—¿Qué más puede hacerse que no sea plantar caña de azúcar o tabaco? —preguntó Nora.
Estaba sentada en el diván de lady Wentworth y sostenía afectadamente una taza de té entre el índice y el pulgar. Desde que pocos decenios antes la reina Ana había dado a conocer esa infusión caliente, se servía en los mejores salones de Inglaterra. Como la mayoría de las damas, Nora había puesto azúcar con generosidad, para gran satisfacción de su anfitriona, que veía en cada té bien azucarado de Inglaterra una contribución al mantenimiento de su fortuna.
—Pues bien, el tabaco no ha dado especialmente buenos resultados —contestó pacientemente lady Wentworth.
Las incontables preguntas de la joven hija del comerciante la divertían. Nora Reed parecía firmemente decidida a que su futuro transcurriera en las colonias. Lady Wentworth lamentaba que sus hijos no tuvieran más que ocho y diez años. La pequeña Reed habría sido un estupendo partido y el hecho de que fuera burguesa no le disgustaba. A fin de cuentas, también su propio marido había comprado el título. Para pertenecer a los pares de Inglaterra, ya hacía tiempo que no había necesidad de casarse o de que el rey le armara pomposamente a uno caballero, si bien esto último también era factible para los barones del azúcar. Realizando las donaciones apropiadas —obsequios, protección de la flota u otros servicios a la Corona—, el rey premiaba cuán aplicadamente se trabajaba por la prosperidad del imperio al otro extremo del mundo…
—En cuanto al tabaco, Virginia y otras colonias del Nuevo Mundo son las que obtienen las calidades más altas. Pero la caña de azúcar no crece en ningún otro lugar mejor que en nuestras islas. Aunque también tenemos gastos… —Lady Wentworth recordó a tiempo que estaba ante la hija de un comerciante. Si se ufanaba demasiado de lo fácil que era cultivar caña de azúcar en Jamaica, Barbados y las islas Vírgenes, el padre de Nora quizá probara a bajar los precios—. ¡Ya solo con los esclavos!
—Bueno, en realidad nosotros no queremos tener esclavos —dijo suave pero sinceramente Nora. También había hablado acerca de ello con Simon y ambos eran de la misma opinión—. Es… es poco cristiano.
Lady Wentworth, una mujer resoluta en la treintena, cuyas opulentas formas casi reventaban el corsé y el miriñaque, soltó una risita.
—¡Ay, hija mía, no tiene ni idea! —exclamó—. Pero por fortuna la Iglesia es realista al respecto: si Dios no hubiese querido que los negros trabajasen para nosotros, no los habría creado. Y cuando esté usted allí, miss Reed, será de la misma opinión. Ese clima no es para los blancos. Demasiado calor, demasiada humedad. Para los negros, por el contrario, es totalmente normal. Y además los tratamos bien; les damos de comer, los vestimos, les… —Lady Wentworth se interrumpió. Al parecer no se le ocurría qué más hacían por el bienestar de sus esclavos—. ¡El reverendo hasta les predica el Evangelio! —declaró al final en tono triunfal, como si solo por eso valiera la pena vivir—. Aunque no siempre saben apreciarlo. Allí todavía perduran los rituales, hijita… ¡Es horrible! Cuando invocan a sus viejos ídolos… No cabe duda de que Dios ve con buenos ojos que limitemos tales prácticas. Pero no hablemos de cosas desagradables, miss Reed. —Lady Wentworth cogió un pastelito de té—. ¿Ya hay planes concretos de casarla en una de nuestras hermosas islas? ¿Qué opina su padre acerca de su proyecto de emigrar?
Nora no quería en absoluto tocar ese tema, así que intentó enterarse de otras alternativas.
—¿Cómo les va a los comerciantes en las islas? ¿Hay algún tipo de… humm… de intermediarios o algo similar que…?
Lady Wentworth hizo un gesto de rechazo.
—No en un número digno de mención, hija mía. Hay un par de capitanes que importan por su propia cuenta, pero exceptuando esos casos tratamos siempre directamente con la metrópoli.
Lo que no representaba ninguna dificultad, pues la mayoría de los propietarios de las plantaciones mantenían una o varias residencias en Inglaterra. Los Wentworth, por ejemplo, no solo poseían esa mansión señorial en la ciudad, sino también una casa de campo en Essex. En familias más grandes casi siempre permanecía uno de sus miembros varones en la metrópoli y dirigía las negociaciones con los comerciantes. Siempre que el cártel no estableciera de entrada los precios vinculantes para todos.
Nora se mordió el labio. La mujer tenía razón, en el ámbito de la caña de azúcar no hacía falta ninguna casa comercial en Jamaica o Barbados.
—Claro que hay un par de comerciantes —prosiguió lady Wentworth—. En especial en las islas más grandes, en las ciudades. La gente de nuestra condición, claro está, se abastece de los artículos más importantes en la metrópoli… —Con un conciso movimiento abarcó el valioso mobiliario de su casa, al que con toda seguridad no le iba a la zaga el de la plantación, los cuadros colgados y su no menos costoso vestido, cuyos voluminosos volantes se inflaban sobre los brazos de la butaca—. Pero, naturalmente, en las islas también hay sastres, panaderos, tenderos… —Su expresión delataba lo que pensaba sobre esa capa de la población—. ¡Por supuesto, nada que ver con un negocio como el de su señor padre! —se apresuró a añadir.
Nora reprimió un suspiro. Las perspectivas no eran buenas para ella y Simon, y aún menos porque su amado no era seguramente el más apropiado para trabajar de panadero, sastre o solícito tendero. Nora podía imaginarse a sí misma, en caso de necesidad, detrás de un mostrador hablando con las mujeres de Kingston o Bridgetown mientras exponía sus artículos. Pero ¿el tímido y tan extremadamente formal Simon? En cuanto le contaran un chisme realmente sustancioso se retiraría indignado.
Simon entró jadeante en el venerable despacho de Thomas Reed, en la orilla norte del Támesis. Era bastante lúgubre; las salas de los escribientes y secretarios eran pequeñas y los pupitres apenas estaban iluminados. Los empleados más antiguos con frecuencia encontraban difícil descifrar los números de los libros de cuentas. Únicamente la oficina privada de Thomas Reed, que contaba con cómodas butacas para visitas y clientes, disponía de altos ventanales con vistas al río. Al parecer, también ese día Thomas Reed recibía a un cliente. Cuando Simon pasó por el pasillo delante de la oficina, quitándose el abrigo, oyó retumbar la voz del comerciante y percibió otra, no menos estridente, con acento escocés.
—¡Reed, por Dios, no me venga con esos escrúpulos morales! Nosotros somos moderados, en otras islas las leyes son mucho más severas. ¡Los daneses incluso permiten quemar vivos a los negros insumisos! Naturalmente, no es la forma de actuar de un británico como debe ser, pero tiene que haber disciplina. Entonces también se aguantaría la vida en Barbados incluso como esclavo. —El hombre rio—. Lo sé de buena tinta, a fin de cuentas yo también fui uno de ellos.
Simon frunció el ceño. Qué interesante… Nunca había oído hablar de esclavos blancos en las islas. Entretanto, gracias al blasón que adornaba de modo algo llamativo una bolsa depositada en el pasillo, había descubierto la identidad del visitante: Angus McArrow, recientemente convertido en lord de Fennyloch. Simon recordaba que Thomas Reed había mediado en la compra del escaño. Ahora el escocés, que poseía una plantación en Barbados, agradecía el favor. La bolsa contenía un par de botellas de un soberbio ron negro y, por el tono en que hablaban los hombres, se podía deducir que ya habían abierto una.
—¿Puedo entrar ahora? —preguntó Simon nervioso a uno de los empleados más antiguos. Al fin y al cabo tenía que entregar la carta.
El hombre asintió indiferente.
—No parece que se estén contando ningún secreto —farfulló.
Simon llamó a la puerta con prudencia, lo que pasó inadvertido a su patrón y al cliente porque Reed soltaba justamente en ese momento una sonora carcajada.
—¿Usted, señor Arrow? ¿Esclavo de los campos de caña? ¿Entre un montón de jóvenes negros? —Era increíble.
—¡Como se lo digo!
Simon oyó el tintineo del cristal. Al parecer, volvían a llenarse las copas.
—Naturalmente, antes no lo llamaban así, se hablaba de servidumbre. Y tampoco había negros; llegaron más tarde. Pero pasaba lo mismo: estuve doblando el espinazo durante cinco años para uno de los primeros propietarios de una plantación y al final conseguí una parcela. Al principio muchos procedieron así, antes de que llevaran tantos negros a la isla. Créame usted, algunos de los actuales barones del azúcar empezaron siendo pobres desgraciados. La mayoría ya no lo reconoce, y sus descendientes en absoluto; a fin de cuentas, la mayor parte de los esclavos recompensados no envejecieron. Los tiempos de la servidumbre fueron duros y en los campos propios sucedía lo mismo. Muchos trabajaron un par de años, hasta que la caña de azúcar creció y los niños también. Luego estaban acabados. Literalmente, se habían matado trabajando. Pero ¡ahora los nietos se comportan como reyes!
—Qué interesante —intervino Reed—. No sabía nada… Un momento, por favor. ¡Pase!
Era la tercera vez que Simon llamaba a la puerta y por fin lo habían oído. El joven entró vacilante en la habitación y se inclinó delante del señor Reed y Angus McArrow.
—Milord… —dijo diligente.
El rostro rubicundo de McArrow resplandeció.
—¡Buenas, muchacho! Simon… Green-no-sé-qué, ¿verdad? Fue usted quien redactó mi discurso inaugural en la corte. ¡Excelente, excelente, muchacho! ¡Acérquese y tómese también un trago! Parece necesitarlo. ¿Qué ha estado haciendo, nadando? —Se rio de su propio chiste.
Con el cabello todavía mojado y los pliegues de la pechera que con tanto esmero había planchado por la mañana colgando sin vida, Simon ofrecía una imagen lamentable.
—Estuvo usted en el despacho del señor Roundbottom, ¿verdad, Simon? —preguntó Reed recordando lo que le había encargado—. Pero, por todos los santos, ¡ha ido a pie con este tiempo! Muchacho, podría haber cogido un carro.
Thomas Reed, un hombre corpulento y pesado, de rasgos faciales sorprendentemente delicados, dirigió a su joven secretario una mirada al mismo tiempo compasiva y de desaprobación. Simon se le antojaba a veces un chico sin capacidad para enfrentarse a la vida. Bien educado, de acuerdo, y un escribiente y contable excelente, pero salvo eso… Ya solo su aspecto… ¡Podría comprarse un traje nuevo! Y recurrir a un vehículo si llovía. ¡Parecía como si Reed no estuviera pagando a sus empleados como Dios manda!
Simon bajó la vista ante los destellos de indignación de los ojos verdes de Reed. Eran igual de despiertos que los de su hija, pero más escrutadores que dulces, y no estaban rodeados por las arrugas que se forman al reír. Seguro que Nora las tendría con la edad…
Simon sonrió soñador cuando pensó en cómo sería verla envejecer. En algún momento también se colarían canas entre sus cabellos ambarinos, como ya sucedía ahora en el abundante tupé de su padre. Simon bromearía con ella porque ya no necesitaría empolvarse el cabello. Y todavía la amaría…
—¿Qué está mirando, Simon? Ha traído la respuesta del señor Roundbottom, ¿verdad? ¿A qué espera? ¡Démela! —Thomas Reed extendió exigente la mano.
—¡Tómese primero un trago! —intervino McArrow apaciguador y, para horror de Simon, le tendió un vaso lleno de un líquido de aroma fascinante y color ambarino. Ron de Barbados, sin lugar a dudas exquisito.
Pero ¡Simon no podía beber con Thomas Reed como si fueran dos personas de la misma posición! Y aún menos durante el horario de trabajo. Vaciló y sacó primero con torpeza la misiva del comerciante Roundbottom. La había metido en el bolsillo más interior de la chaqueta para protegerla de la lluvia.
—¡Haga lo que le dicen!
Thomas Reed cogió la carta y solucionó el dilema de Simon apuntando con un ligero gesto a McArrow y el vaso que sostenía para el chico. Claro que no era apropiado ofrecer una copa a su escribiente, pero no quería disgustar al escocés. Simon tomó un traguito. Experimentó una agradable sensación de calor cuando la bebida, fuerte y de un sabor algo dulce, bajó por su garganta. Muy gustosa, muy buena y de sabor suave, como solía ser el ron.
—Pasaría por brandy, ¿verdad? —preguntó McArrow, reclamando un elogio—. De mi plantación. Un método de destilación especial. Nosotros…
—Pero ahora siga contando ese extraño modo de adquirir tierras, McArrow —lo interrumpió Reed para satisfacción de Simon, que encontraba mucho más interesante la «esclavización» de los escoceses que la producción del ron—. ¿Todavía se practica hoy en día? Vaya, que con esa…
—¿Servidumbre recompensada? —preguntó McArrow, volviendo a coger su propio vaso—. Bien, no hay mucho más que explicar. Por lo general funcionaba como es debido, los señores no eran malos tipos. Claro que pillaban todo lo que podían. Esos cinco años no fueron coser y cantar. Aunque yo tuve suerte. Al tercer año aparecieron los primeros negros y yo les tuve que enseñar y vigilar. No era un trabajo tan duro como al comienzo. Y con mi patrón también tuve suerte, me entregó una buena parcela y dos esclavos, además de la posibilidad de comercializar mi cosecha con la suya. Claro que esto solo al principio, pues en lo que va de tiempo tengo yo más tierra que él… o más bien que sus hijos. Por desgracia no hacen gran cosa, por eso he tenido ahora que echar una mano con el escaño. Los jóvenes Drew están llevando a la quiebra el trabajo de toda la vida de su padre…
—¿Y todavía se practica hoy en día?
Simon intervino con la misma pregunta que Reed acababa de plantear, y al punto se arrepintió. En realidad él no debía estar presente en esa conversación entre socios, y menos aún participar en ella. Pero Reed escuchó con el mismo interés que su escribiente cuando McArrow respondió.
—Hoy apenas existe —dijo—. En primer lugar porque no hay ningún interés en que aparezcan todavía más plantaciones. Si la oferta aumenta mucho, los precios caen… Lo siento, señor Reed, pero los propietarios de las plantaciones queremos evitar que eso suceda. Todavía se oye hablar de ese tipo de acuerdos de forma esporádica, pero los señores esperan al menos siete años de servicios y a menudo acaban dando gato por liebre. No, no, eso se solucionó cuando llegaron los negros. Con lo que volvemos al tema en que estábamos: no lo tienen tan mal, no se matan trabajando como nosotros.
Solo que trabajaban toda su vida y después de cinco o siete años no tenían nada que les perteneciera, pensó Simon, pero se mordió la lengua. Tenía otra pregunta que hacer, pero Reed acababa de firmar la carta de respuesta y se la tendió. Una clara indicación de que se marchara. Había que archivar la carta y redactar el acuerdo en ella estipulado.
Dio las gracias a McArrow por el ron y dejó la habitación para ocupar su sitio junto al pupitre en la sala contigua. De todos modos, escuchaba las voces del despacho contiguo y cuando oyó que el escocés se despedía salió al pasillo.
—Señor McArrow… eh… milord… ¿Podría… podría hacerle una pregunta más?
—¡Y hasta diez, muchacho! —McArrow rio jovial—. Pregunte con toda tranquilidad, dispongo de tiempo. Hasta mañana no tengo más citas.
Simon reunió valor.
—Si uno… Bueno, si un joven está en las islas, en un sitio de ultramar como Jamaica o Barbados… Bueno, si uno quiere prosperar allí… ¿hay… hay alguna posibilidad?
McArrow observó al joven y contrajo el rostro en otra sonrisa irónica.
—Está harto de la lluvia, ¿verdad? —preguntó comprensivo—. Lo entiendo, yo también tengo suficiente. Pero las islas… Sí, claro que puede entrar al servicio de una plantación. A estas alturas ya no empleamos a los blancos como trabajadores del campo, sino que necesitamos capataces. ¿Sería de su conveniencia? Aunque un joven como usted… ¡Por su aspecto se diría que un pequeño soplo de viento lo tiraría!
Simon se ruborizó. Nunca había sido un hombre fuerte, pero en los últimos meses había adelgazado todavía más. Comía muy poco y esa tos pertinaz consumía todas sus fuerzas. Pero si estuviera en un lugar más cálido… Y seguro que los propietarios de las plantaciones daban alojamiento a los capataces. Podría invertir en comida el dinero que ahora gastaba en la habitación llena de chinches del East End.
—¡E… engaña, milord! —replicó con firmeza—. Puedo trabajar, yo…
—No tienes aspecto de ser capaz de blandir un látigo.
Simon se estremeció, no solo por esas palabras, sino por el repentino tuteo. Sin embargo, entendió que como trabajador de una plantación no podría insistir en que lo trataran como a un caballero.
—Y con los negros hay que hacerlo —prosiguió McArrow impertérrito—. Cuando las cosas se ponen crudas, hasta hay que colgar a alguno. ¡Y tú eso no lo harás, muchacho!
McArrow quiso quitar dureza a sus palabras dando unos golpecitos optimistas al hombro de Simon, pero el joven noble lo miraba desconcertado. ¿Dar latigazos? ¿Ahorcar? ¡Se diría que era el trabajo de un verdugo!
—No, si consiguieras algo sería en la administración. Pero no se dan puestos de balde en la Corona, tienes que comprarte uno o al menos conocer a alguien que conozca a alguien… —McArrow sacudió la cabeza al ver el rostro decepcionado de Simon—. También puedes intentarlo como marinero —sugirió al final—. Pero insisto en que quieren tipos fuertes y duros, no jovencitos como tú. Qué va, quédate donde estás, y haz tus cuentas. ¡Y puede que de vez en cuando algún discurso para el viejo McArrow! Fue excelente, chico… ¡casi como si tú mismo fueras un par!
Dicho esto, el dueño de la plantación cogió el tricornio y se acordó justo a tiempo de no ponérselo encima de su voluminosa peluca, sino de llevarlo elegantemente bajo el brazo antes de salir a la lluvia. El carruaje con su blasón ya esperaba. El lord recién horneado no iba a mojarse.