A Thomas Reed no le preocupó demasiado que Simon Greenborough no se presentara a trabajar al día siguiente. Estaba dispuesto incluso a disculpárselo. Bien, su petición había sido pretenciosa, pero había que reconocerle su origen noble y su educación. Un aristócrata podría haber alimentado la esperanza de casarse con Nora. Si bien él prefería un comerciante como yerno, habría llegado a ciertos compromisos si Nora desease tanto esa unión como era evidente que ansiaba su enlace con Simon. Jamás había visto a su hija tan furiosa como la noche en que le comunicó que había rechazado la petición. Nora lloró, gritó y suplicó. Él apenas si reconocía a su afable y, por lo general, tan obediente hija. Le resultó difícil no ceder a sus deseos, pero estaba convencido de que hacía lo correcto. También ella lo reconocería en el futuro.
Cuando Simon tampoco fue a trabajar el segundo día, el talante razonable de Thomas empezó a acusar cierto disgusto. De acuerdo, el joven era orgulloso, pero estaba pasándose de la raya. Solo faltaba que sus empleados se pusieran de morros. ¡Bastante tenía con Nora! Desde el día de la visita se había encerrado en sus habitaciones y no se hablaba con su padre. Al final, Thomas Reed confió sus penas a una vieja amiga que ya le había ayudado en cuestiones de educación.
—¡Bah, no debe exagerar! —sonrió lady MacDougal, una noble rural escocesa cuyo marido poseía un escaño en el Parlamento, motivo por el cual la familia pasaba con frecuencia temporadas en Londres—. ¡Esas chicas con sus sueños! Todo esto procede de la corte francesa. ¡Faire l’amour como sentido de la vida! Si bien su hija ha demostrado tener cierto estilo, el joven no deja de ser un lord venido a menos. El año pasado, nuestra Eileen pretendió casarse con un mozo de cuadra. Imagínese, ese chico apenas si sabía leer y escribir. Pero la acompañó un par de veces a dar un paseo a caballo y ella enloqueció totalmente. Afortunadamente se le pasó pronto… y eso mismo le sucederá a Nora. Solo tiene que pensar en otras cosas. ¿Sabe qué? Nos la llevaremos a Balmoral, a la temporada de caza, participará en alguna que otra cacería. Cómprele un caballo nuevo, seguro que la hace feliz. Y sobre todo que no se pierda ningún baile. Conocerá más jóvenes caballeros que los que pueda contar con los dedos de las dos manos, todos jinetes intrépidos y buenos bailarines… Lo que no puedo garantizarle son sus reservas económicas. —La dama rio—. Pero con ello, el affaire Greenborough quedará sin duda olvidado.
Thomas Reed se marchó confiado. En el fondo la dama tenía razón: Nora carecía de un poco de sentido de la realidad, pero no totalmente de la capacidad de discernir. A diferencia de Eileen MacDougal, había demostrado al menos dignidad en su amor secreto. Estaba casi de buen humor cuando llamó a su hija para cenar juntos y explicarle sus planes. La decepción de esta le sorprendió.
—¡No quiero caballos, papá, quiero a Simon! ¡Ya no soy una niña a la que se pueda hacer desistir de sus deseos comprándole una casita de muñecas!
Nora arrojó su servilleta a la mesa y retiró el plato.
—Hace tres días me sugeriste que comprase a tu elegido un puesto en las colonias —observó Reed, a quien lentamente le iba encolerizando la creciente rebeldía de Nora—. Antes era una casita de muñecas, ahora es una casa colonial. Permaneces fiel a tu estilo recargado y allí los propietarios de las plantaciones suelen pintar además sus residencias de colores.
—¡Con Simon viviría hasta en una cabaña! —replicó Nora. De hecho, entre sus sueños estaba el de una choza cubierta de hojas de palma—. ¡Y pase lo que pase me casaré con él! ¡Me da igual lo que tú digas!
Thomas Reed suspiró y la castigó sin salir de casa, no quería ni pensar en que su hija realmente huyera, si bien tampoco se preocupaba demasiado al respecto: seguro que Simon Greenborough no tenía dinero para comprar un pasaje a las islas. Además, se estaba cavando su propia tumba. Otro día de ausencia sin justificar y Reed cedería a las presiones de su jefe de oficina y despediría al muchacho. ¡A ver cómo se las apañaba!
Pese a todo, esperó casi una semana más hasta decidirse de una vez a enviar la carta de despido a Simon Greenborough. Asimismo, encomendó al secretario a quien había confiado la tarea de redactarla que añadiera una nota sobre las referencias. En caso de que el señor Greenborough las quisiera, debería personarse a cualquier hora en el despacho. El señor Simpson, el jefe de oficina, refunfuñó; pero de ese modo Thomas Reed aplacaba cierta mala conciencia. Había hecho todo lo que podía hacer por su rebelde empleado.
La hija de Thomas Reed, en el fondo mucho más rebelde de lo que creía su padre, no se había tomado demasiado en serio la orden de no salir de casa. Durante los primeros días, el personal doméstico la había vigilado siguiendo instrucciones paternas, pero cuando después de una semana larga entró a hurtadillas en los establos para ver a Peppers, nadie hizo ningún comentario.
El cochero estaba sentado en un taburete en el cuarto de las sillas de montar y sacaba lustre a un arnés con una mezcla de cera y aceite de pino.
—Se ve bien —observó Nora una vez que le hubo saludado—. Pero se necesita mucho trabajo para que realmente brille, ¿verdad?
El cochero, un hombre de baja estatura y rechoncho, de buen carácter y cara redonda, sonrió y miró a Nora con sus perspicaces ojos azul claro.
—Bah, no se preocupe, señorita —contestó tranquilamente—. No querrá usted realmente que hablemos de cómo sacar brillo a los arneses, ¿verdad? ¿Qué pasa, miss Nora? ¿Otra cita secreta? Ahí sí que no puedo ayudarla más, su padre ya me pidió explicaciones. Pero lo pude negar todo con toda franqueza: lo que se dice ver, nunca vi nada —le guiñó un ojo—, mas ahora que su padre lo sabe y ha desaprobado expresamente la relación, ya no puedo hacer más, miss Nora.
La muchacha asintió.
—Yo… yo solo quería preguntar… ¡No he sabido nada más de Simon! —se le escapó al final—. Esa no es su forma de actuar. Él es un… un caballero. Pero ahora ha desaparecido sin despedirse, y… y he pensado en si no le habría dejado a usted una nota…
Peppers sacudió la cabeza.
—Ah no, señorita. Ni a los demás tampoco. El señor Reed también lo ha preguntado, pero ninguno ha visto ni oído nada. Ya puede creérselo, miss Nora. Si alguno de nosotros hubiese mencionado…
Nora se frotó la nariz como hacía siempre que pensaba y estaba confusa. Peppers pensó que ofrecía una imagen conmovedoramente tierna y desconcertada; parecía una niña. Suspiró.
—Mire, pequeña, lo mejor sería que se olvidase de él —sugirió paternalmente. Tales consejos rebasaban sus competencias, pero ¡qué demonios!, conocía a esa muchacha desde su nacimiento—. El chico se ha marchado, y con él los buenos modos. Iba solo a por su dinero, miss Nora…
—¿Se ha marchado? —Ella frunció el ceño—. ¿Qué significa eso? ¿Lo ha despedido mi padre?
Peppers sacudió la cabeza.
—No. No, que yo sepa. De todos modos lo he oído de pasada. Pero, según parece, desde el día que visitó a su padre no ha vuelto a aparecer por el despacho.
Los ojos de Nora se abrieron aterrorizados. No le sorprendía que el servicio estuviera al corriente de que Simon había pedido su mano. Algo así nunca se mantenía en secreto, era probable que el mayordomo hubiese estado escuchando y propagase luego la noticia fresca. Pero ¿que dijeran que no acudía al despacho? Sin duda su padre le había herido en su orgullo, pero la dignidad de Simon Greenborough ya había tenido que encajar muchos golpes. Era un caballero y tenía responsabilidades. Además, Nora era incapaz de creer que se rindiese tan pronto. Él no la quería menos de lo que ella le quería a él. Algo debía de haber ocurrido…
Se irguió y tomó una decisión.
—¿Me lleva al despacho, por favor? —pidió a Peppers—. Tengo… tengo que averiguar una cosa…
El cochero la miró compasivo.
—Hija, déjelo correr. Ese chico no la quiere de verdad.
Nora sacudió la cabeza.
—¡Ah no, Peppers! —respondió, imitando el acento del Chepside de Peppers—. No pienso arrojar la toalla tan pronto. Y si Simon ya no me quiere, ¡tendrá que decírmelo él mismo!
Peppers acabó enganchando el tiro. El patrón no le había prohibido que llevara a su hija al despacho. Además, Thomas Reed no se hallaba ese día ahí. Había emprendido un viaje al continente que les llevaría a él y un colega a Ámsterdam y Lübeck. Peppers lo había conducido esa mañana a casa del hombre. Tenían antes asuntos que discutir y el barco no zarparía hasta la tarde. El cochero consideraba que era poco probable que Reed se pasara antes por el despacho. Una suerte para miss Nora, pues fuera lo que fuese lo que quisiera hacer ahí, con su padre no tenía pensado hablar.
—¡No insista, señorita, yo no puedo decirle dónde vive el señor Greenborough! —El señor Simpson, el menudo y rollizo jefe de oficina, se comportaba como si se tomara el ruego de Nora como una ofensa personal—. A su padre no le gustaría. Además, esa persona ya no trabaja para nosotros. De ninguna manera puede usted ir a verlo.
—A lo mejor solo quiero escribirle una carta —respondió ella—. Pero ¡necesito su dirección!
El empleado rio desdeñoso.
—No habrá cartero que se extravíe por ahí —dijo—. Y ahora, por favor, márchese, miss Nora. Tengo que seguir trabajando y no está en mi mano ayudarla.
—Aunque también puede sentarse en el despacho de su padre y esperarlo —le ofreció servicialmente George Wilson, uno de los secretarios más jóvenes al verla tan abatida—. A lo mejor todavía pasa por aquí. Con mucho gusto le serviré una taza de té.
Al principio, Nora iba a rechazar la invitación, pero luego decidió prolongar su visita. Tal vez se ofrecería alguna oportunidad de averiguar algo más sobre Simon.
—¿Ha despedido mi padre al señor Greenborough? —preguntó cuando Wilson le llevó el té.
El joven le sonrió mientras contemplaba hechizado cómo la delicada joven ocupaba el voluminoso trono de su padre, lo cubría con su miriñaque y deslizaba la mirada de sus despiertos y verdes ojos por los libros y expedientes del despacho. ¿Sería cierto que Simon Greenborough había osado pedir la mano de Nora Reed?
—Sí, lamentablemente —respondió—. Después de que no viniese a trabajar toda una semana. Eso no puede ser. Nosotros…
—¿Wilson? —La voz del jefe de oficina sonó cortante—. ¿Qué está usted haciendo ahí? No me parece bien que otro más ande tonteando con la hija de su patrón. Le he pedido que se fuera a casa, miss Reed. Y usted, Wilson, entregue a Bobby de una vez el escrito de autorización que tiene que llevar a los Docks.
El hombre miró tanto a Nora como a su subordinado. Parecía sentirse muy seguro de su puesto de trabajo, no todo el mundo habría osado hablarle de ese modo a la hija del patrón.
Wilson suspiró cuando Simpson salió del despacho dejando abierta la puerta. Una clara señal de que no le quitaba el ojo de encima.
—Bien, entonces, miss Reed…
Nora ya iba a levantarse cuando de repente tuvo un golpe de inspiración.
—Señor Wilson, ¿le entregaron el despido a mi… humm… al señor Greenborough por escrito?
El secretario asintió.
—Por supuesto, señorita, todo tiene que hacerse como es debido. También recibió el resto del sueldo. En eso el señor Reed es muy correcto. Incluso ofreció escribirle un documento con las referencias. Yo mismo redacté la carta… Pero… ya no me acuerdo de la dirección.
El hombre se ruborizó, pero Nora no le hizo caso. Thomas Reed había dictado una carta y Bobby, el pequeño chico de los recados, la había entregado. ¡Ahora sabía a quién dirigirse!
Se despidió rápida y formalmente de Wilson, quien pareció aliviado. Sin duda se tranquilizó cuando Nora abandonó el despacho sin plantear más preguntas acerca del despido.
En la entrada del edificio, fuera del alcance de la vista del cochero, esperó a Bobby, un chico de trece años, pelirrojo y flaco que hacía de mensajero en el despacho de Reed. El niño le sonrió cuando ella lo llamó; tenía su rostro, todavía infantil, salpicado de pecas.
—¿Puedo servirle en algo, miss Reed?
Nora asintió.
—¿Te acuerdas de adónde llevaste la carta de despido?
—¿De verdad era su novio, miss Reed? —preguntó Bobby con insolencia en lugar de contestar a la pregunta—. Es lo que dicen en el despacho, aunque ese desdichado y una princesa como usted…
Nora se esforzó por fingirse indignada.
—¡Eso no es asunto tuyo, Bobby! —lo regañó—. ¡Además, deberías moderarte un poco! El señor Greenborough no es simplemente el señor Greenborough, también es vizconde. Un par, un lord…
Bobby arrugó la nariz.
—Pues el castillo pronto se le caerá encima —se burló—. En serio, miss Nora, el sitio donde llevé la carta era una cuadra. En comparación, yo vivo en una mansión. Y el distrito detrás de la Torre… las carnicerías…
—Yo misma lo veré con mis ojos —lo interrumpió Nora—. ¿Serías tan amable de llevarme hasta allí?
—¿A usted? Ah, no, señorita, no puede ser, no es lugar para una dama. Su padre… su padre seguro que me…
—Mi padre no tiene por qué enterarse —respondió Nora, sacando una moneda del bolsillo.
Bobby miró el penique con codicia.
—Su cochero se lo contará —observó sagaz, al tiempo que miraba a Peppers por encima del hombro.
Nora reflexionó un instante. El chico tenía razón. El viejo sirviente tampoco tenía que saber nada.
—¿Podemos pasar por algún sitio sin que el cochero nos vea? —preguntó.
El chico soltó una risita traviesa. Era evidente que le divertía que esa señorita tan elegante le propusiera correr juntos una aventura.
—Cómo vamos a hacerlo si no deja de mirar hacia aquí. Si da un paso más adelante, ya la verá. Pero ¡espere!
Bobby le guiñó un ojo, se dirigió al carruaje e intercambió unas palabras con Peppers. Antes de que volviera, el cochero ya había puesto en movimiento los caballos. El carruaje partía.
—Le he dicho que esperara en el despacho de su padre —explicó Bobby, y tiró de la falda de Nora para que saliera del portal—. Pero ahora márchese usted también o alguien la verá por aquí… y a mí también. Además hay que dar un rodeo, y tenemos que ir rápido para que Simpson no nos pille. Ese cuenta cada paso que doy desde el despacho hasta los Docks, y, pobre de mí, ya voy con dos segundos de retraso.
Nora esperaba que Peppers se hubiese creído la excusa: en realidad su padre no había pensado en volver al despacho antes de irse de viaje. Pero, por otra parte, podría haber cambiado de planes y no era competencia del cochero indagar en el asunto. Intentó no preocuparse demasiado mientras seguía a Bobby por la orilla del Támesis, primero pasando por los despachos y casas gremiales convencionales, recién construidas o antiguas, y luego por las callejuelas del barrio pobre. Nora olvidó los temores de que el cochero estuviera siguiéndola discretamente. De hecho, las calles eran tan estrechas, estaban tan sucias y pobladas que era imposible que los caballos pasaran por allí. Ya no se veían carruajes ni coches ligeros, de vez en cuando pasaban viejos carros de dos ruedas tirados por jamelgos o mulos achacosos.
El panorama parecía cada vez más inquietante. Simon había contado a Nora que vivía en una habitación muy barata en el East End, pero esas barracas y casuchas estrechas y de materiales de construcción malos en las que jugaban niños descalzos y sucios, mientras que unas figuras oscuras parecían acechar en cada rincón… Nora dio gracias al cielo de que Bobby estuviera con ella, pues el chico se desenvolvía con toda naturalidad. Al parecer, él mismo no procedía de un entorno mejor. En cualquier caso, recorría las calles tan deprisa que Nora apenas lograba seguirlo. La joven se sentía insegura y fuera de lugar con su vestido de tarde, sobrio pero de un tejido excelente, con miriñaque y mantilla. Menos mal que no se había empolvado el cabello. Por lo visto, nadie en ese barrio miserable lo hacía. Las mujeres que transitaban por las callejas o que ofrecían mercancías a viva voz se veían igual de desaliñadas que sus hijos.
—¿Ha… ha dicho Simon, bueno, el señor Greenborough, por qué no iba al despacho? —preguntó Nora, intentando entablar conversación con su guía. Bobby era el único que después de ese funesto martes por la tarde había conseguido hablar con Simon.
El chico sacudió la cabeza.
—No dijo demasiado —respondió—. Estaba en cama y enfermo, señorita. Y no un poco, si quiere saber la verdad. Además, parecía no haber probado bocado en tres días. Y aun así quiso darme un penique por el servicio… y sabe Dios que no le llevaba buenas noticias. Luego se lo di a la mujer de abajo para que le subiera algo de comer. Espero que esa bruja lo haya hecho.
Nora percibió una oleada de miedo y al mismo tiempo un sentimiento de ternura hacia el chico.
—Fue muy considerado por tu parte, Bobby —lo elogió.
El pelirrojo se encogió de hombros.
—El pastor dice: «Dad y os será dado». O algo así. Mi madre no se lo cree, pero a mí su… lord me dio pena. —Sonrió disculpándose.
A continuación se detuvo delante de un edificio de piedra de dos pisos, sin duda construido tras el Gran Incendio. No obstante, ya se veía deslucido y abandonado, pese a los pocos decenios transcurridos.
—Es aquí. Pero mejor que no entre sola…
Como todo un caballero, Bobby le sostuvo la puerta que llevaba a un pasillo oscuro y pestilente que debía de pertenecer a las habitaciones de la planta baja. Una de las puertas daba a una habitación que a Nora le pareció la caricatura de un salón. Había una chimenea y unas butacas viejas, sillas y una mesa, pero todo tenía un aspecto sucio, gris y raído, y ahí no parecía que nadie pusiese orden. Por todas partes se veían retales y vestidos viejos.
—Comercia con eso —explicó Bobby a la sorprendida muchacha—. Me refiero a la vieja Paddington, la patrona. Compra y vende vestidos usados y los lleva al Cheapside el día de mercado. Y además alquila la casa… Cómo la ha conseguido, no tengo ni idea.
De la vivienda salía en ese momento una voz insolente.
Bobby se alarmó.
—¡Suba corriendo, miss Nora, antes de que esa bruja la vea! —Y tiró de ella en dirección a una escalera de madera que apenas si merecía ese nombre, tan estrecha era.
—¡Ya os he visto! —refunfuñó la mujer a sus espaldas—. El hijo de Fanny Deary y una joven y elegante señorita. ¿Tan bien te va que ya no saludas a los viejos amigos? ¿Y adónde quieres ir?
—¡No le haga caso! —susurró Bobby abatido—. Mi madre no es realmente amiga suya, compró aquí unos vestidos cuando mi padre murió… ¡Visita para el señor Greenborough, señora Paddington! —gritó desde lo alto a la mujer, que ya se encontraba al pie de la escalera y miraba con curiosidad hacia arriba.
La señora Paddington no era demasiado vieja, pero sí extremadamente gorda y rubicunda. El cabello le caía en greñas y sus ojillos brillaban vidriosos y desconfiados. Nora creyó reconocer entonces de qué era el hedor que provenía de la vivienda: ginebra u otro aguardiente barato.
También las habitaciones del primer piso parecían habitadas, pues se oían voces detrás de las puertas cerradas. Sin embargo, Bobby subió por una escalera todavía más angosta y tambaleante. Con cada paso, Nora temía que los peldaños de madera podridos y chirriantes cedieran. Arriba únicamente había una puerta, diminuta y, a primera vista, hecha con maderos viejos. Daba la impresión de haber sobrevivido a más de un incendio.
Bobby llamó con los nudillos y el corazón de Nora latió con tanta fuerza que ella pensó que su sonido apagaría los golpes que el chico daba.
Desde dentro no surgió ninguna respuesta. ¿Habría salido Simon? Decepcionada, Nora pensó en marcharse; sin embargo, su joven acompañante decidió entrar sin gastar cumplidos.
—¿Señor Greenborough? Soy yo de nuevo. ¡Pero esta vez le traigo mejores noticias!
La voz del chico sonó intencionadamente alegre y optimista. Nora se introdujo en la habitación y el espanto de lo que vio le cortó la respiración.
La buhardilla se encontraba directamente bajo la cubierta del edificio. No había ni una sola pared recta y un par de cubos distribuidos sin orden ni concierto permitían deducir que había goteras. No cabía duda de que en verano el calor sería insoportable y en invierno estaría helado, además de oscuro. A primera vista, Nora no logró distinguir nada. En la chimenea no ardía ningún fuego. Solo cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra distinguió el austero mobiliario: una mesa y una silla, sobre la que Simon había arrojado descuidadamente la ropa que había vestido aquel martes por la tarde. No era algo propio de él. En un gancho torpemente clavado en la pared colgaba su segunda camisa, cuidadosamente planchada, y sobre la mesa se hallaba la plancha. Nora recordó con vergüenza el día en que le había confesado que él mismo se ocupaba de su ropa. Se había burlado del joven diciendo que hacía las labores de una lavandera y una planchadora y había sospechado que tal vez su amado fuera algo tacaño. Ahora, no obstante, contemplaba la dura realidad de Simon y, finalmente, también a su amado mismo en el modesto camastro que, por razones incomprensibles, se hallaba casi pegado a la chimenea apagada. Hacía tiempo que en ella no se encendía ningún fuego. Y Simon yacía ovillado bajo las delgadas mantas, intentando conservar el mínimo calor que estas le proporcionaban.
Nora corrió hacia él y volvió a sobresaltarse cuando descubrió su rostro demacrado y encendido por la fiebre.
—¡Simon! ¿Por qué no has dicho a nadie que estás enfermo? ¿Por qué no me lo has hecho saber? ¡Dios mío, Simon, necesitas un médico!
Él abrió los ojos, bordeados de rojo y vidriosos a causa de la fiebre, pero se iluminaron cuando reconoció a la muchacha.
—Nora… ¿eres… eres tú o es un sueño?
Ella sonrió y contuvo las lágrimas que pugnaban por anegar sus ojos. Era una situación terrible. Mucho más de lo que había imaginado.
—No, ¡soy yo en persona! —respondió decidida, al tiempo que le acariciaba el cabello. Estaba húmedo por el sudor, aunque el joven se estremecía de frío—. Y vengo a cuidarte. Hace tiempo que debería haberlo hecho… Por Dios, Simon, estás temblando…
—Hace frío…
Solo tenía puesta una camisa, la misma que llevaba el día que había visitado al padre de Nora. Aquella tarde se había desplomado empapado, humillado y abatido en la cama, y por la mañana había despertado con fiebre. Había conseguido quitarse la chaqueta y los pantalones y había vuelto a meterse, tosiendo, en la cama. No sabía cómo había superado los primeros días, antes de que Bobby fuera con la carta de despido. Creía recordar vagamente que la hija de la patrona le había llevado alguna vez algo que comer. Desde que Bobby había estado ahí cada día la muchachita se dejaba ver por la habitación. Por supuesto, desde que sabía que Simon yacía en cama enfermo, la señora Paddington controlaba todos los movimientos de su hija. Por consiguiente, la pequeña y compasiva Joan le llevaba a veces a escondidas alguna sopa o un mendrugo de pan.
Nora se quitó la mantilla y envolvió a Simon con ella.
—¡Tenemos que encender esta chimenea! —decidió, sorprendida de sí misma. En las novelas que solía leer, las protagonistas acostumbraban, en tales circunstancias, a abrazar primero a su amado, quien aseguraría que solo con su amor lograría sanar enseguida. Pero para Nora la aventura había concluido al entrar en la buhardilla. Ahora se enfrentaba a la realidad, y Simon necesitaba menos besos y carantoñas que mantas, comida caliente, un fuego en la chimenea y un médico.
—¿Puedes ir a buscar leña a algún sitio, Bobby?
Simon sacudió la cabeza.
—Humea… —musitó—. Humea y echa hollín… No calienta… —añadió entre toses.
Nora miró a Bobby buscando ayuda.
—¿Qué hacemos? —preguntó.
El chico se encogió de hombros.
—Llamar a un deshollinador —respondió lacónico—. Puedo ir a buscar uno. Pero… —Hizo un gesto a que eso costaba dinero.
Nora le dio un par de peniques.
—¿Es suficiente? —preguntó insegura.
Bobby puso los ojos en blanco.
—Para tres veces, señorita… Y además para un par de cosas más. Déjelo de mi cuenta… Pero ahora debo irme. El señor Simpson me espera.
El chico se marchó, pero Nora oyó que intercambiaba unas palabras con la señora Paddington. Ella respondía con insolencia que ni eso era un hotel ni ella una criada. Entonces concluyó la discusión y Nora se quedó sola con Simon. A falta de otra cosa que hacer, se acuclilló junto al camastro. Recordó vagamente lo que sabía sobre el cuidado de enfermos. No era mucho, solo se acordaba de cuando ella misma había estado indispuesta. Si Nora se resfriaba o sufría una indigestión, el ama de llaves le envolvía las pantorrillas con paños calientes y preparaba infusiones. Ahí ni siquiera había una olla, y tampoco se veía ningún fogón. Rodeó a Simon con el brazo. Si le ayudaba a enderezarse, podría sacudir la almohada, si es que podía llamarse almohada a aquella cosa apelmazada.
Simon buscó su mirada.
—Lo siento… —murmuró.
Nora cambió de idea y apoyó la cabeza del joven sobre su pecho.
—No tienes que disculparte, amor mío —susurró—. No puedes remediar estar enfermo. Y ahora… ahora ya estoy contigo.
Simon se inquietó. Tenía que toser y quería apartarse de ella.
—No puedes quedarte aquí, Nora. No deberías estar aquí, tienes que…
En ese momento se abrió la puerta y una chiquilla delgada y de cabello oscuro se asomó por la rendija. Traía una jarra que olía a caldo amargo. Nora creyó distinguir que era sopa de cerveza caliente a la que tal vez se había añadido alguna hierba. Hizo un mohín, pero el recipiente humeaba y le proporcionaría al menos algo de calor al enfermo.
La pequeña hizo una reverencia insegura ante tan distinguida visita.
—Lo envía mi madre —anunció en voz baja—. El chico de los Deary lo ha pagado. Y todavía queda un cazo, pero mi madre dice que cuesta otro penique… —La niña mantuvo la cabeza baja. Se diría que se avergonzaba de la avaricia de su madre.
Nora fue a coger su bolsa, pero de pronto cambió de opinión. ¡Era hija de un comerciante! Y aunque se tratara solo de un par de peniques, no iba a permitir a la señora Paddington que tuviera el descaro de timarla.
—Dile a tu madre que ya sabía que Bobby ha pagado por la comida —advirtió con tanta firmeza como fue capaz—. Pero si quiere otro penique tiene que traerme dos mantas más, de las que dan calor, no dos harapos como estos. —Señaló las telas roídas con que Simon a duras penas se caldeaba—. Ah, y una almohada también.
La chiquilla asintió, dejó la jarra sobre la mesa y se dirigió escaleras abajo. Antes de salir, Joan lanzó una mirada fascinada a Nora, que respiró aliviada cuando la puerta se cerró tras la pequeña.
—Joan es una buena niña —dijo en voz baja Simon, como si quisiera llamar la atención a Nora por sus duras palabras.
Ella se encogió de hombros.
—¡Y su madre es una bruja! —replicó—. Pero ya le daré yo su merecido…
El muchacho sonrió levemente.
—Es el príncipe quien debería aniquilar a la bruja… —le recordó cariñosamente.
Ella suspiró.
—Mañana, cariño mío, mañana le cortarás la cabeza a ese monstruo, pero primero tienes que curarte la tos. Y no lo conseguirás si no vences el frío y la humedad o si esa bruja te mata de hambre. Bebe ahora…
Nora buscó una taza o un vaso y al final encontró un cuenco desportillado. Vertió un poco de sopa de cerveza y se lo tendió a Simon, pero él temblaba demasiado para poder sostenerlo. Nora lo ayudó a llevárselo a la boca y le puso las manos en torno al recipiente para calentarlas.
—Deberíamos haber pedido también ron… —murmuró la joven.
Simon bebió con ganas y enseguida pareció sentirse mejor.
—No puedes quedarte aquí —insistió.
Nora contrajo los labios como una niña traviesa. Luego sonrió.
—Intenta prohibírmelo —dijo.
Simon se enderezó con esfuerzo.
—Nora, no debes estar sola con un hombre en una casa. Esto… esto arruinará tu reputación… Esto… —Se hundió de nuevo en su lecho.
—Me da igual. Al contrario, incluso me va estupendo. Mi padre ha salido de viaje. Y cuando regrese, media ciudad se habrá enterado de que Nora Reed se ha escapado con su amado. Entonces tendrá la posibilidad de echarme a la calle o de prepararme una boda. Hazme caso, elegirá lo segundo…
Simon sacudió la cabeza.
—Ya te equivocaste una vez —le recordó en voz baja—. Nora, si supieras todo lo que me dijo… Nunca dará su consentimiento, nunca… y tiene razón… —La joven quiso abrazarlo una vez más, pero él se separó. Ese pequeño esfuerzo le provocó la tos—. Tiene toda la razón, Nora, yo nunca te ofreceré una vida digna de tu posición social. Y ahora… Cariño, esto no es un pequeño resfriado, dura demasiado tiempo. Esto es…
Simon no pronunció la palabra, pero también Nora reconocía los síntomas de la tisis. Incluso en los mejores círculos moría la gente por esa enfermedad terrible. Y ahí, en las angostas calles del East End, la epidemia era omnipresente.
La joven sacudió la cabeza.
—Se curará cuando estemos en el sur —objetó convencida—. No estamos hechos para este frío, para esta humedad… Pero ¡has de reunir valor, querido! Espera a que arda un fuego y a que tengamos velas… Velas, eso es, necesitamos luz. Haremos de este cuarto un lugar confortable, y yo te contaré cosas de isla Cooper. Lady Wentworth me la describió con todo detalle. Y todavía no te he dicho todo lo que se relata en el libro que me prestó. Sobre Barbados, la selva y la playa… Pero también hay una ciudad como Dios manda. Se llama…
Simon se dio por vencido, ya que ni siquiera tuvo tiempo de protestar, pues Joan reapareció con una jofaina de agua caliente. De pronto se oyeron ruidos en el tejado.
—El deshollinador ha llegado —informó la niña—. Y mi madre está buscando ropa de cama. Protesta porque tiene que coger la suya, y quiere dos peniques si la queréis limpia. Yo he pensado que a lo mejor el señor quiere lavarse…
La pequeña conmovió a Nora. Joan era una niña buena de verdad y estaba realmente preocupada por Simon. ¿Se habría enamorado de él? Pero a Nora le pareció demasiado joven.
Sin embargo, en el East End uno crecía más deprisa. Nora se asustó cuando, de repente, algo redondo y negro de hollín bajó por el tiro de la chimenea y cayó sobre el frío hogar. Al principio pensó en un duende… o en un Santa Claus para el que se colgaban calcetines en las chimeneas en Nochebuena. Pero luego esa cosa diminuta reveló su auténtica naturaleza: era un niño de unos cinco años agitando un cepillo.
—¡Y hazlo bien, Tom, que no vuelva a oír ni una queja!
La voz de un hombre resonó desde arriba. Al parecer era el deshollinador, que había bajado al pequeño por una cuerda para que hiciese su trabajo. El tiro era estrecho y un adulto o un niño de mayor edad no habría podido descender por él.
Nora miró horrorizada al crío que golpeaba esforzado el hollín de las paredes de la chimenea. Parecía desnutrido y tosía. Nora quiso decirle alguna palabra de consuelo, pero no se le ocurría nada. ¿Tal vez debía darle un penique? Pero si había de hacer caso a Bobby, eso era el pago por todo el trabajo. Y seguro que el hombre se lo quitaría al pequeño. En casa tenía caramelos, pero ahí…
Antes de que pudiera reaccionar, el deshollinador había subido a su aprendiz, que, colgado en el tiro, siguió limpiando las paredes. Poco después, el hombre gritó desde arriba:
—¡Ya está listo! Cuando nos hayamos ido podéis encender el fuego.
Para ello faltaba, naturalmente, leña; pero Nora confiaba en Bobby. Y en primer lugar tenía que ayudar a Simon a lavarse. Este insistió en que ella se diera media vuelta. Pese a su debilidad, se enderezó, y a Nora se le encogió el corazón cuando volvió a oírle toser. Tras refrescarse, parecía más agotado que reconfortado.
Nora buscó un camisón. Eso la turbó un poco, ya que nunca había visto a su padre con la camisa para dormir. Sin embargo, no había tiempo para sentir vergüenza y, de todos modos, cuando se casara con Simon compartirían cama. Nora tenía unas ideas bastante precisas de lo que le esperaba entonces. Al fin y al cabo, las chicas de la alta sociedad no hacían más que hablar acerca de eso. En la corte del Rey Sol, faire l’amour se había considerado una especie de juego de sociedad, y ahora ese enfoque llegaba lentamente a Inglaterra. La nobleza rural estaba más bien indignada por la desvergüenza de los franceses, pero la gente joven se contaba, ruborizándose, los excesos del país que estaba al otro lado del canal. Nora no tenía miedo de su noche de bodas con Simon, hasta entonces siempre había disfrutado tendiéndose a su lado en el parque. Recordó nostálgica su paseo en bote, los dos juntos. Entonces incluso se había atrevido a deslizar la mano bajo la camisa de él y acariciarle el pecho desnudo. No había ninguna razón para no volver a hacerlo.
Mientras revisaba las escasas pertenencias de Simon, Joan llegó con la ropa de cama limpia, de hecho edredones de plumón. En cuanto a las sábanas… Nora no sabía si echarse a reír o llorar. Fuera como fuese, habría que lavarlas. Al día siguiente sin falta, en cuanto… ¡Cielos, necesitaría una tina y ollas para hervir el agua y todas esas cosas que nunca había utilizado por sí misma! La palabra ajuar adquirió de repente un significado totalmente nuevo; hasta entonces solo había pensado en cuberterías de plata y porcelana, muebles delicados y mantelerías.
Simon dejó que le ayudara a ponerse el camisón limpio. Los nuevos edredones y otro cuenco de sopa de cerveza lo reconfortaron tanto que dejó de temblar. Nora se sentó a su lado, le acarició la frente y le frotó las sienes, y cuando empezó a hablar de Barbados, él ya estaba dormido. El frío no le había dejado conciliar el sueño en mucho tiempo.
Nora pensó en qué lugar de la diminuta habitación instalarse. Pero primero comió un poco del cazo que Joan había llevado y a continuación apareció Bobby con un enorme cesto cargado de leña.
—Menudo lío se ha armado en el despacho, señorita, su cochero ha preguntado por usted. La está buscando —explicó el chico mientras encendía la chimenea. Nora lo observaba con atención. Ella nunca lo había hecho, pero tenía que aprender—. Yo no he dicho nada, pero ya sospechan algo. —Con un movimiento de sus expresivas manos abarcó la buhardilla—. Creo que quieren avisar a su padre…
Nora asintió. De acuerdo, su padre estaba en esos momentos navegando y, como muy temprano, la carta llegaría a Ámsterdam en el barco siguiente. De todos modos, creía capaz a Peppers de averiguar la dirección de Simon. ¿Aparecería por ahí y se la llevaría a casa? ¿Sin órdenes expresas de su patrón? Nora no estaba del todo segura. El cochero la adoraba, pero era un fiel servidor de Thomas Reed. Probablemente todo dependería de cómo evaluase la situación: si él también consideraba que su amor por Simon no era más que un sueño infantil, entonces la forzaría a separarse de su amado.
Esa noche, sin embargo, no ocurrió nada. ¿Todavía no habría averiguado Peppers la dirección? El señor Simpson solía marcharse temprano a casa y quizás el señor Wilson no había traicionado a Nora. Pero era posible que el viejo cochero todavía estuviese indeciso. Nora se ovilló protegida por su abrigo delante de las acogedoras llamas del fuego de la chimenea y pensó en que ya podía sentirse contenta con todo lo que había conseguido esa tarde.
Aun así, no logró disfrutar del descanso largo tiempo. Simon tosía y respiraba con dificultad, y luego se llevó un susto tremendo cuando algo diminuto correteó por sus piernas desnudas. ¡Ratones! ¡O tal vez ratas! Tendría que poner veneno o conseguir un gato. Esto último le resultaba más simpático, pero ya le preocupaba el animal antes de tenerlo. Eran pocos los trozos de carne que había encontrado en el puchero.
Y luego, avanzada la noche, empezó a preocuparse por el dinero. En el East End las cosas eran baratas, pero resolver los asuntos urgentes y hacer las compras básicas se llevaban un penique tras otro. Su monedero pronto estaría vacío. Se horrorizó con solo imaginárselo, aunque recordó que había prestamistas. Lo primero que empeñaría sería el miriñaque. Las mujeres del East End hacían bien en no ponérselo. Esas voluminosas faldas impedían cualquier tarea física. Y con el dinero que obtuviese pagaría un médico. Eso era lo más importante. Simon necesitaba a un médico.