—¡No nos queda más remedio que contárselo a mi padre! —exclamó Nora.
El tiempo por fin había vuelto a mejorar, casi parecía un día de verano aunque los colores de otoño ya teñían las hojas de St. James Park. Pese a ello, volvía a hacer frío a esas horas del atardecer, después de que Simon hubiera salido del despacho para encontrarse a escondidas con su amada. Oscurecía y Nora había reconocido casi demasiado tarde a las dos damas que se aproximaban a ellos charlando animadamente por el apartado sendero. Justo antes de que lady Pentwood y su amiga los vieran, arrastró a Simon detrás de un seto.
Nora soltó una risita cuando pasaron por su lado, pero Simon se inquietó. No consideraba su amor secreto una aventura, sino más bien un desafío. Abatido, contó a Nora la desalentadora conversación con McArrow. Ella se sorprendió, aunque no especialmente. Añadió lo que había hablado con lady Wentworth.
—¡Ese McArrow tiene razón! —declaró a continuación estremeciéndose. Un buen motivo para estrecharse más contra Simon, quien con un gesto protector le había pasado el brazo sobre los hombros y no cesaba de inclinarse para besarle el cabello—. ¡Pues claro que eres incapaz de pegar a un negro! ¡Faltaría más, qué clase de gente es esa que se hace llamar lores, ladies y caballeros! Yo no creo que Dios haya creado a los negros para que nos cultiven la caña de azúcar. En tal caso los habría enviado directamente a las islas y no habría que ir a buscarlos a África. Mi padre dice que en los barcos sufren lo indecible. ¡Los encadenan!
Thomas Reed no participaba en el comercio de esclavos, aunque, naturalmente, se beneficiaba de forma indirecta del trabajo de los negros. Al fin y al cabo comerciaba con azúcar, tabaco y otros productos de las colonias, y sin esclavos no se explotaría ninguna plantación. Pero comprar y vender seres humanos, mantenerlos en cautiverio, meterlos a la fuerza en las bodegas de los barcos y en calabozos, y pegarles… Thomas no lo consideraba compatible con su fe cristiana. Tanto daba si otros compartían o no su opinión.
—Pero no hay más trabajo —replicó Simon desanimado, con lo que Nora insistió en que había que «confesárselo» a su padre.
—Tenemos que decirle a mi padre que nos queremos. Tienes que pedir mi mano y luego ya encontraremos una solución. Estoy convencida de que algo se le ocurrirá. Si le digo que quiero ir a las colonias, ¡lo conseguirá!
Nora confiaba plenamente no solo en que tendrían posibilidades, sino también en que su padre estaría dispuesto a satisfacer sus deseos. No cabía duda de que era una niña mimada. Tras la temprana muerte de su esposa, Thomas Reed había depositado todo su amor en ella.
—Mira, mañana mismo lo hacemos. Compras un par de flores… En el Cheapside no son tan caras, y si no tienes dinero…
Simon sonrió con ternura. Nora siempre era práctica. Si él no podía permitirse ser romántico, ella renunciaría sin quejarse. Ella misma estaría dispuesta a hacerse su propio ramo de flores. Simon la estrechó más contra sí.
—Querida, no será por falta de un ramo de flores. Pero déjame un par de semanas más, ¿de acuerdo? A lo mejor surge todavía una oportunidad… McArrow, por ejemplo. Si se le ocurre quedarse ahora en Londres y participar en el Parlamento, a lo mejor necesita un secretario privado. Y como tal me llevaría a Barbados… Además, en dos meses al menos se habrá pagado ese dichoso crédito para la boda de Samantha. Entonces dispondré de más dinero mensual. Por Dios, Nora, no puedo presentarme ante tu padre y pedirle tu mano con este traje andrajoso.
Nora lo besó sonriente.
—Cariño mío, ¡no me caso con tu chaqueta y tus pantalones!
Simon suspiró. Seguro que Thomas Reed tendría algo que añadir a tal observación. No obstante, había conseguido postergar un poco las pretensiones de Nora. En algún momento tenía que producirse el milagro… Simon llevó de la mano a la muchacha hacia el pequeño lago en medio del parque sobre el cual ya flotaban jirones de niebla. Los árboles proyectaban largas sombras.
—¡Voy a alquilar un bote! —decidió—. Algún penique tendré por ahí, e iremos remando hasta la isla. Nos imaginaremos que es nuestra isla en los mares del Sur, las olas rompiendo en la playa…
—¡Y podremos besarnos con toda tranquilidad! —exclamó Nora radiante—. ¡Qué idea más maravillosa, querido! Sabes remar, ¿no? Todos los lores y vizcondes reman, ¿verdad?
Si había de ser franco, la experiencia de Simon en tal disciplina se limitaba a un par de intentos no muy entusiastas por cruzar el estanque del pueblo de Greenborough con una balsa construida por él mismo. Nunca había aprendido correctamente la técnica del remo, pero se esforzaba por cruzar el estanque más o menos diestramente. Si bien no llegaron a zozobrar, la tos, que el muchacho apenas lograba contener a causa del esfuerzo, preocupó a Nora.
En las semanas siguientes la situación no mejoró para los enamorados. Antes al contrario, las postrimerías del verano cedieron paso a un otoño desapacible y Simon se helaba hasta los huesos en su húmedo cuarto sin calefacción. Al menos en las chimeneas del despacho de Thomas Reed ardía constantemente un generoso fuego, lo que no era una regla general. No eran pocos los escribientes que en las grandes casas comerciales cogían la pluma con los dedos tiesos de frío y enguantados y acababan padeciendo gota. Simon envió aliviado a su madre el último dinero para la dote de Samantha, pero eso no le dio ningún respiro. Casi al mismo tiempo, le llegó una carta de Greenborough en la cual su madre le comunicaba alborozada que Samantha se había quedado encinta. Esperaba, pues, que hasta que el bebé naciera tendría tiempo para desempeñar, con los magnánimos envíos de Simon, el candelero de plata que hasta entonces había llevado la vela bautismal de todo descendiente de los Greenborough.
Así pues, Simon continuó enviando dinero aunque Nora lo censuraba severamente por ello.
—Están en su derecho, es parte de la herencia familiar —replicó Simon defendiendo a su madre y su hermana—. Y además redundará en nuestro beneficio. Cuando tengamos hijos… —Sus ojos oscuros, que habían tenido hasta el momento una expresión desesperanzada en ese día gris y ventoso de noviembre, se iluminaron.
Nora suspiró y se arrebujó en su abrigo. Pese al clima inestable, había acompañado a su amado a los Docks londinenses. Thomas Reed había encargado a su joven escribiente el control de un cargamento de tabaco procedente de Virginia. El capitán del barco no tenía fama de ser hombre de fiar, por lo que el propietario de la plantación había pedido a Reed que cotejara cuidadosamente la entrega efectiva con los documentos de la carga. Simon acababa de hacerlo concienzudamente, pese a que su viejo abrigo apenas lo había protegido de la lluvia y el viento. Nora, envuelta en su capa forrada de piel, estaba mejor, pero se percató de que él temblaba de frío y todavía le indignaron más las pretensiones de la madre y la hermana.
—¡Cuando tengamos hijos, seguramente nacerán en las islas Vírgenes, Jamaica o Barbados! —objetó—. Y no creerás realmente que tu madre vaya a enviar su candelero de plata a tiempo para que se exhiba, conforme a su posición social, la vela bautismal. Ah, no, Simon, eso lo heredará la familia de la maravillosa Samantha, para que los Carrington no piensen mal de lady Greenborough. Y tú vives en un agujero sin calefacción y ni siquiera puedes permitirte un abrigo que a los tres minutos no esté empapado de agua. Bastante tienes con pagar las deudas de tu padre.
Tampoco se mostraba comprensiva con esto último, pues los acreedores de lord Greenborough no eran en absoluto hombres de honor, sino corredores de apuestas y jugadores de cuidado. Sin ningún escrúpulo, Nora recomendó a su amado que les diera largas durante dos meses y que luego partieran a una de las colonias con el dinero ahorrado. Tal vez los timadores tuvieran cierta influencia en Inglaterra —Nora estaba convencida de que se limitaba a Londres como mucho—, pero seguro que no llegaba hasta Barbados o Virginia. Simon, no obstante, consideraba las deudas de juego deudas de honor, y un caballero no desatendía sus obligaciones poniendo en riesgo su rango y familia. No hizo comentarios acerca de las observaciones que Nora solía repetir en torno a esa cuestión.
—En cualquier caso, tienes que hablar ahora con mi padre —decidió al final la joven, mientras cogía del brazo a Simon y lo conducía discretamente a su carruaje. Había llegado a pie otra vez para ahorrarse el gasto de un coche.
Peppers, el paciente cochero, les sostuvo la portezuela abierta.
—¡Gracias, Peppers! —Nora nunca olvidaba dirigir una sonrisa al sirviente, motivo también por el cual el personal doméstico seguía encubriendo su amor secreto—. Mi padre encontrará una solución. Y te aprecia. Confía en ti. Se ve en que te deja controlar los cargamentos y todas esas cosas. Quién sabe, a lo mejor anda dándole vueltas a alguna idea. Es urgente que ahora pidas formalmente mi mano. O en invierno apenas podremos vernos.
Simon asintió, dándose por vencido. En lo último ella tenía razón, pero, aun así, la entrevista con Reed le daba un miedo espantoso. Si no iba tan bien como Nora esperaba, perdería no solo a su amada, sino también un empleo y un lugar resguardado y caliente en el despacho. No volvería a encontrar un patrón que en comparación fuese tan bueno como el actual: Thomas Reed no le había amonestado cuando a principios de mes había faltado dos días. Simon intentaba hacer caso omiso de su persistente resfriado, pero había tenido tanta fiebre que casi no había conseguido salir de la cama. Por supuesto se había arrastrado hasta el despacho, pero Reed lo había enviado de inmediato a su casa.
—Así no nos es de utilidad, joven, apenas puede sostener la pluma y no quiero ni imaginar qué cuentas hará.
Simon valoraba esa generosidad. Reed habría podido echarlo y descontarle del sueldo los días que había faltado. No había tantas diferencias entre la esclavitud pagada en las islas y un empleo normal en Londres. Sin embargo, ahora intuía que Nora no se dejaría despistar por más tiempo. Daba por sentado que su padre aprobaría el compromiso.
—¡La semana que viene, Simon! Este sábado se celebra el gran baile de la Unión de Comerciantes y mi padre está distraído con eso… y yo todavía tengo que probarme el vestido y discutir sobre el peinado… Y luego está esa clase de baile… ¿quién necesita La Bourgogne en las colonias?
Nora siempre actuaba así, como si no le interesaran en absoluto los bailes y recepciones a los que acompañaba a su padre, ya que Simon nunca estaba invitado, aunque en el fondo se alegraba. Le encantaban los vestidos bonitos y practicaba de buen grado los bailes de moda. Pero se negaba a coquetear con los jóvenes cuyos nombres llenaban su carnet de baile. Nora Reed ya había hecho su elección, y deseaba ardientemente que llegara el día en que Simon Greenborough la tomara entre sus brazos para bailar por vez primera un minué. ¡Y quién sabía, tal vez dentro de un año danzarían los dos bajo las palmeras! En Londres se hablaba de las lujosas fiestas que se celebraban en las residencias de los propietarios de las plantaciones de caña de azúcar en las islas del Caribe.
—Pero la semana próxima ya no habrá nada más y tendremos tiempo para planificar el compromiso: ¡seguro que mi padre organiza una fiesta! Y tú tendrás que decidirte a comprar ropa nueva. Mira, cuando conozcas a la gente adecuada también encontrarás un empleo en las colonias. ¡Ay, imagínate, Simon! ¡Asomarte a la ventana y ver un sol radiante en lugar de la lluvia cayendo a cántaros!
Nora se apretó contra su amado y creyó que el corazón de este latía desbocado en señal de alegría. Era imposible que la pedida de mano fuera un fracaso.
Nora disfrutó del baile de la Unión de Comerciantes mientras Simon procuraba acabar de curarse la tos durante el domingo que tenía libre. Compró manzanilla y leña suficiente para hervir el té y calentar un poco su fría habitación. La gruñona casera, la señora Paddington, hizo al respecto un pérfido comentario.
—¿Qué, milord, se ha hecho rico de repente? ¡A ver si dentro de poco tengo que poner el título para dirigirme a vos!
Simon se ahorró el esfuerzo de contestarle que eso habría sido lo correcto tanto si era rico como pobre. Sin contar con que en realidad la señora Paddington siempre lo hacía, si bien en su boca las palabras milord o vizconde sonaban más a insulto que a título nobiliario. Era evidente que la mujer sentía suma satisfacción al comprobar que un miembro de la nobleza podía caer en aquel mugriento barrio que, tras el incendio de Londres, se había reconstruido con casas feas y baratas.
Simon arrastró la cama lo más cerca posible del fuego y pasó el domingo bajo unas mantas ásperas y tiesas. Eso no contribuyó en mucho a su mejoría ya que hacía tiempo que no se encendía la chimenea, y aún más que no se deshollinaba. El tiro no funcionaba y el muchacho tuvo que elegir entre el frío y el humo. Al final se decidió por lo primero. La humareda agravaba la tos y el frío al menos era gratis.
Nora dispuso que el martes fuera el día del compromiso oficial. Simon tenía que visitar a su padre justo al acabar el trabajo en el despacho. Thomas Reed ya estaría cómodamente instalado en casa, pues solía salir antes que sus escribientes, quienes a menudo concluían sus últimas tareas a la luz de las velas.
El joven demoró su partida lo máximo posible. Quería evitar que Reed pensara que justo ese día se marchaba antes del despacho o que no cumplía con sus obligaciones. Pero al final, también el último empleado del despacho se marchó tras barrerlo, afilar las plumas y llenar los tinteros para la siguiente jornada. El chico también tenía el deber de apagar el fuego de las chimeneas y las velas cuando el último escribiente estuviera listo. Simon ya no podía hacerle esperar más tiempo fingiendo realizar tareas importantes.
Por fortuna, ese día no llovía y Simon pudo encaminarse a pie a Mayfair. En caso contrario, habría tomado un coche; no quería ni pensar en presentarse ante su futuro suegro mojado y con la pechera arrugada. Había invertido el dinero ahorrado en un ramo de flores realmente digno de tal nombre, pero pese a ello casi se desalentó al llegar a la suntuosa residencia situada en el distrito de Mayfair, recientemente inaugurado. Reed había hecho construir la casa señorial pocos años antes. La fachada estaba dividida en tres partes a través de pilastras y el frontón triangular recordaba al de un templo romano. Tras el edificio se extendía un pequeño jardín. Todo ello era mucho más lujoso de lo que jamás había sido Greenborough Manor.
Incluso en los tiempos más prósperos de su familia, Simon no habría sido un pretendiente digno de la mano de la hija de esa casa. Al final recuperó la serenidad y llamó a la puerta con la aldaba. Abrieron casi al instante. La joven y grácil muchacha vestida con un atildado uniforme de doncella parecía haber estado esperándolo. Le lanzó una mirada cómplice cuando él le dio su nombre y le pidió ver al señor de la casa. Sería probablemente una «confidente» del personal de servicio a la que Nora había puesto al corriente de su historia de amor.
—Le comunicaré su presencia al mayordomo —anunció amablemente la joven menuda y pelirroja—. Si me permite guardarle el abrigo…
Simon se encontró en un recibidor elegantemente amueblado y esperando esta vez a otro empleado de mayor rango. Sin embargo, quien apareció fue Nora.
—¡Simon! —Resplandecía—. ¡Qué buen aspecto! Si no tuvieras esa cara de miedo…
El chico intentó sonreírle. Nora no podía hablar en serio, era consciente de que estaba pálido y de que en las últimas semanas todavía había perdido más peso. Sin embargo, iba impecablemente vestido. Cada vez cuidaba mejor de los encajes y las pecheras de sus dos últimas camisas, había cogido hilo y aguja para estrechar la chaqueta y el pantalón y el día anterior se había gastado un penique en sebo para devolver el lustre a los zapatos. Había vuelto a empolvarse el cabello, si bien esta vez no había escatimado en talco, que casi podía tomarse, con un poco de buena voluntad, por una de esas pelucas que estaban en boga.
—Y tú estás maravillosa —dijo, devolviendo con toda sinceridad el cumplido a su amada.
Ella sonrió halagada y se alisó la tela sobre el miriñaque. Para celebrar el día había optado por un vestido de brocado dorado adornado con lazos y cintas. Llevaba el cabello deliciosamente trenzado y, como siempre, sin empolvar. Tenía las mejillas arreboladas de emoción y dichoso anhelo.
—¡Pasa, mi padre está de muy buen humor! ¡Y qué flores más bonitas…! Pero no, quizá… quizá mejor esperas a que primero venga el mayordomo.
Así que en el último momento Nora se asustaba de su propia osadía. Pese a ello, no se privó de dar un breve beso a Simon en las mejillas. Ambos se ruborizaron cuando el mayordomo apareció por la puerta y con un carraspeo les advirtió de su presencia. En un abrir y cerrar de ojos la muchacha desapareció. Simon siguió despacio al digno mayordomo, cuyo uniforme parecía mucho más costoso que las galas que con tanto esfuerzo conservaba el pretendiente.
Thomas Reed se había puesto cómodo en su sala de caballeros, algo sorprendido de que su hija le hiciera compañía bordando. Por lo general, a ella no le gustaba esa habitación y siempre arrugaba la nariz cuando percibía el olor que recordaba a tabaco, cuero viejo y ron.
En esa ocasión, empero, Nora estaba sentada frente a su padre e intentaba concentrarse en la conversación, si bien no hacía más que levantarse una y otra vez para ir a buscar algo o mirar nerviosa por la ventana. En ese momento, cuando el mayordomo anunció la visita del escribiente Simon Greenborough, se puso nerviosa. Nora hizo gesto de ponerse en pie, como si supusiera que Thomas Reed iba a recibir al recién llegado en un salón más solemne. Su padre, sin embargo, no vio razones para ello. Era evidente que no la consideró una visita de cortesía, sino profesional. Incluso si el anuncio del mayordomo sugería algo distinto.
—Señor Reed, el vizconde Simon Greenborough desearía ofrecerle sus respetos.
Thomas Reed sonrió. Digno del joven empleado: siempre correcto hasta la caricatura… ¿quién, si no, iba a presentarse con todos sus títulos para entregar una carta o un expediente urgente? El escribiente se asomó a la habitación tras el mayordomo, vacilante pero erguido, portando un ramo de flores. Thomas lo encontró atento pero exagerado.
—Señor Reed… miss Nora… —Simon se inclinó formalmente.
—¡Adelante, Simon! —le invitó Thomas con tono alegre—. ¿Qué le trae a horas tan tardías? ¿Ha contestado por fin Morrisburg? ¿Entrega la mercancía? ¿O es que trae alguna noticia de ese barco que supuestamente se ha perdido?
Simon hizo un gesto negativo con la cabeza, desconcertado por las palabras de su jefe. ¿Y ahora qué hacía con el ramo de flores?
—¡Qué flores tan bonitas! —intervino Nora, sonriéndole animosa—. ¿Son para mí?
Thomas Reed alzó la vista al cielo.
—Esto se da por supuesto, hija, yo mismo encontraría extraño que el señor Greenborough me agraciara con una ofrenda floral. De todos modos, no era necesario, Simon, a fin de cuentas la suya no es una visita de cortesía y tampoco le da para tanto…
El joven se ruborizó cuando la mirada del comerciante se posó en su gastada chaqueta.
—Al contrario —replicó—. Bueno, sí se trata de una…
—Pero primero deme las flores —dijo sonriente Nora.
Simon necesitó tiempo para recomponerse. Naturalmente, esa era su primera petición de matrimonio e improvisar no era su fuerte. El amado de Nora escribía cartas maravillosas, y cuando estaban a solas ella disfrutaba de sus lisonjas. Pero por lo general solía encontrar a Simon un poco tímido, algo tal vez normal si uno estaba sometido a tanta presión como él. La muchacha acarició la fría mano del joven al recoger el ramo.
Thomas Reed se quedó algo perplejo cuando advirtió sus miradas.
—Está bien, Nora —terció—. Ahora a lo mejor puedes ir a colocar el ramo en un jarrón. Nosotros hablaremos de asuntos sin duda aburridos y que son el motivo de que el señor Greenborough haya recorrido tan largo trecho a estas horas.
Nora enrojeció.
—No, papá —respondió—. Quería decir… humm… yo no lo encontraré aburrido en modo alguno, porque, esto…
—Porque yo… —El joven no podía consentir de ninguna manera que su amada se anticipara en la petición.
Thomas Reed frunció el ceño.
—¿Qué sucede, Simon? Dígame que le trae por aquí. Y qué tiene de tan edificante para una joven señorita. ¿Desde cuándo te interesan los barcos extraviados procedentes de Virginia?
Los ojos de Nora relucían.
—¡Desde siempre! Ya sabes que me interesa todo lo que viene de ultramar. Las colonias, los barcos… Simon y yo…
—¿Simon y tú? —preguntó Thomas Reed, perdiendo su afable cordialidad. Se enderezó en la butaca.
Simon tomó aire, reprimiendo un acceso de tos. Tenía que decirlo ahora. Además, el padre de Nora tampoco tenía un aspecto tan amenazador con el vaso de ron al lado, el puro y el batín de seda con que, como cualquier señor de su casa, solía sustituir la chaqueta y el chaleco tras la jornada de trabajo.
—Señor Reed, yo… he venido a pedir la mano de su hija. —Ya estaba dicho.
Nora emitía un resplandor sobrenatural, pero Thomas Reed se quedó mudo. Simon supuso que debía romper ese incómodo silencio y siguió hablando.
—Yo… yo soy consciente de no ser un buen partido, pero yo… amo a su hija con toda mi alma y Nora me ha dado a entender que comparte mis sentimientos. No soy rico, pero haré todo cuanto esté en mi mano para ofrecerle un hogar de acuerdo con su rango, y…
La risa de Thomas Reed interrumpió su discurso.
—¿Y cómo piensa hacerlo? —inquirió.
Simon hizo un gesto compungido.
—¡Pensábamos en las colonias, papá! —se entremetió Nora, sonriendo radiante a su padre. Pensaba que por el momento el asunto no iba por tan mal camino—. Si Simon encontrase un empleo en Jamaica o Barbados, o si tal vez tú… Bueno, pensábamos que tú a lo mejor estarías interesado en inaugurar una sucursal en algún lugar, y entonces nosotros… Los dos queremos…
—¡Cállate! —ordenó el padre—. Lo mejor es que vayas a guardar tus flores, o a hacer lo que sea. De momento no te necesito aquí… ¡Nora!
Pronunció su nombre con severidad cuando vio que ella no hacía el menor gesto de marcharse. La joven dejó la sala de inmediato, no sin antes lanzar una mirada animosa a Simon. Este no sabía si debía sentirse aliviado o desesperado.
—Señor… sé que es algo inesperado. Y Nora… Nora se lo imagina más sencillo de lo que es en realidad. Pero soy joven, puedo trabajar… Podría entrar al servicio de alguna plantación…
—Usted siempre está enfermo, Simon —lo interrumpió Reed, cortante—. El jefe de oficina ya me ha aconsejado que lo despida porque no rinde en el despacho. ¿Y ahora pretende ir a las islas a apalear a unos negros que son el doble de grandes que usted? Sin contar con que no permitiré que mi hija sea la esposa de un comerciante de esclavos.
El escribiente pareció ofendido.
—Siempre he recuperado las horas que he faltado, señor —se defendió—. Y… y usted… usted puede confiar en mí. Si me permitiera trabajar para usted en ultramar…
—Simon, no veo a mi hija en las colonias. Esto no son más que sueños de niños Pero cómo se les ocurre, no tiene más que diecisiete años. Tiene todo el tiempo del mundo para enamorarse de un joven de la esfera comercial londinense… Quiero ver crecer a mis nietos, señor Greenborough. Y no tener que preocuparme de si cuentan con lo suficiente para comer.
El joven se irguió.
—¡Los hijos de la familia Greenborough nunca han pasado hambre! —replicó dignamente.
Thomas Reed tomó una profunda bocanada de aire y un trago de ron.
—Pero casi, Simon. Y cuando le veo, dudo de que le alcance para llevarse algo a la boca. En cualquier caso, y si estoy bien informado, su padre perdió en el juego sus tierras y su título. Y usted se mantiene a duras penas a flote, por lo que aprecio su aplicación y capacidad de resistencia. He oído decir que ha asumido las deudas de su padre. Cuenta con mi respeto, joven, otro ya habría puesto pies en polvorosa. Pero estas no son las condiciones en que yo casaré a mi hija.
—Siempre sería una lady Greenborough —objetó Simon.
Thomas Reed se frotó las sienes.
—Ni siquiera eso, Simon, y usted lo sabe. Bien, nadie le negará el tratamiento de vizconde, pero si los hijos de Nora han de heredar el título entonces tendría que casarla con un Codrington, ¿no es así?
Simon bajó la cabeza. Claro, Thomas Reed mediaba en la compra y venta de condados y escaños parlamentarios. Sabía lo que les había ocurrido a los Greenborough.
—Señor Reed… ¡amo a su hija! —A Simon no se le ocurrió otra cosa que decir.
Thomas Reed hizo un gesto de resignación.
—Lo entiendo —respondió lacónico—. Nora es una muchacha preciosa, inteligente y sumamente digna de ser amada. Pero esta no es justificación para un casamiento que no considero apropiado.
—Nora me ama. —La voz de Simon sonó ahogada.
Thomas lanzó una mirada a su escribiente e intentó descubrir qué veía su hija en él: sin duda a un caballero de excelentes modales. Tenía muy buen porte si a una le gustaban los chicos flacos y con aire espiritual. Simon tenía unos ojos castaños de expresión dulce que en la penumbra de la sala de caballeros casi parecían negros, los pómulos altos y los labios carnosos y bien perfilados. Sus manos, delicadas y de largos dedos, casi eran gráciles, y probablemente fuera un buen jinete y bailarín. Era posible que Nora se hubiera enamorado de él y tal vez él incluso la hacía feliz. Pero, maldita sea, ya no se trataba de comprar el juguete que su hija le estaba pidiendo. Nora ya casi era una adulta. Tenía que pensar en su futuro.
—Eso cambiará —respondió con firmeza a su escribiente—. Lo lamento, Simon, pero no puedo concederle lo que me pide. Y Nora tampoco tiene capacidad para darle su consentimiento, es demasiado joven e inmadura para ello. Queda la cuestión de cómo proceder a partir de ahora. No quiero despedirle solo porque ama a mi hija. Pero le sugiero que busque pronto otro empleo. Preferentemente en un despacho cuyo director no tenga una hija casi casadera. Por supuesto, le proporcionaré unas referencias excelentes. Yo no le deseo ningún mal, Simon Greenborough, pero tiene que asumir su rango y situación.
Y con un gesto de la mano le indicó que abandonara la sala. Para él, era obvio que la conversación había concluido. El muchacho se inclinó una vez más tal como prescribía el protocolo, pero no volvió a pronunciar ni una palabra. Reed no parecía esperar que lo hiciera. El joven tenía la sensación de salir a trompicones de la sala. Por fortuna, el mayordomo lo recogió en la puerta, después de que Reed lo hubiera llamado. Solo no habría encontrado el camino.
Volvía a llover cuando el muchacho salió a la calle, pero esta vez no lo notó. Recorrió como en trance las calles de Mayfair, cruzó el puente del Támesis y regresó al East End. Subió cabizbajo las escaleras ruinosas y crujientes hasta su habitación, no oyó la voz insolente de la señora Paddington, que una vez más le reclamaba algo, e intentó que sus sentidos no percibieran esa constante mezcla de olores a cocina, retrete y ropa mojada que siempre reinaba allí. Al final llegó jadeando a su buhardilla. A la medida de su rango y situación…