Capítulo 5

Obtener dinero por el miriñaque parecía fácil, ya que la señora Paddington comerciaba con ropa usada. Además, enseguida le hizo una oferta, que la muchacha se esforzó por aumentar. No obstante, era hija de comerciante y en el último momento recordó la primera regla de su padre: antes de cerrar un trato, siempre hay que tener varias ofertas.

Por consiguiente, respondió que preguntaría a otros vendedores de ropa usada. Ante ello, la oferta de la casera aumentó considerablemente. Nora acabó aceptándola. Todavía tenía que liquidar varios asuntos y no quería dejar a Simon mucho tiempo solo. No obstante, el joven estaba mejor por la mañana, incluso insistió en encender la chimenea y sacó una tetera, aunque no había té. Nora fue a pedirle un poco a la vecina del primer piso y la pilló justo antes de que saliera. La señora Tanner trabajaba de tejedora en una de las nuevas fábricas y en ese momento estaba tranquilizando a sus hijos más pequeños. Ambos lloraban sin parar porque se iba. Ni tenía, ni parecía saber qué era el té. Cuando Nora se lo explicó, le desaconsejó horrorizada que utilizara el agua de las tuberías de la calle.

—No se puede beber, tesoro, te dará cagalera.

En lugar del té le recomendó ginebra, y Nora, sorprendida, optó al final por la sopa de cerveza. Su padre todavía evocaba esa tradicional bebida para el desayuno que siempre había estado presente en su juventud y que la reina Ana había sustituido por el té. La señora Tanner todavía tenía una jarra de cerveza en casa y la compartió de buen grado con su nueva vecina. A cambio, Nora se ofreció a echar un vistazo a sus hijos más pequeños. Sarah y Robert, de dos y tres años respectivamente, permanecían solos en la casa durante el día y a la señora Tanner se le partía el corazón cada vez que tenía que dejarlos llorando. Los vástagos mayores ya iban también a trabajar: Hanna ayudaba en un tenderete de comidas y Ben limpiaba chimeneas. Ya por la mañana, los dos parecían agotados y la madre tenía que insistirles enfadada para que salieran puntuales de casa.

Nora obligó al reticente Simon a que bebiera la floja cerveza caliente y que volviera a acostarse mientras ella salía.

—Solo voy a buscar algo que desayunar —aseguró, aunque luego se precipitó con una larga lista hacia las sucias callejuelas.

Conseguir raticida le resultó fácil. El asunto se complicó con la leche y la mantequilla, sobre todo porque Nora carecía de recipientes adecuados para llevarlas. Al final compró una jarra, dos tazas y platos, un puchero, una sartén y los cubiertos necesarios. El pan y el queso eran baratos, la mantequilla muy cara, lo que sorprendió a la muchacha, y el té y el azúcar prácticamente prohibitivos. Nora, que en su vida había prestado la menor atención a los precios de los alimentos, aprendió que el aceite, las patatas y la col eran asequibles. ¡Por eso la olla de la señora Paddington consistía casi exclusivamente de esos ingredientes! La carne era muy cara, pero la señora Tanner le había pedido que le llevara un par de huesos, así que, para su estreno como cocinera, también ella compró unos huesos de buey que conservaban algún trozo de carne. Nora los reconoció viendo las pezuñas y la punta de la cola que el carnicero había arrojado descuidadamente a la calle delante de su negocio: podía estar segura de no tener ni gato ni caballo en el caldero. Pese a todo eso, delante de la carnicería olía tan repulsivamente que se le quitó el apetito.

Por último, gastó medio penique en caramelos, haciendo felices con eso a los hijos pequeños de la señora Tanner. Dejó con ellos sus compras y fue en busca de un médico. Desechó la idea de acudir a su médico de familia. El doctor Morris residía en una casa noble de Mayfair, no muy lejos de la de Nora. No realizaría una visita al barrio de mala fama que Nora denominaba su «nuevo hogar». Además, enseguida le iría a su padre con el cuento de dónde estaba viviendo su hija. Por añadidura, sería sin duda caro. Al final, y de mal grado, preguntó a la señora Paddington.

—¿Un curandero? ¿Para qué? ¿Para el de arriba? No vale la pena, señorita, hasta un ciego con bastón puede ver que ese no tiene para mucho. Tisis galopante, señorita… ¿es que no la conocen en sus círculos? Pues tampoco se priva de los lores… —La señora Paddington rio despectiva.

—Preferiría conocer el diagnóstico de un médico —objetó dignamente Nora—. A lo mejor sabe de alguno cerca de aquí. En caso contrario tendré que esperar a la señora Tanner.

La señora Paddington comentó que los Tanner no podían permitirse ni de broma un médico. Nora se dio por vencida. Primero cocinaría y se ocuparía de que Simon no pasara frío y estuviera cómodo. A lo mejor era verdad que al final no necesitaban ningún médico. Los resfriados de Nora siempre se curaban deprisa cuando el ama de llaves conseguía que la vivaracha muchacha permaneciera un par de días en cama.

Nora supuso que ella también tendría que bregar con la tozudez de Simon, pero a él su propia debilidad le forzaba a permanecer en la cama. Por la mañana todavía tenía la intención de salir a buscar trabajo. La presencia de Nora lo había animado. Sin embargo, antes de que estuviera del todo vestido, volvió a subirle la fiebre. Apenas logró desvestirse para acostarse de nuevo, y cuando Nora regresó se encontraba peor que el día anterior.

—Necesitas por lo menos una semana de cama —le dijo ella, enseñándole llena de orgullo sus compras.

Simon se quedó impresionado cuando la joven, con toda naturalidad, colgó el puchero encima del fogón y puso a hervir los huesos. Para su sorpresa, había tenido que preguntar en dos tiendas antes de encontrar a alguien que vendiera agua de manantial, ¡y era más cara que la cerveza!

—¿Quién te ha enseñado todo esto? —preguntó Simon perplejo cuando Nora empezó a cortar la col y mondar las patatas.

La joven rio.

—Mi madre murió muy pronto y todos me han mimado, la cocinera, el ama de llaves y el mayordomo. Pero mi niñera coqueteaba con el sirviente y cuando este tenía un poco de tiempo libre me dejaba en la cocina. Allí podía curiosear y ayudar. Como ves, ¡todavía me acuerdo!

El puchero no salió tan bueno como ella esperaba, pues con tanto comparar precios se había olvidado de la sal y la pimienta, por lo que el caldo casi no sabía a nada. Pero saciaba, y hasta los pequeños Tanner disfrutaron de una ración. Devoraron esa frugal comida con un hambre canina y su madre se lo agradeció casi con lágrimas en los ojos.

—Solo tenía que vigilarlos —dijo con timidez—. No que darles de comer.

Nora de nuevo se quedó atónita cuando se enteró de que los niños no comían más que un mendrugo de pan a lo largo de todo el día. La muchacha aprovechó para preguntar a la vecina si conocía algún médico.

—Sí. El doctor Mason. Pero no es barato… y tampoco sé si es bueno. Que yo sepa, todos los que han acudido a él han muerto. Aunque bien es cierto que ya estaban casi muertos. Y debe de ser buena persona si atiende aquí, donde nadie puede pagarle.

«O un médico tan malo que en ningún otro lugar tiene pacientes», pensó Nora, aunque prefirió callárselo. Tampoco quería darle demasiadas vueltas. ¡El doctor Mason tenía que ser un buen médico! Y una buena persona… Salió de inmediato en su busca. Le preocupaba que a Simon le hubiese subido la fiebre por la mañana y que por la tarde volvieran a atormentarle los accesos de tos y los escalofríos; seguro que valía la pena que el doctor Mason lo examinase cuanto antes.

El médico también vivía en el East End, pero en una zona colindante con un barrio residencial. También parecía tener servicio, al menos le abrió la puerta una señora mayor con uniforme de sirvienta, aunque de aspecto no tan atildado como las empleadas que atendían la casa de los Reed.

—¿Tos, pequeña? —preguntó una vez que Nora le hubo descrito los síntomas de Simon—. ¿Y todavía no está muriéndose? —La mujer sacudió incrédula la cabeza—. Ah no, para eso no sale el doctor, ¡a estas horas, ya entrada la noche! Vuelva mañana. Si no tiene nada más que hacer, la acompañará…

Los intentos de Nora por fijar al menos una cita para la visita del día siguiente fueron vanos. Al parecer, el doctor Mason únicamente se comprometía cuando los allegados del enfermo realmente iban en serio y lo iban a buscar. La joven se esforzó por no tomarlo como una mala señal. Era probable que el médico se hubiera encontrado con frecuencia ante puertas cerradas si después de la llamada la familia decidía que en realidad no podía permitirse su visita.

Nora pasó otra mala noche sobre el suelo, delante de la chimenea, y añadió un colchón a la lista de la compra del día siguiente. También Simon parecía tener un sueño agitado, con continuas pesadillas. Nora le oía darse vueltas y toser sin descanso. Al final, no aguantó más, se levantó y se tendió vacilante a su lado en la estrecha cama. El enfermo pareció tranquilizarse cuando ella lo rodeó con sus brazos. Nora apoyó la cabeza del joven sobre su hombro y experimentó un sentimiento cercano a la alegría cuando él, medio dormido, susurró su nombre. Simon dejó de toser y al amanecer parecía dormir profunda y tranquilamente.

Solo el correteo de ratas y ratones por la buhardilla la molestó, pero esa noche sería la última. Con todo el dolor de su corazón, Nora había puesto un poco de veneno en su preciado queso y deseó malvadamente un buen apetito a los roedores antes de conciliar por fin el sueño.

Simon se sintió abrumado por la vergüenza cuando por la mañana despertó en brazos de Nora, pero se encontró mejor que el día anterior.

—¿No quieres besarme? —preguntó su amada, somnolienta, cuando él se movió a su lado.

Simon la besó con dulzura, pero algo reticente, en la frente. Lo que estaba haciendo no era correcto. No era propio de un caballero compartir el lecho con su amada antes del matrimonio. Sin embargo, nunca se había sentido tan feliz como al ver el cabello de Nora desparramado sobre su almohada. Sentía su cuerpo menudo y prieto junto a él y pensó en lo hermoso que sería hacerle el amor. Con cuidado, deslizó sus labios desde las sienes de la muchacha hasta su boca y su cuello, acarició el inicio de sus pechos y luchó contra el primer acceso de tos del día.

Nora, que sonriendo relajadamente se había abandonado a las caricias, se incorporó alarmada.

—Voy a buscar al médico —anunció—. Y esta vez te quedas acostado. No vaya a ser que vuelvas a abusar de tus fuerzas como ayer. —Le pasó tiernamente la mano por el cabello empapado de sudor—. Descansa un poco más. Traeré agua para que te laves.

Puso a hervir agua —había comprado un par de hierbas en sustitución del té— y se enfundó el vestido sobre la ropa interior con que había dormido. Necesitaba urgentemente un camisón bonito; al fin y al cabo, Simon la vería con él…

Se sentía preocupada pero también contenta. Bajó presurosa por las escaleras, lo que siempre le parecía una carrera de baquetas. Cuando la señora Paddington la descubría, siempre hallaba una razón para regañarla o mofarse de ella con su estridente voz. Otro tanto les sucedía al señor y la señora Tanner: su casera era pura y simplemente una cotilla redomada, incapaz de no hacer comentarios infames sobre las idas y venidas de sus inquilinos. En esos momentos, la señora Paddington parecía estar todavía durmiendo y Nora pudo llenar la jarra de agua sin que la importunara. Contempló asqueada el agua turbia que era conducida al distrito de los pobres a través de troncos de árbol vaciados. Procedía del Támesis. Y todas las aguas residuales volvían al Támesis, no era pues extraño que los Tanner y los Paddington, y seguramente el resto de los habitantes del East End, prefiriesen beber ginebra. Al igual que la cerveza, el aguardiente era más barato que el agua del manantial que Nora había comprado el día anterior y que con tanto esfuerzo se transportaba desde el campo. Y además ayudaba a olvidar el calor y la humedad, el aire viciado y las largas y duras horas de trabajo.

Nora esperaba que el agua de la ciudad valiese para lavar y refrescarse. No obstante, la filtró con una tela tal como había visto hacer la tarde anterior a Joan. Solía prepararla así para cocinar.

Cuando regresó, Simon seguía en la cama tal como habían acordado, y esta vez incluso le permitió ayudarlo a lavarse y ponerse una camisa limpia. Nora recordó que, cuando ella estaba enferma, la niñera le pasaba un paño húmedo por el cuerpo sudado. Era casi como una caricia y así lo sintió Simon. Gemía y algo cambió en la parte interior de su cuerpo, pero Nora no se atrevió a comprobar qué era. Él la besó con una pasión inusitada. La muchacha se preguntó si eran los prolegómenos de eso que ocurría la noche de bodas. Sin embargo, a Simon le vencieron la fiebre y la debilidad, lo que le resultó insoportablemente bochornoso.

—Yo… lo… lo siento —susurró cuando dejó de acariciarla y se apoyó agotado en el hombro de la muchacha—. Nora, no solo no tengo nada que ofrecerte, sino que además no soy hombre para ti… Deberías marcharte.

Ella le besó el cabello y le secó la frente. Recorrió con dulzura las sombras bajo sus ojos y acarició sus mejillas hundidas.

—Ahora me voy —dijo luego en voz baja—. Tengo que ir a buscar al médico. Pero primero bebe un poco de infusión y come algo de pan. Es normal que uno se sienta débil cuando está enfermo. Pronto estarás mejor, tienes que comer y descansar. Y no preocuparte por nada. ¡Te quiero tal como eres!

El doctor Mason no estaba en casa.

—Una urgencia —le informó concisa la sirvienta—. Vuelva más tarde. El doctor está muy ocupado.

La joven, que estaba empezando a irritarse, no creyó a la mujer hasta que hubo preguntado a medio barrio si había otro médico. Al parecer, Mason era el único que tenía consulta en esa zona. No era extraño que estuviera desbordado… Nora decidió que a la mañana siguiente vendría muy temprano para así aumentar las probabilidades de encontrarlo, y que pasaría ese día haciendo la colada. Simon ya no tenía ninguna camisa limpia y su propia ropa blanca también estaba en mal estado; asimismo, la noche entre las sábanas «recién lavadas» de la señora Paddington la había convencido de que necesitaba hacer una colada, aunque no sabía cómo apañárselas. En la casa de los Reed había un lavadero, pero Joan la miró sin comprender cuando le preguntó por él.

—¿Dónde laváis la ropa? —preguntó abatida Nora—. Supongo que en algún…

—En el Támesis —respondió la niña—. Un poco corriente arriba, ahí el agua no está tan sucia. Vaya río arriba, señorita, y ya verá a las mujeres lavando. ¿O quiere que se lo haga yo? Por un penique…

Nora agitó horrorizada la cabeza. El agua del Támesis explicaba el porqué del color gris y el olor a lodo de la ropa «limpia». Creía recordar que la ropa blanca y de cama se tenía que hervir. En la tienda de la esquina compró lejía y un par de jabones en copos —caros, ya que la mayoría de la gente no utilizaba jabón— y revisó sus cacharros de cocina. El caldero era demasiado pequeño para meter las sábanas dentro y, además, se le revolvía el estómago de pensar en lavar la ropa interior y preparar luego un caldo en la misma marmita. Al final se le ocurrió que la señora Tanner seguramente todavía tenía que lavar pañales, y ella no iba al río.

En efecto, los vecinos tenían un caldero más grande. Lo pidió prestado y empleó las horas siguientes en traer agua de la tubería pública y filtrándola para que al menos no flotaran partículas de suciedad. Una vez que hubo metido la ropa y calentado el agua, la hubo dejado en remojo, aclarado y escurrido, estaba exhausta. Pero ahora las camisas y sábanas colgaban resplandecientes junto a la chimenea, secándose. Simon, que había seguido esa actividad bajo las mantas, volvía a estar impresionado.

—Estás hecha para las colonias —confirmó fascinado—. No me cuesta nada imaginarnos viviendo en una cabaña como los indígenas… Solo falta que me recupere lo suficiente para poder construírtela.

—¡Pronto te sentirás mejor! —contestó animosa la muchacha.

Pero luego recordó que tenía que volver a probar si el doctor Mason ya estaba en casa. Aunque ese día no la acompañara, si podía hablar con él seguro que acabarían fijando una cita para el día siguiente. Además, quería ir al mercado. Había empeñado su vestido a la señora Paddington y adquirido uno sencillo de lana gris como el que llevaba la señora Tanner. No solo porque volvía a necesitar dinero, sino también porque no le gustaba llamar la atención por la calle. Era una prenda más corta y práctica que su hermoso vestido de tarde. No tenía la intención de ahorrar para su «camisón para la noche de bodas». Estaba convencida de que Simon la haría su esposa en cuanto estuviese un poco mejor y quería que la viese bonita.

Lamentablemente, tampoco esa vez tuvo suerte con el doctor, pero no se desanimó. Llevada por su espíritu emprendedor recorrió las calles comerciales, evitando algo inquieta los letreros de chapa de las tiendas que se agitaban peligrosamente empujados por el viento. Era frecuente que cayeran, arrancando parte de la fachada de la casa. Y no eran pocas las veces que golpeaban a un viandante.

De repente, oyó a sus espaldas un carruaje, se volvió asustada y miró. Era… Nora intentó esconderse en un portal, pero era el de una taberna donde no se permitía la entrada a las mujeres. Agachó la cabeza y apretó el paso. A lo mejor Peppers no la reconocía con ese modesto vestido ni con la cofia que llevaban las mujeres del East End. Entonces se presentó la oportunidad de doblar por una calleja lateral no suficientemente ancha para el vehículo. Nora saltó por encima de un charco pestilente: en las esquinas de las calles se amontonaban las basuras que los londinenses tiraban delante de sus casas. Sacó un pañuelo del bolso y se cubrió la nariz. Estaba acostumbrada al hedor de la ciudad, incluso las grandes avenidas londinenses olían a las aguas residuales que los canales abiertos conducían por las callejuelas, a caballos mojados y cadáveres putrefactos. Pero hasta entonces, el carruaje cerrado la había protegido de los peores olores, mientras que ahora, como transeúnte, estaba expuesta sin remedio a la inmundicia. Las ruedas guarnecidas de hierro salpicaban porquería, y a algún que otro desafortunado incluso le podía caer en la cabeza un cubo de agua sucia o el contenido de un orinal.

Esa calleja era especialmente desagradable porque había varias carnicerías. Nora tenía que poner cuidado en no pisar las tripas y pieles de animales que se pudrían. Pero el esfuerzo valió la pena. Enseguida llegó a una de las calles anchas que rodeaban la Torre y volvió a sentirse segura. Era imposible que Peppers la hubiese seguido, si bien ahora tendría que encontrar el camino de vuelta al East End… Mientras se orientaba, oyó de repente que alguien gritaba su nombre.

—¡Miss Nora! ¡Espere! ¡No se vaya, señorita!

Peppers, con el rostro enrojecido por la inusual carrera y las medias, habitualmente inmaculadas, sucias hasta los calzones, salía de la callejuela de las carnicerías y se dirigía directo hacia ella.

Nora se volvió hacia él vacilante.

—Peppers, yo…

—¡Enseguida la he reconocido! —dijo jadeando el cochero—. Pese a esa extraña indumentaria. ¡Por el amor de Dios, miss Nora, no se imagina lo preocupados que hemos estado todos por usted!

Ella se encogió de hombros.

—Injustificadamente, Peppers. Como puede ver, estoy muy bien.

Peppers deslizó una severa mirada por su delicada figura, las manos sin guantes y enrojecidas por la lejía y el agua caliente y el cabello desordenadamente recogido en la nuca bajo la cofia torcida.

—Ya veo —dijo con los labios apretados.

Nora decidió abandonar su actitud arrogante.

—¡Por favor, no me traicione, Peppers! —susurró—. He encontrado a Simon, bueno, al señor Greenborough… y está muy enfermo. Alguien tiene que ocuparse de él.

El cochero frunció el ceño.

—¿Y ese alguien es usted, señorita? —preguntó incrédulo.

Nora reconoció en su rostro el escepticismo. Peppers adoraba a su joven señora, pero no la creía capaz más que de montar a caballo y bailar, tocar la espineta y charlar con otras damas igual de mimadas que ella.

Asintió.

—Sí, yo —declaró con firmeza—. ¡Y por favor, por favor, no me lo prohíba! Él me ama y me necesita, si lo dejo se morirá. Y yo… —se mordió el labio— yo nunca había sido tan feliz.

Peppers hizo un gesto de impotencia. La situación lo superaba.

—Yo no estoy autorizado a prohibirle nada, señorita —reconoció vacilante—. Pero su padre… No sé si la carta ya habrá llegado a sus manos. Ámsterdam está lejos… No me cabe la menor duda de que volverá en cuanto…

—¡Hasta ese día pueden pasar semanas! —gimió Nora—. Para entonces Simon ya se habrá curado y…

—El mozo de los recados ha dicho que está tísico —observó Peppers con dureza—. Y si no recuerdo mal, por el modo en que tosía en el carruaje…

—¡Es solo un resfriado, Peppers! Ahora ya está mejor. Yo… yo sé lo que hago.

El cochero torció el gesto y escrutó de nuevo a la joven.

—¿Se aloja en ese agujero del East End con él y juega al ama de casa?

Nora le mostró sus manos agrietadas y se lo quedó mirando.

—¡No es un juego! —protestó ofendida—. ¡Si por fin alguien creyera que esto no es un juego…!

Peppers se pasó la mano por la frente.

—Está bien, miss Nora —concluyó—. No contaré a nadie que la he encontrado. Pero me resulta imposible ayudarla. Me metería en un buen lío si ahora le prestase dinero o…

—¡No necesito ayuda! Basta con que nos deje tranquilos.

Peppers arqueó incrédulo las cejas y reprimió un suspiro.

—Entonces, vaya usted con Dios, señorita —suspiró—. Y espero que su joven lord sepa apreciarla en su justa valía…