesto de asentimiento con la cabeza. Era evidente que el enfermo sabía cuál era su estado. Nora tragó saliva.

—Tubercu… —Intentó repetir esa palabra que todavía no había oído—. ¿No es tisis…?

El doctor respiró hondo.

—Lo siento, señorita… —repitió.

La muchacha sintió que le flaqueaban las piernas. Se dejó caer al borde de la cama de Simon.

El joven le cogió la mano.

—Deja que el doctor nos cuente, querida —dijo con suavidad—. Él sabrá qué hay que hacer…

—¿Se puede hacer algo? —preguntó Nora, esperanzada.

Simon intercambió una breve mirada con Mason. El hombre carraspeó y de nuevo se llevó las manos a la peluca para ajustársela.

—Siempre puede hacerse algo, señorita… pero a veces… Yo… bueno, lo mejor que puede hacer por su prometido es cuidar que no pase frío. Necesita descansar… Dele de beber, pero no agua de las cañerías, eso todavía agravaría más su estado.

—¿Leche? —preguntó Nora con los ojos abiertos de par en par, como un niño al que le prometen una recompensa si lo hace todo bien.

Mason asintió.

—La leche es buena —convino—. Y sopa… alimentos nutritivos en lo posible.

—¿Y medicinas? —inquirió ansiosa.

El doctor suspiró.

—Son muy caras —advirtió—. Y en este caso…

Simon volvió a buscar su mirada.

—Bien… —prosiguió el médico, resignado—. Le recetaré una pócima para que se la prepare el boticario. Jarabe de amapola, vizconde, le… le hará las cosas más fáciles.

El joven se humedeció los labios.

—¿Cuánto… tiempo? —susurró mientras Nora buscaba atolondrada un papel y un lápiz.

El médico miró dónde estaba ella antes de responder.

—Si la infección disminuye, un par de semanas. En caso contrario… un par de días.

Nora escuchó las últimas palabras.

—En un par de días mejorará —aseveró con valentía—. ¿Ves? Es lo que siempre te he dicho, Simon…

El doctor hizo un gesto de abatimiento pero no dijo nada. Volvió a dirigirse a Nora cuando lo acompañó a la puerta.

—Señorita Nora… —La muchacha no le había dicho su apellido—. Respecto a sus proyectos de boda… sería preferible que los pospusiera. Debería mantener el mínimo contacto posible con su prometido… humm… y ningún roce íntimo. En Venecia se afirma que esta enfermedad se contagia de una persona a otra. Se… se aconseja incluso quemar las prendas de vestir de los enfermos.

Nora le lanzó una mirada incrédula.

Él suspiró.

—Aquí en Inglaterra no se admite esta teoría —murmuró—. Pero basándome en mi experiencia… a nadie le serviría que también usted cayera enferma.